Lo que pudo haber sido III

3a parte

Si alguno de ustedes gusta comentar, contactarme o regalarme una valoración, se lo agradeceré mucho. Nuevamente, esto va dedicado a Ana y es la penúltima parte de mis desvaríos

Agradezco, queridos lectores, sus contactos y sus valoraciones, así como su paciencia y seguimiento. No pudiera estar más feliz. Les reitero, nuevamente, mi disposición y puerta abierta hacia cualquier contacto.

Reciban un cordial saludo y les deseo felices pajas.


-Por fin, eres mía

-Lo he sido desde siempre –me contestó ufana– sólo que ahora es de dominio público

-¿También lo es que soy un cornudo y tu una zorra? –pregunté buscando pelea

-Eso, mi amor, es –me sonrió maliciosamente– un secreto a voces.

-Puta –la insulté para después besarla con pasión.

-Cornudo –replicó sonriente cuando tuvo ocasión.

Llevaba ya unos minutos penetrándola lentamente. Yo estaba recibiendo un placer infinito al hacerla mía por enésima vez en los pasados días. Bacalar, un poblado paradisiaco del caribe mexicano fue nuestra elección para una fugaz luna de miel.

Bueno, decir que era luna de miel no es lo más correcto. Si bien es cierto que el viaje era con toda esa intención, la realidad era que Elena se embriagó desde que llegamos y, por consiguiente, nos la pasamos cogiendo. Claro, también disfrutamos de las actividades propias del lugar como el snorkel y los bonitos paseos en balsa en la laguna de los 7 colores, además de los deliciosos mariscos, que, dicho sea de paso, contribuyen un poco más a la excitación. Pero, desde aquél jueves que habíamos llegado, cada noche nos embriagábamos y terminábamos jodiendo.

Siempre hubo esa química con ella y me fascinaba que siempre estuviera pensando en sexo. Siempre. Más aun, cuando ella misma sabe que, si ingiere alcohol, su calentura aumenta y se deja hacer de todo. Era domingo por la noche y al poco rato terminé por cuarta vez en sus adentros, para caer rendido a su lado.

-¿Qué? ¿Ya? –me reclamó y con justa razón. No había durado ni 5 minutos.

-Perdona mujer –me disculpé completamente agotado de tanta jodienda. Ella me besó dulcemente en los labios para acomodarse en mi pecho, aún agitado.

-Para eso me gustabas –se burló mientras me acariciaba el abdomen, aunque lo más correcto sería decir panza.

-Cálmate, si ya llevamos un buen rato cogiendo –le dije– y tú ya te viniste varias veces –le agregué en tono de reclamo.

-¿Y? –me dijo incorporándose instantes después. Mi vista se dirigió inmediatamente a sus hermosos pechos. Soy un pervertido.– Quiero más. Hoy no me has dado por el culo –me recordó.

Créanme que mi mente siempre está dispuesta. Yo también pienso en sexo todo el tiempo. Siempre. El hecho de que me exigiera más y que estuviera dispuesta a todo, me enamoraban aún más, si cabe, de ella. Pero hay ocasiones en que el cuerpo no responde como uno quisiera. Y en ese instante, aunque hubiera querido con todas mis fuerzas disponer de una pastilla azul y darle verga hasta que se cansara, no podía hacer nada. Eran ya las dos de la mañana y, pese a estar acostados, ambos no estábamos en condiciones de salir, pues el alcohol imperaba en nuestros cuerpos.

-Elena, en serio, sabes que, si mi cuerpo respondiera, te tendría empalada todo el tiempo –le dije honestamente– pero no creo que se me vuelva a parar

-¿Y si te la chupo? –fue más un aviso que una pregunta, porque de inmediato engulló mi disminuido miembro aun cubierto de sus jugos en un intento de despertarlo. Yo mismo quería que creciera, pero dudaba que sucediera.

Cinco minutos después, logré una semi-erección que le bastó para poder cabalgarme unos diez minutos y que maltratara un poco más sus tetas. Ella tuvo un pequeño orgasmo y yo, le alcancé a soltar los míseros chorros que produjeron mis ya exprimidos huevos. Cuando hubo terminado aquello, se quedó sobre mí.

-Te amo –me soltó poco después de que se normalizara su respiración.

-Yo también te amo mujer –respondí con evidente cansancio. Estaba quedándome dormido– Disculpa que no te dé para más… ya no soy el semental que solía ser antes

-¿Cuándo me ha importado eso? –me preguntó un tanto ofendida.

-Eso siempre importa –repuse.

-Para mí no –atajó, levantó su semblante y me miró a los ojos con amor y paz– A mí lo que me importa es que estemos juntos.

-Eso me dices ahorita –contesté con recelo– Pero, ¿qué va a pasar cuando me haga viejito y no pueda seguirte el ritmo?

-Eso no me molestaría. Lo que me importa es que estemos juntos, nada más –me lanzó una mirada comprensiva y después sonrió con picardía– y si no, ya tengo tu permiso de irme a buscar otras vergas, ¿Qué no?

-Elena… -solté en tono de advertencia, aunque no muy convincente

-No se te olvide que tú fuiste quien me pidió eso –me recordó con amor y lujuria. Se acomodó a un lado de mi sin dejar de abrazarme. Me acariciaba la nuca y la cabeza, lo cual propiciaba que mis ojos se cerrasen. Pasados unos minutos, en los que yo ya estaba más cerca de Morfeo que de ella, agregó:– ¿En serio quieres pasar toda tu vida a mi lado?

