Lola.
Vecinita provocadora y promiscua que esconde el oficio del que vive.
El silencio se hizo más fuerte cuando Lola entró en el ascensor, abierto en la séptima planta. Aquel viernes, la chica iba subida a unas botas negras de tacón ancho. Sus piernas eran abrazadas por la tela azul de unos vaqueros a la cadera, y tras los escasos centímetros de piel bronceada comenzaba la cazadora abierta. Sobre el cuello escotado de la camiseta clara, asomaban sus pechos apretados y redondos, emulando la silueta de un corazón que latía al ritmo de su respiración. La melena castaña tenía el ondulado aspecto salvaje que, irónicamente, solo se obtiene con dedicación y maña con las tenacillas. Los rasgos exóticos de la chica componían un rostro atractivo, de líneas suaves, perfilados ojos felinos y labios carnosos envueltos en brillo.
Al igual que el olor a azufre se relaciona con el Diablo, Zalo relacionaba el olor a almizcle con Lola. Este parecía embriagarle cuando, cada mañana, debían compartir ascensor hasta la planta baja. Calificarla como provocativa era quedarse corto. Lola se hallaría a mediados de la veintena, y era una fiera. O eso deducía el hombre del traje por las serenatas nocturnas que habían generado todo un conflicto en el edificio. Varios vecinos, capitaneados por su esposa venida a presidenta de la comunidad, se habían quejado de las audibles y frecuentes sesiones amatorias de la chica. Quizás por eso, desde hacía unas semanas ni siquiera se saludaban al coincidir puntualmente en el ascensor.
Las puertas se cerraron, y la cabina comenzó el descenso que Zalo tenía cronometrado en veintiun segundos.
— ¿Sabes qué? — la voz de Lola le sonó más grave a como la recordaba al escucharla discutir con su mujer. No se miraron, sino que mantuvieron los ojos fijos en el reflejo distorsionado que les devolvían las puertas metálicas—. Me encantaría que esta tarde volvieras media hora antes del trabajo. Que entraras en mi piso, y sin decirme nada me follaras tan duro que la seca de tu mujer se volviera loca dando golpes contra el suelo — la cadencia tortuosa que dio a sus palabras se prolongó hasta que la planta baja se mostró ante ellos —. Dejaré la puerta abierta para ti.
Lola se alejó como cada mañana, como si no acabase de hacerle una proposición con tintes de locura. El hombre trajeado dudó de la realidad mientras se deleitaba con los andares gatunos de la chica que, sin mirar atrás, salió a la calle desapareciendo de su vista.
Para un director de sucursal bancaria de treinta y siete años, tener a tiro a una fémina de tal calibre era una situación difícil de gestionar. Estaba casado con Carmen, una mujer sofisticada de clase alta cuyo padre había puesto a Gonzalo en su puesto tras la boda. Su esposa era delicada, fría entre las sábanas como solo lo son las creyentes. Siempre lo había sabido, pero en conjunto, era una gran opción. Zalo no creía en el amor, no aspiraba a grandes historias románticas sino a un rutilante éxito. Buen salario, trabajo cómodo, ático de lujo, formar una familia ejemplar.
Aún así, los alaridos sexuales de su vecina de abajo, que ocupaba uno de los pequeños pisos creados al dividir la distribución del suyo propio en tres, habían logrado que se la machacara con fuerza en la intimidad de la ducha fantaseando con la voluptuosidad contraria a la figura de su esposa, más acorde a la de una bailarina de ballet.
Trató de olvidarlo, de tomárselo como una alucinación. No pudo. Ni siquiera las miradas disimuladas a la nueva y atractiva gestora lograron hacerle olvidar a su vecina. Su vecina y sus labios siempre entreabiertos. Su vecina y su voz algo ronca tras una noche exclamando placer. Su vecina y su trasero remarcado cuando apretaba los muslos. La fantasía parecía matarlo poco a poco, y aunque se lo negaba a sí mismo supo que lo probaría.
Lola asistió a clase, como cada mañana. Estudiaba arquitectura, una carrera que se le había atragantado y en que llevaba ya siete años. Era una chica obstinada, así que jamás renunció a continuar estudiando. Ni siquiera cuando sus padres, hartos, le retiraron el apoyo económico. Se acercó a preguntarle una duda a su profesor, encargándose de darle una buena visión de sus pechos que pareciera fortuita. Al anciano pareció faltarle el aire, y la chica consideró que con la extorsión adecuada en caso de necesidad, bien podría forzar el aprobado de aquella asignatura a finales de curso.
Volvía a casa a mediodía, en el autobús, cuando la llamaron al teléfono. Respondió desenfadada.
— Quiero verte esta noche — indicó la voz susurrante al otro lado de la línea.
— ¿Me echas de menos? — preguntó coqueta, entonando una risita que nunca llegó a reflejarse en la expresión neutra de su rostro.
— Hazme un hueco, preciosa — insistió. Lola suspiró como si se lo estuviera pensando. Cruzada sobre la contraria, su pierna se movió juguetona, impaciente por fingir hacerse de rogar.
— Está bien. ¿En mi casa a las nueve?
— Me apetece... algo distinto esta vez.
— Luis, ya sabes que...
— Me da igual. Te recogeré a las nueve. Vístete de secretaria.
— Está bien. Besitos, cielo.
— Un beso, nena.
Cocinó algo ligero y tomó su bolsa de deporte para ir hasta el gimnasio. Acudió a clase de spinning y de yoga, siguiendo su rutina de lunes, miércoles y viernes. De ese modo, mantenía su trasero terso, su tripa irrealmente plana y no se sentía culpable por los caprichos culinarios que se permitía de vez en cuando. Su físico era importante, pues era su medio de vida ahora que sus papis habían cerrado el grifo.
Se ató el pelo en una coleta alta que caía desordenada hasta sus omóplatos. Llevaba un top deportivo bajo el que sus senos se mostraban redondeados atrayendo miradas sorprendidas, envidiosas o lascivas. Los ceñidos leggings azul marino no marcaban el tanga que, mientras estaba subida a la bicicleta, la rozaba con insistencia cruel. Le gustaban las consecuencias del deporte en su cuerpo, el cansancio tras pedalear hasta perlarse por completo de sudor y notar la ropa elástica pegada a su piel.
El yoga le servía para destensarse, evitar contracturas y relajarse espiritualmente. Estaba realizando la postura del gato cuando la profesora se arrodilló a su espalda. Notó cómo se pegaba a su trasero de forma descarada, y ese tipo de toqueteos eran la razón por la que Lola se situaba en las últimas filas. Cris tenía aspecto andrógino, un cuerpo recto y cabello corto que la identificaban instantáneamente como el prototipo actual de lesbiana. Le colocó la mano en la tripa y empujó hacia arriba.
— Contén la respiración y arquéate tanto como puedas.
Lola hallaba un morbo increíble al sentir la pierna de la monitora entre las suyas. El roce fuerte contra su sexo a través del tanga y los leggings, como la promesa de la siguiente parte de la rutina. Cris se apartó y continuó analizando y corrigiendo las posturas de otras alumnas con intachable recato.
El mismo que perdió cuando, cerciorándose de que nadie las veía, tomó de la mano a Lola y la arrastró al interior de los vestuarios de personal. Como cada viernes, le devoró la boca a besos dejando que su lengua entrase en juego desde el primer round. Las manos de la profesora de yoga apretaron los prietos senos de Lola haciéndola gimotear antes de desprenderse del top. Cuando sus caderas chocaron, Lola llevó las manos a los pantalones cortos de su amante lesbiana y los hizo caer al suelo. Le gustaba sentir piel con piel, aunque Cris parecía más interesada en hacerla desfallecer de placer que en recibirlo.
Se volvía profundamente masculina cuando tocaba a Lola, cuando palpaba cada rincón de su cuerpo sudado que iba perdiendo la ropa a tirones entre gimoteos y murmullos erráticos. La boca de Cris atrapó sus pezones, y las manos de la mujer en su espalda le impidieron escapar al torniquete de sus dientes. Se arqueó del modo que ella esperaba que también lo hiciera en clase. Cuando la espalda desnuda de Lola tocó los azulejos de una ducha, miró a su profesora en ropa interior cerrar la puerta y pasar el pestillo.
Los dos cuerpos femeninos chocaron de nuevo. La lengua de Cris se introdujo dura entre los labios de Lola, que la presionaron permitiendo una penetración emulada mientras la morena movía sus caderas contra la pierna ajena, doblada entre las suyas contra su sexo ya húmedo. Los pezones de ambas practicaban esgrima inquieto mientras los ojos de ambas se clavaban en los contrarios mostrando dilatadas pupilas brillantes.
Cuando su boca quedó liberada, Lola gimió alto abrazándose al cuello de Cris que ya tenía el rostro hundido entre sus pechos. Su respiración venía marcada por los golpes de aliento de su amante, que pese a todo, no se demoró en arrodillarse. Tomó una de las piernas de la morena colocándosela sobre el hombro y apretó la boca contra su sexo hinchado y anegado. Lola jadeó tomándola del pelo, sintiendo cómo la contrareloj comenzaba. La lengua de Cris se paseó sobre su coño mojado atrapando rastros de lubricación salobre antes de ensañarse contra su clítoris. Al mismo tiempo, la mano de la mujer arrodillada ascendió acariciando su muslo tremulo para introducir en su hendidura los dedos índice y corazón. Con tan solo tres meteduras, quedaron empapados en flujo. Entonces, se los introdujo poco a poco en el ano.
Lola se estremeció tensa, jadeando más fuerte al sentir la incursión impune por su ano. Como siempre que se prestaba a un noruego en vertical, creyó que caería y se abriría la cabeza contra el suelo. Pero resistió, incluso cuando el pulgar de Cris llenó el vacío dejado por los otros dedos en su coño y la mano comenzó un atolondrado movimiento delirante. En conjunto con las succiones y lengüetazos que martirizaban su clítoris, la excitación le cayó encima como una losa, la atrapó y agitó sin piedad.
Si tenían aquellas sesiones allí era porque hasta después de una hora el resto de profesores estaban ocupados con sus clases. De ahí que una Lola deshinbida estuviera llenando de gemidos fuertes y descarnados todos los vestuarios. Trataba de buscar apoyo en cualquier lugar, y mientras una de las manos de Lola lo halló en el pelo de Cris mientras su cuerpo era zarandeado por la tumultuosa masturbación, la otra palpó a lo loco la pared llegando incluso a abrir la ducha que las mojó de arriba a abajo enturbiando los fuertes gemidos.
Fue cuestión de escasos minutos los que tardó en sentir unas salvajes contracciones en su sexo. La oleada descendente de placer hizo que Lola sintiera un mareo que la dejó sin voz al sucumbir a un orgasmo brutal que mojó por completo el rostro de Cris, quien continuó hasta provocarle otro que se solapó al primero haciendo que sus piernas combulsionaran de forma preocupante.
Por un instante, perdió toda conciencia de la realidad. De modo que, cuando resollando, abrió los ojos, se encontró abrazada a Cris que la besaba por el cuello. Pudo notar los labios ajenos dibujando una sonrisa contra su piel.
— Dios... — masculló Lola.
— Me encanta cómo te pones. Siempre pienso que vas a caer redonda cuando te corres — respondió Cris con dulzura.
Lola le acarició la cara, guiándola suavemente para que sus bocas se unieran de nuevo. Esta vez con mayor calma las lenguas exploraron el territorio ajeno, danzando mientras la morena sentía su sabor impregnándolo todo. Siguieron besándose hasta que el cosquilleo que danzaba por su cuerpo remitió. Entonces se apartó de Cris y peinó con la mano el corto cabello mojado.
— Es brutal. Siempre es brutal.
— Sabes que podríamos hacer esto todos los días ¿verdad?
