London in love. Prólogo.

Prólogo de la historia de un viaje de fin de curso que cambiará la vida de una mujer.

London in love. Prólogo.

Suena el despertador a las seis y media como siempre. Marido y mujer se levantan silenciosos y una vez en pié se desean los buenos días con un beso en la mejilla. La mujer apaga el despertador y se dispone a preparar el desayuno. Tiene dos horas antes de entrar al trabajo. Adormecidos, toman su café y su pieza de fruta tranquilos, oyendo la radio y sin escuchar absolutamente nada. No tienen nada que decirse. No se odian. No se aman. Se toleran y se tienen cariño, pero no hay nada más. Él es un hombre maduro, canoso, afortunadamente sin calvas, de ojos marrones talla media y con una leve tripa cervecera. Ella es una preciosidad de 47 años. Bajita, 1,58, de complexión pequeña y delgada, con una cadera ancha, pero proporcionada con la menudez de su cuerpo. Tiene poco pecho y poco trasero, pero ambas cosas son redonditas, plenas y no parecen haber sufrido de la fuerza de la gravedad, lo que las hace atractivas y apetitosas. Sus piernas parecen esculpidas por ángeles y tiene un cuello de cisne divino. Su cara no es larga, ni es chata, es bastante normal, de barbilla puntiaguda unos labios pequeños y no demasiado carnosos, cuyo labio superior tiene un corazón natural envidiable. Nariz fina y unos grandes ojos azules, cargados de dulzura e inocencia. Su cabello es media melena, le llega hasta la mitad del cuello, rubio y rizado. Aún sin maquillar y recién levantada podría resultarle hermosa a cualquiera. Y sin embargo estaba haciendo una vida totalmente normal al lado de un hombre normal, dedicándose a una profesión normal. Insegura, no se siente nadie especial ni cree tener cualidades especiales y, sin embargo, siempre está dispuesta a dar lo mejor de sí misma para todos. Sin embargo se siente una fracasada. Sabe que su marido, aunque la quiere y la aprecia, no se siente orgulloso de ella. Entre otras cosas por no haberle podido dar un hijo, algo que le hacía verdadera ilusión. Cada vez que recién levanada buscaba su mirada sonriente, debía apartarla inmediatamente al juntarse con la de él porque la desarmaba y la hacía sentirse culpable. Así que esta mañana no le miró, ni sonrió. Aquel día iba a ser un gran día, lo presentía. Además, esa misma mañana iba a hablar del tan deseado viaje de fin de curso de un mes a Londres con los alumnos de segundo de bachillerato.

Le gustaba Londres. Recordaba con cariño aquel año que pasó terminando su filología inglesa en esa maravillosa ciudad. Y le encantaba perderse por sus calles, enseñar a los que la pisan por primera vez cada rinconcito y explicarles su historia. Allí pasó el año más feliz de su vida, alejada de su familia conservadora. Ahora la sensación era la misma, salvo que se alejaba de su marido conservador y no de su familia... aunque ahora ella misma también era una conservadora. Habbían acabado con su espíritu rebelde a base de cortarle las alas y reprimir sus sueños e ideas. Ahora era la esposa ideal de esa ideología, obediente y trabajadora. Adaptada a los tiempos modernos pero sin meterse de lleno en ellos. Dócil e indulgente con su marido, al que siempre se lo perdonaría todo y comprendería que jamás él le perdonase nada a ella pues su deber era ser perfecta. Nada más que 25 años atrás, ella se odiaría a sí misma. Ahora sin embargo, ni se odia ni se quiere. Convive.

-Cariño... -Dijo, finalmente sin levantar la mirada del vaso.

-Dime, Mercedes.

-¿Estarás bien durante este mes que estaré fuera?

-Claro, mujer ¿Por qué no iba a estar bien?

-No lo sé...

En realidad, le hubiera gustado que le dijera que la echaría de menos. Se quedaron en silencio hasta que Mercedes prosiguió unos segundos más tarde.

-¿Me llamarás todos los días?

Es caro.-Tras afirmar eso, dió un trago largo a su café.

-¿Y me llamarás alguna vez?

-Claro, supongo.

-Bien...