-¿Qué no es eso lo que acabamos de jurar públicamente? –respondí un poco adormilado y con voz pastosa

-Aun no me cae el veinte –noté como se acomodaba para dormir, aunque la percibía muy despierta aún– Siento que es como un sueño y que en cualquier momento voy a despertar… –dijo un tanto para sí y otro para mi

-No te preocupes –intenté tranquilizarla– sólo te dejaría si Emma Watson o Rachel McAdams me hacen una propuesta

-Ya quisieras –soltó con sorna. Yo reí porque tenía toda la razón: ya quisiera yo, pero cada quien tiene sus “sueños wajiros” (término que se usa en México para expresar un imposible).

No recuerdo en qué momento me perdí, pero desperté a eso de las 9 de la mañana. Elena dormía a pierna suelta a mi lado, completamente desnuda y destapada. Admiré su cuerpo desnudo a la luz de la mañana y, como siempre, me sentí total y completamente afortunado de tener a semejante mujer a mi lado. ¡Qué cuerpo, Dios mío! Si bien es cierto que, tanto ella como yo nos habíamos descuidado y, también, que nunca me ha importado mucho el aspecto físico, no podía dejar de admirarle. Su bella piel morena, esas piernas jamonas que me vuelven loco. Su generoso trasero, sus pechos, su pequeña mata de pelo en el pubis, su lunar escondido tras una de sus cejas, aquella cicatriz en su rodilla del accidente automovilístico cuando era pequeña, su sonrisa, su nariz, sus labios e incluso esas lonjas y “gorditos” que asomaban por ahí, me parecían lo más hermoso que hubiera visto en mi existencia.

Quizá, todo lo que había sucedido en mi vida, todas las mujeres con las que anduve o me cogí (y que fueron más de las que pudiera recordar), todas las rupturas y todo… TODO lo que sucedió en el ámbito amoroso me habían conducido a éste momento. A ella. A compartir cada aspecto de mi vida con Elena. Cada triunfo, cada derrota. Me sentía pleno. “En ese momento, pese a nuestra imperfección, éramos perfectos… porque estábamos juntos”. Si, habría peleas, desacuerdos y un sinfín de situaciones que le acontecen a cada matrimonio, pero yo lucharía con todas mis fuerzas para mantener el barco a flote y no convertirme en uno más a la estadística.

Para más éxtasis, contaba con la seguridad de que, no sólo contaba con ella, sino que, además, la mina (de oro) que se encontraba profundamente dormida en la cama que contemplaba era masoquista, sumisa y muy puta. Dispuesta y muy perversa. Era un sueño del cual no quería despertar y sentía que no podía ser que tuviera tanta suerte. Me sentía el hombre más malditamente afortunado del planeta y, quizá, si lo era.

Aunque me sentía cansado, tenía bastantes ganas. Presa de lo que le sucede a la mayoría de los hombres en las mañanas y con una necesidad tremenda de ir al baño, me dispuse a despertarle para bajar la tensión que se acumulaba en mi entrepierna y así poder liberar la orina que tenía dentro, una vez soltara la leche. Desnudo como estaba, coloqué mi verga cerca de su boca.

-Buenos días mi amor –dije con normalidad. Ella abrió los ojos lentamente y sonrió al notar lo que tenía enfrente. Le dio un fugaz beso y un pequeño chupetín.

-Buenos días mi amor –me respondió soñolienta pero alegre para volver a besar mi polla con cariño-¿Ya más descansado? –preguntó con intención y obviedad sin dejar de chupar y besar mi carajo

-Con nuevas fuerzas –respondí dejándome hacer mientras observaba con deleite cómo mi esposa adoraba mi miembro.

-Eso espero –alcanzó a decir. Dio unas cuantas lamidas más y se enderezó para ir con prontitud al baño– déjame echo una meadita y después haces lo que quieras conmigo

-Cuando termines no te limpies –le ordené. Me miró con curiosidad, pero accedió con un asentimiento de la cabeza. Cuando regresó, me besó con pasión. La empujé con brusquedad hacia la cama y cayó con fuerza.– Ábreme las patas –le insté, pero creo que ni siquiera lo había ordenado cuando ella ya estaba abierta.

Como sabrán, tengo mis fetiches y mis inclinaciones hacia lo guarro. Le había ordenado no limpiarse porque anhelaba ser yo quien lo hiciera y saborear su líquido amarillo. Sabía que ella no era afín en estos rubros de la lubricidad; sin embargo, confiaba en que poco a poco pudiera pervertir más, si eso fuera posible, su mente y su disposición. Me lancé hacia su gruta de placer y degusté con deleite los restos de orina que quedaban. Me dispuse a darle placer con mi lengua. Ella se dejó hacer. Pasados unos diez minutos, y tras haberle ensartado tres de mis dedos en el coño, me urgió a penetrarla.

-Ya métemela por favor –me rogó jadeando y alejando mi boca de su entrepierna

-¿Qué te meta qué? –pregunté separándome de ella

-Méteme tu verga mi amor –me respondió con urgencia y sonriendo– Por donde quieras, pero métemela ya. Empálame, hazme tuya. Hazme lo que quieras, pero, ¡HAZLO YA! –me gritó desesperada.

Feliz de que se expresase así, le solté un buen golpe en su ya encharcada vagina y la penetré de un solo envite. No me incliné sobre ella, sino que tomé sus tobillos y le separé las piernas para así penetrarla con más control. Mi ritmo era normal, pero amaba ver como sus ubres se movían con mis idas y venidas. Ella me observaba con lujuria y felicidad y yo le sonreía de vuelta.

Aumenté el ritmo y ella sus gemidos. La penetraba con fuerza, con dureza. Con violencia y ella lo soportaba con felicidad, con placer. Me dejaba hacer y su entrega hacia mí era el mejor de los regalos. Por momentos, besaba sus pies y le hacía cosquillas. Ella se retorcía y reía entrecortada. La pequeña tortura tuvo su recompensa, pues al poco rato ella se vino sonoramente. Yo seguía en pie de guerra y, aunque su cuerpo me pedía una pausa, yo no se la di.