Lola se mordió el labio, esquiva. Cris le había propuesto dos semanas atrás llevar el escarceo más allá del encuentro semanal que tenían desde hacía meses en el gimnasio. Sin embargo, ella no lo veía factible y, al parecer, el tiempo ganado con un esquivo “me lo pensaré” había tocado a término. Suspiró y apartó de sí a la otra mujer con un empujón decidido pero sin brusquedad.
Cris pareció querer enzarzarse en una discusión sobre si era porque no asumía que le gustaban las mujeres, o no solo los hombres, y otros manifiestos típicos de LGTB. Dando la callada por respuesta, Lola se dio una ducha y trató de salir al vestuario. Su profesora la tomó de la mandíbula y le impuso un beso desesperado. Lola la abofeteó.
— No soy tu perra para que me trates así — siseó firme, se vistió con la ropa de la bolsa que ya dejaba cada viernes al llegar en aquel vestuario sabedora de cómo terminarían las cosas y regresó a casa. Eran las siete de la tarde cuando llegó.
La disputa con Cris le había dejado un mal sabor de boca. No quería renunciar a aquello, a una mujer capaz de hacerla disfrutar a lo loco sumado al morbo implícito de follar en un lugar público donde podían cazarlas en cualquier momento, aunque las consecuencias no fuesen a ser graves. En cambio, Lola no deseaba una relación y ni siquiera podría tener una al uso de quererla. Cris le gustaba para tener un buen rato, pero su activismo LGTB, su estilo hippie y el escaso uso que daba a su lengua fuera de sus piernas mientras estaban juntas la dibujaban como una buena amante, pero aburrida como compañía.
Lola habitaba un estudio pequeño, pues era lo que podía permitirse sin renunciar a una zona en la que no le diera miedo moverse por las noches. Contaba de una cocina tipo office, una mesa con tres sillas, un sofá futón siempre convertido en cama ante el televisor y un cuarto de baño independiente.
Decidió ponerse algo cómodo, pues aún restaba tiempo hasta las nueve. Eligió una camiseta de tirantes blanca y unos shorts grises. En los pies se puso unos gruesos calcetines de lana, aunque la calefacción central convertía el habitáculo en un horno incluso en lo más crudo del invierno. Cogió una manzana y se dejó caer sobre la cama que había dejado hecha por la mañana. Encendió el televisor para encontrarse con los últimos compases de un programa de cotilleos y, entonces, escuchó a alguien abriendo la puerta.
¡Zalo!, recordó de pronto. Hablarle de dejar la puerta abierta había sido una simplificación de la realidad. La cerradura principal estaba rota, de modo que podía abrirse desde el exterior siempre que no estuviera echada la blindada. Y esa, Lola solo la cerraba por la noche. Mordió la manzana y esperó a que el hombre trajeado entrase. Con los pies en el suelo y las piernas dobladas, estaba tendida sobre el futón. Algunas gotas del jugo de la manzana habían caído sobre la camiseta dotándola de transparencia en tales puntos.
Aún inseguro, el hombre cerró la puerta a su espalda. Lola lo observó, con sus ojos claros de mirada fría, y como toda demostración de bienvenida, abrió las piernas hacia él haciendo un alarde de lenguaje no verbal. Había tres razones por las que quería acostarse con él. La primera la había reconocido en el ascensor. Quería desquiciar a su vecina de arriba con su propio marido, una venganza maliciosa con la que se sentiría bien tras haber escuchado sus gritos respecto a si hacía demasiado ruido. La segunda, era que estaba segura que tras haberse acostado, Gonzalo abogaría por su causa con su esposa y presidenta de la comunidad por la cuenta que le traía.
La tercera era que le atraía. Los encuentros en el ascensor habían empezado como algo fortuito, pero en varias ocasiones cuando todavía se hablaban, habían flirteado. Todo muy inocente, por supuesto, pero era un indicio. Igual que lo era su aspecto salvaje que ni el traje lograba refinar, lo que la chica interpretaba como que había dado un braguetazo que le permitía tener un bonito ático, una mujer modelo, vestir trajes caros y cobrar un buen sueldo, pero no lo satisfacía sexualmente.
Que estuviera en su apartamento era la prueba.
Su cuerpo, que hasta entonces había permanecido lánguido, se activó de inmediato al ver cómo se acercaba. Provocadora, dio un nuevo mordisco a la manzana que crujió sonoramente, al igual que mientras la masticaba. Zalo dejó a un lado el maletín mientras la devoraba con la mirada prescindiendo de la falsa indiferencia de la que hacía gala en el ascensor. Se quitó la chaqueta, dejándola sobre el respaldo de una silla antes de colocarse, de pie, entre las piernas de Lola.
Ella dejó sobre la mesa baja la manzana mordida y se sentó para tirar de la corbata del hombre haciendo que se inclinara. Bajo sus pantalones, se reveló una erección prominente. Supo entonces que la situación lo excitaba tanto como a ella. Abrió los labios lentamente, para que él se diera cuenta, y de un nuevo tirón pegó su boca contra la del hombre.
Sus lenguas se enzarzaron y Lola pudo notar la rabia. Estaba acostumbrada a ella, a que sus amantes la culparan de su infidelidad solo por existir, como si el problema no fuese que eran ellos quienes no lograban dejar la polla guardada en sus pantalones. Buscando y soltando bocanadas de aire en boca ajena, Lola volvió a tumbarse hasta sentir el peso de Zalo sobre ella. Los músculos de su torso estaban algo fríos, pero eran duros y estaban tan definidos que podía sentirlos al tacto bajo la camisa.
Se revolvió bajo él hasta rodearlo con sus piernas, sintiendo su erección presionar su sexo. Se movió hasta girar, quedando a horcajadas sobre él, y rió maliciosa al tiempo que se quitaba la camiseta. Sus pechos recibieron con un bote la libertad antes de que las manos ásperas del hombre los cubrieran y masajearan sin cuidado. Moviendo su cadera para frotarse contra su erección, tiró de la camisa hasta extraerla de los pantalones y empezó a desabrocharla dedicándole su mejor cara de zorra caliente.
— ¿Has pensado mucho en mí? — preguntó divertida.
— Cállate — ordenó él tirando de sus shorts aunque, dada la postura, no pudo hacer más que bajarlos un poco y meter la mano entre sus piernas, hallando un coño nuevamente mojado. El hombre sonrió orgulloso y, desafiante, Lola se frotó contra su mano descaramente.
— ¿Piensas dejarla quieta? — preguntó, terminando de abrir la camisa que quedó prendida por la corbata.
Zalo tenía un torso más cuidado de lo que esperaba, digno de un anuncio de ropa interior. Se preguntó mientras lo acariciaba, sintiendo la mano del hombre rozarla con brusquedad impaciente entre sus labios íntimos, si la tal Carmen era de piedra para tener a semejante bigardo empotrador en casa y no disfrutarlo como se merecía. ¡Si hasta ella, que acababa de sufrir un multiorgasmo, había lubricado al verlo entrar hormonando por la puerta!
En cuanto Gonzalo aventuró a través de su hendidura uno de sus dedos, gimió fuerte, sin controlarse lo más mínimo. Fue una señal que le sirvió para centrarse. La palpitante polla que sentía bajo ella clamaba por un buen mete-saca, y estaba claro para ambos que ella estaba ya preparada. No necesitaban una sarta de preliminares que les llevara al punto donde Lola estaba deseando llegar.
Apartó la mano de Zalo de su entrepierna y se puso en pie sobre el futón para bajarse hasta los tobillos pantalones y tanga al mismo tiempo. Dejándose caer de rodillas, frotándose como una gata cachonda contra las piernas de su vecino, desabrochó el cinturón y abrió su bragueta. Apretó juguetona la polla por encima de los boxers holgados a cuadros que llevaba y bajó la goma de estos. Su mano rodeó el fibroso falo, con venas y arterias en huecograbado, y lo masajeó de arriba a abajo un par de veces logrando que el hombre gimiera. Pero no lo bastante algo para Lola.
Besó su glande antes de engullir el falo lentamente, como una serpiente capaz de desencajar su mandíbula para tragar por completo a su presa. Aplicó, a pelo, un garganta profunda y, tras tomar aire por la nariz, sintiendo ya algunos hilos de saliva gotear desde sus labios al pelo púbico de Zalo, hizo vibrar sus cuerdas vocales mientras masajeaba los testículos del hombre.
Supo que no se lo esperaba porque, confuso, gritó, jadeó y gimió en una fracción de segundo revolviéndose trémulo bajo ella, tirándole del pelo indeciso sobre si instarla a mantener la posición o apartarla. Las ganas de reír hicieron que cesara aquella práctica y, al apartarse, volvió a mover su mano estimulando el enorme miembro de Zalo ahora barnizado el saliva.
— Si quieres más, lo dejamos para otro día. En el ascensor — indicó, viendo por un momento el que ella tipificaba como pánico del marido modelo ante la perspectiva de ser cazado en sus canitas al aire.
Sin necesidad de decir más, sintiendo sus muslos ardiendo y su sexo receptivo, se volvió a colocar a horcajadas sobre él para llevar su miembro hasta la entrada a sus entrañas y dejarse caer clavándosela por completo. Sus músculos se dilataron para albergar la dura barra de carne, y Lola gimió alto. Echando una mano atrás y agarrando el muslo de Gonzalo para hacer palanca, comenzó a botar sobre él, dejándose llevar por la inercia que aceleraba el ritmo de las cabalgadas. Pronto, eran tan raudas y frenéticas que el bote constante de sus pechos le dolía.
Su estudio se convirtió en un ruidoso infierno de calor, sudor y estertores que no tardaron en provocar que la hidra del piso superior se manifestara. Golpeó el suelo con algo, posiblemente la parte superior del mango de una escoba, y Lola botó de forma brusca hasta empalarse con la polla de Zalo y exclamar un gemido prolongado y agudo, entremezclado con los gruesos jadeos del hombre.
La estimulación de su sexo penetrado constantemente había generado un calor acuoso que se extendía por su cuerpo, haciéndola sentir de gelatina. La excitación, sumada al morbo de la vecina desconocedora de que era su marido perfecto quien la hacía vociferar de aquel modo y a la visión del portentoso amante que tenía entre sus piernas la catapultaban en una lanzadera hacia el placer, volviéndola una adicta necesitada de otra embestida, de otro golpe raudo de polla que amenazase con rajarla en dos.
Sofocada, cuando las piernas dejaron de responderle en un calambre, aminoró la marcha terminando por trazar ochos con sus caderas manteniendo el mimbro de su vecino en sus entrañas. Desde arriba, seguían llegando golpes.
— ¿Sabes que el cristal del portal refleja y te veo mirándome el culo todas las mañanas? — ronroneó traviesa, con la voz algo enronquecida —. ¿Quieres ponerme a cuatro patas?
Lola había aprendido hacía años que los hombres suelen ser más fáciles de llevar cuando eres capaz de hacerles creer que la iniciativa viene de ellos. Por eso, no la sorprendió cuando las manos de Zalo la tomaron de la cadera para elevarlas, dejando su sexo huérfano contrayéndose en contracciones iniciales. Solícita, se colocó a cuatro patas mientras él se arrodillaba a su espalda y se la clavaba desde atrás. Por un instante, se sintió desfallecer. Eso mismo era lo que sentía que le faltaba con Cris, una buena polla que se le clavara cuando en las clases de Yoga se pegaba a ella. De tenerla, sería perfecta salvo por el detalle de que entonces se acabarían los delirantes noruegos y, con ello, el potencial de su profesora como amante diez.
Sin embargo, sacudida por las agresivas embestidas rabiosas que recibía acrecentando el calor que parecía querer asfixiarla, clavó los codos en el colchón y comenzó a lanzar sus caderas hacia atrás para enfrentar cada acometida haciéndola más profunda y brusca. Se dejó la garganta, sudaba tanto como cuando había salido de la clase de spinning y las contracciones se volvieron atroces. Todo su cuerpo combulsionaba entrecortando sus jadeos ominosos, altos, intercalados con los incesantes golpes histéricos.
