Lo que nunca jamás sucedió. Parte I: La mascota.

La cómoda y apacible vida de un hombre aburrido y corriente se desmorona como un castillo de naipes cuando, inesperadamente, descubre unos instintos y ansias de Dominación. Su mejor amigo tiene una sorpresa para él: una mascota que se va a convertir en la obsesión de sus fantasías. De sus Demonios.

LO QUE NUNCA JAMÁS SUCEDIÓ

PARTE I: LA MASCOTA

Me llamo Darío y me considero un tipo de lo más corriente. Tengo 38 años. Soy Director Financiero de una empresa mediana, llevo más de 10 años trabajando allí y, por mi profesión, bien podría decirse que soy más bien aburrido. Un auténtico muermo, para qué os voy a engañar. No destaco precisamente por mis elevadas pasiones, ni espíritu aventurero y, aunque siempre he sido algo ambicioso, esforzándome por estar a la altura de lo que se espera de mí, me he dejado aletargar por la cadencia de una seguridad firmemente construida con pasos cuidadosamente decididos por otros, que me han regalado una estabilidad laboral, económica y, en general, una rutina bien definida que me mantiene, más o menos, feliz.

En general, mi vida ha sido, como yo, corriente. Tuve la suerte de nacer y crecer en una familia con más o menos fortuna, creada por mi abuelo desde mediados del s. XX cuando su pequeña fábrica de cables de cobre fue creciendo cada vez más a medida que la demanda de la progresión tecnológica lo requería. Un negocio seguro, como los valores en los que invertía su creciente patrimonio: sin riesgos, sin apostar más de la cuenta y ganando siempre “al merme”. Mis padres son afables y estrictos, en su justa medida, tanto conmigo como con mis dos hermanos. Soy el segundo, así que tampoco puede decirse que destacara en afectos o atenciones. Me llevaron a colegios de pago de educación firmemente católica, una carrera de Dirección y Administración de empresas decidida antes incluso de elegir itinerario en bachillerato, Máster en Estados Unidos donde, además de aprender de negocios, pude disfrutar, sin peligro, de algunas borracheras y noches de cierto descontrol, aunque mis gastos me los pagaba yo mismo trabajando de camarero, hice algunas prácticas al volver a España, luego obtuve un puesto en un banco que cerró en el año 2009 y, desde entones, gracias a los contactos de mi familia, me colocaron en mi trabajo actual.

Mis relaciones con las mujeres han sido acordes con el resto de mi vida: fabricadas sobre la base de “lo que debe ser”, que decía mi abuelo, de un frenesí empíricamente controlado, escalando uno a uno los niveles que se espera de un joven burgués de “familia bien”. Con Claudia llegué lo más lejos que se podía esperar en nuestra relación: 7 años de novios, 4 de ellos viviendo juntos en una dinámica controlada por nuestras correspondientes obligaciones y, cuando llegó aquello que podría llamarse el momento que tocaba, hablamos desapasionadamente de casarnos, mientras comíamos palomitas en nuestro sofá, en pijama, viendo Netflix un sábado por la noche.

Lo dicho, soy un tío corriente. Podría decirse que mi vida podría ser la de muchos cualquieras, cambiando apenas algunos lujos de los que no he hecho mérito alguno para conseguir.

Pero hace 6 meses todo eso cambió. Mis proyectos perfectamente trazados por esa línea recta que ha sido mi trayectoria vital se desmontaron cuando Claudia, mi casi prometida, me esperaba un día a la vuelta del trabajo con las maletas hechas, la luz tenue y una expresión en el rostro que pretendía demostrar un arrepentimiento que no sentía.

“Lo siento, Darío, eres un hombre muy bueno, demasiado bueno. Eres mi mejor amigo, una gran compañía… pero yo no estoy en el momento que tú necesitas. Necesito vivir, necesito locuras, necesito salir y exprimir mi juventud mientras me quede. Necesito aventuras. No sé… si nos casamos todo va a ser igual que ahora, tendremos hijos y, de repente, toda mi vida habrá pasado ante mis ojos sin haber podido vivirla. Quiero pasión, quiero hablar de fantasías sexuales con desconocidos y salir corriendo de un restaurante porque nos han pillado metiéndonos mano. O follando como leones en el baño. Lo nuestro es tan metódico y aburrido que, sólo con pensar que todo mi futuro va a ser así, me cuesta respirar. Todo en ti es tan previsible… que no queda espacio para la emoción. Tú eres feliz así, pero yo no… Creo que he descubierto que dentro de mí hay fuego y que contigo se va ahogar. El sexo es igual de previsible que el resto de nuestra vida en común… no hay juego, ni psicología que me excite, ni sorpresas. Y creo que necesito eso. Quiero decirte que no has hecho nada malo, todo lo contrario, siempre has sido un caballero conmigo… pero me he dado cuenta de que, además de a un caballero, también quiero a un demonio que alimente mi fuego”.

