Los 16 latigazos (8: Antonio)

Hubiese preferido ponerlo a comerme el rabo directamente pero me contuve, obviamente tenía que hacer aquello con más tacto...

LOS 16 LATIGAZOS (8). ANTONIO

Me desperté de repente con el corazón latiendo muy deprisa y completamente empapado en sudor. Sabía lo que aquello significaba, y casi automáticamente me miré los gayumbos. En efecto, una enorme corrida recién vertida manchaba la parte frontal izquierda del calzoncillo, donde la punta de mi rabo aún seguía latiendo ligeramente, como con ganas de seguir expulsando un semen que ya no tenía. Supuse que acababa de correrme hacía unos segundos porque aún tenía la polla durísima y además la corrida estaba húmeda y bastante caliente. Pasé la mano por aquella mancha y por el bulto que mi cipote formaba bajo la tela, tirante por efecto de la erección y me estiré sobre la cama, desperezándome. Introduje lentamente los dedos a través del elástico de mi slip de cintura baja y los pasé por la espesa sustancia, masajeando mis huevos con ella. Luego estiré hacia atrás la piel que recubría mi glande, y una gran cantidad de esperma que había quedado retenido en el prepucio se escurrió chorreando por mi mano. Seguí subiendo y bajando muy suavemente aquella piel durante un rato, deslizándola sin ningún tipo de esfuerzo, disfrutando sin prisa de aquella sensación tan placentera que me erizaba los pelillos de la nuca. Saqué los dedos del calzoncillo y me los acerqué a la nariz, aspirando mi olor a semen, a huevos sudados y a sexo reconcentrado. Había un cierto placer en aquel ritual de las mañanas en las que tenía la suerte de correrme mientras dormía. Y últimamente no me había ocurrido muy a menudo, para ser más exactos no había tenido un sueño húmedo desde aquella noche de mayo en mi chalet, la noche que me follé a Juan por primera vez en el suelo de mi salón.

Por suerte ayer Sonia se había acostado en otra habitación debido a un tremendo cabreo que se había pillado por la noche, al llegar a casa tras la cena en el Salado. A ella mis corridas, o ‘esas guarradas’, como solía llamarlas, no la ponían demasiado. En realidad no la ponían en absoluto, es más, creo que mi semen le repugnaba. Me hubiese hecho irme directo al baño a darme una ducha, o habría puesto cara de asco y se habría levantado corriendo de la cama de matrimonio para que no le rozara ni una gota de lo que parecía considerar material radioactivo. Sólo de imaginarme la escena, la polla se me estaba quedando hecha un gurruño. Cuando llegamos del restaurante yo venía tan cachondo por todo lo que había pasado en aquella cena y en los lavabos con Juan que nada más atravesar la puerta de la casa, antes incluso de encender las luces, la cogí por detrás poniendo mis manos en sus enormes tetas  y restregando mi paquete por su culo de arriba abajo, a través de nuestras ligeras ropas de verano, le susurré al oído cómo me la iba a follar por fin aquella noche sin parar, hasta que consiguiera vaciarme totalmente los cojones sin dejar ni una sola gota. El mareo de los tres cubatas que nos habíamos metido en el cuerpo después de la cena tampoco me ayudó mucho a formular aquella ‘petición’ con un poco de más tacto.

Y es que aunque pareciese raro, aquel bombón, aquel pedazo de tía con pinta de devoradora de hombres era la cosa más candorosa, inocente e impoluta con la que me había tropezado en toda mi puta vida. A pesar de esa ropa provocativa, de ese aura de sensualidad que exudaba cada poro de su cuerpo, podría jurar que era aún más cándida que Pilar, y decir eso no era poca cosa. Llevaríamos saliendo alrededor de un mes, pero en todo ese tiempo apenas me había dejado que le metiera una mano entre el sostén y su piel. Así que cuando oyó aquellas burradas saliendo de mi boca y me notó enganchado a sus pechos por detrás con una erección de campeonato rozando sus nalgas y además algo bebido debió asustarse bastante. Se revolvió como pudo, se giró y me pegó una hostia con todas sus ganas y con tan mala leche que me hizo una herida en la mejilla con uno de sus anillos.

-Ni se te ocurra volver a hacerme eso, Antonio –me dijo echando fuego por los ojos.

-Venga mujer –intenté razonar mientras me frotaba con una mano la cara, que me ardía debido al bofetón. Un pequeño chorreón de sangre se mezclaba con mi patilla.

-No. Ni mujer ni nada, te he dicho ya mil veces que no estoy preparada. Bastante que dormimos en la misma cama. Y abrazados. Si te vale eso, bien y si no, ya sabes lo que tienes que hacer.

Por supuesto que lo sabía, aunque intuía que lo que yo sabía que tenía que hacer y lo que ella creía que yo tenía que hacer eran dos cosas completamente distintas. Y aquí es donde ya me adentraba en terreno pantanoso, en esa pequeña obsesión que había empezado a finales de 2006, justo en el momento en que mi familia y yo nos mudamos al sur de España porque mi madre y su marido habían sido trasladados por cuestiones de trabajo y yo entré en mi nuevo colegio.