Gritó al correrse, como si la estuvieran matando. Alto, prolongado, crudo, profundo y estridente. Se alzó sobre sus rodillas en pleno orgasmo, echó una mano atrás tomando el pelo de Gonzalo que seguía bombeándola en persecución de su propio placer. Con la espalda arqueada, sintió las manos del hombro presionar sus pechos sensibilizados mientras aminoraba la marcha de unas embestidas pringosas por el semen abundante que se deslizó entonces entre sus muslos temblorosos.
Todo quedó en silencio, salvo por un último golpe que había llegado desde arriba. Lola giró el rostro hasta colocar los labios contra la mejilla de Zalo y sonrió.
— ¿Es tan histérica como parece desde aquí abajo? — lo provocó con una risita muda y se dejó caer sobre el colchón, girándose perezosa para estirarse. Miró la hora. Eran las ocho menos cuarto —. Vamos, relájate un poco y disfrútalo mientras dure — indicó dando un suave empellón con el pie enfundado en el calcetín en la pierna de Zalo. Este se tumbó a su lado recolocándose los pantalones que no había llegado a quitarse y abrochando el cinturón —. Seguro que sabes cómo usar eso ¿eh? — bromeó Lola, acariciando la hebilla.
Relajada tras un buen polvo, la chica colocó una mano tras su cabeza y cerró los ojos para reponerse.
— ¿Te importa que fume?
— Como si estuvieras en tu casa — masculló.
Entre las cosas que había aprendido recientemente Lola, estaba no rehuír la compañía del amante tras el encuentro sexual. Sería lo mismo si se quedaba un rato que si se iba cagando hostias, pero a veces una buena conversación podía ser una estupenda guinda final.
— Como en casa no, no fumo en casa — indicó él, partiendo la explicación por el chasquido de la piedra del mechero.
Lola rió.
— Déjame adivinar. La loca con la que estás casado no te deja — teorizó convencida mientras se acariciaba distraídamente la tripa. Arriba y abajo. Hipnotizando sin saberlo la mirada de Gonzalo.
— Eso mismo — Lola escuchó una calada que la retrotajo a su infancia, cuando su abuelo le explicaba cómo dividir con decimales fumando un ducados tras otro — ¿Y ahora qué?
Lola rió de nuevo. Le gustaba sentir que un hombre mayor que ella era el inexperto. Llevó la mano hasta su entrepierna y apretó.
— No sé. ¿Quieres repetir? — rió entonces y se colocó a horcajadas sobre él —. Era broma. Hay edades en las que... — lo picó tomando el cigarro y dándole una calada.
— ¿Fumas? — Lola negó con la cabeza.
— Lo dejé hace un par de años. No me daba la economía para según qué vicios — se lo devolvió expulsando el humo. Él le estaba acariciando las piernas, y aunque sabía de la falsedad de un gesto tan íntimo, le gusto.
— En serio. ¿Y ahora qué?
— Ahora nada — aseguró Lola, encogiéndose de hombros y desconcertando a Zalo —. Hemos follado. ¿Y qué? ¿Vas a decirme que a tu mujer no le sentaría igual de mal saber lo que piensas cuando me miras el escote cada mañana? ¿Cuando religiosamente y a diario me violas el culo con los ojos? — sus dedos presionaron por un momento los abdominales inferiores de su vecino, y decidió ponerse seria porque lo notaba incómodo —. A ver, esto no sale de aquí y ya está.
— Ni se volverá a repetir — añadió él, dejando que Lola escuchara que se trataba más de un tanteo que de una afirmación firme.
— Eso ya como tú veas. No soy yo la que tiene a quien dar explicaciones, y no ha estado nada mal.
— ¿Me estás diciendo que lo repetirías?
— Te estoy diciendo que no te compliques. Ya sabes donde vivo, y te queda muy a mano — encogió los hombros y se levantó. Al haberse colocado sobre Gonzalo, los fluidos de ambos habían manchado sus pantalones a la altura de la bragueta inculpatoriamente. Lola rió con suavidad mientras lo escuchaba refunfuñar por lo bajo al respecto, sacando del armario empotrado una enorme sudadera que se puso para que el fresco que comenzaba a sentir una vez enfriado el sudor no mutase en un catarro. Se recogió el pelo, haciéndose un moño con un lápiz y recuperó la manzana una vez el sabor de la nicotina se hubo disipado de entre sus labios. Volvió a sentarse. Aún eran menos cinco y no quería que pensara que lo estaba echando al menos hasta que se acabase el cigarro —. Seguro que un chico de recursos como tú sabe cómo hacer que no le pillen ¿ah? — dijo con sorna.
— Tengo otro traje en el coche — indicó.
— Entonces lo tienes fácil. La torpe becaria enamoradísima de ti se puso nerviosa y te tiró el café por encima. El traje lo has llevado a la tintorería y... chimpún.
— ¿Haces esto a menudo? — preguntó él.
— ¿Follar? Tengo entendido que los vecinos estáis muy molestos con eso así que juraría que tu mujer lleva mejor la cuenta que yo sobre...
— Follar con hombres casados.
— Bleh, a veces pasa — dio un nuevo mordisco a la fruta y limpió una gota de la comisura de sus labios con el meñique mientras masticaba.
— Es que te has sacado la excusa tan alegremente de la manga.
— Vamos, es lo típico.
Él apagó el cigarro en el portavelas que había estado usando de cenicero y se incorporó.
— Iré a cambiarme, entonces.
— Y a hacer de marido ejemplar — se cachondeó Lola.
— Menuda gilipollas — masculló Zalo.
Entonces se quedaron mirándose y ambos fueron atacados por una sonrisa idiota, cómplice incluso. Fue ella quien se dejó de tonterías y se acercó para darle un beso. Estos gestos habían sido escasos mientras follaban de aquel modo que parecía haberle licuado las piernas, sin embargo, a la hora de la despedida le apetecía. Fue un beso carente de complejos, con buena dosis de lengua y sin temor a la profundidad. Cuando se apartaron, sintió sus labios empapados en saliva. Chasqueó la lengua paladeando y le tendió lo poco que quedaba de manzana.
— Sabes a tabaco. Cúrate en salud — Gonzalo aceptó el ofrecimiento.
Lola lo observó vestirse y recoger sus cosas, moverse con facilidad por el escueto estudio que olía a sexo reconcentrado. Estaba sentada en el futón, con las piernas dobladas contra el pecho y abrazadas. Parecía taciturna, como si no estuviera observando realmente lo que veía. Era extraño en cierto modo, se sentía cómoda con Zalo como no pensaba que lo haría. Pero eso seguía sin ser relevante.
Antes de irse, él le dio un beso. Corto, inesperado, que la hizo pensar si se despediría de aquel modo de la hidra cada mañana antes de encontrarse con ella.
— Nos vemos — dijo él, con una seductora sonrisa canalla danzándole en los labios. Lola apretó los muslos para contener a su cuerpo traidor.
— El lunes — indicó la obviedad y se despidió con la mano.
Zalo se fue y sin perder el tiempo, Lola abrió de par en par las ventanas para airear su casa. Recompuso el futón y se metió en la ducha lavándose a conciencia. Una hora era tiempo escaso para arreglarse, pero logró hacerlo. Cuando una llamada perdida hizo vibrar su móvil contra la mesita, llevaba una falda de tuvo hasta la cintura, una blusa de satén entreabierta dejando ver en ocasiones la junta de un sujetador negro, medias de licra oscuras con costura en la parte posterior, unos clásicos tacones de media altura, el pelo recogido con una pinza y unas gafas de pasta. Llevaba los labios rojos, pero el resto de su maquillaje era bastante natural. Parecía una putilla de oficina, ni más, ni menos.
Se echó perfume tras revisarse por última vez ante el espejo y guardando el teléfono en el bolso, llamó al ascensor. Luis era su cliente. Lola siempre había sido promiscua, y cuando sus padres decidieron dejar de subvencionarle los estudios, la opción de prostituirse cobró fuerza. Bastaba con hacer cuentas sencillas. Diez horas de su tiempo al mes le daban para vivir. Con quince, para ahorrar y pagar sus estudios. Con internet, ofrecerse manteniendo el anonimato era sencillo.
De hecho, tras un año ejerciendo se había hecho con una lista de clientes recurrentes que, si bien no eran hombretones que la derritieran, no le resultaba traumático acostarse con ellos. En sus inicios, había dejado plantado a más de un cliente potencial por considerarlo peligroso o asqueroso. Además de permitirle pagar la matrícula, también le dejaba tiempo suficiente para el estudio. Era la opción fácil si carecías de remilgos a la hora de follar con desconocidos que acababan por no serlo.
Pero también era un trabajo. Y eso significaba que, a pesar de que lo que menos le apetecía era emperifollarse, quedar con un cliente al que le encantaba pasearla y luego acostarse con él, debía hacerlo si no quería perder a uno de sus fieles.
Luis tenía unos sesenta años y era notario. Estaba casado, tenía dos hijos y una hija. Conducía un Mercedes negro con tapicería de cuero que con ella había mancillado más de una vez y siempre era muy correcto con ella. De hecho, la trataba como a una amante y no a una prostituta. Lola pensaba que el límite era muy difuso, y que en realidad ella era una amante sincera con el precio. Billetes, no regalos. Cien una hora, doscientos y subiendo las prácticas poco convencionales. Él nunca regateaba, pero tampoco se privaba de adularla con tonterías. De ahí que no se sorprendiera al abrir el paquetito que Luis había definido como “una tontería” y guardaba en su interior una pulsera sofisticada de plata que, a pesar de no gustarle, Lola se puso augurándole término en cualquier Compro Oro.
La llevó a cenar a un buen restaurante, aprovechando para palparle el trasero al cederle el paso en la entrada. Después, paseó junto a ella por la calle mayor mientras conversaban. Había sido imposible no llegar a tener cierta cercanía con él, y a Lola le resultaba entrañable. Pese a su edad, era un hombre que guardaba una esbeltez respetable aunque fláccida. Siempre estaba bien afeitado, vestía con elegancia y tenía anticuados modales caballerosos que se volvían esperpentos cuando los realizaba hacia una prostituta. Pero eso solo lo sabían ellos dos, el resto los miraba como la extraña pareja que eran.
Los más ingenuos los tomaban por un padre y su hija, o por un jefe y su empleada tratando asuntos de trabajo. Solo los escépticos la veían a ella como a una cazafortunas y a él como a un viejo verde. Lola ya sabía que, solo cuando por las calles alguien se atrevía a soltar algún comentario soez a ese respecto, Luis podía prescindir de la viagra a la hora de acostarse. Regresaron al coche y Lola cruzó las piernas entumecidas por las dos sesiones de sexo anteriores mientras Luis, que no había obtenido su estimulante particular, tomaba una pastillita azul.
— ¿Quieres que vayamos a mi casa? — preguntó, sin haber olvidado que él había mencionado algo distinto. En una ocasión, había querido tener sexo con ella en la habitación de un reconocido burdel. En otra, follarla a la intemperie en mitad de un descampado, lo que resultó incómodo pero rentable. Otra, quiso que le hiciera una paja con mamada en una sala de cine.
— No, nena — el hombre colocó la mano sobre su pierna y la acarició elevando impune la falda que, dada su estrechez, mostró cierta resistencia —. Iremos al mirador.
Lola se permitió una risita falsa. El mirador era una zona a las afueras donde las parejas a las que les gustaba practicar sexo y ser vistas iban los fines de semana. Los voyeurs también se daban cita allí para observar a los exhibicionistas. No le hacía especial ilusión, pero por supuesto, no debía parecer que le apetecía entre cero y una mierda.