Después de esperar un par de minutos, en un incómodo silencio, una réplica que nunca llegó (pues yo me quedé ahí como un lelo asimilando todo lo que me acababa de decir), me dio un suave beso en los labios, cogió sus maletas y, sin más, tras ese “no eres tú, soy yo” de manual, se fue. Acababa de elegir su anillo de compromiso esa misma tarde, un diamante de 10 quilates engarzado en oro blanco. Como debe ser. Pretendía llevarla a un restaurante elegante y discreto. Como debe ser. Ponérselo en el dedo después de un discurso con el romanticismo justo. Como debe ser. Hablar con su padre. Como debe ser. Comunicárselo a los míos. Como debe ser. Brindar ambas familias con champagne, dejando los preparativos a las madres. Como debe ser.

Pero ese categórico discurso me dejó absolutamente descolocado. Era la primera vez que algo no encajaba en esa rutina cadenciosa que era mi vida y que tan bien hilada estaba. No supe reaccionar. De hecho, no dije nada (¿qué podía decir?). No fui detrás de ella a buscarla, no me enfadé ni monté en cólera (mi carácter también era muy templado, en general). Creo que, de hecho, casi ni la eché de menos. Únicamente me dejó huérfano de una parte de mi vida que era “como debía ser” y que, de pronto, había creado un hueco inesperado.

¿Quiere a un demonio que alimente su fuego? ¿Pero de qué fuego me estaba hablando? ¿Tan previsible soy? ¿Soy aburrido? Nunca había tenido que hacerme esas preguntas. Yo creía estar dándole todo lo que necesitaba a nuestra relación. Cenas con amigos; viajes de vacaciones a las Islas Griegas, Bali o las Maldivas; regalos caros para su cumpleaños. Hacíamos el amor lo que, yo creía, era cierta frecuencia (casi todos los fines de semana). Nunca me había pedido nada más allá, yo creía que disfrutaba conmigo y yo, más o menos, disfrutaba en el sexo. Nunca me había preocupado mucho por eso. En realidad, nunca me había preocupado mucho por las pasiones, creía que los instintos debían quedar cubiertos tan sólo en las cuestiones más básicas, pero nunca había tenido demasiadas inquietudes encaminadas a experimentar en demasía en el plano sexual. Yo creía que el sexo era algo bastante sencillo.

Poco tiempo después me enteré de que, antes incluso de esa noche, se estaba viendo con un relaciones públicas de una conocida discoteca que, según contaban, tenía fama de montar fiestas memorables en su casa y de “ser un semental”. ¿Un semental? ¿Qué carajo significaba eso? ¿De verdad Claudia, la dulce Claudia, la perfecta nuera de mi madre (al margen de mi cuñada que ya le había dado tres nietos), quería a un semental?

Según me contaba la mujer de un amigo en común, nunca se la había visto tan radiante. Había cogido una excedencia en su trabajo y pretendía irse con su nuevo amante a abrir un casino en Las Vegas. Yo no salía de mi asombro.

Todo lo que estaba viviendo había desmoronado mi ordenada existencia como si de un castillo de naipes se tratara y me hizo cuestionarme todo a mi alrededor. E incluso a mí mismo. En realidad no me sentía dolido, me sentía desconcertado. No me habían preparado para encajar aquello con lo que no estaba previamente organizado para mí y empecé a pensar si, en realidad, lo que “debía ser” era real. Si podía ser de otra manera.

Mi familia, como era de esperar, me instó a pedirle perdón pese a que no tenía muy claro por qué debía disculparme exactamente. Yo sólo había hecho lo que me habían enseñado a hacer y eso lo había hecho muy bien. “Da igual, hijo, cómprale flores y pídele perdón hasta que vuelva. Porque volverá, eso está claro” me decía mi madre. Yo la escuchaba, aún en mi estado de conmoción y, por supuesto, le hice caso. Le pedí perdón con flores, bombones y regalos que elegía mi secretaria y que mermaban mi tarjeta sin límite de crédito. Pero ella los devolvió todos con una simple nota: “No pidas perdón si ni siquiera sabes por qué lo haces. Y, créeme, no tienes que hacerlo. Tú serás más feliz sin mí y yo soy mucho más feliz que nunca. Adiós, Darío”.