Terminada aquella breve conversación, el hombre se fué al cuarto de baño, dejando a Mercedes sola en la cocina. Tras un largo y amargo suspiro puso sus brillantes ojos en la puerta de cristal del balcón. El cielo estaba gris, pero aún así se filtraban algunos rayos de luz entre las nubes. A penas analizó la situación atmosférica, sonó un trueno y empezaron a caer gotas en el cielo que sonaban como bombas al chocar contra el cristal de la silenciosa estancia. Mercedes se acercó a boservar la lluvia. Cuando iba a dar otro sorbo al café, este ya se había terminado, por lo que llevó su taza y la de su marido al friegaplatos. Antes de salir de la cocina para ducharse, miró por última vez hacia el cristal.

Cuando su marido salió del baño, ella entró a ducharse. Adoraba sentir las caricias del agua sobre su cuerpo y deslizándose a través de su cabello. Eran los besos de buenos días del agua, su elemento de nacimiento dado que era cáncer. Dejaba que la recorriesen entera, se quedaba quieta, con los ojos cerrados y mirando hacia el techo, sonriente. Echó para atrás su cabello y en lugar de volver a bajar los brazos a su estado original, los dejó agarrados levemente a sus hombros. Y poco a poco, los soltó, rozando con lentitud y con las llemas de sus dedos su pecho, sus pezones, su delicada cintura y su vientre. Y cuando iba a explorar lugares nuevos, paró en seco y alejó sus manos de la zona, cerrándolas en un puño mientras que el pulgar acariciaba sus nudillos nerviosamente. Frunció el ceño, abrió los ojos y cogió su esponja. El resto de la ducha transcurrió con normalidad.

Al salir se vistió con unos pantalones color crema de pernera ancha y una camisa de lino blanca, de cuello mao, que le llegaba hasta debajo del trasero. Se puso unos zapatos bajos, también crema y se maquilló un poco, no demasiado. Cojió su bolso, sus libros y las llaves del coche. Ella tenía que ir a trabajar bastante antes que su marido. Al salir, se despidieron con un pico, como siempre hacían, pero aquella vez, su marido la abrazó con uferza, juntando todo su cuerpo con el suyo. Mercedes sabía lo que quería decir eso, y su rostro tomó una mueca de preocupación, aprovechando que su marido no la veía.

-Esta noche podríamos jugar un poco, ya que te vas mañana...

Mercedes no quería. No le gustaba nada el sexo. Pero según había sido educada, si él quería, ella por consiguiente tenía que querer también. Además, ya que llevaban tanto sin hacerlo y estarían un mes sin verse, lo suyo sería hacerlo. Consiguió fingir una sonrisa de aspecto natural.

-Claro, cariño. Te veré luego.

Al girarse para ir al ascensor, su marido volvió a agarrarla, esta vez de espaldas. Metió sus manos bajo su camisa y su sujetador, y le amasó los pechos de una forma bastante ruda mientras que restregaba sus partes íntimas contra el trasero de Mercedes. Ella se sentía incómoda, frunció el ceño, cerró los ojos y apartó la cara de su marido. No le gustaba que le hicera cosas como esas. Sus pezones, sin embargo, se habían endurecido con aquel contacto.

-Cariño... cariño, para, que me tengo que ir o llegaré tarde.

-No vayas... ya saben a qué hora habéis quedado en el aeropuerto. Quédate y hagámos cositas juntos ahora... ¿no?

Cuando sus manos iban a dar a parar a debajo de sus pantalones, Mercedes se apartó rápidamente.

-No, amor mío, tengo que ir, esperemos a la noche... por favor...

Y sin darle tiempo a responder, entró al ascensor y bajó al garaje. Se recolocó la ropa en el espejo que había en la cabina y suspiró. Otras veces que había salido de casa tras una situación parecida se había echado a llorar. Ahora solamente se miraba y se preguntaba por qué no era capaz de disfrutar de esas caricias ni compartir el placer con su marido. Odiaba tener que fingir el orgasmo. Le daba mal sabor de boca el no excitarse al estar con su marido, o al pensar en él. Tampoco sentía atracción cuando eran novios... entonces ¿Qué hacían casados?¿En qué momento decidió que quería eso? Quizás tuviera miedo de la soledad, pero ahora ya, tras 25 años de no pensar en ello, no era capaz de recordar si ealmente era ese el sentimiento que la empujó al "si, quiero".