Luis aparcó el coche junto a unos arbustos, en una zona aparentemente solitaria en las muchas carreteras estrechas que recorrían el mirador. Solícita y sonriente, Lola bajó la cremallera lateral de su falda para darle algo de holgura y, curtida por la experiencia, se removió para quitarse el tanga negro. Se sentó sobre Luis y la falda cedió ascendiendo por sus piernas. Con algo próximo a la ternura, Lola pasó los brazos alrededor del cuello del hombre que sobrepasaba la edad de su padre y se inclinó sobre él para besarle.
El beso se prolongó sin verdadera prisa, pues el dinero nunca había sido un impedimento para el notario. Notó las manos de dedos gruesos recorrerla. La cintura primero, el trasero, las ligas y muslos. Después, empezó a desabrocharle la blusa y palpó sus pechos con el deseo de siempre.
Lola movía las caderas de forma constante y mecánica. Si bien no sufría su trabajo, rara vez había llegado a disfrutar mínimamente con él. Su cuerpo ejecutaba todos los movimientos requeridos por la pantomima de forma mecánica. Sabía cómo besarle, cómo excitarle y, sobre todo, cómo hacerle creer que ella lo disfrutaba aún cuando no era así. Cierto que sus pezones se endurecieron contra el sujetador, o que su sexo lubricó sin excesos, pero no lo disfrutaba. Como tampoco lo hacía de los continuos besos por su anatomía, expansivos a medida que él deslizaba la resbaladiza blusa por sus hombros.
Le apretó el pelo al sentir cómo hundía el rostro entre sus pechos, cómo sus brazos la rodeaban buscando el cierre del sujetador sin tirantes que cayó entre ambos. Bajo los pantalones del notario, comenzaba a abultarse la erección promovida por la viagra. Lola gimoteó al sentir su lengua bañando sus senos en saliva. Lo miró con algo cercano a la ternura mientras jugueteaba a apartar el pezón que él se afanaba en succionar antes de reír y dejarle hacer.
En esas estaban cuando sintió un golpe contra el cristal. Se sobresaltó y Luis la abrazó.
— Finge que no está — le pidió él, tirándo de una respiración ya hacelerada.
— Hazme olvidar que está — pidió Lola, lastimera, suplicante, como si le resultara posible ignorar que un hombre desconocido se la escapaba cascando mirando por la ventanilla del coche.
Pronto tuvo la mano del notario entre sus piernas, jugueteando de forma algo torpe en su coño como preludio a abrirse la bragueta y sacar su pene, que él mismo machacó un par de veces como ofreciéndoselo. Por enésima vez, Lola se elevó sobre sus rodillas y se clavó la erección de Luis. Sintió la penetración pero no el estallido que iba parejo a tal acto de intimidad cuando lo hacía por su propia iniciativa, buscando placer y no dinero.
Lo cabalgó guiada por sus reacciones, acelerando cuando lo notaba languidecer, aminorando con sutilidad cuando él la apretaba. Su cuerpo acusaba el cansancio, pero no dejó que se notara. Otro voyeur se unió al primero, que al correrse no tardó en largarse. El segundo mirón se permitió tomarse el encuentro como un partido de fútbol que debiera comentar. Así que a los gemidos que regalaba a un Luis que resollaba como una bestia a la que está a punto de darle un infarto, se unieron frases sórdidas como “vamos nena, sigue dándole con las tetas en la barbilla” o “venga, puta. ¿Cuánto te ha pagado?”
Se movió más rápido y gimió más alto para conseguir ignorarle. Por suerte, el aguante de Luis era muy limitado y pronto se corrió. Por continuar el paripé, Lola siguió moviéndose como una gata caliente, terminando por abrazarse al notario y fingir un ruidoso orgasmo. Se quedó un rato abrazada a él, lanzando su aliento abruptamente contra los labios del hombre mientras fingía reponerse de un clímax inexistente.
El mirón golpeó la ventanilla al grito de “venga guapa, sal aquí y me la chupas antes de que te remate”. Luis murmuró contra su oído.
— ¿Lo harías?
Lola enarcó una ceja con todo su sarcasmo y lo miró con seriedad. Negó. Aquel tipo le generaba repulsión, y eso que en la oscuridad ni siquiera le veía. Podía ser un modelo tremendo con el que medio mundo fantaseaba, que a ella solo le daba asco. Luis le acarició los labios.
— Me gustaría ver cómo lo haces. ¿Trescientos? — Lola sintió la bilis ascender hasta su garganta y negó — ¿Cuatrocientos?
— Ni por todo el oro del mundo — indicó molesta.
Regresó al asiento del copiloto y tras ponerse el sujetador, se abrochó la blusa sin poder disimular que le había sentado mal.
— Lolita, no te...
— Arranca — indicó brusca y carraspeó —, por favor.
El notario le hizo caso, y por fin dejaron atrás al mirón salido con complejo de Montes o Salinas. Tras vestirse por completo y limpiarse con las toallitas húmedas que llevaba en el bolso, Lola observó por la ventana cómo las luces iban quedando atrás. Hicieron el camino en absoluto silencio. No tenía ganas de hacer comentarios al respecto. Era una puta, cierto. Se acostaba con Luis porque le pagaba, cierto también. Pero había echado de menos que él la protegiera o defendiera un poco, en lugar de pretender tirarla a los leones a golpe de talonario. Tenía sus límites. Era una chica guapa, no parecía una prostituta, no tenía que lanzarse a las calles y aceptar a cualquier cliente que quisiera clavársela, por suerte. Así que todavía había cosas que no pensaba permitir. Luis aparcó delante del edificio donde vivía Lola, en los números pares de un ancho bulevar de seis carriles. Abrió la guantera y sacó un sobre que ella guardó en su bolso. Si las cuentas no le fallaba, trescientos euros. Nunca había tenido problemas en ese tema, y pocos medían el tiempo tan bien como Luis.
— La próxima vez te regalaré unas cortinas — el hombre recurrió a una broma privada, siempre se lo decía. Sin embargo, el edificio más cercano estaba a, al menos, cien metros de distancia. Ni el estudio las había traído al alquilarlo ni Lola había pensado que las necesitase.
— Que sean bonitas — bromeó sin muchas ganas a modo de darle a entender que, por ella, olvidaban el incidente —. Hasta la próxima — se inclinó hacia él, dejando un beso en su mejilla y fue hacia el portal, donde se encontró a Gonzalo bajando la basura con ropa de andar por casa.
— Hola — lo saludó sin demasiadas ganas. Estaba cansada, y en realidad tenía ganas de hablar con alguien pero su vecino con el que se había acostado horas atrás no le parecía el más indicado. Él no pareció darse cuenta de que se mostraba esquiva.
— Espérame, no tardo — le pidió.
Dentro del portal, Lola dudó. Una parte de ella quería meterse en el ascensor, pulsar el séptimo y adiós muy buenas. Otra quería sentir la calidez cómplice que había vivido con aquel hombre en su cama después de haberse acostado. Ganó la segunda e hizo tiempo abriendo el buzón, algo que se acordaba de mirar de pascuas a ramos. Encontró varias facturas y un sobre sin cerrar ni nada escrito que iba a abrir cuando Zalo entró y encendió la luz.
— ¿Estás bien? Tienes mala cara — indicó él, entrando en el ascensor —. Y qué... arreglada — quedó claro que esa no era la palabra que en realidad estaba expresando.
Lola retomó su pose de crápula vecinita infame tras la que se escudaba en el edificio.
— ¿Ahora ya me hablas? — pulsó el séptimo y se quedó cerca de las puertas. No al fondo del ascensor y al lado de Zalo como cada mañana —. Creo que le estás dando importancia de más a nuestro revolcón. Sigue como si nada hubiera pasado.
Zalo pareció quedarse sin habla. Lola abandonó el ascensor sin más, abrió la puerta y echó la cerradura blindada. Solo después de eso, escuchó cómo las puertas se cerraban. Su vecino había tardado en pulsar su planta.
— ¿Qué esperabas? ¿Un segundo round? — masculló enfrentada contra el mundo. Dejó caer el bolso al suelo y se quitó los tacones antes de encender la luz. Desnudándose por el camino, fue hasta el cuarto de baño para llenar la bañera en la que tan solo podía meterse encogida dado su pequeño tamaño. Después, se sirvió una copa de vino blanco de tres euros y se zambulló —. Tenía que haberle pedido un cigarro — se lamentó sin darle mucha importancia.
Tras un buen rato, cuando la copa se hubo vaciado y su cristal ya estaba empañado en la zona superior, Lola se aclaró y salió de la bañera. Tras peinarse y secarse un poco, se puso una camiseta holgada de publicidad de un concesionario que utilizaba para dormir y se metió bajo el futón. Antes de apagar la lamparita, vio el sobre sin cerrar y sin nada escrito y le pudo la curiosidad. En su interior, había una carta escrita a mano con caligrafía rápida, angulosa e inclinada. En color negro.
“Me ha encantado ver lo bien que te lo has pasado esta tarde con tu vecino, por fin. Me pareces la chica más interesante del mundo, a parte de ser un pastelito que me lo hace pasar bien mientras se lo pasa bien. ¿Te está gustando El Gran Gatsby? Siempre he pensado que es una obra sobrevalorada. Estás preciosa mientras dibujas. ¿Planos, verdad? Mientras lo haces no puedo dejar de mirarte. Pareces tan concentrada, tan ajena al mundo... Pero eso me hace preguntarme por qué eres una chica de compañía también. Algún día me gustaría descubrirlo. Espero que no te moleste esta intromisión, pero necesitaba decírtelo. Que lo supieras. Me tienes embobado. Un saludo, Sergio”.
Se frotó los ojos porque no podía ser cierto. Miró hacia la ventana, se encogió bajo el nórdico y releyó. La recorría una sensación extraña. Por un lado, sentía el peso de una mirada en la distancia. ¿Alguien la observaba desde el otro lado del boulevar? Era algo demasiado folletinesco, pero también la única opción que le pareció posible al considerar que, si alguien tuviera cámaras en su casa lo sabría. De hecho, Lola era de ese tipo de chicas paranoicas que ponen un trozo de post it ante la webcam para evitar a hackers mirones. En caso de que alguien hubiera hecho un agujero, ella lo sabría. Se puso nerviosa, muy nerviosa. El sueño se le fue de golpe, así que se puso en pie y bajó al portal.
En el edificio no había ningún Sergio, o no uno que apareciera en los buzones. Comenzó a hiperventilar, confusa. Quien quiera que fuese quien había escrito la carta, sabía más de ella que cualquier otro. Qué estaba leyendo, en qué pasaba las tardes en su estudio, a qué se dedicaba a deshoras, con quién compartía lecho...
— Ha tenido que ser por la ventana — concluyó, inclinándose para mirar hacia el edificio que se erguía al otro lado del bulevar a través del portal. Tragó saliva.
Acababa de tener una experiencia de lo más desagradable con un mirón. Ahora se le presentaba otro, y sin embargo... No era solo que no se sintiera mal. Era que, de algún modo, se creía conectada con esa persona. Era extraño, quizás el vino de la bañera sumado al de la cena se le había subido a la cabeza o lo que fuera. Pero el caso es que, al entrar en el edificio, había esperado a alguien con quien hablar. Y vio la oportunidad en el tal Sergio, quien era muy posible que ni siquiera se llamase de ese modo.
Pero lo sabía todo de ella.
Subió a su piso y tomó un folio en el que escribió su número de teléfono con el rotulador más grueso que tenía. Arrancó un trozo de celo y lo pegó en la ventana que daba al pequeño balcón. Abrazándose a sí misma, se sentó al borde del futón mientras movía las piernas inquieta. Entonces, soló su teléfono. Era una llamada con número oculto. Descolgó, y una voz se pronunció antes de que ella dijera nada.
— ¿Dolores? — era una voz cálida, fluida y varonil.
— Lola — corrigió ella, y sus ojos claros atravesaron la ventana.
En el décimo piso de uno de los edificios impares del bulevar, Sergio sonrió sorprendido como si ella también le estuviera viendo.