Seguí con mi penetración y la convertí en un mete y saca frenético. Ella seguía gimiendo como una golfa y poco después tuve un orgasmo muy intenso. Se me nubló la vista y casi caí sobre ella. Me coloqué a su lado y ella se volteó hacia mí, sonriente y agitada. Yo también sonreía. Pasados unos momentos y cuando nuestros pechos respiraban con normalidad, Elena se dirigió a mi muy seria.

-¿Y si quedo embarazada? –me preguntó mirándome a los ojos con intensidad

-Pues lo tenemos y ya –respondí

-Hablo en serio –se incorporó y su cara no me dejó duda de que el tema era de suma importancia para ella, así que calmé mis pensamientos, pese a que no podía apartar mis ojos de sus tetas.

-Voy a ser completamente honesto contigo –comencé con la mayor seriedad que me fue posible– Me gustaría estar sólo nosotros dos por un año o dos y hacer lo que se nos venga en gana

-Pero, ¿y si…? –me interrumpió un tanto preocupada

-Pero –la interrumpí yo, tomando su mano– si te embarazas, nada me haría más feliz. No cambiaría nada. Además, tenemos la estabilidad suficiente para mantenerlo, aunque no fuera planeado. Yo sé que no nos hemos cuidado, pero ten por seguro que, pese a que no es la idea, sería un regalo extravagante.

-¿Estás seguro? –inquirió aun seria

-Te repito, nada me haría más feliz que tener un hijo contigo o una hija –le sonreí con seguridad. Alcancé su mejilla con mi mano y la acaricié con dulzura– Eres el amor de mi vida y contigo a mi lado, que venga lo que venga; además, siempre he querido cogerme a una embarazada… -ella rio ante el comentario.

-Estás loco –me dijo suspirando y volviéndose a recostar mirando hacia arriba perdida en sus pensamientos. No quise ahondar más en el tema. Simplemente le di un beso fugaz y me recosté también, pensando en lo que me había preguntado.

Fue una mañana tranquila y no hablamos mucho después de que ella planteara el asunto de los hijos. El hecho de estar lejos y que estuviéramos en un paraíso terrenal, ayudó y mucho. Aquel, fue un día tranquilo, sin nada que resaltar, salvo los paseos románticos que hicimos y las cursilerías melosas propias de una pareja de recién casados. Lo interesante, quizá, sucedió en la noche.

Fuimos a uno de los pintorescos bares de la zona (tiene por nombre el del primer planeta de nuestro sistema solar) y nos dispusimos, nuevamente, a otra noche de alcohol. Reímos y cenamos, aunque más importante, nos exhibíamos. Elena me tocaba el pantalón siempre que podía y yo, en arrebatos de lujuria, apretaba sus tetas o su culo con el mayor descaro posible. Ella se dejaba hacer pese a oponer cierta resistencia.

Yo estaba excitado a raudales y conforme íbamos ingiriendo alipús, nuestra inhibición iba en aumento. Y quizá fue, por este juego en el que nos encontrábamos, que no me percaté de nada a mi alrededor hasta que fue muy tarde.

Todas y cada una de las mujeres son, en extremo observadoras. Rara vez se les escapa algo. Entre sus múltiples cualidades está la de poder realizar diferentes acciones al mismo tiempo sin descuidar ninguna de ellas. Es por eso que soy un firme creyente de que se vive una injusticia día con día, puesto que, en muchísimos aspectos son muy superiores a nosotros, los hombres. Las vicisitudes que ellas enfrentan día con día son inimaginables para los hombres y es por eso que me alegro de ser uno. Quien diga que son el sexo débil, está muy equivocado. Creo que por eso nos complementamos perfectamente y creo que se debe de buscar la equidad.

Fue así que, en alguna parte de la velada, Elena había ligado con alguien más. No sé cómo explicarlo, puesto que no soy un tipo que frecuente bares o antros en busca de una conquista. Modestia aparte, las mujeres son las que me han buscado a mí toda mi vida. Los ligues, acostones de una noche y demás siempre habían sido con iniciativa por parte de ellas y yo nunca había movido un dedo, razón por la cual, cualquier neófito en las complejas artes del ligue de los tiempos actuales sería alguien muy superior a mi persona.

En retrospectiva, Elena se levantaba con frecuencia al baño. Mucho más de lo normal y, aunque en esos instantes yo lo achacaba al alcohol, pronto me di cuenta de que no era así. Fue cuando, en su séptimo u octavo viaje al inodoro que, mientras la esperaba, sin querer miré hacia la barra y la encontré platicando amenamente con otro hombre. Otro hombre que le estaba tocando la pierna descaradamente y la muy zorra lo permitía.

En primera instancia, explotó en mí una furia tan inmensa que creo me salió humo por todo el cuerpo. Al instante, recordé la petición que le había hecho cuando le pedí matrimonio. Pese a mi enojo, yo mismo me había buscado dicha situación. Y, como diríamos los mexicanos, tenía que “aguantar vara”. Así que, con resignación, me quedé sentado observando, notando como una parte del enojo que estaba instalado en mí se convertía en un oscuro morbo. Mi verga estaba parada, aunque se encontraba así debido al juego semi-exhibicionista que habíamos mantenido mi esposa y yo; no obstante, no se había bajado al notar su engaño descarado.

Pasaron cerca de cinco minutos donde ambos coqueteaban sin disimulo. El tipo tenía una de sus manos a dos centímetros de la vulva de mi mujer, mientras que con la otra sostenía su trago. Elena parecía divertida con la conversación y en una risa, dirigió su mirada hacia nuestra mesa. Durante un fugaz momento alcancé a vislumbrar una genuina preocupación en su semblante, pero casi al instante la mudó por una sonrisa obligada.