Entró al coche y volvió a suspirar. Podía poner la radio, como hacía siempre, pero no le apetecía saber como iba el resto del mundo ahora. Necesitaba saber qué iba a pasar con su mundo, lo que le rodea... y que la aprisiona. Así que, como su día ya se había fastidiado, se puso la versión de Toxic de Yael Naim. Cuando tenía problemas de una índole íntima, la ponía y se recreaba en la letra. ¿Había sentido alguna vez esa atracción por alguien? Ella creía que no. La realidad era que sí, pero jamás lo reconocería ni lo aceptaría. Se había llegado a creer su propia mentira, así que ella no sabía que en realidad se sentía atraída por alguien desde hacía más de diez años. Arrancó el coche y circuló lentamente por la ciudad, la llúvia se había acentuado y era difícil ver bien. Empezó a conducir más lento al darse cuenta que no llevaba paraguas. Quizás si iba más despecio le daba tiempo a que la lluvia amainara. Craso error. A cada segundo que pasaba caían más gotas. Al llegar al instituto donde trabajaba, el agua se movilizaba violentamente por la calzada y la acera. Utilizando sus libros como paraguas, corrió hacia el edificio.

Había llegado diez minutos antes de la hora, como siempre. Corrio al servicio, donde se ecnontró con Cristina. Cristina era alta, morena de ojos verdes y de figura muy femenina, toda una mujer de curvas peligrosas. Grandes pechos, caderas amplias, cintura de avispa y un trasero respingón. Acababa de cumplir 39 un par de días antes. Sonriente, se dirigió a Mercedes.

-¡Pero mira quién se ha dejado el paraguas! Anda, siéntate aquí.

Mercedes no tuvo tiempo de moverse ni responder, Cristina la sentó en el lavabo donde empezó a escurrirle el pelo.

-Madre mía, trae esto que lo vamos a pasar por el secador...

Y de nuevo, Mercedes no tuvo tiempo de reaccionar cuando le quitó la camisa para secarla.

-Y trae acá los pantalones también, que parece que te hayas meao

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En todo ese tiempo, no se abía movido más que para sacar los pies de las perneras de los pantalones. Cristina le dejó su abrigo y se puso a secar la ropa de Mercedes toda hacendosa.

-Niña, la próxima vez que te olvides del paraguas ven antes, que ahora vamos con la hora pegada. Y por cierto, que al fin... ¿Qué te pasa?

Mercedes estaba colorada y totalmente callada, la miraba desorientada. Finalmente sonrió.

-Hola...

Se empezaron a reír y a hablar un poco de sus vidas mientras que Cristina seguía secando la ropa. Mercedes aprovechó para repasarse el maquillaje, aunque afortunadamente no se le había destrozado.

-Al final te acompaño al viaje de fin de curso.

-¿De verdad?¡Qué alegría! No me hubiera gustado nada tener que ir con Carmen... menuda tipa más borde.

Cunado Cristina terminó de secar la ropa, la dejó sobre el lavabo y se dispuso a retirarle su abrigo. Deslizó la cremallera y lo dejó abierto, dejando asomar los pechos, tan redonditos y apetitosos como una manzana roja y fresca, cubiertos por un sujetador blanco, al igual que su púbis estaba cubierto por una braga blanca.

-Así estás muy sexy. Tienes una piel muy blanca.

