Lorena en la ducha
Blanco placer húmedo
Tu piel blanca desnuda, bajo el ruido de la ducha,
como la lluvia aguda sobre el césped de un jardín.
Te veo de espaldas, pura, con tu trasero y su curvatura;
como el trazado de una ruta, sobre un camino difícil.
El tegumento húmedo, goteado, que recorre tu cuerpo,
y teje la figura delgada de una mujer joven.
Un momento instantáneo, humano, que corre por el tiempo,
y deja un breve culto para la musa fiel de los Hombres.
Manejas tu cabello mojado, embadurnado de champú;
cabello liso, largo y de mil formas.
Dejas que el cielo bajo, con niebla, acuda avaro a la lumbre que eres tú;
y te observe, atónito, contemplando todas tus zonas.
Te giras seria, agarras tu toalla;
estiras tus axilas y meneas tus pechos.
Te miras tranquila en el espejo, sin zamarra, ni falda;
sin enaguas ni sostenes, al descubierto.
Estás desnuda, limpia, caliente.
El aire corre libre por tu pubis y tu cintura.
Tus curvas, nada rígidas, sino relucientes.
El agua que absorbes, y que da brillo a tus pezones de rosa.
Tus nalgas, tus pechos, tu vulva ennegrecida;
nalgas saltonas, senos tiernos, rica vagina.
Así, mientras te secas con la toalla,
agachándote, con el pecho caído hacia abajo,
tu chica te frena, y te fija la mirada;
te contempla sin ropa, bella,
y te besa sin más.
Te lame entera desde la pierna,
y fija la lengua en tus mamas.
Rodeas ahora su cuello, con tus cálidas manos,
y acaricias suavemente sus hombros.
Notas como crece la punta del seno, como te vas excitando.
Entonces para, para despojarse de su camiseta, y pasar a cueros.
Su cintura dominante, su piel clara y su pecho voluminoso,
cubierto por un sujetador negro,
que desabrochas como un traje caluroso,
con el ansia del depredador feroz.
Al descubrir sus senos, ya libres de la represión de la lencería,
los estrujas y salivas hasta apresarlos entre tus labios,
mientras ella, relajada, desajusta su pantalón de tela fina,
y luce fresca sus carnosos muslos.
Colocas tus dedos entre la nalga creciente y la tela de la braga,
y así la acaricias lentamente, mientras bajas la enagua.
Así, poderosas, sosegadas, excitadas, tocáis vuestras caras,
y juntáis vuestras velludas vulvas, desprovistas de costura exterior.
Unís de igual forma vuestros labios, en un beso sonoro,
y os habláis la una a la otra, susurrando que su cuerpo es oro.
Las piernas se rodean, de hecho encierran
vuestras figuras que, lentas, se chocan
a cada poquito, a ritmo de cópula.
Así, con el balanceo de ambas cinturas,
caéis por inercia al suelo duro de la ducha.
Mas el golpe, sordo e impactante, de estas hermosuras,
se reduce a nada, ni grito, ni risa, sino serias y dichas
se abrazan, se gimen, se palpan y se lamen.
Sus labios parecen de goma, tras tantos besos (y tan intensos).
Y es que se lanzan, viven, disfrutan su cuerpo virgen.
Y sus dedos, como peces al agua, se sumergen por los sexos.
En seguida suspiran, se giran; gritan como en un parto.
Sin embargo no se duelen; gozan el placer y dan todo de sí mismas.
Se esfuerzan, se miman, se miran y ponen ambas su parte,
para correr el líquido, y esparcirlo por sus piernas desde las vaginas.
El proceso, húmedo, placentero, de infarto,
se acompaña de repetidos gemidos, mecánicos y acompasados.
Con la cara húmeda por la saliva,
y el jabón y el sudor que desprenden sus axilas,
se prende la mecha, con los clítoris ardientes,
con el coito llegando al clímax.
El ritmo de sus dedos, el sonido esponjoso y las uñas mojaditas,
y la vulva rosa, marcada por el tacto de las caricias.
Jadeos que joden, porque el placer las corrompe,
y tiemblan y vibran, y gritan y rugen como dos leones;
sueltan a coro chorros y chorros de voces de espanto,
chocan con la ducha, rompen los platos ante los ojos de todo el patio.
Se agarran, se arañan, se muerden y se chillan al oído;
se levantan y se abalanzan la una a la otra,
y se besan y se tiran del pelo.
Que arrodilladas ante los cuerpos,
no distinguen el amor del sexo.
Aumentando su intensidad y volumen, casi llegando al llanto,
culminan en un grito de alivio, desde sus cuerpos desfasados.
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El resto es pura anestesia,
sedadas por sus cuerpos de seda,
por esta concupisciente sinestesia,
que es el placer que da la vida.
Así, tumbaditas, pegajosas del ombligo a las ingles,
se acarician y se rozan la piel.
Juntas y estrechas, sobrepasadas de la cabeza a los pies...
... intercambian los labios y la lengua, saboreando lo que les queda de miel.