Siguieron platicando cerca de cinco minutos y después, ella se separó de él para dirigirse hacia mí. Tomó su bolso y se inclinó para despedirse. Al darme un beso en la mejilla me susurró:

-Más te vale que no me mandes a la chingada por esto, porque estoy haciendo lo que tú me pediste –se detuvo un segundo, donde lanzó un corto suspiro– Puedes llegar después de las dos de la mañana, no antes.

Y se fue del lugar del brazo de aquel imbécil. Yo me quedé plantado en la silla donde estaba. Incapaz de realizar algún movimiento o acción alguna. Estaba demasiado abrumado por la situación, que se me figuraba irreal. En plena luna de miel, mi recién confesada esposa se iba a meter a la cama con otro hombre. Lo peor de todo, era que fue por propia petición y consentimiento. Eso sí, no esperaba que fuese tan pronto, ni tan crudo.

Debo admitir que, pese a sentirme completamente rebasado, furioso e indignado, había algo que mantenía mi verga a tope. Mi erección no disminuía ni un ápice. Así que me quedé sentado sin saber qué hacer, acompañado con la zozobra y unos gigantescos cuernos que se me instalaban en la cabeza.

Tras un par de tragos más y cerca de una hora después, pedí la cuenta, pagué y me dirigí al pequeño hotel en el que nos hospedábamos, el cual se encontraba al pie de la laguna. Incapaz de acercarme siquiera a la habitación, me dirigí a un pequeño apartado un poco adentrado en la laguna, para sentarme en una de las sillas que ahí había y escenificar un cliché de tristeza o frustración y sumergirme en los oscuros pensamientos que me atormentaban. Para esos instantes, no estaba excitado.

No supe en qué momento Elena llegó a mi lado, pero era tarde, quizá las tres de la mañana. Me sorprendí de verla desnuda y roja como un tomate. Mi verga comenzaba a despertar.

-Me estaba empezando a preocupar –me dijo sentándose impúdicamente sobre mí y colocando sus brazos alrededor de mi cuello– Te estoy esperando desde hace más de una hora.

Le crucé con una cachetada el rostro. Estoy seguro que mi rostro evidenciaba mi molestia y enojo. Ella me miró, un tanto desconcertada, pero, a la vez, consciente de mi reacción. Así que, me sonrió tímidamente y agachó la mirada.

-¿Por lo menos te gustó? –pregunté después de unos minutos de silencio intentando aplacar mi ira y asumir las consecuencias de mis actos.

-Si, bastante –respondió aún con cabeza baja, pero alcancé a notar una sonrisa. Aquella respuesta y reacción fue un golpe más duro que cualquier vejación física que le hubiera proporcionado.

-¿Mejor que yo? –inquirí completamente dolido. Ella me miró y se puso completamente seria. Sus ojos expresaban dureza, pero a la vez comprensión.

-Vamos a dejar algo bien claro Pablo –comenzó firme y con sus manos tomó mi rostro– Tú eres el amor de mi vida. Nunca nadie va a ser mejor que tú. NADIE –sentenció con rotundidad y agregó:– Si en algún momento quieres retractarte, sólo tienes que decírmelo, porque me duele ver cómo estas ahorita.

-Elena

-Por eso me vine así, pese a que me cuesta mucho trabajo –me dijo en una súplica– para que veas que estoy dispuesta a todo por ti y que éste cuerpo es sólo tuyo –señaló todo su cuerpo y llevó una de mis manos a su vulva– Si tú me lo ordenas, dejo de hacerlo

Sin saber qué estaba haciendo, la besé. Con pasión, con amor y con odio. No quité mis dedos de su encharcado coño y con mi otra mano amasé con brío su trasero. Ella se dejaba hacer y correspondía mis besos con mucha, mucha deliciosa lengua.

Me incorporé, cargándola y la llevé a nuestra habitación. La aventé a la cama y me despojé de mis prendas. Me coloqué sobre ella y la besé nuevamente. La penetré en la posición de misionero durante un par de minutos, en los cuales no parábamos de besarnos. El ritmo era lento, pero constante, pese a que sus caderas me instaban a aumentarlo. Me despegué de ella y le ordené ponerse a cuatro. La penetré de un solo envite hasta los huevos y jalé de su cabello con fuerza para comenzar un ritmo frenético.

-Hoy me puedes hacer lo que quieras mi amor –soltó entre gemidos y como pudo, se movió de mi agarre para voltearme a ver– Si quieres puedes pasarte de cabrón. Hazme lo que se te antoje. Castígame.

-No necesitabas decírmelo puta –le solté con evidente enojo.

-Si, si necesito… ahhh… ahhh… decírtelo –objetó.

-¿Por qué necesitas decírmelo? –pregunté curioso.

-Porque quiero que quede claro que soy sólo tuya –dijo soportando mi rápido mete y saca.

-¿Entonces por qué te cogiste a otro, ZORRA? –le espeté y le solté una buena nalgada.

-Porque tú me lo pediste cabrón, porque quiero que me castigues y porque soy una puta que le encanta la verga –respondió con un descaro que no hizo más que excitarme más.

-¿Eres una qué? –pregunté con enojo.

-¡Una puta, una zorra, una güila! –exclamó con una sonrisa en el rostro.

-¿Te gusta mi verga puta? –le pregunté con una sonrisa malévola en el rostro.

-Me fascina mi amor.

-¡Pinche puta! –exclamé con furia y comencé a descargar fuertes golpes sobre su trasero mientras la seguía penetrando salvajemente.

Elena gemía de placer mientras yo me encontraba en el delicioso éxtasis de lastimarla. Debo reconocer que esos golpes eran demasiado fuertes y que, probablemente en otro momento me habría contenido con el fin de no lastimarla, pero en ese momento, de verdad quería hacerle daño. Es difícil explicar ésta paradoja, ya que, una parte de mi me instaba a contenerme o incluso a parar; sin embargo, había otra gran parte de mí que se gozaba con la tortura y más aún que ella estuviera completamente dispuesta a soportar cualquier sadismo de mi parte.