Y, así, dejé de hacerle caso a mi madre por primera vez en mi vida. Y a mi abuelo. Me pedí vacaciones y me fui a mi apartamento de la playa en pleno mes de marzo para tomar distancia de todo. Quería alejarme, preguntarme, desmembrarme, cuestionarme, construirme, conocerme. Llegué a la conclusión de que, en realidad, no me conocía. Y, de repente, me dio por el porno. Lógicamente soy un hombre… no era ningún puritano y, como cualquier adolescente, en su día escondía revistas que nos pasábamos de contrabando en el colegio, admirando con curiosidad pueril aquellos cuerpos que me incitaban a explorarlos de tenerlos delante. Pero nunca había estimulado mi imaginación ni me había preguntado qué estímulos activaban la sangre que irrigaba cierto miembro de mi anatomía. Es más, jamás me había planteado que esos estímulos no fueran únicamente físicos, sino que pudieran ser psicológicos. ¿La psicología excitaba? ¡Menudo disparate!

Los primeros días tras nuestra ruptura definitiva me dediqué a convencerme de que Claudia estaba loca, que le había dado una crisis pasajera. Que, lógicamente, volvería a mí y yo la acogería mansamente. Mi orgullo era tan templado como mi carácter. ¿Quién le iba a dar lo que yo podía ofrecerle? Hacíamos la pareja perfecta. Pero, a medida que pasaba el tiempo y, sobre todo, cuando ella se mudó a Las Vegas con su nuevo novio, con quien se casó a la semana de llegar allí, algo dentro de mí hizo “click”.

Reconstruí en mi mente las palabras con las que me dejó. Las repasé una y otra vez. Las desgrané como desgranaba los números en el trabajo. Las analicé desde otro prisma y, un buen día, me dio por investigar.

Como adelantaba, todo se desencadenó cuando un buen día me dio por ver porno aislado en mi casa de la playa. Empecé por ahí porque lo consideré lo más lógico. Necesitaba ver con mis ojos si, como me había hecho creer mi ex, era un mal amante. De acuerdo que los miembros eran bastante más grandes que el mío, aunque tampoco es que tuviera una inseguridad con mi volumen. “Little brunette loves anal sex”, el título prometía. Había probado el sexo anal en mi época de la universidad, pero Claudia me parecía tan etérea (al fin y al cabo iba a ser la madre de mis hijos, o eso creía yo) que hacer eso con ella me parecía mancillarla. No encajaba en ese lema repetitivo del “como debía ser”.

Me recosté a ver el vídeo porno de esa página que había escogido al azar, como quien visualiza una película de sobremesa. La muchacha era mucho más natural que la mayoría de actrices, con sus curvas, y eso me gustó, no me entusiasman los cánones imposibles de mujeres fabricadas por y para “el consumo”. No me identificaba con ello ni iba a participar en su beneficio. El protagonista, lo mismo: cuerpo cultivado pero sin exceso ni artificio y con un pene de un tamaño más cercano a lo que podría definirse como grande pero dentro de lo normal.

El primer latigazo a mi deseo llegó cuando la chica empezó a suplicar. Se encontraba a cuatro patas, sobre una cama, con el trasero totalmente levantado, las manos estiradas sobre su cabeza y movía sus caderas mientras su pareja de escena estimulaba su clítoris con un artilugio en forma de micrófono. Cada vez que enfocaban el rostro de la muchacha, parecía que se transportaba a un placer inexplicable. Me llamó la atención ese cacharro que la hacía gemir como una loca. Como podrán suponer, yo jamás había practicado con juguetes sexuales…

Entonces el chico paró. La muchacha pedía más con su cuerpo, jadeante, expectante, disfrutando y sufriendo a la vez en su bruma de placer. Su amante volvió a acercar a su sexo el juguete que, por el sonido que emitía, parecía que le había bajado la intensidad. Lo posó sobre su coño y ella parecía querer alcanzar algún lugar que apenas era capaz de rozar. “Please, please… please…” repetía una y otra vez. El cuerpo de la chica se movía alternativamente, meneando sus caderas al ritmo de sus reclamos que emitía con la voz entrecortada por sus jadeos. El chico sonreía, viendo como la joven se deshacía en sus manos. Tenía esa expresión que tiene aquel que sabe que, en ese momento, podría pedirle cualquier cosa que ella accedería sin pensar siquiera a qué había accedido con tal de conseguir el alivio que su cuerpo reclamaba a gritos.

