Los Alumnos que no Aprobaron (3 de 4)

Tres jóvenes heterosexuales se preparan para rendir un examen muy particular: teniendo sexo con el profesor.

A mis 23 años, puedo afirmar que me he encontrado en situaciones sexuales muy cachondas.

Una vez, me dejé dar latigazos por una chica que quiso jugar a ser dominante. En otra oportunidad, me acosté con dos gemelas que incluso hicieron un show lésbico para mí. E incluso hice un intercambio de parejas con un amigo y ambos nos acostamos con la mujer del otro.

Pero estar besando apasionadamente a uno de mis amigos de la infancia, ante la mirada atónita de otro amigo y la sonrisa cachonda de un profesor cincuentón, debía reconocer que era, por lejos, uno de los momentos que tranquilamente podían liderar el top.

Los besos de mi amigo Hernán eran estimulantes. Debía de ser por eso que volvía locas a todas las mujeres.

Su lengua parecía saber siempre en qué momento invadir y en qué momento brindar espacio. Era todo un artista.

Se apartó y me miró, como si el profesor y Álvaro no existieran. Me lanzó una sonrisa triunfante.

  • Me gusta como besas - me dijo, sonriendo.

En otro momento lo hubiera apartado de un puñetazo, pensando que era una broma. Sin embargo, no sé si por la situación de estar siendo actores de una película en tiempo real o porque realmente me gustó lo que me dijo, sonreí y volví a besarlo.

Ajenos a la situación que en realidad estábamos viviendo.

Tenía que recordar que aquello sucedía por una simple razón. Mis dos amigos y yo le ofrecimos a un profesor que nos aprobara la materia a cambio de que pasemos la noche con él.

Sabíamos, por malas lenguas, que el profesor Punzio hacía determinados favores a los muchachos que se lo pedían. Yo no puedo culparlo. En su lugar, haría lo mismo, aunque sólo sería con jovencitas.

No obstante, cuando con Hernán y Álvaro barajamos la posibilidad, acepté. Una parte mía, sabía que jamás diría que no a algo sexual, al menos para experimentarlo una vez. Otra parte, realmente necesitaba aprobar Derecho Romano y los tiempos no me daban para estudiarla.

Y así fue como lo decidimos.

Lo invitamos a venir a la casa de Hernán, quien cuenta con la suerte de que su familia se encuentre ausente casi todo el tiempo, y le aseguramos que estuvimos practicando para esa noche. Para demostrárselo, me acerqué hacia Hernán y le dio un profundo beso que me devolvió con furia.

Pobre Álvaro.

Realmente no tenía ni la menor idea de lo que fueron estos últimos dos días.

El primer contacto que pasaba los límites de una amistad entre hombres heterosexuales, se dio cuando estábamos en primer año del instituto.

Mis padres estaban pasando por una crisis matrimonial (ésta vez fue la definitiva, la que hizo que papá se fuera de casa y no volviera más) y a efectos de no participar del drama, le pregunté si me podía a quedar a dormir en la suya.

Me dijo que sí.

  • ¿Otra vez se pelearon? - me preguntó.

  • Ni me hables del tema - le dije. - Otra vez papá haciendo las maletas para irse de casa.

  • Tal vez esta vez se vaya de verdad.

  • Me preocupa más quedarme con mi mamá solo - respondí.

Hernán se rió. Las peleas con mis madres eran épicas y, de alguna forma, siempre divertían a mi amigo.

  • Bueno, esta noche vamos a divertirnos un poco - me propuso.

  • ¿Qué tanto nos podemos divertir? - respondí. - Mañana tenemos clases. No quiero ir con resaca mañana.

  • Tengo un licor que me compró un amigo que es una delicia - me insistió. - No tendrás resaca si nos moderamos.

  • Nunca nos moderamos.

  • No puedo solucionarte todos los problemas - retrucó, guiándome hasta su habitación.