El silencio se hizo más fuerte cuando Lola entró en el ascensor, abierto en la séptima planta. Aquel viernes, la chica iba subida a unas botas negras de tacón ancho. Sus piernas eran abrazadas por la tela azul de unos vaqueros a la cadera, y tras los escasos centímetros de piel bronceada comenzaba la cazadora abierta. Sobre el cuello escotado de la camiseta clara, asomaban sus pechos apretados y redondos, emulando la silueta de un corazón que latía al ritmo de su respiración. La melena castaña tenía el ondulado aspecto salvaje que, irónicamente, solo se obtiene con dedicación y maña con las tenacillas. Los rasgos exóticos de la chica componían un rostro atractivo, de líneas suaves, perfilados ojos felinos y labios carnosos envueltos en brillo.
Al igual que el olor a azufre se relaciona con el Diablo, Zalo relacionaba el olor a almizcle con Lola. Este parecía embriagarle cuando, cada mañana, debían compartir ascensor hasta la planta baja. Calificarla como provocativa era quedarse corto. Lola se hallaría a mediados de la veintena, y era una fiera. O eso deducía el hombre del traje por las serenatas nocturnas que habían generado todo un conflicto en el edificio. Varios vecinos, capitaneados por su esposa venida a presidenta de la comunidad, se habían quejado de las audibles y frecuentes sesiones amatorias de la chica. Quizás por eso, desde hacía unas semanas ni siquiera se saludaban al coincidir puntualmente en el ascensor.
Las puertas se cerraron, y la cabina comenzó el descenso que Zalo tenía cronometrado en veintiun segundos.
—
¿Sabes qué? — la voz de Lola le sonó más grave a como la recordaba al escucharla discutir con su mujer. No se miraron, sino que mantuvieron los ojos fijos en el reflejo distorsionado que les devolvían las puertas metálicas—. Me encantaría que esta tarde volvieras media hora antes del trabajo. Que entraras en mi piso, y sin decirme nada me follaras tan duro que la seca de tu mujer se volviera loca dando golpes contra el suelo — la cadencia tortuosa que dio a sus palabras se prolongó hasta que la planta baja se mostró ante ellos —. Dejaré la puerta abierta para ti.
Lola se alejó como cada mañana, como si no acabase de hacerle una proposición con tintes de locura. El hombre trajeado dudó de la realidad mientras se deleitaba con los andares gatunos de la chica que, sin mirar atrás, salió a la calle desapareciendo de su vista.
Para un director de sucursal bancaria de treinta y siete años, tener a tiro a una fémina de tal calibre era una situación difícil de gestionar. Estaba casado con Carmen, una mujer sofisticada de clase alta cuyo padre había puesto a Gonzalo en su puesto tras la boda. Su esposa era delicada, fría entre las sábanas como solo lo son las creyentes. Siempre lo había sabido, pero en conjunto, era una gran opción. Zalo no creía en el amor, no aspiraba a grandes historias románticas sino a un rutilante éxito. Buen salario, trabajo cómodo, ático de lujo, formar una familia ejemplar.
Aún así, los alaridos sexuales de su vecina de abajo, que ocupaba uno de los pequeños pisos creados al dividir la distribución del suyo propio en tres, habían logrado que se la machacara con fuerza en la intimidad de la ducha fantaseando con la voluptuosidad contraria a la figura de su esposa, más acorde a la de una bailarina de ballet.
Trató de olvidarlo, de tomárselo como una alucinación. No pudo. Ni siquiera las miradas disimuladas a la nueva y atractiva gestora lograron hacerle olvidar a su vecina. Su vecina y sus labios siempre entreabiertos. Su vecina y su voz algo ronca tras una noche exclamando placer. Su vecina y su trasero remarcado cuando apretaba los muslos. La fantasía parecía matarlo poco a poco, y aunque se lo negaba a sí mismo supo que lo probaría.
Lola asistió a clase, como cada mañana. Estudiaba arquitectura, una carrera que se le había atragantado y en que llevaba ya siete años. Era una chica obstinada, así que jamás renunció a continuar estudiando. Ni siquiera cuando sus padres, hartos, le retiraron el apoyo económico. Se acercó a preguntarle una duda a su profesor, encargándose de darle una buena visión de sus pechos que pareciera fortuita. Al anciano pareció faltarle el aire, y la chica consideró que con la extorsión adecuada en caso de necesidad, bien podría forzar el aprobado de aquella asignatura a finales de curso.
Volvía a casa a mediodía, en el autobús, cuando la llamaron al teléfono. Respondió desenfadada.
—
Quiero verte esta noche — indicó la voz susurrante al otro lado de la línea.
—
¿Me echas de menos? — preguntó coqueta, entonando una risita que nunca llegó a reflejarse en la expresión neutra de su rostro.
—
Hazme un hueco, preciosa — insistió. Lola suspiró como si se lo estuviera pensando. Cruzada sobre la contraria, su pierna se movió juguetona, impaciente por fingir hacerse de rogar.
—
Está bien. ¿En mi casa a las nueve?
—
Me apetece... algo distinto esta vez.
—
Luis, ya sabes que...
—
Me da igual. Te recogeré a las nueve. Vístete de secretaria.
—
Está bien. Besitos, cielo.
—
Un beso, nena.
Cocinó algo ligero y tomó su bolsa de deporte para ir hasta el gimnasio. Acudió a clase de spinning y de yoga, siguiendo su rutina de lunes, miércoles y viernes. De ese modo, mantenía su trasero terso, su tripa irrealmente plana y no se sentía culpable por los caprichos culinarios que se permitía de vez en cuando. Su físico era importante, pues era su medio de vida ahora que sus papis habían cerrado el grifo.
Se ató el pelo en una coleta alta que caía desordenada hasta sus omóplatos. Llevaba un top deportivo bajo el que sus senos se mostraban redondeados atrayendo miradas sorprendidas, envidiosas o lascivas. Los ceñidos leggings azul marino no marcaban el tanga que, mientras estaba subida a la bicicleta, la rozaba con insistencia cruel. Le gustaban las consecuencias del deporte en su cuerpo, el cansancio tras pedalear hasta perlarse por completo de sudor y notar la ropa elástica pegada a su piel.
El yoga le servía para destensarse, evitar contracturas y relajarse espiritualmente. Estaba realizando la postura del gato cuando la profesora se arrodilló a su espalda. Notó cómo se pegaba a su trasero de forma descarada, y ese tipo de toqueteos eran la razón por la que Lola se situaba en las últimas filas. Cris tenía aspecto andrógino, un cuerpo recto y cabello corto que la identificaban instantáneamente como el prototipo actual de lesbiana. Le colocó la mano en la tripa y empujó hacia arriba.
—
Contén la respiración y arquéate tanto como puedas.
Lola hallaba un morbo increíble al sentir la pierna de la monitora entre las suyas. El roce fuerte contra su sexo a través del tanga y los leggings, como la promesa de la siguiente parte de la rutina. Cris se apartó y continuó analizando y corrigiendo las posturas de otras alumnas con intachable recato.
El mismo que perdió cuando, cerciorándose de que nadie las veía, tomó de la mano a Lola y la arrastró al interior de los vestuarios de personal. Como cada viernes, le devoró la boca a besos dejando que su lengua entrase en juego desde el primer round. Las manos de la profesora de yoga apretaron los prietos senos de Lola haciéndola gimotear antes de desprenderse del top. Cuando sus caderas chocaron, Lola llevó las manos a los pantalones cortos de su amante lesbiana y los hizo caer al suelo. Le gustaba sentir piel con piel, aunque Cris parecía más interesada en hacerla desfallecer de placer que en recibirlo.
Se volvía profundamente masculina cuando tocaba a Lola, cuando palpaba cada rincón de su cuerpo sudado que iba perdiendo la ropa a tirones entre gimoteos y murmullos erráticos. La boca de Cris atrapó sus pezones, y las manos de la mujer en su espalda le impidieron escapar al torniquete de sus dientes. Se arqueó del modo que ella esperaba que también lo hiciera en clase. Cuando la espalda desnuda de Lola tocó los azulejos de una ducha, miró a su profesora en ropa interior cerrar la puerta y pasar el pestillo.
Los dos cuerpos femeninos chocaron de nuevo. La lengua de Cris se introdujo dura entre los labios de Lola, que la presionaron permitiendo una penetración emulada mientras la morena movía sus caderas contra la pierna ajena, doblada entre las suyas contra su sexo ya húmedo. Los pezones de ambas practicaban esgrima inquieto mientras los ojos de ambas se clavaban en los contrarios mostrando dilatadas pupilas brillantes.
Cuando su boca quedó liberada, Lola gimió alto abrazándose al cuello de Cris que ya tenía el rostro hundido entre sus pechos. Su respiración venía marcada por los golpes de aliento de su amante, que pese a todo, no se demoró en arrodillarse. Tomó una de las piernas de la morena colocándosela sobre el hombro y apretó la boca contra su sexo hinchado y anegado. Lola jadeó tomándola del pelo, sintiendo cómo la contrareloj comenzaba. La lengua de Cris se paseó sobre su coño mojado atrapando rastros de lubricación salobre antes de ensañarse contra su clítoris. Al mismo tiempo, la mano de la mujer arrodillada ascendió acariciando su muslo tremulo para introducir en su hendidura los dedos índice y corazón. Con tan solo tres meteduras, quedaron empapados en flujo. Entonces, se los introdujo poco a poco en el ano.
Lola se estremeció tensa, jadeando más fuerte al sentir la incursión impune por su ano. Como siempre que se prestaba a un noruego en vertical, creyó que caería y se abriría la cabeza contra el suelo. Pero resistió, incluso cuando el pulgar de Cris llenó el vacío dejado por los otros dedos en su coño y la mano comenzó un atolondrado movimiento delirante. En conjunto con las succiones y lengüetazos que martirizaban su clítoris, la excitación le cayó encima como una losa, la atrapó y agitó sin piedad.
Si tenían aquellas sesiones allí era porque hasta después de una hora el resto de profesores estaban ocupados con sus clases. De ahí que una Lola deshinbida estuviera llenando de gemidos fuertes y descarnados todos los vestuarios. Trataba de buscar apoyo en cualquier lugar, y mientras una de las manos de Lola lo halló en el pelo de Cris mientras su cuerpo era zarandeado por la tumultuosa masturbación, la otra palpó a lo loco la pared llegando incluso a abrir la ducha que las mojó de arriba a abajo enturbiando los fuertes gemidos.
Fue cuestión de escasos minutos los que tardó en sentir unas salvajes contracciones en su sexo. La oleada descendente de placer hizo que Lola sintiera un mareo que la dejó sin voz al sucumbir a un orgasmo brutal que mojó por completo el rostro de Cris, quien continuó hasta provocarle otro que se solapó al primero haciendo que sus piernas combulsionaran de forma preocupante.
Por un instante, perdió toda conciencia de la realidad. De modo que, cuando resollando, abrió los ojos, se encontró abrazada a Cris que la besaba por el cuello. Pudo notar los labios ajenos dibujando una sonrisa contra su piel.
—
Dios... — masculló Lola.
—
Me encanta cómo te pones. Siempre pienso que vas a caer redonda cuando te corres — respondió Cris con dulzura.
Lola le acarició la cara, guiándola suavemente para que sus bocas se unieran de nuevo. Esta vez con mayor calma las lenguas exploraron el territorio ajeno, danzando mientras la morena sentía su sabor impregnándolo todo. Siguieron besándose hasta que el cosquilleo que danzaba por su cuerpo remitió. Entonces se apartó de Cris y peinó con la mano el corto cabello mojado.
—
Es brutal. Siempre es brutal.
—
Sabes que podríamos hacer esto todos los días ¿verdad?