Así que, pese a mis reticencias interiores, seguí con la golpiza desmesurada sobre sus nalgas, sus muslos y pechos que, en ocasiones tomaba y laceraba. Ella jamás opuso resistencia y me dejó seguir. No tuve noción de cuánto tiempo duró aquello, pero no podía terminar, así que se la saqué de la vagina y me dispuse a penetrarla por el orto. Para mi placer, ella misma me abrió sus nalgas para facilitarme la entrada. Momentos después era su culo el perforado y la golpiza se había reanudado. También, en ocasiones tiraba fuertemente de su cabello para poder escupirle en el rostro. Mi esposa fue completamente sumisa y soportó todo aquello.

Al poco rato de taladrar inmisericordemente su ano me vine copiosamente en sus entrañas y le solté unas ultimas nalgadas para aventarla a la cama con desprecio, pese a que mi amor por ella no había disminuido ni un ápice. Ella cayó rendida, jadeante y visiblemente lastimada. Yo, me sentí un poco mal… sólo un poco. Pese a que seguía enojado, me encontraba un poco más calmado. Por inverosímil que parezca, seguía completamente firme, aunque había tenido uno de los mejores orgasmos de toda mi existencia. En esos momentos, yo también estaba asombrado, pero agradecí a mi cuerpo por aquella inusual condición y decidí aprovecharla.

Sin darle tiempo a reaccionar, me impelí sobre ella para penetrarla, ahora por el coño. Ella, para mi placer, se dejó hacer completamente. Sus ya marcadas nalgas aún se encontraban a mi merced, pero ahora también su rostro y sus tetas, debido a que se encontraba recostada sobre su lado izquierdo. Levanté un poco una de sus piernas y sin más la penetré. Volví a nalguearla duramente por unos instantes, para después propinarle dos buenas cachetadas que recibió con gusto. Pellizqué y estiré cruelmente sus pezones mientras la taladraba como un cavernícola en celo.

Me encontraba en un placer eufórico y mi aguante parecía no menguar. Además, me complacía enormemente que mi esposa se entregara de esa manera. La estaba lastimando y la estaba lastimando en serio. Había una contradicción dentro de mi ser, porque me dolía verla tan lastimada, con las nalgas amoratadas, la cara notablemente roja y una expresión de visible dolor. Pero disfrutaba con aquello. Me producía un placer enfermo, embriagante y oscuramente delicioso, al cual me abandoné. Un punto a mi favor era que la profusa humedad de su entrepierna y los pequeños (o grandes, no lo sé…) orgasmos que tenía en ocasiones, me impulsaban a seguir, pese a que sus gemidos ya no eran de placer, sino de auténtico dolor.

Quince minutos después de un incesante taladrado de su coño y una tremenda paliza en todos los puntos erógenos y no erógenos de su apetitoso cuerpo, yo seguía sin poder terminar. Sus nalgas y parte de sus muslos se habían tornado a un color morado rojizo, mientras que su rostro (lleno de lágrimas y mocos) se encontraba rojo, así como sus pechos, costillas y espalda. Le saqué la verga completamente empapada de sus jugos, pero aun apuntando al cielo.

Le ordené con despotismo me diera placer con su boca y sumisamente lo hizo. Le solté poco antes de que engullera mi miembro una sonora y fuerte cachetada que casi la hace desmayar, pero aguantó y obedeció sin rechistar. Recostada como estaba, le ordené abrir las piernas para así poder azotar su vulva. Increíblemente lo hizo.

Para el cuarto golpe, cerraba las piernas por instantes, pero mansamente las volvía a abrir, ofreciéndome así su intimidad sin despegar su boca de mi carajo. Recibió cerca de veinte golpes, todos ellos brutales; sin embargo, para esas instancias yo estaba a punto de correrme. Le inserté tres dedos en la vagina para proporcionarle algo de placer en medio de su dolor y ella lo agradeció. Le ordené aumentar el ritmo de la mamada y le dije que no quería que tragara nada, porque quería terminar en su rostro.

Un par de minutos después, ella estalló en un pequeño orgasmo e instantes después le llené la cara de lefa, la cual le ordené no limpiarse. Me recosté sobre la cama y, sin pedírselo, ella se acurrucó a mi lado, abrazándome. Nunca supe cuando me quedé dormido, pero su voz me despertó, casi al alba.

-¿Estás enojado? –preguntó con timidez.

-Estaba dormido –respondí con voz un poco pastosa. Cuando abrí los ojos la encontré tapada con una toalla y con el cabello húmedo, sentada al filo de la cama.

-Perdón… ¿quieres que te deje dormir? – volvió a preguntar con dulzura.

Cuando la vi, toda la euforia con que le solté la golpiza la noche anterior, se convirtió en verdadera culpa. Su rostro estaba ligeramente hinchado, pero lo suficiente para que se notase. En el pecho había marcas aun de mis manos y su piel se notaba visiblemente irritada. Su semblante era el de una mujer que está soportando aun el dolor. Me sentí terriblemente mal.

-Elena… No juegues –expresé con notable preocupación– Discúlpame, creo que me sobrepasé anoche

-Shhhhh –soltó con una sonrisa acercándose a mi e impidiéndome levantar colocando uno de sus dedos en mis labios para hacerme callar– Ayer fue una de las mejores noches de mi vida

-¡Pero mírate! –Exclamé– Fíjate como

-¿Y? –Se defendió un tanto indignada, pero aun sonriente– Vamos a aclarar de nuevo las cosas, ¿ok? –Mi mirada perpleja y preocupada fue suficiente, además de mi silencio para que continuara– Tú y nadie más que tú eres el amor de mi vida. Si cogí con otra persona fue porque tú me lo pediste, nada más. Pero si te molesta, yo no tengo absolutamente ningún problema en dejar de hacerlo. Me bastas tú y hasta me sobra. No necesito de nadie más.