Cuando entramos, noté que lo había interrumpido mientras mi amigo estaba mirando una porno.

  • ¡Hijo de puta! - exclamé. - ¡Te estabas echando una paja!

Hernán me lapidó con la mirada.

  • ¿No quieres ir al cuarto de mis padres a contárselo? - me preguntó, irónico. Sacó el licor prometido de abajo de su cama. - Acabo de encontrar el video en Internet. Fíjate, son cuatro hombres sometiendo a una chica. Uno le da por detrás, otro por la boca y ella masturba a los otros dos.

Ansiaba la libertad que tenía Hernán a la hora de ver porno. Una vez me encontraron masturbándome en mi cuarto y me hicieron ir a hablar con el Pastor de mi congregación. Fue humillante.

  • ¿Quieres verlo? - me preguntó.

  • Pues claro - respondí.

Nunca antes había concebido la posibilidad de ver porno con otro hombre. Me parecía que era un acto íntimo, al igual que las cosas que se me pasaban por la cabeza.

Pero en ese momento puntual, necesitaba descargar cierta energía negativa que me estaba rodeando.

Hernán le dio play y las imágenes congeladas comenzaron a tener vida.

Mi amigo se sentó en otra silla, al lado mío, mirando la pantalla. Con cierto pudor, comprobé que se estaba desabrochando el pantalón.

  • ¿Qué haces? - le pregunté.

  • No podemos ver porno sin echarnos una buena paja, amigo - me dijo.

Si había descartado la libertad de ver una porno, mucho menos estaba en mis planes el hacerlo con alguien más.

En especial si era hombre.

Sabía que para Hernán era algo habitual. Me había contado que con un par de amigos de básquet, se echaban unas pajas en grupo.

Pero la idea me parecía inconcebible.

Al menos hasta ese momento.

Demoré mi mirada en el pene de Hernán. Era gordo y grande, aunque no muy largo. No sabía por qué, pero aquello me hipnotizó. Quizá porque era la primera vez que veía el instrumento de otro chico.

  • ¿Te molesta? - me preguntó, cuando vio que sostuve la mirada más tiempo del necesario.

  • Nunca lo hice - le confirmé. - Me siento raro.

  • Si no quieres hacerlo, lo guardo - me ofreció.

  • No, qué va - dije, encogiéndome en hombros.

Hernán se rió.

  • Ven, tirémonos en la cama - comentó.

Sin guardar su miembro erecto, sacó la laptop del escritorio y la puso en medio de su cama.

Era el único chico de mi edad que conocía que tenía una cama de dos plazas. Suficiente el espacio para que ambos nos pudiéramos echar allí sin que se vuelva algo raro.

Me tiré a un costado y me bajé los pantalones.

Todavía no estaba excitado del todo, pero no iba a demorar mucho en entusiasmarme.

Hernán tiene esa particularidad de hacerte sentir a gusto aún en las situaciones más raras. Es un joven, podría definir, cálido.

La película comenzó a hacer efecto y de repente, nuestros brazos se movían a un ritmo tranquilo pero constante.

Sentí que la mirada de Hernán no estaba en la pantalla de la computadora, sino que miraba hacia otro lado.

Me miraba a mí.

Mejor dicho, miraba mi pene.

  • ¿Por qué la miras? - pregunté, riéndome. - ¿Te gusta?

  • Es linda - respondió. - Quiero decir... Es larga y delgada.

  • La tuya es gorda - dije. No sé por qué sentí la necesidad de hablar de lo que veía. - Apuesto que la mano no cierra alrededor de ella.

  • Inténtalo - me propuso.

No supe si fue la situación, pero tomar la verga de Hernán en mis manos no me pareció una mala idea.

Con mi mano izquierda, intenté rodearla. Descubrí que, en efecto, mi mano no cerraba.

  • Eres un hijo de puta - le comenté, como si realmente el tamaño fuera mérito propio. - No puedo cerrar la mano.