Mercedes estaba colorada, pero sonreía. Dejó que Cristina terminara de quitarle le abrigo. Al hacerlo se qudó mirándola, tan menuda y frágil, con una mirada tan inocente y una sonrisa tan bonita. Una gota cayó desde su pelo y recorrió por completo todo su canalillo. Cristina no puedo evitar desviar la mirada sus pechos, deseando enjugar la gota que se escondía entre ellos. Pronto dejó de mirar hacia esa zona cuando Mercedes se dió cuenta de a donde miraba y tapó su escote con sus manos. Se miraron serias un segundo y acto seguido se rieron levemente, con timidez. El tirante derecho del sujetador de Mercedes se bajó. Temblaba y estaba cada vez más colorada. Cristina se dió cuenta de ello. Recorrió todo su brazo, desde la mano, lentamente y le subió el tirante mientras que rozaba todo su hombro con la mano. Cuando estuvo subido, permaneció con la mano sobre el hombro durante unos segundos. Después, recorrió con las yemas de sus dedos el camino de suave piel que llegaba desde la clavíscula hasta el borde de su sujetador. Mercedes jadeaba, le gustaba la sensación, pero tenía miedo. Aquello solamene lo había sentido con el agua. Cogió su mano con delicadeza y la impidió continuar por su travesía cutánea. Cristina le dió un beso en la frente y la cosa pareció relajarse poco a poco. Las dos volvían a sonreir.

-Bueno... ¿Qué tal tiempo hará allí, sabes?

-Uh... ni idea, aunque si está haciendo tan mal día aquí y estamos en junio... supongo que hará más frío.

Sonó el timbre y se despidieron. Mercedes se vistió tan rápido como pudo, cogió sus cosas y acudió a la clase de segundo de bachillerato, donde acabaría de aclarar las posibles dudas sobre el viaje y los horarios en los que habían quedado. Sin embargo, al no haber dudas, cada uno se puso a hacer lo suyo y Mercedes aprovechó para irse mentalizando para la noche. Era cierto que en esos momentos sí que tenía ganas... pero no con su marido, no consigo misma. Tenía ganas, pero no le apetecía hacerlo con nadie. Sencillamente le gustaría que se le pasara aquella sensación tan ardiente que brotaba de sus entrañas.

Aquella misma mañana se dieron las notas, por lo que a las once de la mañana ya se podía ir todo el mundo. Tras todas las despedidas, Mercedes se disponía a irse, pero seguía diluviando. Cristina se acercó a ella con el paraguas y se ofreció a llevarla hasta su coche.

-Sube, que te llevo.-Le dijo una vez dentro.

Cerraron las ventanillas y pusieron la calefacción.

-¡Qué frío que hace! Menos mal que aquí se está bien... ¿alguna vez has visto este frío infernal en España y en junio?

-Creo que no, la verdad es que es muy raro.

Se quedaron silenciosas. Aún recordaban aquel momentito subido de tono de esa misma mañana.

-¿Te apetece ir a Londres?

-¡Muchísimo!-Respondió Mercedes, sonriente.- Siempre que puedo voy allí, pero nunca es suficiente, jeje.

-A mí también me gusta, aunque sólo he estado una vez. Además, fuí sola y mi nivel de inglés deja mucho que desear.

Mercedes arrancó y le preguntó a Cristina dónde vivía. Se sorprendió al ver que su casa estaba a escasas calles de la suya. Incluso compraban en la misma tienda, no podía creerse que no se hubieran encontrado nunca. La dejó en frente de su casa, se despidieron y Mercedes see fué a su casa, donde la esperaba un café calentito, una cama cómoda y un libro nuevo. Parecía de mejor humor, quizás porque se había olvidado por completo de lo que le esperaba por la noche. Estaba ilusionada con su viaje. La maleta llevaba hecha varios días, incluida la de mano. Iba a ser un mes magnífico en el que podría de nuevo ser uno de los engranajes del país. Haría vida de hotel, la cual le gustaba aunque no era tan real como la casera, pero le valía. Además, iba con una amiga, lo cual era un punto importante. Y la desconexión con la rutina era algo que el cuerpo le pedía desde hacía mucho tiempo.

Entre pensar en el viaje, leer, limpiar y hacer cuatro cosas con el ordenador, se le hicieron las nueve de la noche y a su marido aún le quedaba al menos media hora para volver a casa. Pensó que, aunque no estuviera bien debido a que a el le apetecía mucho, podría hacerse la dormida, de tal manera que se pudiera librar de una noche de cama. Mientras que estaba en la cocina bebiendo un vaso de leche, llegó su marido, mucho antes de tiempo. Se miró de arriba a abajo y se maldijo por estar en ropa interior.

-¡Cariño!¡Qué pronto has llegado!-Dijo, tratando de fingir alegría.