Lola se mordió el labio, esquiva. Cris le había propuesto dos semanas atrás llevar el escarceo más allá del encuentro semanal que tenían desde hacía meses en el gimnasio. Sin embargo, ella no lo veía factible y, al parecer, el tiempo ganado con un esquivo “me lo pensaré” había tocado a término. Suspiró y apartó de sí a la otra mujer con un empujón decidido pero sin brusquedad.
Cris pareció querer enzarzarse en una discusión sobre si era porque no asumía que le gustaban las mujeres, o no solo los hombres, y otros manifiestos típicos de LGTB. Dando la callada por respuesta, Lola se dio una ducha y trató de salir al vestuario. Su profesora la tomó de la mandíbula y le impuso un beso desesperado. Lola la abofeteó.
—
No soy tu perra para que me trates así — siseó firme, se vistió con la ropa de la bolsa que ya dejaba cada viernes al llegar en aquel vestuario sabedora de cómo terminarían las cosas y regresó a casa. Eran las siete de la tarde cuando llegó.
La disputa con Cris le había dejado un mal sabor de boca. No quería renunciar a aquello, a una mujer capaz de hacerla disfrutar a lo loco sumado al morbo implícito de follar en un lugar público donde podían cazarlas en cualquier momento, aunque las consecuencias no fuesen a ser graves. En cambio, Lola no deseaba una relación y ni siquiera podría tener una al uso de quererla. Cris le gustaba para tener un buen rato, pero su activismo LGTB, su estilo hippie y el escaso uso que daba a su lengua fuera de sus piernas mientras estaban juntas la dibujaban como una buena amante, pero aburrida como compañía.
Lola habitaba un estudio pequeño, pues era lo que podía permitirse sin renunciar a una zona en la que no le diera miedo moverse por las noches. Contaba de una cocina tipo office, una mesa con tres sillas, un sofá futón siempre convertido en cama ante el televisor y un cuarto de baño independiente.
Decidió ponerse algo cómodo, pues aún restaba tiempo hasta las nueve. Eligió una camiseta de tirantes blanca y unos shorts grises. En los pies se puso unos gruesos calcetines de lana, aunque la calefacción central convertía el habitáculo en un horno incluso en lo más crudo del invierno. Cogió una manzana y se dejó caer sobre la cama que había dejado hecha por la mañana. Encendió el televisor para encontrarse con los últimos compases de un programa de cotilleos y, entonces, escuchó a alguien abriendo la puerta.
¡Zalo!, recordó de pronto. Hablarle de dejar la puerta abierta había sido una simplificación de la realidad. La cerradura principal estaba rota, de modo que podía abrirse desde el exterior siempre que no estuviera echada la blindada. Y esa, Lola solo la cerraba por la noche. Mordió la manzana y esperó a que el hombre trajeado entrase. Con los pies en el suelo y las piernas dobladas, estaba tendida sobre el futón. Algunas gotas del jugo de la manzana habían caído sobre la camiseta dotándola de transparencia en tales puntos.
Aún inseguro, el hombre cerró la puerta a su espalda. Lola lo observó, con sus ojos claros de mirada fría, y como toda demostración de bienvenida, abrió las piernas hacia él haciendo un alarde de lenguaje no verbal. Había tres razones por las que quería acostarse con él. La primera la había reconocido en el ascensor. Quería desquiciar a su vecina de arriba con su propio marido, una venganza maliciosa con la que se sentiría bien tras haber escuchado sus gritos respecto a si hacía demasiado ruido. La segunda, era que estaba segura que tras haberse acostado, Gonzalo abogaría por su causa con su esposa y presidenta de la comunidad por la cuenta que le traía.
La tercera era que le atraía. Los encuentros en el ascensor habían empezado como algo fortuito, pero en varias ocasiones cuando todavía se hablaban, habían flirteado. Todo muy inocente, por supuesto, pero era un indicio. Igual que lo era su aspecto salvaje que ni el traje lograba refinar, lo que la chica interpretaba como que había dado un braguetazo que le permitía tener un bonito ático, una mujer modelo, vestir trajes caros y cobrar un buen sueldo, pero no lo satisfacía sexualmente.
Que estuviera en su apartamento era la prueba.
Su cuerpo, que hasta entonces había permanecido lánguido, se activó de inmediato al ver cómo se acercaba. Provocadora, dio un nuevo mordisco a la manzana que crujió sonoramente, al igual que mientras la masticaba. Zalo dejó a un lado el maletín mientras la devoraba con la mirada prescindiendo de la falsa indiferencia de la que hacía gala en el ascensor. Se quitó la chaqueta, dejándola sobre el respaldo de una silla antes de colocarse, de pie, entre las piernas de Lola.
Ella dejó sobre la mesa baja la manzana mordida y se sentó para tirar de la corbata del hombre haciendo que se inclinara. Bajo sus pantalones, se reveló una erección prominente. Supo entonces que la situación lo excitaba tanto como a ella. Abrió los labios lentamente, para que él se diera cuenta, y de un nuevo tirón pegó su boca contra la del hombre.
Sus lenguas se enzarzaron y Lola pudo notar la rabia. Estaba acostumbrada a ella, a que sus amantes la culparan de su infidelidad solo por existir, como si el problema no fuese que eran ellos quienes no lograban dejar la polla guardada en sus pantalones. Buscando y soltando bocanadas de aire en boca ajena, Lola volvió a tumbarse hasta sentir el peso de Zalo sobre ella. Los músculos de su torso estaban algo fríos, pero eran duros y estaban tan definidos que podía sentirlos al tacto bajo la camisa.
Se revolvió bajo él hasta rodearlo con sus piernas, sintiendo su erección presionar su sexo. Se movió hasta girar, quedando a horcajadas sobre él, y rió maliciosa al tiempo que se quitaba la camiseta. Sus pechos recibieron con un bote la libertad antes de que las manos ásperas del hombre los cubrieran y masajearan sin cuidado. Moviendo su cadera para frotarse contra su erección, tiró de la camisa hasta extraerla de los pantalones y empezó a desabrocharla dedicándole su mejor cara de zorra caliente.
—
¿Has pensado mucho en mí? — preguntó divertida.
—
Cállate — ordenó él tirando de sus shorts aunque, dada la postura, no pudo hacer más que bajarlos un poco y meter la mano entre sus piernas, hallando un coño nuevamente mojado. El hombre sonrió orgulloso y, desafiante, Lola se frotó contra su mano descaramente.
—
¿Piensas dejarla quieta? — preguntó, terminando de abrir la camisa que quedó prendida por la corbata.
Zalo tenía un torso más cuidado de lo que esperaba, digno de un anuncio de ropa interior. Se preguntó mientras lo acariciaba, sintiendo la mano del hombre rozarla con brusquedad impaciente entre sus labios íntimos, si la tal Carmen era de piedra para tener a semejante bigardo empotrador en casa y no disfrutarlo como se merecía. ¡Si hasta ella, que acababa de sufrir un multiorgasmo, había lubricado al verlo entrar hormonando por la puerta!
En cuanto Gonzalo aventuró a través de su hendidura uno de sus dedos, gimió fuerte, sin controlarse lo más mínimo. Fue una señal que le sirvió para centrarse. La palpitante polla que sentía bajo ella clamaba por un buen mete-saca, y estaba claro para ambos que ella estaba ya preparada. No necesitaban una sarta de preliminares que les llevara al punto donde Lola estaba deseando llegar.
Apartó la mano de Zalo de su entrepierna y se puso en pie sobre el futón para bajarse hasta los tobillos pantalones y tanga al mismo tiempo. Dejándose caer de rodillas, frotándose como una gata cachonda contra las piernas de su vecino, desabrochó el cinturón y abrió su bragueta. Apretó juguetona la polla por encima de los boxers holgados a cuadros que llevaba y bajó la goma de estos. Su mano rodeó el fibroso falo, con venas y arterias en huecograbado, y lo masajeó de arriba a abajo un par de veces logrando que el hombre gimiera. Pero no lo bastante algo para Lola.
Besó su glande antes de engullir el falo lentamente, como una serpiente capaz de desencajar su mandíbula para tragar por completo a su presa. Aplicó, a pelo, un garganta profunda y, tras tomar aire por la nariz, sintiendo ya algunos hilos de saliva gotear desde sus labios al pelo púbico de Zalo, hizo vibrar sus cuerdas vocales mientras masajeaba los testículos del hombre.
Supo que no se lo esperaba porque, confuso, gritó, jadeó y gimió en una fracción de segundo revolviéndose trémulo bajo ella, tirándole del pelo indeciso sobre si instarla a mantener la posición o apartarla. Las ganas de reír hicieron que cesara aquella práctica y, al apartarse, volvió a mover su mano estimulando el enorme miembro de Zalo ahora barnizado el saliva.
—
Si quieres más, lo dejamos para otro día. En el ascensor — indicó, viendo por un momento el que ella tipificaba como pánico del marido modelo ante la perspectiva de ser cazado en sus canitas al aire.
Sin necesidad de decir más, sintiendo sus muslos ardiendo y su sexo receptivo, se volvió a colocar a horcajadas sobre él para llevar su miembro hasta la entrada a sus entrañas y dejarse caer clavándosela por completo. Sus músculos se dilataron para albergar la dura barra de carne, y Lola gimió alto. Echando una mano atrás y agarrando el muslo de Gonzalo para hacer palanca, comenzó a botar sobre él, dejándose llevar por la inercia que aceleraba el ritmo de las cabalgadas. Pronto, eran tan raudas y frenéticas que el bote constante de sus pechos le dolía.
Su estudio se convirtió en un ruidoso infierno de calor, sudor y estertores que no tardaron en provocar que la hidra del piso superior se manifestara. Golpeó el suelo con algo, posiblemente la parte superior del mango de una escoba, y Lola botó de forma brusca hasta empalarse con la polla de Zalo y exclamar un gemido prolongado y agudo, entremezclado con los gruesos jadeos del hombre.
La estimulación de su sexo penetrado constantemente había generado un calor acuoso que se extendía por su cuerpo, haciéndola sentir de gelatina. La excitación, sumada al morbo de la vecina desconocedora de que era su marido perfecto quien la hacía vociferar de aquel modo y a la visión del portentoso amante que tenía entre sus piernas la catapultaban en una lanzadera hacia el placer, volviéndola una adicta necesitada de otra embestida, de otro golpe raudo de polla que amenazase con rajarla en dos.
Sofocada, cuando las piernas dejaron de responderle en un calambre, aminoró la marcha terminando por trazar ochos con sus caderas manteniendo el mimbro de su vecino en sus entrañas. Desde arriba, seguían llegando golpes.
—
¿Sabes que el cristal del portal refleja y te veo mirándome el culo todas las mañanas? — ronroneó traviesa, con la voz algo enronquecida —. ¿Quieres ponerme a cuatro patas?
Lola había aprendido hacía años que los hombres suelen ser más fáciles de llevar cuando eres capaz de hacerles creer que la iniciativa viene de ellos. Por eso, no la sorprendió cuando las manos de Zalo la tomaron de la cadera para elevarlas, dejando su sexo huérfano contrayéndose en contracciones iniciales. Solícita, se colocó a cuatro patas mientras él se arrodillaba a su espalda y se la clavaba desde atrás. Por un instante, se sintió desfallecer. Eso mismo era lo que sentía que le faltaba con Cris, una buena polla que se le clavara cuando en las clases de Yoga se pegaba a ella. De tenerla, sería perfecta salvo por el detalle de que entonces se acabarían los delirantes noruegos y, con ello, el potencial de su profesora como amante diez.
Sin embargo, sacudida por las agresivas embestidas rabiosas que recibía acrecentando el calor que parecía querer asfixiarla, clavó los codos en el colchón y comenzó a lanzar sus caderas hacia atrás para enfrentar cada acometida haciéndola más profunda y brusca. Se dejó la garganta, sudaba tanto como cuando había salido de la clase de spinning y las contracciones se volvieron atroces. Todo su cuerpo combulsionaba entrecortando sus jadeos ominosos, altos, intercalados con los incesantes golpes histéricos.