Sin pedirme permiso, Hernán fue hacia mi entrepierna e hizo lo propio.

No me disgustó que lo hiciera.

Al contrario, ambos comenzamos a trabajar en el miembro del otro. Nos miramos, cómplices y sonrientes, para luego volver a dirigir la mirada a la computadora.

Los hombres se iban turnando alrededor de la muchacha en cuestión, mientras que yo sentía el calor al percibir que estaba llegando a acabar. Era una sensación que jamás sentí en las pocas pajas previas que me he echado.

  • Estoy por acabar... - le murmuré.

  • Hazlo - dijo. - No me falta mucho tampoco.

Pero esa no fue una señal para que él me soltara, sino que continuó con el ritmo hasta que mi leche brotó de mi verga, ensuciándome por la panza y parte de la remera que traía.

En ese momento no me importó.

Me di cuenta que pese a eso, no solté la de Hernán y continué con mi ritmo, pese a que mi erotización disminuía a cada instante.

Por suerte, mi amigo tampoco demoró en llegar al punto.

Cuando nos limpiamos, hicimos de cuenta que nada extraño sucedió. Nunca más volvimos a hablar del tema ni a insinuar que queríamos repetir la experiencia.

Con el correr de los años, esa experiencia quedó opacada por otras, aunque de vez en cuando volvía a mi memoria por ser la primera. Y porque además, había sido muy satisfactoria.

Y jamás pensé siquiera en la posibilidad de volver a repetirla, hasta hace dos días atrás.

Tras la charla que tuvimos con Álvaro , en donde le confirmamos que íbamos a llevar a cabo ese descabellado plan que tuvimos la noche que nos drogamos, volví a mi casa con el recuerdo en carne viva de aquella masturbación mutua que nos hicimos con Hernán.

Sin darme cuenta, rememorar ese evento me hizo erotizar.

Pero ya me encontraba en mi casa y, pese a los nueve años que pasaron entre aquel evento y el día de la fecha, la única constante era que en mi casa no se podía pensar en sexo.

Mi madre me recibió en la cocina, cuando llegué.

  • ¿Dónde estabas? - disparó.

Esas eran las preguntas de mi madre: disparos.

  • ¿No te lo dijo tu psíquica? - le pregunté, con ironía.

Ella apretó los labios. Se ponía furiosa cada vez que hacía alguna clase de alusión sobre el dinero que gastaba en adivinos.

  • Creo que tienes que verla - se atrevió a recomendarme. - Creo que tendrías que hacer una limpieza de energías.

  • Tengo mis energías en su lugar - respondí.

  • Claro que no - contestó. - Con los años he aprendido a verte, Bernardo. Tienes energía negativa rodeando tu aura.

La única energía negativa que me rodeaba era ella, pero no me atreví a decirlo en voz alta.

  • Puedo vivir con ello - dije, en cambio.

  • Me ha dicho cosas interesantes hoy - comentó, con la mirada perdida. - Se van a venir cosas buenas para nosotros.

  • Te está augurando cosas buenas desde hace años - le recordé. - Y nunca llega.

  • Esas fueron otras mentirosas - me retrucó. - Esta vez es cierto, Bernardo. Se vienen cosas muy buenas, pero no vamos a poder recibirlas si tú sigues siendo tan oscuro.

Uno de los posibles desenlaces para esta historia, sería que mi madre comenzara a intentar matarme al creer que soy el que impide que las cosas buenas pasen.

De verdad, no estamos muy lejos del punto en donde ella comience a creer que soy el diablo o tengo un demonio dentro.

Mi padre me ha recomendado que solicite ayuda psiquiátrica, pero todavía no me decido a dar el paso. Si la consulta psiquiátrica no sale bien, corro el riesgo de sufrir un hostigamiento que haría mi vida completamente miserable.

Es mejor esperar a recibirme, marcharme y, finalmente, sí, que la internen bajo siete llaves.

  • No soy oscuro, mamá - dije, poniendo los ojos en blanco.

