Lo que ocultan las vetustas paredes
Una casa solariega es testigo de un encuentro inesperado...
Lo que ocultan las vetustas paredes
Había acudido al Gran Salón convocado por la fiesta sorpresa que le íbamos a ofrecer a un amigo. Cumplía 25 y habíamos decidido darle una buena muestra de nuestra amistad en forma de reunión, a la que cada uno contribuiría con su particular dosis de comida y bebida. Como era de esperar, la comida, salvo cocinadas excepciones, constituyó un repertorio recurrente de patatas embolsadas, embutidos y aperitivos varios. La bebida sí que hizo honor al sábado noche que estaba por abrirse y que los más animados queríamos explorar. La reunión, así, podía convertirse para quien quisiera en la antesala de la fiesta.
Carlos, el homenajeado, llegó completamente engañado por su novia. A diferencia de otros engaños de los que éramos sabedores, esta vez estar en la inopia estaba legitimado y bien servido. La velada transcurrió bajo los parámetros típicos de cualquier reunión social que reúne segmentos de la vida de una persona que por lo demás -el resto del tiempo- suelen estar desconocedores del resto. Estos retales heterogéneos se agruparon en grupos de afinidad y conocidos, previamente amalgamados en grupos de la escuela, la carrera, el fútbol. Solo el protagonista y algunas personas transversales viajaron de un lado a otro de la estancia, de uno a otro corrillo.
Las primeras deserciones empezaron apenas al de una hora, y la sangría no paró hasta que el núcleo continuador optamos por agrupar a los últimos supervivientes y dar la reunión por cerrada.
Bueno, ¿y ahora qué hacemos? - se oyó decir.
Pues vamos para el puerto, ¿no? - respondió directamente Alba.
Yo también creo que es lo mejor, que si no nos apalancamos - apoyó otra voz impacientemente
Todavía es muy pronto [eran las doce de la noche], yo iría a privar a algún sitio para coger el puntillo y luego, sí, ir a bailar a los tugurios - recurrió Pablo
Sí, creo que es lo mejor, así no gastamos tanto que ando flojo de pasta -terció, por su lado, Álvaro.
Tras unos primeros instantes de confusión y murmuraciones, al final nos escindimos en dos direcciones: quienes queríamos ponernos a tono por nuestra cuenta y quienes querían que les sirviesen la borrachera en caros cubatas. Tras despedirnos y prometernos difusamente encontrarnos en el puerto nos encaminamos hacia la casa de Paula, que se había ofrecido para guarecernos mientras bebíamos. Era febrero y el ofrecimiento de un refugio se agradecía.
Tengo un par de botellas de vino y una botella de ginebra empezada. En realidad, mi familia tiene ese alcohol. Pero no creo que lo echen en falta. ¿Llegará, no? - me lo decía sonriendo. Miré al grupo y conté 5 personas: Pablo, Álvaro, Blanca, Paula y yo mismo.
Sí, ese pequeño arsenal será suficiente -confirmé animado, después de revisar que mis números cuadraban. A pesar de no haber bebido mucho en la fiesta ya me notaba un poco mareado.
La casa de Paula es una caserón solariego, privilegiadamente enclavado en el centro de la ciudad. A mí siempre me había impresionado su patio central, las escaleras que suben, la piedra de sillería que remata cada rincón. Paula nos dijo que mejor bebiéramos en la escalera, que en la casa no vivía nadie, y que visto lo trastos que nos ponemos con la bebida mejor no arriesgarse. Ninguno objetó; al fin y al cabo estábamos acostumbrados a hacer botellón en escaleras.
La preparatoria de la fiesta iba de lujo. Reíamos y charlábamos estentóreamente a partes iguales. En una de esas deslicé a Paula una confidencia que tenía pendiente.
Siempre he querido visitar el interior de la casa. Las habitaciones, con esos muebles añejos y esas antiquísimas paredes que han visto cruzar tantas vidas.
¿En serio? -exclamó sorprendida Paula- Nunca lo había pensado... Claro, para mí es algo habitual y ya lo conozco. ¿Pero tú nunca has estado dentro?
Hice memoria y dije que no. Por la aparente contrariedad de Paula le expliqué que quizá las otras personas sí que habían estado, pero que recordara que yo estudié fuera la carrera y me perdí muchas noches de fiesta y/o eventuales visitas guiadas a las dependencias de la familia Clara-Ribó. Paula se carcajeó por la solemnidad que le había dado a su patrimonio. Imagino que mis gestos en demasía afectados influyeron. Se levantó y ofreciéndome el brazo me dijo:
- Pues si me da el gusto de acompañarme... - con esa sonrisa sempiterna que tanto me agrada.