Hasta entonces había vivido siempre en Pamplona. Toda mi vida había sido un canijo y un debilucho, aquel que siempre cogían el último en cualquier formación de equipos para cualquier juego, deporte o competición, aquel al que iban a parar todos los golpes y todas las bromas pesadas. En mi antigua clase me habían dado de hostias hasta debajo de la lengua, y por si fuera poco ni siquiera era aplicado en clase y los estudios me iban peor que mal. Había sido el primer chaval que perdía un curso entero en mi colegio, concretamente el curso de 2001, cuando sólo era un crío, debido a mis pésimas notas, agravadas por supuesto por el acoso al que me veía sometido cada día por mis supuestos ‘compañeros’. Pensé que al repetir aquel curso, en mi nueva clase y siendo el mayor de todos me haría respetar, pero nada más lejos de aquel deseo mío. Mis nuevos compañeros se ensañaban aún más conmigo, les hacía gracia que siendo un año mayor que ellos fuera tan enclenque, tan escuchimizado e inútil. Mi torpeza se agravaba cada día, y poco a poco me iba encerrando más y más en mí mismo, hasta que en octubre de 2005 entré en una depresión tan brutal que hizo que tuviese que dejar las clases y quedarme en casa. Pasé alrededor de un mes sin apenas reconocer siquiera a mi madre y a su marido, aquel al que entonces creía mi verdadero padre, y casi sin levantarme de la cama salvo para echar una meada y a veces ni eso. Perdí más de quince kilos con lo que quedé reducido a un escuálido montón de huesos envueltos en un asqueroso pellejo, y entonces fue cuando vi la luz: una mañana al despertar supe de repente que había llegado la hora de empezar a vivir. No sé qué me empujó a salir de donde me encontraba, supongo que a veces los milagros ocurren.

Pasados unos tres meses, justo después de Navidad mi madre observó una gran mejoría y trató de hacerme volver al colegio pero aquello no entraba dentro de mis nuevos planes. No iba a volver a hundirme en la mierda acosado por una pandilla de niñatos cabrones debido a la cabezonería de mi madre, que se había empeñado en que reanudase mis clases aunque fuese en otro colegio, así que simulé una recaída para que me dejaran en paz. Poco a poco fui empezando a levantar cabeza, comencé a practicar deporte con una entrega total, con la excusa de salir de aquel pozo de fango en el que me había metido y, con la ayuda de mi supuesto padre y sus continuos partes médicos, me libré aquel año entero de volver a mi odiado colegio, aquel colegio que había forjado en cierta manera la que empezaba a convertirse en mi nueva forma de ser.

Cuando llegó el verano de 2006 dos acontecimientos sacudieron de nuevo mi vida. Por un lado mi madre, una diseñadora de ropa bastante buena que curraba más por gusto que por necesidad, me informó que en septiembre nos trasladaríamos a Andalucía debido a su trabajo. Aquello me llegó como un regalo caído del cielo. Iba a empezar una nueva vida, en una nueva ciudad donde no me conocería ni Dios, y donde podría crear un nuevo ‘yo’ totalmente a mi gusto, totalmente hecho a mi medida. Por otro lado, recibí una llamada de un hombre que afirmaba ser mi verdadero padre, mi padre biológico. No le hice el menor caso al principio pues supuse que sería una broma pesada de algún cabronazo de mi antiguo colegio que me había echado de menos todo aquel año, pero el tío siguió llamándome, me hacía ver que sabía todo sobre mí y sobre mi madre, también sobre el hombre que hasta entonces consideraba mi padre. Durante una semana estuvo intentando quedar conmigo para explicármelo todo en persona, a lo cual finalmente accedí. No sé cómo recorrió los más de 800 kilómetros que nos separaban en tan poco tiempo, pero esa tarde lo tenía allí dispuesto a contar aquello que mi madre y él habían callado durante tanto tiempo.

Al parecer ambos se habían acostado cuando mi madre estaba a punto de casarse con su novio de toda la vida -un apocado estudiante de medicina- con tan mala suerte que aquella noche ella se quedó embarazada. El tío estaba forrado de pasta, pero sus padres le habían planeado ya una boda por todo lo alto con una niña bien, hija de una de las familias más importantes de Navarra. Así que, aunque en la charla que mantuvo conmigo en aquel café la tarde que quedé con él me aseguraba que había estado y que seguía completamente loco por mi madre, a la que por otra parte seguía viendo a escondidas muy esporádicamente, tal vez un par de veces al año, también me informó de que tuvo que cumplir la voluntad de sus padres por cojones si quería que el patrimonio de su familia pasara a sus manos algún día. Me dijo incluso que su padre, mi abuelo, al que yo por supuesto no conocía, enterado de aquel pequeño lío que se traía con mi madre, se había encargado de asegurarse justo tras la boda de que mi padre y su mujer dejaran Pamplona y se instalaran en la otra punta del país.