  • Claro que lo eres - me acusó. - Ve a bañarte que yo prepararé la cena.

Subí malhumorado. Me di una ducha de agua fría y en lugar de bajar a cenar con ella, me tiré en bóxer en la cama.

Tenía ganas de llamar a Emilio, el único bálsamo para lidiar con aquella tortura.

Pero el problema es que para llegar a interactuar con él, tenía que hablar con otra mujer casi tan loca como mi madre: la madre de Emilio.

De todos modos, era mejor recibir todos los impactos de una sola vez antes que mejorar y dejar que me vuelvan a afectar.

Eloise me atendió el teléfono. Para variar, se encontraba histérica. Me acusó de un par de cosas y dejé que hiciera su soliloquio mientras apartaba el celular de la oreja.

  • Sólo quiero hablar con Emilio - le dije.

Finalmente aceptó pasármelo.

  • Hola - saludó.

  • Hola, hijo - le dije.

Emilio nació hace cinco años atrás. En mi último año de instituto, tuve una relación con su madre Eloise, quien en ese entonces iba a mi mismo instituto pero dos años menos.

Cuando descubrimos que estaba embarazada, no fue una noticia alegre. Al menos, no para mí. Y mucho menos, para toda mi familia que se revolucionó en una crisis pocas veces vista.

  • Espero que te cases con esa muchacha - me dijo mi madre. - Sino, ese niño nacerá en el pecado. Y yo no puedo aceptar a un niño nacido en el pecado.

¿Suena absurdo que alguien en pleno Siglo XXI me haga este planteo? Por supuesto que lo suena. Pero mi madre es absurda, ya lo dije.

  • Eloise y yo no queremos casarnos - le dije, como para desligarme de responsabilidad.

En parte, esto es una vil mentira. Eloise estaba enamorada de mí de una forma dependiente y asfixiante. Tenía la elección de hacerme cargo del hijo que iba a nacer y lo iba a cumplir, pero casarme jamás.

  • Entonces esa puta no pisará esta casa - sentenció mi madre.

Por un lado era mejor que Eloise y mi madre no se conocieran. No fuera cosa que se llevaran bien y eso terminara por complicarme la existencia.

Pero los padres de Eloise tampoco se tomaron a bien aquel embarazo inesperado. Temían el repudio social de tener una hija que no pudo mantener las piernas cerradas, así que enviaron a Eloise al campo, a la casa de una tía solterona.

Fue un momento muy turbio y unos días muy tristes.

En teoría.

Lo cierto es que mientras la miraba marchar, llevando en vientre a mi hijo, sentí tanto alivio que esa noche fui a una fiesta y desaparecí de casa por dos días.

El día que Álvaro finalmente le propondría al profesor de Derecho Romano nuestra idea, yo llegué a la conclusión de que necesitaba hablar con Hernán. Mi amigo siempre encontraba las palabras justas para decir algo que me podía calmar.

  • ¿Estás en tu casa? - le pregunté.

  • Sí - afirmó. - ¿Qué sucede?

  • Necesito hablar contigo - le dije. - ¿Estás solo?

  • Siempre estoy solo, Bernardo - contestó. - Estaba por preparar el almuerzo. ¿Quieres almorzar aquí?

  • Sí, claro - respondí. - Voy para allá.

Tomé mis carpetas para disimular que tenía que ir a estudiar. Mi madre, que estaba preparando el almuerzo, haría una escena. Estaba preparado para ello, pero esta vez ir a ver a Hernán me importaba más que lastimar los sentimientos frágiles de esa mujer demente.

  • Tengo que ir a estudiar a la casa de Hernán - mencioné.

  • Claro, cariño - respondió. - Después de comer, puedes ir.

  • No, mamá, tengo que ir ahora - me opuse.

Mi madre quedó boquiabierta, como si no pudiera comprender el idioma en el que yo hablaba.