Gritó al correrse, como si la estuvieran matando. Alto, prolongado, crudo, profundo y estridente. Se alzó sobre sus rodillas en pleno orgasmo, echó una mano atrás tomando el pelo de Gonzalo que seguía bombeándola en persecución de su propio placer. Con la espalda arqueada, sintió las manos del hombro presionar sus pechos sensibilizados mientras aminoraba la marcha de unas embestidas pringosas por el semen abundante que se deslizó entonces entre sus muslos temblorosos.
Todo quedó en silencio, salvo por un último golpe que había llegado desde arriba. Lola giró el rostro hasta colocar los labios contra la mejilla de Zalo y sonrió.
—
¿Es tan histérica como parece desde aquí abajo? — lo provocó con una risita muda y se dejó caer sobre el colchón, girándose perezosa para estirarse. Miró la hora. Eran las ocho menos cuarto —. Vamos, relájate un poco y disfrútalo mientras dure — indicó dando un suave empellón con el pie enfundado en el calcetín en la pierna de Zalo. Este se tumbó a su lado recolocándose los pantalones que no había llegado a quitarse y abrochando el cinturón —. Seguro que sabes cómo usar eso ¿eh? — bromeó Lola, acariciando la hebilla.
Relajada tras un buen polvo, la chica colocó una mano tras su cabeza y cerró los ojos para reponerse.
—
¿Te importa que fume?
—
Como si estuvieras en tu casa — masculló.
Entre las cosas que había aprendido recientemente Lola, estaba no rehuír la compañía del amante tras el encuentro sexual. Sería lo mismo si se quedaba un rato que si se iba cagando hostias, pero a veces una buena conversación podía ser una estupenda guinda final.
—
Como en casa no, no fumo en casa — indicó él, partiendo la explicación por el chasquido de la piedra del mechero.
Lola rió.
—
Déjame adivinar. La loca con la que estás casado no te deja — teorizó convencida mientras se acariciaba distraídamente la tripa. Arriba y abajo. Hipnotizando sin saberlo la mirada de Gonzalo.
—
Eso mismo — Lola escuchó una calada que la retrotajo a su infancia, cuando su abuelo le explicaba cómo dividir con decimales fumando un ducados tras otro — ¿Y ahora qué?
Lola rió de nuevo. Le gustaba sentir que un hombre mayor que ella era el inexperto. Llevó la mano hasta su entrepierna y apretó.
—
No sé. ¿Quieres repetir? — rió entonces y se colocó a horcajadas sobre él —. Era broma. Hay edades en las que... — lo picó tomando el cigarro y dándole una calada.
—
¿Fumas? — Lola negó con la cabeza.
—
Lo dejé hace un par de años. No me daba la economía para según qué vicios — se lo devolvió expulsando el humo. Él le estaba acariciando las piernas, y aunque sabía de la falsedad de un gesto tan íntimo, le gusto.
—
En serio. ¿Y ahora qué?
—
Ahora nada — aseguró Lola, encogiéndose de hombros y desconcertando a Zalo —. Hemos follado. ¿Y qué? ¿Vas a decirme que a tu mujer no le sentaría igual de mal saber lo que piensas cuando me miras el escote cada mañana? ¿Cuando religiosamente y a diario me violas el culo con los ojos? — sus dedos presionaron por un momento los abdominales inferiores de su vecino, y decidió ponerse seria porque lo notaba incómodo —. A ver, esto no sale de aquí y ya está.
—
Ni se volverá a repetir — añadió él, dejando que Lola escuchara que se trataba más de un tanteo que de una afirmación firme.
—
Eso ya como tú veas. No soy yo la que tiene a quien dar explicaciones, y no ha estado nada mal.
—
¿Me estás diciendo que lo repetirías?
—
Te estoy diciendo que no te compliques. Ya sabes donde vivo, y te queda muy a mano — encogió los hombros y se levantó. Al haberse colocado sobre Gonzalo, los fluidos de ambos habían manchado sus pantalones a la altura de la bragueta inculpatoriamente. Lola rió con suavidad mientras lo escuchaba refunfuñar por lo bajo al respecto, sacando del armario empotrado una enorme sudadera que se puso para que el fresco que comenzaba a sentir una vez enfriado el sudor no mutase en un catarro. Se recogió el pelo, haciéndose un moño con un lápiz y recuperó la manzana una vez el sabor de la nicotina se hubo disipado de entre sus labios. Volvió a sentarse. Aún eran menos cinco y no quería que pensara que lo estaba echando al menos hasta que se acabase el cigarro —. Seguro que un chico de recursos como tú sabe cómo hacer que no le pillen ¿ah? — dijo con sorna.
—
Tengo otro traje en el coche — indicó.
—
Entonces lo tienes fácil. La torpe becaria enamoradísima de ti se puso nerviosa y te tiró el café por encima. El traje lo has llevado a la tintorería y... chimpún.
—
¿Haces esto a menudo? — preguntó él.
—
¿Follar? Tengo entendido que los vecinos estáis muy molestos con eso así que juraría que tu mujer lleva mejor la cuenta que yo sobre...
—
Follar con hombres casados.
—
Bleh, a veces pasa — dio un nuevo mordisco a la fruta y limpió una gota de la comisura de sus labios con el meñique mientras masticaba.
—
Es que te has sacado la excusa tan alegremente de la manga.
—
Vamos, es lo típico.
Él apagó el cigarro en el portavelas que había estado usando de cenicero y se incorporó.
—
Iré a cambiarme, entonces.
—
Y a hacer de marido ejemplar — se cachondeó Lola.
—
Menuda gilipollas — masculló Zalo.
Entonces se quedaron mirándose y ambos fueron atacados por una sonrisa idiota, cómplice incluso. Fue ella quien se dejó de tonterías y se acercó para darle un beso. Estos gestos habían sido escasos mientras follaban de aquel modo que parecía haberle licuado las piernas, sin embargo, a la hora de la despedida le apetecía. Fue un beso carente de complejos, con buena dosis de lengua y sin temor a la profundidad. Cuando se apartaron, sintió sus labios empapados en saliva. Chasqueó la lengua paladeando y le tendió lo poco que quedaba de manzana.
—
Sabes a tabaco. Cúrate en salud — Gonzalo aceptó el ofrecimiento.
Lola lo observó vestirse y recoger sus cosas, moverse con facilidad por el escueto estudio que olía a sexo reconcentrado. Estaba sentada en el futón, con las piernas dobladas contra el pecho y abrazadas. Parecía taciturna, como si no estuviera observando realmente lo que veía. Era extraño en cierto modo, se sentía cómoda con Zalo como no pensaba que lo haría. Pero eso seguía sin ser relevante.
Antes de irse, él le dio un beso. Corto, inesperado, que la hizo pensar si se despediría de aquel modo de la hidra cada mañana antes de encontrarse con ella.
—
Nos vemos — dijo él, con una seductora sonrisa canalla danzándole en los labios. Lola apretó los muslos para contener a su cuerpo traidor.
—
El lunes — indicó la obviedad y se despidió con la mano.
Zalo se fue y sin perder el tiempo, Lola abrió de par en par las ventanas para airear su casa. Recompuso el futón y se metió en la ducha lavándose a conciencia. Una hora era tiempo escaso para arreglarse, pero logró hacerlo. Cuando una llamada perdida hizo vibrar su móvil contra la mesita, llevaba una falda de tuvo hasta la cintura, una blusa de satén entreabierta dejando ver en ocasiones la junta de un sujetador negro, medias de licra oscuras con costura en la parte posterior, unos clásicos tacones de media altura, el pelo recogido con una pinza y unas gafas de pasta. Llevaba los labios rojos, pero el resto de su maquillaje era bastante natural. Parecía una putilla de oficina, ni más, ni menos.
Se echó perfume tras revisarse por última vez ante el espejo y guardando el teléfono en el bolso, llamó al ascensor. Luis era su cliente. Lola siempre había sido promiscua, y cuando sus padres decidieron dejar de subvencionarle los estudios, la opción de prostituirse cobró fuerza. Bastaba con hacer cuentas sencillas. Diez horas de su tiempo al mes le daban para vivir. Con quince, para ahorrar y pagar sus estudios. Con internet, ofrecerse manteniendo el anonimato era sencillo.
De hecho, tras un año ejerciendo se había hecho con una lista de clientes recurrentes que, si bien no eran hombretones que la derritieran, no le resultaba traumático acostarse con ellos. En sus inicios, había dejado plantado a más de un cliente potencial por considerarlo peligroso o asqueroso. Además de permitirle pagar la matrícula, también le dejaba tiempo suficiente para el estudio. Era la opción fácil si carecías de remilgos a la hora de follar con desconocidos que acababan por no serlo.
Pero también era un trabajo. Y eso significaba que, a pesar de que lo que menos le apetecía era emperifollarse, quedar con un cliente al que le encantaba pasearla y luego acostarse con él, debía hacerlo si no quería perder a uno de sus fieles.
Luis tenía unos sesenta años y era notario. Estaba casado, tenía dos hijos y una hija. Conducía un Mercedes negro con tapicería de cuero que con ella había mancillado más de una vez y siempre era muy correcto con ella. De hecho, la trataba como a una amante y no a una prostituta. Lola pensaba que el límite era muy difuso, y que en realidad ella era una amante sincera con el precio. Billetes, no regalos. Cien una hora, doscientos y subiendo las prácticas poco convencionales. Él nunca regateaba, pero tampoco se privaba de adularla con tonterías. De ahí que no se sorprendiera al abrir el paquetito que Luis había definido como “una tontería” y guardaba en su interior una pulsera sofisticada de plata que, a pesar de no gustarle, Lola se puso augurándole término en cualquier Compro Oro.
La llevó a cenar a un buen restaurante, aprovechando para palparle el trasero al cederle el paso en la entrada. Después, paseó junto a ella por la calle mayor mientras conversaban. Había sido imposible no llegar a tener cierta cercanía con él, y a Lola le resultaba entrañable. Pese a su edad, era un hombre que guardaba una esbeltez respetable aunque fláccida. Siempre estaba bien afeitado, vestía con elegancia y tenía anticuados modales caballerosos que se volvían esperpentos cuando los realizaba hacia una prostituta. Pero eso solo lo sabían ellos dos, el resto los miraba como la extraña pareja que eran.
Los más ingenuos los tomaban por un padre y su hija, o por un jefe y su empleada tratando asuntos de trabajo. Solo los escépticos la veían a ella como a una cazafortunas y a él como a un viejo verde. Lola ya sabía que, solo cuando por las calles alguien se atrevía a soltar algún comentario soez a ese respecto, Luis podía prescindir de la viagra a la hora de acostarse. Regresaron al coche y Lola cruzó las piernas entumecidas por las dos sesiones de sexo anteriores mientras Luis, que no había obtenido su estimulante particular, tomaba una pastillita azul.
—
¿Quieres que vayamos a mi casa? — preguntó, sin haber olvidado que él había mencionado algo distinto. En una ocasión, había querido tener sexo con ella en la habitación de un reconocido burdel. En otra, follarla a la intemperie en mitad de un descampado, lo que resultó incómodo pero rentable. Otra, quiso que le hiciera una paja con mamada en una sala de cine.
—
No, nena — el hombre colocó la mano sobre su pierna y la acarició elevando impune la falda que, dada su estrechez, mostró cierta resistencia —. Iremos al mirador.
Lola se permitió una risita falsa. El mirador era una zona a las afueras donde las parejas a las que les gustaba practicar sexo y ser vistas iban los fines de semana. Los voyeurs también se daban cita allí para observar a los exhibicionistas. No le hacía especial ilusión, pero por supuesto, no debía parecer que le apetecía entre cero y una mierda.