Ella estaba perlada de sudor pero, en ese delicioso sufrimiento, me pareció la mujer más bella del mundo en cuanto la cámara enfocó su cara y, a la vez, a su hombre detrás llevándola al límite de la lujuria. Y, de nuevo, se detuvo. Ella gritó una vez más. Frustrada. Yo estaba hipnotizado viendo el rostro de la muchacha, sus labios entreabiertos y trémulos, su voz suplicante.

El chico dejó el juguete a un lado y se cogió su polla para dirigirla, alternativamente, a su entrada delantera y trasera. Ella seguía moviendo sus caderas deseando la culminación del acoplamiento de sus cuerpos, mientras ese miembro, que no tenía prisa ninguna, se dedicaba a rodear la entrada de un coño empapado, goteando incluso, entrando ligeramente cada vez que una nueva súplica escapaba de la boca de la chica… me parecía tan erótico oírla suplicar por ser follada que creí imposible que algo así pudiera lograrse. Nunca había estado tan empalmado. Pero estaba tan concentrado en todo lo que sucedía en esa escena que se retransmitía ante mis ojos que ni siquiera pensaba en tocarme, quería saber qué venía después.

Amenazante, la polla del hombre se posó sobre la entrada de su grupa y claramente se pudo observar como la mujer encogía su cuerpo, pretendiendo impedir su avance con una resistencia que, como se podía ver en su cara, no era tal. Y, de repente, me llegó el segundo latigazo, directo a mi erección que, llegado a ese punto, ya amenazaba con romper mi slip.

Un fuerte azote en la inmaculada piel de ese perfecto y precioso culo fue el desencadenante de que, sin darme cuenta, agarrara mi polla a través del calzoncillo, que ya hasta me dolía. Nunca había crecido hasta esas proporciones ni, desde luego, había estado tan dura. Me quedé mirando fijamente esa marca roja que dejó en su piel, mientras retumbaba en mis oídos el grito mezclado de dolor y placer que emitió la chica y que removió lo más oscuro de mis entrañas. Al primer azote le siguió otro… y luego un tercero, con fuerza, implacable. La muchacha se retorcía y el chico llevó su mano hasta su coño, metiendo y sacando sus dedos, azotándola dos veces más. Cuando retiró su mano un hilo de sus fluidos acompañó el viaje de sus dedos y, de nuevo, me parecía lo más sexual que había visto nunca.

Al menos hasta que, burlonamente, el hombre le mostró a la muchacha el resultado de sus atenciones y llevó su mano hasta su boca ansiosa, que ella lamió sin dudar, ávida de saborear su propio sabor. Otro latigazo a mi polla, cada vez más potente. Llegados a ese punto ya saqué mi miembro, liberándolo de telas que separaban mi mano del lugar donde lo escondía. Me masturbé despacio, para no perder detalle del siguiente movimiento de la pareja.

Él la agarró del pelo, con fuerza, llevando su cabeza hacia atrás y ella, lejos de quejarse, volvió a gemir. La chica no podía más que repetir “Please, please, please…” como una canción que se hubiera clavado en su cerebro, incapaz de articular ninguna otra palabra coherente, y meneaba su trasero rítmicamente. El hombre apretaba su polla contra su coño empapado, la agarró y entrando apenas dentro de ella, iba mojando su, previsible, próximamente horadado ano mientras le decía al oído “Please what? What do you want?” y sonriendo con una expresión de absoluto poder. “Please, fuck me…” dijo ella. “Really? Would you like to be fucked like a slut?”.

Ese insulto, como podréis imaginar, me provocó el enésimo latigazo. No sería el último. “Yes, please… yes… I need it”. Necesitaba ser follada. “I beg of you…” susurraba ella. “Oh… so cute… you are begging to be fucked” el hombre sonreía, maliciosamente y le dio un beso en los labios, casi como si fuera un consuelo. Y yo quise ser ese hombre. Quería esas súplicas para mí. Quería poder sonreír así detrás de esa belleza de mujer. “But I want to use your ass. I want a slut’s ass. Will you give me your ass for my pleasure?”. Ese lenguaje me tenia trastornado y fascinado a partes iguales.

