Los amantes en el paraiso (02: Al despertar)
Después de una turbulenta noche pasional, ella disfrutó de un delicioso desayuno de huevos con chorizo.
AL DESPERTAR
Aquella mañana, después de una noche tremenda de placer erótico con aquella mujer que dominaba a tal grado mis sentidos, que era capaz de excitarme hasta el punto de corresponder a sus requerimientos sexuales cuantas veces lo deseara, con gran beneplácito de mi parte, que gozaba enormemente con aquel dulce coñito y ese delicioso culo que se me ofrecía para que lo ensartara, y ni que decir de aquella pulposa boca, succionante, cálida y enormemente chupadora, que me transportaba al paraíso de la lujuria, aquella mañana, decía, me levanté de la cama sintiendo mi cuerpo algo molido.
Ella descansaba a mi lado con una sonrisa de satisfacción en su rostro, que le daba un aire de beatitud. Nadie, al contemplarla, podría creer que aquella mujer que dormía tan apaciblemente, la noche anterior estuvo convertida en un verdadero ciclón, que envolviéndome en su vorágine, había conseguido que la tuviera ensartada toda la noche, por todos sus divinos agujeros, haciéndome gozar de lo lindo.
Al mirarla desnuda, boca arriba y con las piernas abiertas, se me antojó aquel hermoso bizcocho y estampé un prolongado beso en su linda raja, solazándome al aspirar el excitante aroma de hembra cachonda. Ella se quejó suavemente al sentir la espontánea caricia y dio vuelta sobre sí, para poner ante mi vista el delicioso espectáculo de sus hermosas nalguitas, entre cuyas redondeces había derramado mi leche más de cuatro veces, después de haber gozado del frote de sus entrañas durante largas horas.
Mi verga empezó a levantarse y no resistí las ganas de meter mi lengua en su ano, llenándome de placer al acariciar los globos incitantes, suaves al tacto, pero de una dureza muscular que era una delicia sentir entre mis manos. Aparté sus nalgas, y el sonrosado remolino de su ojete, que al presentir mis intenciones, empezó a palpitar entreabriendo y cerrando sus pliegues, invitándome a besarlo.
Loco de lujuria, acerqué mi boca y estampé un cálido beso en aquella deliciosa circunferencia, agradeciéndole los enormes placeres que me había proporcionado la noche anterior. Seguidamente, mi lengua dio unos cuantos lametazos, antes de proceder a introducirse en aquellas cálidas entrañas. Jugué un rato con mi lengua en aquel suculento agujero y, satisfecho aquel mórbido deseo, que me iba excitando a cada momento, me dirigí a la ducha para darme un reconfortante baño, que daría a mi cuerpo el relajamiento necesario.
El agua tibia bañó mi cuerpo y mis manos acariciaron mi aún erecto pene con la sustancia jabonosa que hacía deslizar mis manos sobre su larga y gorda superficie, aseando la roja cabeza, dejándola libre de rastros de la jodienda de la noche anterior.
Después de secarme con una afelpada toalla, con la que masajeé mi cuerpo, al que nuevamente sentí con todo su vigor, escuché el timbre del teléfono que llamaba insistentemente. Salí del baño sin vestirme y contesté. Era uno de mis empleados que pedía instrucciones para el trabajo del día. Lo aleccioné debidamente y en lo que hablaba con él, sentí en mi entrepierna el delicioso cosquilleo que me producían unos tiernos y hábiles dedos, que enseguida se apoderaron de mi verga aún erecta. Era ella, que al oír el sonido del teléfono, se había despertado, y al acudir a la recámara habilitada como oficina, me encontró con el teléfono en la oreja.
Sin dejar de hablar con mi empleado, vi como ella, con deleite infinito, llevó mi verga hacia sus labios, para dejar sobre la roja cabeza un beso enervante, que me hizo saltar sobre el escritorio que me servía de asiento.
Gozando de aquella caricia inesperada, la dejé hacer, mientras continuaba con mi diálogo telefónico, cada vez más difícil de sostener, por tener la garganta seca y la respiración entrecortada, lo que me dificultaba la pronunciación de las palabras.
Ella lamía mi pene como si fuera un plátano que le ofreciera para su desayuno, y se lo metía entre los labios, tratando de tragárselo entero. De vez en cuando lo sacaba para admirarlo y olfatearlo, excitándose con su olor; otras veces, se lo pasaba por las mejillas, el cuello, y acariciaba sus pezones con la cabeza encendida, que estaba a punto de explotar con aquellas caricias que me tenían tan fuera de mí, teniendo que cortar la conferencia telefónica que sostenía, balbuceando algunas palabras de despedida.