Yo no podía creer lo que estaba oyendo, pero me estaba dando una serie de datos que realmente me convencieron. Al llegar a casa se lo solté todo a mi madre, quien casi a punto de romper a llorar, me confirmó punto por punto la historia de aquel desconocido. Me dijo que a pesar de todo, él había estado cuidando de mí desde la sombra y que todo nuestro patrimonio procedía de él. Nuestro inmenso piso de Pamplona, donde yo había vivido desde que tenía uso de razón, nuestra lujosa casa de verano en la Costa Brava, y por supuesto nuestro nuevo chalet en el sur al que nos mudaríamos en septiembre y una inmensa casa montada por todo lo alto en la costa Andaluza para las vacaciones. A eso había que añadir algunos terrenos en distintos lugares de España y un par de pisos en importantes ciudades europeas. Mis abuelos paternos estaban tan jodidamente podridos de dinero que no advirtieron aquellas ‘pequeñas’ fugas que mi padre desviaba. Y yo había estado engañado toda mi vida, creyendo que nuestra riqueza procedía de mis difuntos abuelos maternos.

Al principio no reaccioné, supongo que estaba completamente aturdido por las noticias, pero una vez que aquella información se asentó dentro de mí, y quizás empujado por la nueva y violenta personalidad que había estado forjándose en mi interior durante todo el año, sentí una rabia y una furia contra aquel hombre que me hicieron odiarlo desde aquel mismo día. Mi madre había sido una pobre infeliz toda su vida, y ahora empezaba a entender por qué. Exactamente igual que el desgraciado y cornudo de su marido, el hombre al que yo quería como padre y al que veía como figura paterna, aquel tímido médico de familia mal pagado que aceptaba la situación como mejor podía, ayudado quizás aunque también en parte empequeñecido y humillado por aquellas sumas exorbitantes de dinero y aquellas propiedades que el padre de su supuesto hijo les regalaba. Naturalmente que ahora también nosotros estábamos podridos de dinero. Pero éramos los más infelices del mundo, y yo intuía que mi forma de ser, aquel apocamiento y hasta incluso mi aspecto físico habían sido fruto de la extraña situación de mis progenitores. Ahora entendía muchas cosas. Y eso me hizo odiarlo aún más.

No volví a saber nada de él en varios meses, entre otras cosas porque cambié mi número de móvil y le hice saber a mi madre que no quería tener nada que ver con aquel cabrón. Pero quizás el cambio de ciudad y el absoluto y radical giro que dio mi vida social en mi nuevo colegio, me hicieron suavizar mis pensamientos hacia él y seguir manteniendo el contacto. Y aunque no hubiese querido hacerlo supongo que no habría tenido más cojones, puesto que nos mudábamos precisamente a la misma ciudad a la que él se había trasladado al casarse, o mejor dicho, donde mi abuelo lo había ‘exiliado’ quince años atrás. Y yo me preguntaba si aquello era pura casualidad o si mi madre y él tenían algo que ver en nuestro traslado. La respuesta estaba clara, al menos para mí, especialmente cuando él me había confesado que seguían viéndose de vez en cuando.

Pero aquello como digo empezó a parecerme cada vez menos importante. Ahora en mi nueva clase me sentía un dios. No sólo era dos años mayor que el resto de mis nuevos compañeros, sino que además tanto deporte en pleno desarrollo de mi cuerpo me había puesto bastante cachas durante todo aquel año y les sacaba dos cabezas a la mayoría de aquellos enanos. Y mi cuerpo seguía desarrollándose con una rapidez increíble. Me miraba al espejo y me veía buenorro, tenía ya bastante pelo en la cara y me había dejado unas patillas que eran de cagarse de guapas. Siempre iba con aquella sombra de barba de dos o tres días, sobre todo para marcar la diferencia con aquellos mocosos imberbes. Empecé a fumar pero sólo cuando estaba rodeado de gente, para reforzar aquella imagen de tío duro, eso sí, sin dejar nunca el deporte. Desde el primer día les hice saber a mis nuevos compañeros quién era yo y lo que podían esperar de mí como me tocasen mucho los cojones, y aún sin tocármelos. Y aunque al principio me costaba actuar de aquella forma, ser como en realidad no era, no tardé mucho en acostumbrarme a ello, y la verdad es que los tenía completamente acojonados. En un mes me había ganado una fama que no me hubiera imaginado jamás en mis peores tiempos. Y aquello me hizo afianzarme en mi despótico comportamiento e incluso llegué a hacer cosas de las que hoy día no me siento orgulloso, cosas como aquellas de las que yo había sido objeto durante todos los pasados años. Pero estaba metido en una dinámica de la que ya no podía escapar.