  • ¿Qué tan urgente puede ser lo que tengas que estudiar que no puedes comer aquí? - me preguntó, con su voz dura.

  • Tenemos una unidad que no estaba en el examen y que ahora nos enteramos que está - mentí. - Si me demoro en comer, no llegaré a rendir...

Mi madre dejó de escucharme, apagó la hornalla y tomó la cacerola caliente con las manos desprotegidas.

Me quedé observándola sin emitir palabra, mientras ella lanzaba un grito de ira al tiempo que tiraba todo el contenido en el patio.

  • ¡Si nadie va a comer entonces a la basura! - rugió, totalmente fuera de sí. - ¡Para eso te doy tanto amor! ¡Para que te cagues en mí, como lo hizo tu padre! ¡Vete, malnacido! ¡Vete de mi casa ahora!

No me quedé a consolarla.

Probablemente entraría en una crisis, tomaría un par de pastillas, encontraría con quien hablar sobre el disgusto que sentía y, si tenía un poco de suerte, se suicidaría en el transcurso del día.

Yo, por mi parte, tenía cosas más importantes en las que pensar.

Desde la vereda podía sentir el olor a la comida que estaba preparando Hernán. De repente, me había olvidado el mal momento que me hizo pasar mi madre y mi estómago comenzó a rugir, famélico. No había ni siquiera desayunado.

Como me había dicho que se encontraba solo, probé ingresar a su casa sin llamar ni tocar timbre. La puerta cedió.

Me encontré a mi amigo en la cocina, solamente vestido con un bóxer de seda, de esos que tienen una abertura en la entrepierna para que uno pueda sacarse el miembro sin necesidad de bajárselo.

No pude evitar ver que su herramienta se notaba en su interior, igual de gorda de como la recordaba.

  • ¿Qué sucede? - me preguntó. - ¿Has tenido noticias de Álvaro?

  • No, ninguna - le contesté.

  • Seguro tendrá suerte - me dijo, confiado. - No conozco alumno que se haya ofrecido y que Tomás haya rechazado.

Me resultaba extraño que llamara a nuestro profesor por su nombre. Lo hacía sentir cercano, cuando en realidad era una figura difusa. Poco recordaba de él, excepto que era un hombre musculoso. Supe escuchar por ahí que fue militar, algo que no era difícil de imaginar debido a su carácter y su condición física.

  • Por él he venido - le comenté. - No quiero entregarle mi virginidad.

Hernán dejó la cuchara de madera con la que cocinaba y me miró con inquietud.

  • Tú no eres virgen - me recordó. - A menos que Eloise se haya embarazado del Espíritu Santo.

  • No hablo de esa virginidad - dije. - Quiero decir...

Me trastabillé en mi discurso. Sabía perfectamente lo que quería decirle, nada más que no me atrevía.

Hernán parecía cada vez más interesado en lo que yo estaba por contar.

¿Acaso percibí que su entrepierna comenzó a endurecerse?

No importaba. No tenía que bajar la vista. Tenía que ver a mi amigo a los ojos.

  • Nunca consideré la posibilidad de estar con otro hombre - argumenté. - Mucho menos la de entregarle mi cola, ¿lo entiendes? Pero ahora estamos en esta situación y creo que es lo que va a suceder. Ese hombre va a terminar por cogernos a los tres, uno por uno.

  • Sí, Bernardo - me dijo, con tranquilidad. - Ya lo hablamos y estuvimos de acuerdo. Pero nadie te obliga si no quieres...

  • No me estoy echando atrás - le dije. - Sólo que no quiero que sea él... El primero.

Sentí que mi corazón latía con fuerza y furia.

No sabía si había sido suficientemente claro al respecto de cuáles eran mis intenciones, pero, por aquel momento incómodo siempre podía tener una cuota más de incomodidad.

  • ¿Qué quieres decirme exactamente, amigo? - me preguntó Hernán, curioso. - ¿Qué es lo que realmente te ha hecho venir hasta aquí?