Acaricié sus cabellos y su nuca, atrayéndola hacia mí, disfrutando de la contemplación de ver hundirse mi pene en aquellos labios frescos, que con tanto deleite lo hacían penetrar en el interior.
Al tiempo que me recostaba en el escritorio, la invité a subirse sobre mí, sin que ella dejara de lamerme la verga, dejando caer su delicioso coño sobre mis labios, donde encontró una lengua ávida y sedienta, que se puso a lamer aquella gruta rebañada de jugos sexuales, que se antojaba la ambrosía, el alimento de los dioses del Olimpo.
Como no tenía nada sobre el escritorio, la dureza del mismo me molestaba la espalda, por lo que suavemente me senté sobre él, arrastrándola en mi giro, mientras ella enlazaba mi cuello con sus esbeltas y sedosas piernas, sin dejar el sabroso bocado que le llenaba la boca. Seguí lamiendo la deliciosa gruta sexual, teniéndola a ella materialmente colgada de mí, mientras mi cara se hundía en su entrepierna, gozando al penetrar tan profundamente aquellas entrañas.
Aunque no pesaba mucho, pues su cuerpo era grácil y esbelto, después de un rato de esa gimnástica mamada, tuve que pedirle que se soltara, deslizándose lentamente hacia el suelo, para quedar tendida boca abajo sobre la alfombra.
Levantando la grupa y poniéndose de rodillas, con los brazos sobre la alfombra, me rogó:
-Ven, mi vida, ensártame así. Anda, mi rey, méteme tu deliciosa verga, que quiero sentir como me llega hasta el fondo de las entrañas.
Poniéndome detrás de ella, sujeté sus lindas nalguitas y enfilando mi verga hacia su coño, la ensarté con un certero envite. Ayudado por ella, que removió deliciosamente las caderas, mi pene invadió el interior de su coño, hasta que ni un solo pedazo se dejaba ver fuera.
Ya con toda la verga sepultada en su vagina, procedí a moverme lentamente, de atrás hacia delante, imprimiendo a mis movimientos cada vez una mayor velocidad. Mi verga entraba y salía de aquella deliciosa gruta, en una sinfonía de movimientos acompasados en los que, cuando yo me retiraba, ella echaba el cuerpo hacia delante, hasta dejar casi todo el cuerpo de mi mástil afuera, y cuando yo la penetraba, ella iba en busca de mi pene, hasta sentir que mis huevos golpeaban la entrada de su vagina.
¡¡Qué jodienda más deliciosa! Con esta mujer era capaz de lograr las más increíbles hazañas sexuales y gozaba enormemente al sentir mi verga atrapada entre aquellas paredes de carne, que la frotaban con furia y la absorbían, tratando de sustraerle la savia que guardaban celosamente mis cojones.
Mi verga entraba y salía al ritmo que le marcaba mi corazón, y en cada penetración sentía un placer indecible, cuando el frote de su carne vaginal llenaba de gloriosas sensaciones mi lanzón, sensaciones que llegaban a mi cerebro para excitar mi cuerpo más y más.
Ella, por su parte, gozaba enormemente con la penetración de su coño, que ardía y se removía sabrosamente, buscando una penetración cada vez mayor. Es tan grato sentir este frote sexual, que contengo el orgasmo el mayor tiempo posible, para gozar este divino placer, pues al llegar la venida, la laxitud que da a mi cuerpo impide que disfrute de este gozo al cien por ciento. Por eso nos contenemos, hasta que no podemos resistir más y descargamos nuestras energías cuando ya es imposible retener más tiempo la venida.
Yo seguía jodiéndola con toda la pasión de que era capaz y ella correspondía a mi dedicación entregándose toda entera, sin inhibiciones de ninguna especie, buscando tan sólo el goce profundo que sólo lograba en este íntimo contacto que le proporcionaba el compañero elegido por ella , y que bendecía al cielo por haberme dado la suerte de ser yo.
Mi verga seguía penetrando aquél coño húmedo y cachondo, hasta que en un enérgico movimiento se salió de la vagina, y al tratar de introducirla fue a caer en al circunferencia de su culo.
-¡Métemela ahí! ¡Anda, mi rey! ¡Métemela en el culo! ¡Entiérramela con fuerza! ¡Anda! ¡Aprisa! ¡Jódeme por el culo! ¡Aaah, que delicia!