Y luego estaba Juan. A pesar de que jamás había sentido atracción por nadie del mismo sexo, aquel chaval era un tío como los que no se encuentran fácilmente. Era agradable, bastante guapete, pero sobre todo me flipaba su cordialidad, que se llevase bien con todo el mundo, que todo el mundo lo adorase y lo buscase para disfrutar de su compañía. Y al poco me enteré de que él también había perdido dos años de colegio, por otros motivos, pero con el mismo resultado, y era que ambos teníamos la misma edad. He de decir que yo seguía sin tener ni un solo amigo en mi nuevo colegio, esta vez por motivos totalmente distintos -todos me temían- pero seguía echando de menos alguien en quien confiar, alguien con quien reír a escondidas en mitad de una clase o con quien saltarme la hora de inglés. Y en este sentido Juan parecía mi tabla de salvación. Durante aquellos primeros meses de curso muchos sentimientos encontrados me atormentaron sin descanso. Estaba en mitad de mi adolescencia y aquel cóctel molotov de hormonas descontroladas hacía estragos en mi cuerpo y en mi mente. Aquel chaval se había convertido en una obsesión que no me dejaba dormir por las noches. Me despertaba a veces corrido como nunca debido a sueños en los que Juan y yo nos revolcábamos por el suelo en una sudorosa lucha cuerpo a cuerpo frotando nuestras pollas entre sí mientras nos mirábamos a los ojos. En los que su mano se cerraba alrededor de mi tranca para comenzar a pajearme lentamente mientras metía mi lengua en su boca y me inundaba el olor de su agradable aliento o le mordisqueaba el cuello con avidez. Y aquello me estaba descolocando. Por un lado quería estar con él de esa forma, pero por otro sabía que no era lo correcto. Quería entablar conversación con él, quería hacerme su amigo a toda costa, joder, creo que incluso entonces ya pensaba en follármelo, pero no podía hacerme el simpático porque tenía una fama de cabrón que mantener, y aunque lo hubiese intentado creo que él me tenía un pánico atroz por las cosas que yo había hecho ya en aquel nuevo colegio.

Y así estuve casi tres años, hasta aquel día, sólo unas semanas atrás, en el que entré al vestuario y lo encontré medio en cueros con una toalla por la cintura. El me saludó con un hilo de voz, se le veía acojonado, pero yo ni siquiera le devolví el saludo, entre otras cosas porque no me lo esperaba encontrar allí, solo y medio en pelotas y aquella visión me extasió durante unos instantes. No estaba tan cachas como yo y era un poco más bajo, pero el cabrón tenía un cuerpo de cagarse y una cara de no haber roto un plato en su  vida que no podía con ella. Y además porque al momento su toalla resbaló y pude ver aquel pedazo de rabo tan duro como la piedra y totalmente empalmado. Aquello me dejó completamente fuera de juego y tuve la erección más rápida y completa de toda mi puta vida, pensé que me reventaría la polla de un momento a otro y tuve que mirar para otro lado para no correrme. Aquello fue muy intenso joder. ¿Aquel chaval, el chaval de todas mis putas fantasías sexuales, mis noches en vela y mis apoteósicos pajotes nocturnos se había puesto cachondo al verme llegar? Quizás ya lo estaba cuando yo entré, no lo sé. Pero aquello fue lo que me hizo atreverme a dar el paso que di unos días más tarde, después de la clase de historia de Rafa. Y se me ocurrió que la única forma de entrarle a aquel chaval era siendo yo mismo, o mejor dicho, siendo como todos creían que yo era en realidad, incluido él.

Y la cosa me salió a pedir de boca. Y es que joder, Juan era distinto, era un tío de putísima madre, y encima de todo parecía ser un salido total, exactamente igual que yo. Me aguantaba todas las putadas que le estaba haciendo. Sonreí acordándome de todos nuestros encuentros. De cómo el cabrón se relamió nuestro líquido preseminal de la cara aquel primer día. De cómo me quitó los calzoncillos con los pies, haciéndome casi correrme de gusto del morbazo que aquello me había producido. De cómo le había echado un par de huevos y me había regalado la mejor comida de polla de toda mi vida en mitad de toda la puta clase mientras la ‘Batracia’ soltaba sus chorradas. Del pedazo de masaje que le hice y de la inolvidable follada en la playa y en los baños de mi gimnasio, y sobre todo de la noche anterior en la cena, el pobre las había pasado putas con el aquel cacharro jodiéndole el culo a base de bien sin saber por dónde le venían los tiros. Sin tener ni idea de qué hacer ni para dónde mirar. Pero el cabrón había aguantado el tipo, y además lo había pasado como nunca en su vida, se le notaba en los ojos, y la verdad es que yo había estado también a punto de correrme en un par de ocasiones mientras observaba sus torpes esfuerzos por mantener la compostura con aquel pollón de metal ensartándole el ojete a mala hostia. Me había pasado toda la cena con la polla tan tiesa y tan dura que me dolía.