Todo lo que estaba viendo estaba lejos de lo que “debía ser”, pero mi cuerpo parecía ignorarlo. Mi polla palpitaba, hambrienta por “usar” ese culo. Por tener para mí la expresión de abandono y de ansia de la mujer que, mientras oía esas palabras, apretaba su culo contra la polla del hombre que exigía usarlo. Usarlo. Como una puta. Nunca había pensado así en términos sexuales pero, lo que más me fascinaba era el placer que ella parecía sentir mientras se empapaba cada vez más con las palabras que él le dedicaba. “Yes, please… I beg you”. “What are you begging for? Tell me, sweetheart…” le hablaba dulcemente al oído, besaba su cuello, y seguía empapando su polla con sus flujos y llevándolos a su (definitivamente condenado) ano.

“I'm begging you to use my ass…” él solo sonrió, triunfal, pero ella insistió, ya de manera lastimera, como si su vida dependiera de ser follada. No, usada. “Please…”. Ya había perdido la cuenta de los latigazos a mi polla, que se habían convertido en dolorosas descargas eléctricas cada vez que se desarrollaba la escena que veía ante mis ojos. Yo me masturbaba furiosamente, creo que hasta llegué a repetir las palabras del hombre. Entonces lo hizo: abrió sus dos nalgas y escupió en la entrada de su culo. Dos veces. Y, en ese mismo instante, me la meneé como nunca antes hubiera hecho. Nunca me tuve que preocupar por controlar mi orgasmo, pero en ese momento amenazaba con llegar demasiado pronto así que apreté mis propias nalgas para controlarme cuando el hombre, definitivamente, horadó el culo de la “pobre” muchacha. Y digo “pobre” porque el grito de inmenso placer que salió de sus labios mientras él avanzaba en su incursión no parecía requerir mi compasión.

Su culo mostró apenas una ligera resistencia mientras el hombre, inflexible en su propósito, encajaba su miembro. Sin violencia pero sin tregua. Y cuando su polla ya estaba dentro, se detuvo. “Touch your pussy, slut… I want to feel how you cum while I’m fucking your ass”. Y ella, obediente, llevo su mano a su coño empapado, feliz por ese alivio, moviéndose como una criatura hecha para el placer. Entonces llegó el baile. El baile frenético, constante, cada vez más rápido, cada vez más fuerte. Un azote, otro más. “May I cum, please?”. Eso fue demasiado para mí. Nunca había oído a una mujer pedir permiso para correrse y, mientras el hombre se movía con fiereza follándose ese culo con tal fuerza que pensé que la iba a partir en dos, me corrí.

Me corrí como nunca en mi vida. Mi corrida manchó mi cuerpo, el suelo y mis pantalones. El intenso placer que sentí me dejó abrumado. Apenas presté atención a la corrida que el hombre de la pantalla le dedicó sobre la piel del culo, ya roja carmesí, de la mujer. “Maldito hijo de puta con suerte”, pensé.

Pero entonces llegó el arrepentimiento. Como una pesada losa cayó sobre mí, como si hubiera cometido el peor de los pecados en mi momento de onanismo. No por masturbarme, no me entendáis mal. Me masturbaba como todo hombre. Pero de un modo controlado, como todo en mi vida. Nunca me había masturbado con esa ferocidad brutal. Tampoco hubiera creído que esas imágenes me provocaran todo aquello y pensé que estaba trastornado. Efectivamente, lo estaba, pero no porque hubiera hecho nada malo, sino porque, por primera vez, estaba descubriendo una parte salvaje de mí que desconocía. En realidad, lo cierto era que, a mis 38 años, estaba descubriendo mi sexualidad. Mis impulsos. Mis instintos. Y era incapaz de encajarlo con lo que “debía ser”.

¿Cómo un hombre como yo podía sentir placer con ese tipo de imágenes que no dejaban de bailar en mi mente? Estaba seguro de que, mientras me corría, había llamado “puta” a mi amante imaginaria. Jamás en mi vida habría llamado puta a Claudia. Y la voz de esa mujer desconocida suplicando por ser usada, suplicando por su placer, suplicando por ser follada por el culo… como una puta. Se me repetía en mis sentidos una y otra vez.

Cerré la tapa de mi ordenador, me puse mi ropa de deporte y salí a correr a la playa mientras llovía. Era imposible coger una pulmonía mientras mi cuerpo ardía. Nirvana sonaba a toda hostia en mis AirPods como si quisiera alcanzar ese mismo universo tántrico follándome a la mujer de la peli porno.