Esta última exclamación salió de los más profundo de su alma, cuando mi verga penetró el interior de su conducto anal, yendo a alojarse en las tibieza de su recto, dándole la bienvenida, acariciándolo con sus cálidas paredes, que lo aprisionaron entre sus músculos, triturándolo amorosamente.
Gozando con la penetración de su ano, sujeté sus hombros y le enterré la verga con fuerza, tratando de meterle hasta el último milímetro de carne, Luego la fui metiendo y sacando, mientras ella, sosteniendo su cuerpo sobre su cabeza apoyada en el suelo, llevó sus manos hacia su trasero, y apartando las nalgas, lograba que mi verga se introdujera sin más en su hermoso conducto anal.
Su nalgatorio se removía a mil por hora y mi verga entraba y salía rápidamente de aquel ardoroso túnel, que me lo apretaba con tremendas ansias, queriendo conservarlo dentro el mayor tiempo posible, pero también sintiendo la necesidad del frote placentero que recibían sus paredes.
Ella me acicateaba con frases lujuriosas, que me hacían aumentar mis movimientos, tratando de producirle el más intenso placer.
-¡Anda, sigue, mi amor! ¡Sígueme enterrando tu deliciosa verga en mi culo! ¡Ay! ¡Siento que me muero de placer! ¡Qué rico! ¡Qué delicia siento! ¡Entiérramela hasta el fondo, que quiero que me destroces por dentro!
Al verla tan excitada, el sadismo hizo presa de mí, y tirando de sus cabellos con una mano, como si estuviera montando una potra, con mi mano derecha le propiné en las nalgas varios manotazos, que hicieron enrojecer aquellas redondeces de carne, en cuyo interior mi pene se removía en aquella jodienda maravillosa, que venía a inundarnos de dicha a los dos.
Después de solazarme azotándole las nalgas, llevé mis manos a sus tetas y se las apreté fuertemente, pellizcándole los erguidos pezones, que se excitaron más con estos manoseos.
Mi mano derecha dejó una de sus tetas y fue a buscar el húmedo refugio de su vagina, donde introduje tres dedos que se dieron gusto jugueteando en ella.
Inclinándome sobre su espalda, le mordía la nuca, las orejas, y en la espalda incrustaba mis dientes, haciéndole daño verdaderamente, a juzgar por las huellas de mis mordiscos, que quedaban marcados en su piel.
Los dos estábamos tremendamente excitados, y gozábamos con toda la extensión del placer que podíamos darnos. Para nosotros no existía el dolor ni el cansancio, sólo el ansia de entregarnos completamente el mayor placer posible, sin ponernos a pensar a costa de qué lo lograríamos. Éramos dos amantes que gozaban profundamente su entrega, y se daban todo lo que se podían dar, tratando de que la otra parte gozara igual, o más intensamente.
Eran tantas las ganas que poníamos a nuestra jodienda, tanto nuestro apasionamiento, que era cada vez más difícil contener nuestros orgasmos, pues la naturaleza exigía el tributo a cambio de los placeres recibidos, y no pudiendo aguantar un instante más, ella se vino primero en un espasmo tremendo, que le hizo acelerar sus movimientos, mientras yo hurgaba su vagina y acariciaba el enhiesto clítoris, para después desahogarse en varios intensos orgasmos.
Yo, ensartado todavía en su culo, dejé escapar los chorros de esperma, que vinieron a refrescar aquel conducto tan maltratado, rebosando la leche por su ano, imposibilitado para contener aquel torrente que resbalaba hasta su vagina.
Sacándole la verga del culo, cosa a la que ella se oponía, porque quería seguir sintiéndola adentro, seguí derramando mi leche sobre sus nalgas y su espalda, aplicándola con mis manos, como si fuera crema para la piel, dedicándome después a besar aquellas nalguitas hermosas, en agradecimiento al tremendo placer que me habían proporcionado.
Nuevamente el cansancio volvió a rendirnos, por lo que tuvimos que abandonarnos en brazos de morfeo, hasta conseguir el descanso que pedían a gritos nuestros cuerpos, a merced de tan intensas actividades sexuales.
Puse mi brazo alrededor de su cuello, y atrayéndola tiernamente hacia mí, besé su frente y dejé que, recostada sobre mi pecho, se entregara al sueño, mientras yo, incapaz de dejar quietas mis manos, introduje la derecha en su vagina, y así me quedé dormido, jugueteando aquel coñito peludo.