Cada vez tenía más claro que Juan disfrutaba con mi compañía. Es cierto que lo había estado puteando durante el último mes, incluso amenazándole, aunque no tuviese intención de cumplir tales amenazas, pero joder, no hubiese continuado aquel peligroso juego si no hubiera tenido pruebas suficientes de que se lo estaba pasando en grande con aquellos encuentros. Es más, el mayor de todos estos indicios era su actitud. Era que él mismo me había pedido que me lo follara aquel día en mi casa, y yo había creído nuevamente correrme de gusto allí mismo al oír esas palabras pronunciadas por su boca. Que me había agarrado el culo un breve momento durante aquella enculada en la playa, cuando estando a punto de correrse le llevé su mano hacia atrás para que no se tocase el rabo y él aprovechó para cogerme un cachete y apretarme más hacia él. Que podía notar cómo se empalmaba sin poder evitarlo cada vez que yo le rozaba su piel aunque fuera un segundo. Y sobre todo que había expresado en voz alta y en un tono de voz que había demostrado la urgencia que sentía, aquello de que quería follarme. Y ya no necesitaba más pruebas. A Juan le iba aquel juego. A mí también. Y mi única preocupación ahora era cuál sería su reacción al saber la verdad. Al saber que yo estaba absolutamente colgado de él y que nunca había tenido intención de cumplir mis amenazas. Y era esto lo que me hacía seguir con aquella farsa, actuando, sometiéndolo. Y cada día que pasaba veía más difícil contarle todo aquello. La bola de nieve cada vez se iba haciendo más grande.

Yo había estado tanteando el terreno en nuestro primer encuentro, durante aquellas pequeñas pruebas que me había ido inventando aquel día sobre la marcha. Es más, cuando Juan llegó aquella tarde a mi casa yo no tenía nada planeado, lo único que se me había ocurrido al llegar de clase a las seis había sido coger unas esposas que el marido de mi madre guardaba en un cajón de su mesilla de noche, quizás en un intento de darle un poco de vida a su matrimonio y que me daban un morbazo increíble y meterlas debajo del sofá del salón, no sé por qué lo hice ya que jamás pensé que llegaríamos tan lejos como llegamos aquel día. Pero lo hice. Así que cuando Juan llegó a las ocho en punto y después del subidón que me dio al verlo allí en la puerta de mi chalet lo primero que me vino a la cabeza fue ponerlo a hacerme las tareas de clase. Hubiese preferido ponerlo a comerme el rabo directamente pero me contuve, obviamente tenía que hacer aquello con más tacto, de una forma más casual. Luego me metí en la piscina climatizada y estuve haciendo unos largos mientras trataba de pensar qué cojones iba a hacer o cómo coño iba a decirle lo pillado que estaba por él y empecé a esbozar un plan, o más bien la sombra de un plan, pero una sombra que fue tomando forma por si sola y que prácticamente me había traído a donde me encontraba ahora mismo, tumbado en la cama con los ojos cerrados y disfrutando mientras seguía sobándome la polla en aquel tranquilo pajote por encima de la tela acordándome de todo aquello.

Mi mente vagó involuntariamente hacia Sonia, que probablemente estaría durmiendo plácidamente en la habitación de al lado ajena a todos estos pensamientos que giraban en mi mente. Aquello también había sido un movimiento bastante mezquino por mi parte, algo así como un daño colateral. Y es que durante el verano de 2008 llegó a mis oídos que Juan estaba tonteando con una tal Pilar, una niña bien de un colegio privado a la que veía cada vez con más frecuencia. Aquello no entraba en mis planes, y pasé unas semanas averiguando cosas sobre aquella Pilar, sus costumbres, sus amistades. Todo. Todo salvo un ‘pequeño’ detalle que descubriría algo más adelante y que volvería a sacudir mi vida de nuevo. Pero no de momento.

El caso es que indagando sobre ella supe de la existencia de Sonia, su amiga del alma, que ahora vivía en Madrid. Conseguí su dirección de messenger gracias a una ‘pequeña’ extorsión sobre un compañero de clase y me dediqué a charlar con ella cada vez más frecuentemente, me había presentado un día diciéndole que era un amigo de un amigo de una amiga suya, y hablando, hablando, empecé a caerle bien. Es más, empezó a colarse totalmente por mí. Chateando con ella me enteré de su distanciamiento con Pilar, su amistad se había enfriado de tal forma que podían pasarse meses sin un simple mensaje de móvil o un triste e-mail.

No pude creer mi suerte cuando supe que volvía de nuevo al sur, a su tierra natal, ahora que ya la tenía completamente en el bote, coincidiendo casi con mi primer encuentro con Juan. Aquello iba a propiciar un acercamiento aún mayor entre Juan y yo, la jugada maestra me había salido redonda, su novia y mi –futura- novia, amigas del alma. Comencé a animar a Sonia para que llamara a Pilar, necesitaba que volvieran a estrechar su relación, y me prometió que lo haría en cuanto se hubiese mudado. Sonia ni siquiera le había contado aún nuestra relación a distancia.