Yo la correspondí agarrando su brazo a sus vez y nos encaminamos hacia las habitaciones mientras confirmábamos que, en efecto, el resto no tenía interés en repetir la incursión al interior polvoriento del caserón. Paula me guió con destreza a través de los salones, cocinas (había más de una), recibidores, que contenían las alas del edificio. Fuimos rodeando el esqueleto hueco del edificio, atravesando más y más estancias, con la dulce voz de Paula dándome algunas explicaciones -tampoco ella sabía con detalle la historia del mobiliario o las piezas restantes- sobre la marcha. La oscuridad era total, hasta que mi cicerone particular acertaba con el interruptor y una luz amarillenta nos iluminaba, haciendo visibles paredes y sillones, mesas y aparadores.
Me sentía como en una película, yendo a través de la penumbra, con el cuerpo de Paula delante y esperando pacientemente delante de cada puerta, a que encontrara la llave adecuada en el manojo. A lo lejos escuchábamos las risas y comentarios de nuestros compañeros, aumentados en espiral por la geometría del patio que esparcía sus voces en derredor. Esa sensación de alejamiento, junto con el embotamiento que la ginebra ya me empezaba a producir, hacía que mis sentidos estuvieran acolchados, como entumecidos, mientras que el embrujo del caserón y el suave compás del itinerario de Paula me cautivaban. El suave compás de... su cuerpo. En la débil luz de las cansadas bombillas, su silueta se movía como en un espejismo: unos vaqueros holgados, un jersey de lana verde bañado por la cascada de su ondulado cabello marrón trufado de negras haces. Me encontraba, en verdad, embelesado por la situación... y por ella. Me costó admitirlo, pero ella y no únicamente el silencio que creaba una atmósfera irreal, me provocaban un ligero desvanecimiento, y me sentía flotar. Y entonces sucedió, de un modo natural, como de transición.
En uno de los rellanos que daban a la siguiente habitación, bajo el marco de la puerta, ella se giró y me encaró de frente. Tras de sí se extendía una alfombra de impenetrable oscuridad. No me dijo nada, no abrió un cuadro de diálogo en el que empezara hablándome, "Juan, acércate". Simplemente se acercó ella, con esa amplia sonrisa y la mirada fija, decidida. Un ligero temblor en el labio superior parecía denotar cierto nerviosismo, pero su cuerpo permanecía relajado, trasuntando una tranquilidad que también me transmitió cuando finalmente aproximó su rostro y yo descendí el mío para compensar la altura que nos separaba.
Fue un beso largo, sostenido, en el que nuestras lenguas se emplearon con dedicación, buscando los recovecos y explorando las interioridades de las bocas, igual que nuestros cuerpos recorrían la casa vacía. Seguíamos el itinerario del paladar, con los ojos cerrados, reproduciendo nuestro discurrir en la oscuridad, ahora bucal. Mis manos atraparon sus caderas y la atraje fuertemente hacia mí, para que sintiera el peso de su cuerpo y ella experimentará el deseo de mi ardiente volumen. Nos restregamos y buscamos un punto de apoyo. Dudamos entre un sillón tapizado de verde con flores amarillas y una pequeña repisa que hacía las veces de encimera. Me decidí por la encimera, me apetecía tenerla a esa altura y bajo ese dominio. La coloqué en frente de mí, sentada, y ella con sus piernas me aprisionó la espalda y empujó mi vientre hacia delante. Seguí besándola con fruición, le mordí el labio, le succioné la barbilla. La atraje firme hacia mí y me pegué fuertemente a ella, dejando que la dureza, que hacía rato había dejado de ser incipiente, impactara en su entrepierna. Un leve gemido por su parte acusó el golpe.
Rápidamente, sin darle tiempo a reaccionar, comencé a desvestirla. Su respiración era agitada, su cuerpo temblaba, sus gestos me invitaban y sus manos empezaron a auscultar mis bajos. Por un momento me detuve, la deje a medio desnudar, con su camisa abierta y deslizada sobre sus brazos y sus pechos aún aprisionados bajo su sujetador. Me detuve para dejar que su mano trabajase mi paquete, para notar con todos mis sentidos y en toda su intensidad la experta manera en la que masajeaba mis huevos y mantenía mi erección dura como el acero. Al rato continué con la tarea, con una pizca de furia animal, absolutamente caliente. Proseguí desvistiéndola hasta dejar sus preciosos y consistentes pechos libres, a la altura de mis ojos con tan solo agacharme un poco. Comencé a acariciarle las tetas, apretando en torno a la aureola y, tras conseguir la dureza deseada, me las metí en la boca, una por una, chupándolas con gusto. Paulo dejó caer la cabeza hacia atrás, dejando que yo hiciera esta vez. Sus manos me agarraban la cabeza con pasión y la presionaban hacia abajo. Yo me resistía y continuaba la labor de acariciar con lengüetazos precisos los contornos y los núcleos de sus pechos. Rendida, dejó que continuara con mi esmerado cometido. Cuando juzgué que los pezones me mostraban la dureza deseada, jugué con ellas con mis dedos, apretujándolas con suavidad, encerrándolas entre dos dedos para después continuar rodeando la aureola y comprimir todo el volumen de su teta.