-Pero… -alcancé a articular, pero me interrumpió

-¿Quieres que sea honesta? –preguntó con un pequeño deje de enojo, pero a la vez con dulzura. Asentí– Ayer disfruté y mucho coger con aquel cabrón y, ¿sabes qué? Lo volvería a hacer; sin embargo, no te llega ni a los talones. Y lo rico que sentí cuando me cogía no se compara con el placer que me das cuando lo hacemos. NADA QUE VER. Lo que siento cuando me coges va más allá del simple placer y si me preguntas qué es, no sabría explicarlo, pero, te repito, no se compara con nada ni con nadie.

-Pero Elena, mira como estas y cómo te dejé –le dije casi en súplica y con vergüenza

-¡Mi amor! –Me dijo sonriendo consoladoramente– Me encanta que me maltrates, entiéndelo. Soy una puta masoquista, ¿ok? –aquellas palabras, dichas tan naturalmente y sin ningún tipo de decoro, hicieron que mi pito comenzara a endurecerse– Ayer te pasaste de la raya y por mucho, pero si voy a ser honesta, me encantó. Obviamente no espero que lo hagas todos los días; sin embargo, esporádicamente no estaría mal

-¿Estás segura? –pregunté completamente incrédulo ante sus declaraciones. Para ser sincero, siempre me ha sorprendido.

-Por supuesto mi amor –respondió con un suspiro y agregó:- ahora yo quisiera que aclaremos bien las cosas. ¿Quieres seguir siendo un cornudo?

-¿Perdón? –seguía sin entenderla.

-Ayer te molestaste mucho por lo que pasó y no me digas que no, porque, incluso ahora sigues molesto. Eso no me gusta nada –sentenció. Tomó mi rostro entre sus manos y me besó lentamente– Te lo vuelvo a decir: si quieres que no lo haga, dímelo. Sabes que te puedo excitar de otras maneras y quiero que sepas que no necesitas de ningún pretexto para pegarme. Pégame cuando quieras, soy tuya. Pero en relación a lo otro

-Ya te dije lo que pienso –le corté con todo el tacto que me fue posible– me molesta mucho, pero también me excita. Es algo complicado

-Para mí también –concordó y se ajustó un poco el cabello. Se me quedó viendo un poco y después desvió la mirada para pensar un poco en lo que iba a decir– La verdad me gusta esta “libertad”. Sabes que soy… inquieta y muy caliente

-Una zorra –le interrumpí.

-Una zorra –me concedió sonriendo con lujuria, pero al instante me miró a los ojos completamente seria– Y te amo más por dejarme serlo. Pero por nada del mundo quiero perderte y si eso me hace perderte

-No me vas a perder Elena –le aseguré. Estaba completamente en confusión interna, pero la amaba con todo mi corazón, así que decidí ser honesto con ella– Discúlpame si me enojé y me comporté mal contigo. Lo de anoche fue

-¿Demasiado? –intentó adivinar, pero dio en el clavo.

-Creo que si… No sé qué decirte –me encontraba sin palabras– No te voy a decir que no me molesta o incomoda, porque te mentiría. No obstante, al mismo tiempo me excita, pero más importante, quiero hacerte feliz en cualquier manera que sea posible.

-Ya lo haces –me aseguró.

-Creo que lo mejor será que dejemos ese tema pendiente y nos concentremos en nosotros mismos –propuse.

-¿A qué te refieres?

-Quiero decir que, por el momento, no me engañes –le dije mirándola a los ojos.

-Por supuesto –convino alegre y se acurrucó junto a mí.

-Y si puedo añadir algo, discúlpame –agregué aún preocupado por su estado físico, que, dicho sea de paso, era deplorable– si hay algo que puedo hacer para curarte o

-Sólo ya no más golpes por un par de semanas –me tranquilizó y se incorporó para dirigirse hacia el baño nuevamente– también te pediría que me dejes descansar los hoyos unos días.

-Faltaba más mi amor –le aseguré, pero noté la mirada de ella que se posaba en mi inhiesto miembro, el cual intenté ocultar sin mucho éxito. Sonrió.

-¿Y eso? –preguntó divertida.

-No sé –atiné a decir.

-Bueno –dijo con picardía mientras se acercaba y se quitaba la toalla que cubría su desnudez– siempre se puede hacer una pequeña excepción.

-¿No te va a doler si lo hacemos? –Pregunté con miedo al ver con mis propios ojos el recuento de los daños en ese bello cuerpo– No te preocupes, se me baja en un ratito –intenté persuadirla, pues en realidad se veía bastante mal.

-Si la que quiere bajártelo soy yo –me dijo apartando la sábana que me cubría– además mi boca funciona perfectamente

Ese día, lo pasamos en un spa, comiendo y disfrutando de los hermosos paisajes de aquél paraíso terrenal. Al día siguiente volamos de regreso a la Ciudad de México para dejar listos los últimos detalles antes de partir hacia Tijuana.

Cerca de siete meses y toda una travesía después por fin nos encontrábamos instalados en la casa construida y diseñada por mi esposa. La verdad es que era una maravilla. Lujosa, sin ser ostentosa. Funcional y estéticamente muy agradable. Moderna y ecológica (esto último a petición mía). Yo mandé instalar paneles solares, un boiler solar y algunas cosas similares. En resumen, era un sueño. Sin embargo, la mayor sorpresa de la casa me la dio Elena el viernes de la primera semana que nos mudamos al, ahora, oficial “nidito de amor”.