-Tenía muchas ganas de verte... y veo que tú también las tienes de verme a mí ¿eh?

La tomó de las nalgas y la atrajo hacia sí para desabrocharle cómodamente el sujetador.

-¿No quieres cenar nada antes?

-Sólo tengo hambre de ti.

Deseaba con todas sus fuerzas decirle que no le apetecía, pero le seguía dócil y de la mano a la habitación y se tumbó en la cama en cuanto se lo ordenó. Sin embargo, no se había quitado la ropa interior. Suspiró, preparándose, mentalizándose, mientras que su marido se desnudaba. Al ver su miembro erecto cerró los ojos, intentando olvidar la situación, pero ¿cómo? Le acabó de quitar el sujetador, dejando libres sus hermosos pechos. Sus pezones eran de color rosa pálido, pequeños y con una aréola de tamañ medio. Eran dulces, parecían puros, virginales. Se puso colorada y temblaba, como casi siempre que se veía mezclada en asuntos tan personales. Giró la cabeza y miró hacia la ventana. El sol empezaba a caer y la llúvia ya había amainado. Cuando quiso darse cuenta, ya le había retirado las bragas. El momento de sentirse un objeto era inexorable.

-Hmmm... afeitadito. Sabes que me encanta así.

Su vagina no era muy grande, sus labios externos eran plenos, suaves y daban paso a una preciosa flor rosada coronada por una perla magnífica, su clítoris. Sin embargo, el hombre jamás se había fijado en profundidad. Lo que él denominaba sexo se limitaba a tumbarse sobre ella y penetrarla hasta que eyacular. Placentero para él, algo inerte para ella. Pero para que él se sintiera bien y satisfecho, todo un macho alfa, ella simulaba disfruarlo. Pero aquel día no estaba de humor y si quería connotaciones placenteras tendría que ganárselas.

Finalmente, el momento llegó. Y lo que debería ser una sensación ardiente se quedó en un frío carámbano que intentaba en vano masturbarla. Se abrazó a él mientras que este besaba su cuello. Le encantaba sentir cosas suaves sobre el cuello, caricias y besos incluídas, pero esta vez era como si se lo estuviera haciendo a otra, era como si no lo sintera. Además, aquel hombre era todo menos delicado. Cada vez que yacían, ella acababa con un notorio chupetón en el cuello. Y esa vez no iba a ser menos. Él, al notar la ausencia de sus gemidos o una respiración agitada, empezó a embestir con más fuerza, más rápido y más profundo. Mercedes hubiera querido seguir en su tónica pasiva, pero le pareció una crueldad, así que empezó a fingir el orgamo... o al menos, a imitar lo que ella creía que era un orgasmo. Sabía del tema lo que había visto en películas, pero ella nunca había sentido ninguno en carne propia. Tenía unas ganas de llorar casi irrefrenables. No tenía nada en contra de su marido, pero esta vez estaba sintiendo verdadera repulsión al sentir cómo la penetraba, cómo la tocaba y lamía y no darse cuenta de que esto la hacía sufrir. Estaba siendo terriblemente egoísta. Nunca quería probar cosas nuevas en la cama. Ella nunca podía ponerse encima. No había tiempo para besos apasionados en plena faena, puesto que estaba demasiado concentrado en embestirla de manera monótona, sin variar absolutamente nada en su ejecución. Según sus conocimientos de anatomía, la sensibilidad de sus pechos se limitaba al pezón y también según esos mismos criterios, únicamente daban placer, por lo que morderlos o retorcerlos no podía hacer más que hacer que se volviera loca en vez de producirle un inmenso dolor como en realidad ocurría. Y por último, el clásico "cuando el hombre acaba, la sesión termina". Cosa que no tardó en suceder. Eyaculó con potencia dentro de su vagina, ella emitió un sonoro gemido y él se retiró, se dió la vuelta y se durmió. Y casi no le dió tiempo de pensar en ello. Sencillamente, se echó a llorar silenciosamente para no despertar a su marido. En aquel momento no le importaba el viaje del día siguiente. Esto solo le haría librarse un mes de esa situación. Sabía que nada más volver, su hombre requeriría su sexo como bienvenida.

Continuará.