Acto seguido, me coloqué detrás de ella -me encanta esta posición para tantas cosas- y la empujé hasta topar de nuevo con la encimera. Entonces me deshice de mis pantalones, primero, y luego hice lo propio con los suyos. Dejé que mi pene erecto, que ya dejaba ver una mancha de ansiosa humedad, se colocara fuertemente entre sus nalgas y proyectara un camino hacia su interior. Ella abrió las piernas para sentir mejor ese contacto y el glande se adentró hacia su ano tanto como se lo permitió la tela; aun encima de la ropa se impulsaba hacia dentro. Tras ese jugueteo la atraje contra mí y metí mi mano derecha, la que mejor controlo, en el interior de su braga, buscando su chorreante -se intuía por el denso líquido transparente que impregnaba el tejido- vagina, para a continuación masajear poco a poco su clítoris. Mientras me empleaba en su pequeña y jugosa prominencia, mordisqueaba su cuello, provocando que se le erizase la piel y los pelos. Me agrado comprobar que los pelos de su vulva también habían acusado la incursión de mis dientes.
Proseguí manejando, a ratos en círculos, a ratos arriba abajo, presionando a derecha e izquierda, mis dedos en torno el clítoris, enjuagándolo de vez en cuando con la afluencia que desprendía la vagina. Cuando paraba en el clítoris bajaba, apenas, y separaba los labios en busca de las gotitas que se deslizaban por su obertura. Continué masajeándola a buen ritmo, mientras ella se estremecía entre mis brazos.
Encendido el deseo y otras durezas, la aparte y me quedé fijamente mirándola. Sus ojos estaban medio desquiciados, en medio de un ritual que no quería parar y en el que quería permanecer el mayor tiempo posible. Se dirigió hacia mí y mientras no me quitaba la mirada de la cara -aderezada con una sonrisa pícara e insinuante- me agarró la polla y empezó a manosearla, auscultándola detenidamente. Yo estaba a cien, con los huevos duros como la piedra. Parece que percibió mi mirada suplicante, ya que instantes más tarde se arrodilló y me bajó de un tirón el calzoncillo.
Después comenzó a trabajarme el miembro con delicadeza, pasándome la lengua arriba y abajo, con especial atención en el glande, el cual rodeaba con la boca y oprimía suavemente. Sus labios (superiores) succionaban mi pene y sorbían los jugos que dejaba emanar. Con las manos me acariciaba los testículos y apretaba con dureza la base de mi polla. Siguió así un rato, hasta que pedí que parara, pues quería penetrarla un rato y estaba pronto a explotar.
Paula sonríe. Se quita las bragas con una parsimonia espantosa mientras continua rodeando y tirando de mi polla para que no pierda un ápice de su dureza. Una vez desnuda, se reclina ligeramente hacia delante, con la espalda arqueada y el culo imperceptiblemente levantado, ofreciéndome la deliciosa entrada de su vagina. Ella observa con la cabeza girada, pero antes de que llegué a su trasero, Paula nota mi vanguardia antes que mi presencia. Me preparo para acometerla por detrás, empalarla con fuerza contra la encimera, hacer que me cabalgue. Me coloco justo a la altura en la que sus dos nalgas están separadas, zarandeo mi polla y le golpeó una nalga. Paula gime. Voy acercándome más y voy abriendo camino con mi polla, mis manos, por ahora, no actúan, y dejo que sean la dureza y el grosor de mi erección quienes marquen la ruta. Con el impulso de las caderas y la determinación de la rigidez de mi pene, que erguida como piedra avanza, va entrando fácilmente, centímetro a centímetro. Ambos gemimos a cada palmo que se adentra. Finalmente mis huevos hacen de tope y me desparramó encima de ella, llevando mi mano a esos hermosos pechos y bajando hacia sus interioridades. Ella va abriendo inconscientemente las piernas, para dar salida a la comezón que la domina. Embisto duramente y ella se dobla para recibirme aún más. Ahora sí, la cojo por las tersas caderas, firmemente, y me dedico a meter y sacar mi polla con rapidez. Lo alterno con retrocesos en las que saco la polla del todo, juego con la punta en su ano y vagina y cuando sus súplicas se agudizan la vuelvo a meter de súbito. Mi miembro está palpitante, a punto, así que después de una arremetida la saco, y apuntándola a la espalda y a su precioso culo, la riego enterita. Mi cálido licor resbala por su espalda y ella sonríe exhausta.
Pero todavía no ha acabado. De modo que me hace ponerme de cuclillas y pasó la lengua, paciente y sabiamente, por esos confines tan suculentos. Voy palpando y calcando con mi lengua las formas, prominencias, rugosidades, aberturas, sumideros de las que está constituida. Lamo su clítoris mientras al mismo tiempo introduzco dos dedos en su vagina y los muevo acompasadamente. Paula no tarda en llegar, acaba en mi boca.
Nos acariciamos y compartimos una sonrisa. Nos recomponemos, nos vestimos, ponemos todo en orden y nos disponemos a salir para reunirnos con nuestros amigos. En principio parece que no sospechan nada...
¿Ha ido bien la visita? - pregunta Pablo
Mejor de lo que pensamos... -respondemos al unísono