Elena me esperaba en la asombrosa cocina con un 12 de indio recién abierto y completamente helado. Vestía el mismo vestido que le vi cuando le propuse matrimonio y alcancé a notar que, de nueva cuenta no llevaba bra.

-Hola mi amor –me saludó con una fuerte carga sexual en sus modos y su sonrisa-¿Cómo te fue en el trabajo?

-Cansado –respondí con una sonrisa curiosa– pero feliz de que sea viernes.

-Esa es la respuesta que esperaba escuchar –me dijo con lujuria. Se acercó a mí y me besó de una manera completamente indecente. Noté el sabor del alcohol en sus labios y lengua y no pude evitar sonreír- ¿Quieres que te quite lo cansado o que te canse más? –inmediatamente me volvió a besar.

-¿A qué debo esta cálida bienvenida? –pregunté en cuanto rompimos el beso, lo cual no fue sino hasta casi 3 minutos y mucha lengua después.

-Hoy te voy a dar una sorpresa –me soltó dándole un buen trago a su cerveza que estaba a medio acabar y tendiéndome una nueva.

-Pues más vale que incluya sexo, porque ese beso ya me prendió mi amor –le advertí juguetonamente mientras abría mi cerveza.

-Oh, claro que incluye sexo mi amor, mucho sexo para lo cual es que te voy a dar esto –me ofreció una pastilla de azul.

-¿Y esto? –pregunté confundido y, siendo honestos, un tanto ofendido.

-¿Confías en mí? –me preguntó sonriente.

-Mi amor, tú me puedes violar si quieres –le respondí.

-Es curioso que me des esa respuesta –dijo ahogando una carcajada– Entonces tómatela y ayúdame a ponerte esto –me ordenó y me tendió un pedazo de tela que inequívocamente tenía la función de taparme los ojos.

-Muy bien… -acepté no muy convencido del todo.

Tragué la pastilla y me coloqué la venda en los ojos. Mi visión se oscureció completamente y quedé a merced de mi esposa. Ella me volvió a besar con furor y lascivia. Me agarró el paquete por encima del pantalón y tomó mis manos con las suyas. Rompió el beso y me guio dulcemente hacia lo que, según mis cálculos era el cuarto de lavado. Escuché leves movimientos y un esfuerzo por parte suya, para después volver a tomar mi mano y guiarme en la oscuridad que me envolvía.

-Ten cuidado, hay escaleras –me previno y continuó con su guía.

Bajé cerca de diez escalones y me envolvió un silencio total. Si mis oídos de músico no me fallaban, estábamos en un cuarto a prueba de sonido (muy similar a lo que sucede cuando se entra a un estudio de grabación). Avanzamos unos cuantos pasos y me pidió que me quedase parado.

-¿Estás seguro que confías en mí? –me preguntó nuevamente, aunque, en esa ocasión, con un poco más de seriedad que me hizo dudar un poco; sin embargo, me dejé llevar y me abandoné a lo que pudiera suceder.

-Por supuesto Elena, soy completamente tuyo. –le aseguré un tanto nervioso.

-¿Seguro, seguro? –insistió.

-¡Oh pues…! -protesté– ¡que si chingada!

-Bueno, no hace falta que te enojes –me calmó y al notar que estaba por quitarme la venda me dijo– no mi amor, por favor no te la vayas a quitar hasta que yo te diga.

-¿Perdón? –dije un tanto indignado.

-Ándale, sígueme el juego un poco –me rogó.

-¿Qué piensas hacerme? –le pregunté y sonreí al creer conocer el lugar donde me encontraba.

Si mi intuición era correcta, nos encontrábamos en el sótano acondicionado para el disfrute sadomasoquista que le había ordenado construir. Ella fue muy misteriosa al respecto y no me permitió preguntar o ver nada, pero me aseguró que no había olvidado eso. Yo la dejé hacer confiando plenamente en sus conocimientos y gustos. Por lo tanto, al estar ahí, mi ansiedad enloqueció y moría por visualizar el resultado y, por supuesto, estrenarlo.

-Por favor, si te dejas hacer, te prometo que te va a gustar –me suplicó.

-Te recuerdo que yo quise hacer lo mismo cuando te pedí matrimonio y me lo impediste –le reproché.

-Ándale –rogó– Te prometo que se va a compensar mucho con la sorpresa que te tengo preparada –dijo y al oír mi suspiro negativo volvió al ataque– Ándale, ¿sí?

-Está bien –convine tras varios suspiros y después de meditarlo un par de minutos.

-Pero tienes que dejarte hacer y obedecerme un poquito, ¿va? –dijo en un tono aún de ruego, pero sabiéndose triunfante.

-Lo que sea, que sea ya –expresé tajante– si no, voy a cambiar de opinión.

-Ese es mi güey, carajo –expresó con alegría y orgullo.

-Más te vale que no te pases –le advertí con cierto temor.

-Son no más dos cositas y no más un ratito –soltó jubilosa y al escuchar eso me imaginé muchas cosas que hacían que un frío glaciar me recorriera la espalda– Quítate la camisa sin moverte la venda de los ojos –me ordenó y obedecí al instante.

-Listo.

-Ahora préstame tus manos.

Le tendí mis manos mientras escuchaba un sonido de cadenas moverse. Presa del pánico, me contuve y sostuve mi palabra, pese a que me encadenó a algún artefacto que me inmovilizó las manos y las mantenía estiradas hacia arriba.

-Ahora estás a mi merced –dijo con crueldad y justo cuando iba a protestar me interrumpió– pero no te preocupes mi amor, sólo quiero jugar un poco contigo y darte una sorpresa.