Y lo cierto es que aquella tía tenía su punto. La cabrona estaba buenísima  y me ponía como una moto, pero joder, yo necesitaba acción. Precisamente la acción que Juan me estaba dando. Nada podía competir con la cara que él ponía cuando le miraba con aquella fingida mala hostia y le obligaba a hacer alguna guarrada con mi cipote. Con sólo pensarlo me estaba poniendo malo y dejé de tocármela unos segundos para no correrme. Respiré profundamente y volví a meter la mano por el calzoncillo y a descapullármela nuevamente con fuerza, deslizando el prepucio arriba y abajo, una y otra vez, ahora con más dificultad puesto que a aquella corrida empezaba ya a secarse. Saqué mi mano y me lancé un enorme salivazo para volver luego a meterla chorreante de babas en el interior del slip. Embadurné de arriba abajo el tronco y la cabeza, mientras con el pulgar de la otra mano agarraba el elástico y tiraba hacia abajo, liberando mis endurecidos cojones, que volvían a necesitar una descarga urgente de fluidos.

Lentamente me giré hacia la izquierda, quedando tumbado sobre el costado, estirando las piernas como si quisiera sacarlas por los pies de la cama, volviendo a desperezarme y continuando sin prisas con aquella masturbación tan placentera que me estaba dedicando a mí mismo sin ningún tipo de prisa. Pasé la mano izquierda, la que tenía libre, por debajo de la almohada y enganché los dedos índice y corazón en el cabecero de la cama. Mi otra mano seguía su tarea sobre mi rabo como si tuviera voluntad propia, y volví a escupirme en ella para facilitarle el trabajo.

Decidí entonces cambiar de nuevo de postura y me disponía a colocarme boca abajo para restregármela contra las sábanas como si estuviese follándome a la cama pero no pude moverme. Abrí los ojos extrañado, y traté de subir las piernas hacia arriba, de nuevo aquella inmovilidad. Intenté incorporarme pero noté que tenía la mano izquierda, la que había colocado en el cabecero, atada al mismo con una prenda de ropa, quizás una de mis camisetas.

Pero qué cojones… pensé mientras giraba la cabeza hacia abajo como buenamente podía y veía otra atadura alrededor de mis tobillos, inmovilizándolos a los pies de la cama. Y entonces lo noté, aquel peso que hundía la cama detrás de mí, alguien se estaba tumbando a mi espalda, noté el calor de sus manos acariciando mi hombro derecho, bajando por el brazo y llegando hasta mi mano derecha, que seguía su movimiento sobre mi rabo como ajena a aquellas ataduras. Agarró mi muñeca y de un tirón hizo que soltase mi propia polla, la llevó junto a mi otra mano en el cabecero y la ató ágilmente con otra camiseta enrollada. Me encontraba pues totalmente estirado en mi propia cama sobre mi costado izquierdo, manos hacia arriba, inmovilizadas en el cabecero, pies atados en el otro extremo, y un intruso que ahora pasaba su mano por mi pierna acariciando mis pelos y la subía hasta llegar al sobaco. Intenté girar la cabeza hacia la derecha para ver quién coño me había puesto a su disposición de aquella forma mientras me exprimía el cerebro tratando de averiguar lo más importante y absurdo de todo, por qué cojones no me había dado ni cuenta de ello, pero su mano me aplastó la cara contra la almohada, evitando que la girase en ninguna dirección.

Noté un intenso calor bajo mis pelotas, aquel extraño, que ahora estaba totalmente seguro de que era un tío, me separaba levemente la pierna derecha hacia arriba, dejando una estrecha abertura entre mis dos piernas, y muy lentamente introducía su enorme cipote entre ellas, y así pude comprobarlo al mirar hacia abajo y ver cómo una hinchada cabeza a medio descapullar aparecía entre mis piernas, húmeda y brillante por efecto de sus primeros lubricantes, y rozándose por su parte superior con mis cojones. El penetrante olor de aquella polla me llegaba directamente a las fosas nasales con cada nueva lenta embestida a través de mis piernas.

-Mmmmmm… como tengas el ojete tan estrecho como esto me parece que no voy poder aguantar mucho tiempo jodiéndotelo.

La voz de Juan me llegó en un susurro al oído mientras restregaba su barba de dos días contra mi oreja, como tantas veces ya le había hecho yo a él, y aquella sensación de indefensión, el roce en mi cara, su calor en mis piernas y en mis huevos procedente de su rabo y aquel penetrante olor, hicieron que dejase escapar un ahogado gemido sin poder hacer nada por evitarlo.

-Ya sabía yo que te iba a gustar –susurró Juan nuevamente en mi oído, para después bajar lentamente y comenzar a pasar su lengua por los pelos de mi sobaco, jugando con ellos, llenándolos de su saliva, lamiendo el intenso olor de mi sudor acumulado durante la noche mezclado con un ligero aroma a menta de mi desodorante y provocándome un hormigueo de placer que se extendió hasta llegarme a la base de la columna y por supuesto a mis cojones, que se tensaron un poco más de lo que ya estaban.

Juan siguió follándome las piernas lentamente, soltando gemidos de placer junto a mi oído cada vez que su cipote atravesaba aquella estrecha abertura y los pelos de mis muslos se le enredaban en su lubricado capullazo. Su polla se descapullaba casi por completo cuando la clavaba hasta el fondo y volvía a cubrirse con aquella enrojecida piel llena de precum cuando la sacaba de mis piernas. Podía notar el agradable olor de su aliento llegándome desde atrás mientras me susurraba alguna que otra guarrada al oído. Una gota enorme de líquido preseminal colgaba de la punta de su polla, y temblaba a cada nueva embestida, para en una de ellas estrellarse contra mi pierna izquierda y quedar conectada a ella por un brillante hilillo que bailaba cada vez que Juan apretaba su follada.