Suspiré y decidí liberarme de aquella idea de una buena vez.

  • Quiero que seas tú - confesé. - Quiero que tú seas el primero.

Hernán decidió que no era momento de almorzar, así que apagó la hornalla e intercambió la comida que estaba preparando por una copa de vino y unos cigarrillos.

Salimos al patio, mientras él intentaba procesar mi solicitud.

El hecho de que no me haya echado apenas se lo propuse, era bueno. Significaba que, pasara lo que pasara, al menos tendríamos una oportunidad de diálogo.

También noté que la charla incómoda, con el correr de las copas de vino, se convirtió en una especie de cita romántica.

¿Acaso mi mejor amigo intentaba conquistarme?

  • ¿Por qué me lo pides a mí? - me preguntó.

  • Porque estamos juntos en esto - le contesté.

  • También lo está Álvaro.

  • Pero él no es atractivo - repuse.

Hernán se rió, pero no por eso mi explicación dejaba de ser menos cierta.

Mi punto es el siguiente: si te tienes que acostar con un hombre por primera vez, al menos que sea lo suficientemente atractivo como para que te haga dudar de tu sexualidad.

Pero yo ni siquiera dudaba. Simplemente me estaba preparando para un trabajo especial.

  • ¿Te parezco lindo, entonces? - me preguntó.

  • Pues claro - respondí. - Tienes buen físico, una agradable sonrisa y unas nalgotas...

Me arrepentí apenas lo dije. Hernán me miró con una expresión que se dividía entre lo divertido y lo aterrorizado.

  • Así que me estabas mirando la cola... - comentó, intrigado.

  • Bueno, Hernán, es un poco complicado no verla - respondí. - Es casi el 90% de tu cuerpo.

Hernán se rió y me pegó en el hombro.

Reír ayudó a distender el ambiente.

De repente, ya no me encontraba bajo presión.

Hernán se acercó a mí, apoyando su mano en mi cintura.

El sólo contacto hizo me provocó una erección que, honestamente, no me interesaba disimular.

  • ¿Te gustaría tenerla? - me preguntó.

Su voz susurrante provenía acompañada de un dulce aliento al vino que tomaba.

Me estaba seduciendo, sin dudas.

  • Vine para que tú me lo hagas a mí, no al revés - le dije.

Hernán sonrió, mirándome como un crío inocente.

  • Pero creo que tú te divertirías más con mi cola que yo con la tuya - me respondió.

  • Debería sentirme ofendido, pero tienes razón - contesté.

Lo miré y comprobé que no había apartado sus ojos de mi rostro en todo aquel tiempo.

Casi sin pensarlo, acerqué mi boca y nos dimos un beso.

En ese momento caí en cuenta que no sólo la cola de Hernán era carnosa, sino también sus labios. Nunca los había visto desde aquella perspectiva, pero su boca tapó por completo la mía.

  • Yo también estoy nervioso - me susurró.

  • ¿Por esto?

  • Por lo del profesor.

  • Ah, claro - recordé. - Me agrada saber que no soy el único.

No me di cuenta que mis manos fueron hacia sus nalgas. Tenía deseos intensos de apretarlas entre mis manos...

De saborearlo.

  • Nunca lo olvidé, ¿sabes? - le dije, sin poder contenerme. - Hace años atrás, cuando nos masturbamos juntos.

  • Lo recuerdo - comentó, divertido. - Fue un momento muy cachondo.

  • ¿Nunca te preguntaste si hubiéramos llegado a más? - le dije.

No sé por qué pregunté una cosa así. Yo creía que jamás me había planteado qué hubiera sucedido si la cosa continuaba. Pero al tenerlo frente a mí, al milímetro, se me desbloquearon alguna que otra fantasía que tenía para con él.

  • Los días posteriores a ese evento, tuve deseos de repetirlo - me confesó. - Nada más que nunca se dio la oportunidad. Y después, simplemente, dejé morir ese deseo.