Luis aparcó el coche junto a unos arbustos, en una zona aparentemente solitaria en las muchas carreteras estrechas que recorrían el mirador. Solícita y sonriente, Lola bajó la cremallera lateral de su falda para darle algo de holgura y, curtida por la experiencia, se removió para quitarse el tanga negro. Se sentó sobre Luis y la falda cedió ascendiendo por sus piernas. Con algo próximo a la ternura, Lola pasó los brazos alrededor del cuello del hombre que sobrepasaba la edad de su padre y se inclinó sobre él para besarle.
El beso se prolongó sin verdadera prisa, pues el dinero nunca había sido un impedimento para el notario. Notó las manos de dedos gruesos recorrerla. La cintura primero, el trasero, las ligas y muslos. Después, empezó a desabrocharle la blusa y palpó sus pechos con el deseo de siempre.
Lola movía las caderas de forma constante y mecánica. Si bien no sufría su trabajo, rara vez había llegado a disfrutar mínimamente con él. Su cuerpo ejecutaba todos los movimientos requeridos por la pantomima de forma mecánica. Sabía cómo besarle, cómo excitarle y, sobre todo, cómo hacerle creer que ella lo disfrutaba aún cuando no era así. Cierto que sus pezones se endurecieron contra el sujetador, o que su sexo lubricó sin excesos, pero no lo disfrutaba. Como tampoco lo hacía de los continuos besos por su anatomía, expansivos a medida que él deslizaba la resbaladiza blusa por sus hombros.
Le apretó el pelo al sentir cómo hundía el rostro entre sus pechos, cómo sus brazos la rodeaban buscando el cierre del sujetador sin tirantes que cayó entre ambos. Bajo los pantalones del notario, comenzaba a abultarse la erección promovida por la viagra. Lola gimoteó al sentir su lengua bañando sus senos en saliva. Lo miró con algo cercano a la ternura mientras jugueteaba a apartar el pezón que él se afanaba en succionar antes de reír y dejarle hacer.
En esas estaban cuando sintió un golpe contra el cristal. Se sobresaltó y Luis la abrazó.
—
Finge que no está — le pidió él, tirándo de una respiración ya hacelerada.
—
Hazme olvidar que está — pidió Lola, lastimera, suplicante, como si le resultara posible ignorar que un hombre desconocido se la escapaba cascando mirando por la ventanilla del coche.
Pronto tuvo la mano del notario entre sus piernas, jugueteando de forma algo torpe en su coño como preludio a abrirse la bragueta y sacar su pene, que él mismo machacó un par de veces como ofreciéndoselo. Por enésima vez, Lola se elevó sobre sus rodillas y se clavó la erección de Luis. Sintió la penetración pero no el estallido que iba parejo a tal acto de intimidad cuando lo hacía por su propia iniciativa, buscando placer y no dinero.
Lo cabalgó guiada por sus reacciones, acelerando cuando lo notaba languidecer, aminorando con sutilidad cuando él la apretaba. Su cuerpo acusaba el cansancio, pero no dejó que se notara. Otro voyeur se unió al primero, que al correrse no tardó en largarse. El segundo mirón se permitió tomarse el encuentro como un partido de fútbol que debiera comentar. Así que a los gemidos que regalaba a un Luis que resollaba como una bestia a la que está a punto de darle un infarto, se unieron frases sórdidas como “vamos nena, sigue dándole con las tetas en la barbilla” o “venga, puta. ¿Cuánto te ha pagado?”
Se movió más rápido y gimió más alto para conseguir ignorarle. Por suerte, el aguante de Luis era muy limitado y pronto se corrió. Por continuar el paripé, Lola siguió moviéndose como una gata caliente, terminando por abrazarse al notario y fingir un ruidoso orgasmo. Se quedó un rato abrazada a él, lanzando su aliento abruptamente contra los labios del hombre mientras fingía reponerse de un clímax inexistente.
El mirón golpeó la ventanilla al grito de “venga guapa, sal aquí y me la chupas antes de que te remate”. Luis murmuró contra su oído.
—
¿Lo harías?
Lola enarcó una ceja con todo su sarcasmo y lo miró con seriedad. Negó. Aquel tipo le generaba repulsión, y eso que en la oscuridad ni siquiera le veía. Podía ser un modelo tremendo con el que medio mundo fantaseaba, que a ella solo le daba asco. Luis le acarició los labios.
—
Me gustaría ver cómo lo haces. ¿Trescientos? — Lola sintió la bilis ascender hasta su garganta y negó — ¿Cuatrocientos?
—
Ni por todo el oro del mundo — indicó molesta.
Regresó al asiento del copiloto y tras ponerse el sujetador, se abrochó la blusa sin poder disimular que le había sentado mal.
—
Lolita, no te...
—
Arranca — indicó brusca y carraspeó —, por favor.
El notario le hizo caso, y por fin dejaron atrás al mirón salido con complejo de Montes o Salinas. Tras vestirse por completo y limpiarse con las toallitas húmedas que llevaba en el bolso, Lola observó por la ventana cómo las luces iban quedando atrás. Hicieron el camino en absoluto silencio. No tenía ganas de hacer comentarios al respecto. Era una puta, cierto. Se acostaba con Luis porque le pagaba, cierto también. Pero había echado de menos que él la protegiera o defendiera un poco, en lugar de pretender tirarla a los leones a golpe de talonario. Tenía sus límites. Era una chica guapa, no parecía una prostituta, no tenía que lanzarse a las calles y aceptar a cualquier cliente que quisiera clavársela, por suerte. Así que todavía había cosas que no pensaba permitir. Luis aparcó delante del edificio donde vivía Lola, en los números pares de un ancho bulevar de seis carriles. Abrió la guantera y sacó un sobre que ella guardó en su bolso. Si las cuentas no le fallaba, trescientos euros. Nunca había tenido problemas en ese tema, y pocos medían el tiempo tan bien como Luis.
—
La próxima vez te regalaré unas cortinas — el hombre recurrió a una broma privada, siempre se lo decía. Sin embargo, el edificio más cercano estaba a, al menos, cien metros de distancia. Ni el estudio las había traído al alquilarlo ni Lola había pensado que las necesitase.
—
Que sean bonitas — bromeó sin muchas ganas a modo de darle a entender que, por ella, olvidaban el incidente —. Hasta la próxima — se inclinó hacia él, dejando un beso en su mejilla y fue hacia el portal, donde se encontró a Gonzalo bajando la basura con ropa de andar por casa.
—
Hola — lo saludó sin demasiadas ganas. Estaba cansada, y en realidad tenía ganas de hablar con alguien pero su vecino con el que se había acostado horas atrás no le parecía el más indicado. Él no pareció darse cuenta de que se mostraba esquiva.
—
Espérame, no tardo — le pidió.
Dentro del portal, Lola dudó. Una parte de ella quería meterse en el ascensor, pulsar el séptimo y adiós muy buenas. Otra quería sentir la calidez cómplice que había vivido con aquel hombre en su cama después de haberse acostado. Ganó la segunda e hizo tiempo abriendo el buzón, algo que se acordaba de mirar de pascuas a ramos. Encontró varias facturas y un sobre sin cerrar ni nada escrito que iba a abrir cuando Zalo entró y encendió la luz.
—
¿Estás bien? Tienes mala cara — indicó él, entrando en el ascensor —. Y qué... arreglada — quedó claro que esa no era la palabra que en realidad estaba expresando.
Lola retomó su pose de crápula vecinita infame tras la que se escudaba en el edificio.
—
¿Ahora ya me hablas? — pulsó el séptimo y se quedó cerca de las puertas. No al fondo del ascensor y al lado de Zalo como cada mañana —. Creo que le estás dando importancia de más a nuestro revolcón. Sigue como si nada hubiera pasado.
Zalo pareció quedarse sin habla. Lola abandonó el ascensor sin más, abrió la puerta y echó la cerradura blindada. Solo después de eso, escuchó cómo las puertas se cerraban. Su vecino había tardado en pulsar su planta.
—
¿Qué esperabas? ¿Un segundo round? — masculló enfrentada contra el mundo. Dejó caer el bolso al suelo y se quitó los tacones antes de encender la luz. Desnudándose por el camino, fue hasta el cuarto de baño para llenar la bañera en la que tan solo podía meterse encogida dado su pequeño tamaño. Después, se sirvió una copa de vino blanco de tres euros y se zambulló —. Tenía que haberle pedido un cigarro — se lamentó sin darle mucha importancia.
Tras un buen rato, cuando la copa se hubo vaciado y su cristal ya estaba empañado en la zona superior, Lola se aclaró y salió de la bañera. Tras peinarse y secarse un poco, se puso una camiseta holgada de publicidad de un concesionario que utilizaba para dormir y se metió bajo el futón. Antes de apagar la lamparita, vio el sobre sin cerrar y sin nada escrito y le pudo la curiosidad. En su interior, había una carta escrita a mano con caligrafía rápida, angulosa e inclinada. En color negro.
“
Me ha encantado ver lo bien que te lo has pasado esta tarde con tu vecino, por fin. Me pareces la chica más interesante del mundo, a parte de ser un pastelito que me lo hace pasar bien mientras se lo pasa bien. ¿Te está gustando El Gran Gatsby? Siempre he pensado que es una obra sobrevalorada. Estás preciosa mientras dibujas. ¿Planos, verdad? Mientras lo haces no puedo dejar de mirarte. Pareces tan concentrada, tan ajena al mundo... Pero eso me hace preguntarme por qué eres una chica de compañía también. Algún día me gustaría descubrirlo. Espero que no te moleste esta intromisión, pero necesitaba decírtelo. Que lo supieras. Me tienes embobado. Un saludo, Sergio”.
Se frotó los ojos porque no podía ser cierto. Miró hacia la ventana, se encogió bajo el nórdico y releyó. La recorría una sensación extraña. Por un lado, sentía el peso de una mirada en la distancia. ¿Alguien la observaba desde el otro lado del boulevar? Era algo demasiado folletinesco, pero también la única opción que le pareció posible al considerar que, si alguien tuviera cámaras en su casa lo sabría. De hecho, Lola era de ese tipo de chicas paranoicas que ponen un trozo de post it ante la webcam para evitar a hackers mirones. En caso de que alguien hubiera hecho un agujero, ella lo sabría. Se puso nerviosa, muy nerviosa. El sueño se le fue de golpe, así que se puso en pie y bajó al portal.
En el edificio no había ningún Sergio, o no uno que apareciera en los buzones. Comenzó a hiperventilar, confusa. Quien quiera que fuese quien había escrito la carta, sabía más de ella que cualquier otro. Qué estaba leyendo, en qué pasaba las tardes en su estudio, a qué se dedicaba a deshoras, con quién compartía lecho...
—
Ha tenido que ser por la ventana — concluyó, inclinándose para mirar hacia el edificio que se erguía al otro lado del bulevar a través del portal. Tragó saliva.
Acababa de tener una experiencia de lo más desagradable con un mirón. Ahora se le presentaba otro, y sin embargo... No era solo que no se sintiera mal. Era que, de algún modo, se creía conectada con esa persona. Era extraño, quizás el vino de la bañera sumado al de la cena se le había subido a la cabeza o lo que fuera. Pero el caso es que, al entrar en el edificio, había esperado a alguien con quien hablar. Y vio la oportunidad en el tal Sergio, quien era muy posible que ni siquiera se llamase de ese modo.
Pero lo sabía todo de ella.
Subió a su piso y tomó un folio en el que escribió su número de teléfono con el rotulador más grueso que tenía. Arrancó un trozo de celo y lo pegó en la ventana que daba al pequeño balcón. Abrazándose a sí misma, se sentó al borde del futón mientras movía las piernas inquieta. Entonces, soló su teléfono. Era una llamada con número oculto. Descolgó, y una voz se pronunció antes de que ella dijera nada.
—
¿Dolores? — era una voz cálida, fluida y varonil.
—
Lola — corrigió ella, y sus ojos claros atravesaron la ventana.
En el décimo piso de uno de los edificios impares del bulevar, Sergio sonrió sorprendido como si ella también le estuviera viendo.