Se acercó a mí y me besó apasionadamente. Lentamente me fue besando la barbilla, el cuello, el pecho, hasta que llegó a mi pantalón. Suavemente lo desabrochó y me despojó de él, así como de mis zapatos y calcetines. Quedé en bóxer y con la verga apuntando al cielo. La tela me estorbaba. El hecho de no ver nada y que ella, conforme quitaba las prendas alternara besos y caricias, me estaba volviendo loco de placer. Era algo nuevo y delicioso. A veces me besaba la espalda y eso me hacía estremecer.

Había instantes en que se despegaba de mí. Me dejaba en la oscuridad total para después besarme el cuello o la espalda. Se volvía a despegar. Me dejaba sólo unos instantes o a veces minutos. Después sentía sus labios o sus manos nuevamente sobre mí. En ocasiones, me soltaba una buena nalgada. Yo disfrutaba enormemente con todo aquello.

-Ahora te voy a privar tantito de otro de tus sentidos –me previno.

Sin poder hacer nada para defenderme, me colocó unos tapones en los oídos. Fue en ese momento en que lo único que podía escuchar era el sonido de mi respiración y un vago murmullo ininteligible de sonidos que inequívocamente eran su voz.

-No escucho mucho –expresé. Escuché una respuesta, pero se percibía lejana y no alcanzaba a distinguir nada de lo que decía, sólo un sonido amortiguado y lejano, como cuando uno se encuentra bajo el agua.

Sin escucha y sin vista, me sentí completamente impotente. Era una sensación completamente tétrica y me percibía desprotegido. Estaba completamente vulnerable y a merced de lo que Elena quisiera hacer conmigo; sin embargo, hasta ahora su juego me agradaba. Mi verga estaba completamente parada, aunque no sabría decir si por la excitación o por el viagra que me había tomado. Quisiera pensar que por lo primero.

Un par de minutos después de absoluto silencio, sentí sus manos sobre mis caderas y me bajaron delicadamente el bóxer. Sus labios me besaron el pubis y los muslos. Me quedé completamente en pelotas. De pronto, me mordió una nalga. Protesté, pero no escuché nada. Sentí más besos y caricias de su parte en todo el cuerpo, hasta que hubo un momento en que engulló mi cipote.

Me la estuvo mamando cerca de tres minutos hasta que abruptamente se separó de mí. Pasaron un par de minutos y no escuchaba ni sentía nada. Después cinco minutos o quizá diez. No tengo idea de cuánto tiempo estuve así, pero se me hizo larguísima aquella espera completamente privado de mis dos principales sentidos. En ocasiones, pronunciaba su nombre, pero no obtuve respuesta en ninguna de ellas.

Después de un rato que me pareció eterno, sentí nuevamente sus manos sobre mi pecho y me besó. No pude contener un suspiro y un alivio inmenso. Sonreí, feliz de que nuevamente estuviera a mi lado. Con cuidado, pero de manera rápida me quitó los tapones de mis oídos.

-¿Cómo vas mi amor? –me preguntó.

-¿A dónde te habías ido? –pregunté suspirando.

-A ningún lado –respondió y sentí sus manos en mi verga, la cual comenzó a pajear.

-¿Es ésta la sorpresa que me tenías planeada? –inquirí.

-Una parte –confesó y sentía su aliento cerca de mi oreja.

-¿Cómo que una parte? –pregunté sonriente y aunque no hubiese estado inmovilizado, me habría dejado hacer. Estaba muy excitado.

-Antes, quiero que me contestes una pregunta –me dijo cambiando de postura y separándose de mí. Escuché sus pasos y movimiento detrás de mí.- ¿Me has engañado?

-¿Qué?

Un fuego lacerante, duro y profundo surcó mis glúteos. Adiviné por el sonido que se trataba de un látigo o algo similar.

-Respóndeme, ¿me has engañado? –me preguntó nuevamente.

-No –respondí, pero al instante sentí otro nuevo latigazo sobre mis nalgas. Vaya que dolía.

-¿Estás seguro? ¿Ni una sola vez? –preguntó nuevamente.

-Nunca –expresé casi en un grito, pero recibí otro buen latigazo.

-¿Seguro? –volvió a indagar.

-Elena, nunca te he engañado –le aseguré con cierta rabia– Y si sigues, cuando me desates de aquí, te voy a dejar las nalgas sangrando. ¡Zas! Otro latigazo, ésta vez más fuerte.

-¿Eso es una amenaza? –preguntó y soltó una tanda de tres latigazos que me hicieron sollozar como una niña.

-Es una maldita promesa –le dije completamente furioso y respirando agitadamente.

-Pues más te vale que la cumplas cabrón –me dijo y me besó con pasión– Pero antes, respóndeme con la verdad, ¿me engañaste?

-¡Que no carajo! No te he engañado –le espeté y sentí como una de sus manos acariciaban mi mejilla, mientras que la otra sobaba mi dolorido culo- ¿Por qué lo dudas?

-No lo dudo mi amor, lo sé –me tranquilizó y lo que me dijo después hizo que todo aquello valiera la pena:- pero hoy quiero que lo hagas.

Sin darme tiempo a reaccionar, me besó nuevamente. Se despegó de mí y me colocó un dedo en los labios para indicarme que me quedase callado. Después la sentí abrazarme por la espalda y al instante me cubrió de besos y caricias dulces. Elena se encontraba besando mi espalda y acariciando mis nalgas con ambas manos, cuando, de pronto, sentí otra mano en mi verga. Me paralicé en el acto e instantes después unos labios besaban mi inhiesto miembro.

En ese momento, los labios de Elena se acercaron a mi oreja, haciéndome cosquillas y me susurró con la voz más sexy que pude haber escuchado en mi vida:

-Ésta, mi amor, es mi sorpresa para ti.

Elena me quitó la venda de los ojos y encontré a una mujer mamándome la verga, completamente desnuda y a Elena, mi esposa, besándome el cuello y apretándome las nalgas.

CONTINUARÁ