  • ¿Crees que lo hubiéramos hecho? - pregunté.

  • No lo sé - me dijo. - ¿Crees que lo haremos ahora?

No necesitaba pensar una respuesta.

  • Tengo ganas - contesté.

Me sonrió. También él las tenía.

  • Vamos a mi cuarto - me propuso.

Lo seguí, escaleras arriba, hacia el lugar donde todo había empezado. La habitación era la misma, pero distinta a la que entré hace una década. Ya no había póster de chicas cachondas en las paredes y estaba pintada de un color diferente. Tampoco funcionaba más aquella laptop en donde vimos la película porno.

Hernán volvió a besarme y me quitó la remera.

Me giró sobre mi eje, dejándome de espaldas a él, besando mi cuello con lentitud y pasión.

Sentí un escalofrío al notar que apoyaba su entrepierna en mi cola. La tenía dura.

Pensé que sentir una cosa así me aterrorizaría, pero me sentía en calma.

Disfrutaba de aquel momento. Después de todo, era mi amigo.

  • ¿Te sientes bien? - me preguntó. - ¿Quieres que me detenga?

  • No... - dije, casi suplicante. - Me gusta...

Me volví a girar para tenerlo frente a frente.

Mi cuerpo lampiño y su cuerpo afeitado se chocaban en una mezcla de deseo impreciso y la transpiración producida por el calor del día.

Me saqué mis pantalones mientras él hacía lo mismo con el bóxer de tela, que básicamente no dejaba nada a la imaginación.

Nuestros miembros se chocaron. También continuaban siendo los mismos que hacía diez años. El de Hernán, gordo y grande. El mío, delgado y largo.

Un duelo de espadas sutil se daba en nuestras entrepiernas, mientras que arriba los besos continuaron.

Lo guié hasta su cama, despacio.

Quería hacerlo.

Queríamos.

Lo empujé con sutileza en la cama y él se tiró como si hubiera recibido un disparo. Me miraba, inquieto, divertido, expectante, sin determinar cuál sería la acción que concretaríamos.

A esas alturas poco me importaba si él era mi primer hombre en penetrarme. La sensación de la carne de su cola en mis manos me provocaba una sensación de placer difícil de desarmar.

Me incliné su entrepierna y, sin pensarlo, comencé a meter sus huevos en mi boca.

  • ¡Oh, válgame! - exclamó, lanzando una carcajada. - Hijo de puta... No pensé que harías eso...

Lo miré por encima de mi acto, sonriente. Hernán estaba disfrutando de mi acción.

Y eso, sólo me entusiasmó a continuar.

Tenía que ser cuidadoso. He estado con mujeres que pensaron que mis testículos eran de plastilina, así que era consciente del dolor que podía provocar un trabajo mal realizado.

Tomé con mi mano izquierda su miembro. Continuaba sin cerrarse mi mano alrededor de él.

Lo masturbé suavemente y me lo metí en la boca. No iba a ser capaz de tragarlo entero, así que simplemente metí la cabeza dentro, con la delicadeza de no morderlo.

Por el gemido que lanzó, deduje que lo hice bien.

Jamás me hubiera imaginado tener una verga en la boca, pero reconozco que no era tan desagradable como parecía. O quizá el placer que emanaba mi amigo impedía que las cosas se vieran de otra manera.

Como era incapaz de tragar todo aquello, me la saqué de la boca y comencé a pasarle la lengua para saborearlo mejor.

  • ¿Te gusta? - me preguntó.

  • Me gusta mucho - le respondí.

  • Cógeme - me pidió.

No fue necesario que me lo pida dos veces.

Así como estaba, abrí lentamente sus piernas.

Me escupí en la verga, al tiempo que Hernán se echaba saliva en sus manos y luego dilataba su ano para mí.

Esa cola tan grande y deliciosa me invitaba a ingresar y yo, probablemente nadie en mi lugar, no lo iba a rechazar.