-Cómo coño has entrado en mi casa…  –le dije con la voz entrecortada a pesar de los esfuerzos que estaba haciendo por mantener aquel tono amenazador al que le tenía acostumbrado- …cómo cojones me has atado. No te atreverás a follarme el culo cabrón -de nuevo mi voz temblando de pura excitación.

-Oh sí. Por supuesto que lo voy a hacer. Hoy vas a probar por primera vez en tu vida lo que es una buena polla de verdad. Te dije que te follaría y te voy a partir ese puto culo por la mitad, tal y como te prometí. Por chulazo. Y por cabrón –decía aquellos insultos con una voz suave, casi con cariño, y aquello me puso aún más caliente, mucho más cachondo de lo que ya estaba. Mi polla pedía a gritos una mano que pudiese acabar con aquel suplicio, aquel estar al mismo borde de la corrida sin poder alcanzarla. El muy hijo de puta me estaba dando de mi propia medicina, y lo peor de todo era que me estaba gustando. Es más, estaba completamente extasiado con aquella situación y mi cipote chorreaba líquido preseminal en cantidades industriales.

-Te la voy a clavar tan fuerte y tan hondo que se te van a encoger hasta las pelotas. Ya lo creo que sí –no podía verle la cara pero supe que estaba sonriendo, y su voz tenía aquel tono que yo solía usar cuando era yo el que estaba al mando. Había creado una bestia, un auténtico monstruo, y ahora venía a cobrarse lo que era suyo. Mi propia virginidad, o mejor dicho la de mi apretado agujero-. Pero no te preocupes, cuando este culazo –dijo dándome un fortísimo cachete en las nalgas que me hizo dar un respingo- se acostumbre a tener dentro lo que yo hoy le voy a meter, te puedo asegurar que vas a disfrutar como nunca en tu puta vida. Voy a hacer que inundes tu cama con tu propio semen, cabronazo, y además te vas a correr como a ti te gusta. Sin tocarte ni un pelo.

Al momento retiró su cipote de mis piernas  y puso sus dos manos sobre mis nalgas, separándolas como buenamente podía en aquella postura, y conectando su boca directamente a mi ojete, introducía la lengua hasta el fondo y la giraba en todas direcciones, arrancándome unos gemidos que surgían desde mi estómago y que trataba de evitar a toda costa para no hacerle ver lo mucho que me estaba gustando, pero aquello me resultaba imposible. Hundió aún más su cara en la raja de mi culo y siguió aquel intenso masaje con su lengua y sus labios, podía oír su saliva chasqueando contra aquel cerrado orificio, que empezaba a ceder cada vez más a aquellas sonoras embestidas de su cabeza.

Continuó aquella profunda intrusión con su lengua en mi esfínter durante unos minutos más y después volvió a subir su cabeza a la altura de la mía, muy cerca de la misma y susurrándome nuevamente al oído desde atrás.

-Qué me dices. ¿Estás preparado para sentir cómo te desvirgo ese culo de chulo cabrón de un solo pollazo?

Apenas podía hablar, aquellos lengüetazos en el ojete me habían dejado totalmente ido. Juan  pasó su mano derecha por mi boca y me introdujo su dedo índice, seguido del anular y el corazón, hasta casi provocarme una arcada, diciéndome en voz muy baja que los ensalivara bien, que de mí dependía el mucho o el poco dolor que su enculada me fuera a causar. Cada vez con el corazón más acelerado y sudando como nunca, comencé a chupar su mano y a llenarle sus dedos con mis babas como si me fuera la vida en ello, soportando nuevas arcadas, hasta que la sacó de un tirón y la dirigió hacia mi agujero, volviendo a masajearlo con mi propia saliva e introduciéndolos de un golpe, para luego comenzar a separarlos en mi interior, como tratando de dilatar sin ningún tipo de delicadeza aquella entrada tan ajustada.

Al momento debió pensar que aquello ya estaba todo lo suave, lubricado y abierto que tenía que estar porque sacó sus dedos de repente para clavarme de una estocada y sin previo aviso aquel enorme cipote hasta su base, haciendo que sus cojones se estrellasen contra mis nalgas con un sonoro chasquido. Y fue este sonido unido a la súbita sensación de tener toda aquella mole de carne caliente y vibrante ocupando mis intestinos, profanando y desgarrando aquella entrada hasta ahora tan cerrada lo que propició irremediablemente el comienzo de mi abundante corrida, por lo que mientras notaba sus pelos arañándome la carne de las nalgas lancé un rugido arqueando mi espalda y sin poder evitarlo comencé a eyacular instantáneamente de una forma tan descontrolada y salvaje que en aquel momento y a pesar del intenso y ardiente dolor que me invadía el ojete me pareció la corrida más bestial de toda mi vida. Joder, una sola embestida y el cabrón me había hecho correrme como nunca.

Mientras mi polla seguía repartiendo leche y convulsionándose por efecto de aquel brutal orgasmo escuché un familiar sonido, como una especie de música que se oía cada vez con más insistencia, y que al principio no reconocí. Abrí los ojos sobresaltado y noté el corazón latiendo a mil por hora, casi saliéndose de mi pecho, volvía a estar encharcado en sudor. Miré hacia abajo y vi que mi rabo estaba de nuevo dentro de mi slip y que una nueva mancha de semen había aparecido en la tela, caliente y espesa y mucho más grande que la anterior. Joder, aquello ya no era una mancha, ahora prácticamente tenía los gayumbos inundados de lefa por delante, como si se hubiesen corrido en ellos siete u ocho tíos a la vez. Me incorporé, y me miré las manos, no había rastro de ataduras, ni en ellas ni en los pies, y por supuesto no había rastro de Juan. Mi cipote daba sus últimos coletazos y mi móvil –cuyo sonido ahora sí reconocí- seguía sonando encima de la mesilla cada vez más alto. Respiré profundamente cerrando los ojos.

-Joder, menudo puto sueño más intenso, hostias –suspiré en voz alta.

Me palpé el ojete como esperando encontrar algún resto de corrida pero por supuesto ni siquiera me dolía. La parte de atrás del slip no tenía semen pero estaba completamente encharcada en sudor, así que el calzoncillo casi podría haberse estrujado en su totalidad y haber sacado de él un vaso entero lleno de mis líquidos corporales.

Volví a dejarme caer sobre la almohada, tratando de serenar mi respiración y mi corazón. Debía haberme vuelto a quedar dormido mientras me sobaba el rabo por encima del slip y hacía aquella recapitulación de los hechos más importantes de mi vida. Y había tenido uno de los sueños húmedos más cachondos que podía recordar. Joder, el más cachondo de todos diría yo. Y el primero en que era sometido y follado con aquella violencia. Jamás había pensado siquiera en ser penetrado y mucho menos me habría imaginado que aquello pudiera excitarme de tal forma. Me sentía un poco aturdido, un poco descolocado por haber eyaculado semejante cantidad con aquel sueño, y sobre todo con el contenido del sueño en sí. Decidí contestar al puñetero móvil de una vez, pero cuando vi el número estuve tentado de no hacerlo.

-Qué quieres –dije sin saludar

-¿Qué formas son esas de hablarle a tu padre?

-Te he dicho que qué coño quieres –solté aún más cabreado

-Oye Tonito

-Joder, que no me llames Tonito. Pero quién coño te has creído que eres.

-Soy tu padre Antonio, te guste o no.

-Pues ya es tarde para eso, y lo sabes de sobra. Yo ya tengo un padre y no necesito dos. Date por satisfecho de que te siga cogiendo el teléfono y que te siga poniendo buena cara delante de la gente.

-Mira Antonio, no quiero discutir, sólo quería decirte que me ha llamado tu madre

-¿Cómo?

-Tu madre me llamó esta mañana temprano, no te localizaba y dice que tu primo Claudio iba hacia la casa de su novia y que la había llamado para ver si podía hacer noche en el chalet.

-¿Qué? ¿Aquí? ¿Cuándo? Joder, sabe perfectamente que estoy con Sonia, ¿no podía haberle puesto alguna excusa? Que no había nadie para recibirlo, por ejemplo –dije completamente jodido por la información. Lo de Sonia era lo de menos, naturalmente, lo que no quería era que se me truncaran mis otros planes.

-Hasta donde yo sé, en ese chalet hay más de doce habitaciones vacías. No creo que tengáis que dormir los tres en la misma cama ¿no? Tu primo viene de camino así que no me extrañaría que llegase de aquí a una hora, ha pasado la noche conduciendo.

-Joder, pero entonces, ¿qué significa lo de ‘hacer noche en el chalet’? Si llega ahora se pasará aquí el día entero ¿no? Y su novia dónde coño vive, ¿no podía haber seguido conduciendo un poco más hasta llegar a su casa?

-Mira Antonio, yo sólo te digo lo que tu madre me ha contado. Sabes que no suele llamarme muy a menudo así que debe tratarse de algo importante. Me ha dicho que si no te localizaba en el móvil que por favor me acerc

Colgué el teléfono de mala hostia sin dejarle terminar la frase y estuve a punto de tirarlo si no hubiera sido porque no hacía ni cuatro días que me lo había comprado. Aquello sí que era una sorpresa inesperada. Mi primo Claudio. Si Juan decía que yo era un chulazo, es porque no conocía a Claudio. Porque además su chulería no era fingida como la mía, aquel tío era un auténtico cabrón. Me entraron sudores fríos y mi polla dio un ligero respingo en mi calzoncillo, restregándose contra la corrida reciente. Me miré hacia abajo absolutamente sorprendido por aquel pequeño saludo.

Las cosas se me iban a complicar un poco.