Metí la punta de mi miembro en su apertura y descubrí, con sorpresa, que mi amigo se dilataba rápido.

Las mejillas de mi amigo adquirieron rápidamente un matiz colorado. Era tan blanco, que aquel acto lo hizo sonrojar.

Me miraba con súplica mientras entraba en él, como regalándome algo sólo para mí, sólo por ese momento.

Con mi verga dentro, me incliné sobre él y nos fundimos en un beso que, a esas alturas, hasta resultó más erótico que confuso.

Me encendí.

Comencé a aumentar el ritmo de mi penetración, aprovechando la facilidad con la que entraba y salía del interior de Hernán.

Mi amigo gemía despacio, en mi oído, como si fuera un placer que sólo quería que yo lo escuchara y lo entendiera.

Sentí que mi cuerpo se acaloraba.

No iba a durar mucho más haciendo ese ejercicio. Estaba demasiado excitado como para entenderlo.

  • Voy a... - le murmuré.

  • Hazlo... - me dijo. - En mi cara, por favor.

Salí de su interior y me incorporé, al tiempo que él se giraba con gran velocidad para que su rostro quedara a mi lado de la cama.

Tras unos segundos, exploté. Llené su rostro colorado de manchas blancas, que bailaban deslizándose entre su barba desalineada.

Suspiré agotado, tirándome al otro lado de la cama, sintiendo como toda mi energía se fue en la cola de mi amigo.

Me sorprendí cuando, rato después, descendí las escaleras y me encontré a Álvaro. Bajaba en bóxer y, en cuanto lo vi, tuve el impulso de subir corriendo a ponerme ropa. Pero entonces vi que Hernán fumaba desnudo, por lo que en su defecto, mi apariencia no iba a ser tan llamativa.

Álvaro nos contó que la charla con el profesor Punzio fue efectiva, así que sólo debíamos acordar el momento de hacerlo. Y Hernán propuso citarlo en su casa, para que el panorama no nos fuera tan extraño a todos.

También debatimos el tema sobre enseñarle a nuestro amigo a cómo afeitarse.

Recién ahí me di cuenta que era cierto que Hernán tenía la cola afeitada. A juzgar por su fisonomía, tendría que estar lleno de vello, sin embargo, su cola era como dos naranjas juntas.

Hernán, finalmente, se lo llevó a Álvaro hasta el baño para ser su profesor personal.

Diez minutos después, comencé a escuchar los gemidos.

Intenté no reírme cuando la puerta se abrió y los dos muchachos salieron, notoriamente más relajado.

Hernán le preguntó a Álvaro si quería quedarse a comer, pero rechazó la oferta. Yo, por mi parte, también decidí que era momento de irme.

  • Dentro de dos días rendiremos entonces - le dije.

  • Creo que estamos preparados - repuso, divertido.

Dos días más tarde, el profesor Punzio me pareció impotente, tal como lo recordaba. Su esencia militar, sus músculos, su expresión de que iba a divertirse con nosotros. Me pregunté internamente si acaso no sentía un placer sádico a la hora de tomar sus exámenes y ahora lo estaba proyectando en esta actividad.

Hernán le reconoció que estuvimos practicando entre nosotros, aunque Álvaro no sabía hasta qué punto.

El hombre quería una demostración sobre nuestros progresos, por lo que me acerqué hacia Hernán y le dio un beso apasionado.

Era consciente que Álvaro no estaba al tanto hasta qué punto hemos practicado sin él, pero no era un momento de preocuparme porque se sintiera excluido. Desconozco, también, qué tan integrado hubiera querido sentirse previamente.

  • Hummm... - dijo el profesor, quien sentado en el sillón, nos observaba con una perversa satisfacción.

Hernán apartó su boca de mí y miró al hombre.

  • ¿Cómo quieres que hagamos nuestro examen, profesor? - preguntó.

Sentí un escalofrío por todo lo que iba a suceder.

Continuará...