Pero el demonio que habitaba dentro de mí se había despertado y tenía compañía. Otros demonios que desbocaban salvajemente una parte de mis instintos que yo desconocía. Y la curiosidad hizo el resto. Caída la noche me puse a investigar y me visualicé otras tantas porno de mujeres de rodillas con una garganta profunda implacable y dando las gracias al recibir una copiosa corrida en su cara, en sus pechos y en su boca. Mujeres anónimas, atadas de pies y manos, corriéndose una y otra vez mientras eran azotadas, folladas de una forma casi animal, por y para el placer de su hombre. Usadas. Y disfrutando de ello. Yo, mientras, me tocaba como un mono. Como no había hecho desde los 15 años y creo que entonces tampoco lo había hecho con tal nivel de descontrol.

Una noche me desperté bañado en sudor, mientras soñaba con una mujer sin rostro llegando a mí a cuatro patas y suplicando por comerme la polla. Se posaba delante de mí y me lo pedía como si chupármela fuera el último deseo de un moribundo. Yo la agarraba del pelo con fuerza y le encajaba la polla hasta la garganta y, después, la montaba sobre el sofá a cuatro patas. La azotaba, con fuerza, y sentí su orgasmo casi al mismo tiempo en el que yo me corría y me despertaba.

Pero, una vez más, llegó a mí el arrepentimiento. Ese arrepentimiento condicionado por todo lo que yo creía que estaba bien, y todo aquello que estaba sintiendo no casaba en absoluto con los principios prefabricados en cadena que habían imperado en todo mi aprendizaje vital. Me estaba volviendo loco. Me convencí de que, lo único que me ocurría, era que la ruptura de Claudia, y su posterior huida con su “semental”, me habría marcado, desestructurando mi cómoda existencia y el papel que yo ocupaba como hombre. Me decidí a interrumpir mis vacaciones, volver a Madrid, pedir cita a un terapeuta y recuperar mi rutina para olvidarme cuanto antes de los descubrimientos que había hecho en mí mismo en esa página pornográfica.

Aunque antes de que todo eso sucediera recibí una llamada inesperada. Como quería estar solo, había dejado mi móvil en mi casa, así que, al llegar a Madrid, lo primero que hice fue revisar mis mensajes. La mayoría eran de mi madre, demostrando su “absoluta decepción ante mi comportamiento y el abandono de mis responsabilidades” por mi huida. Mi abuelo también llamó, pero él estaba demasiado convencido de mi inquebrantable lealtad al buen hacer que me habían inculcado y pensó que esa escapada era necesaria para volver como oveja al rebaño. Aún así, me pedía que llamara a mi madre. Y, el último mensaje, era de Lucas, mi mejor amigo.

Lucas y yo nos conocimos en Georgetown cuando estudiamos juntos el máster. Es unos diez años mayor que yo pero nadie podría adivinarlo. Todo lo que en mi vida pudiera parecerse a una juerga había sido gracias a él. Él era mi antítesis, pero, precisamente por eso, me era tan necesario. Mujeriego, atractivo en todos los sentidos posibles, canalla, ambicioso, elocuente, convincente, caía bien a todo el mundo, con esa mezcla de caballero mundano que impedía a cualquiera tildarle de algo distinto a un hombre de éxito. Aunque ya hacía más de cinco años que no nos veíamos, desde que se casó con Elga, una ex modelo rusa, guapísima, que, además, era Doctora en Química. Cuando se casó con Lucas dejó las pasarelas para trabajar en un laboratorio que investigaba fórmulas para cosméticos que no requiriesen ingredientes provenientes de materia animal. Creo que a su mujer no le caía especialmente simpático. Ella era el complemento perfecto a sus correrías, una pareja de inteligentes y viciosos, como sus amigos les llamaban. Al principio fui a alguna de sus fiestas, pero, en mi precisa moderación, siempre marchaba cuando “la cosa se ponía mejor” como él decía.

No obstante, escuché su mensaje con genuina alegría, olvidando mi sombrío estado de ánimo “¡Qué pasa, chaval! Hace mucho que no sé de tu vida, joder, cada vez me llamas menos. Me he tenido que enterar por Lilly que te han dejado plantado a un paso del altar. Deja ese traje de estirado que llevas, sácate el palo del culo y vente a pasar un finde a nuestra casa de la sierra, que tengo algo muy interesante que mostrarte. Llámame, anda.”

Era cierto que hacía demasiado tiempo que no cultivaba nuestra amistad. Ni siquiera le había contado lo de Claudia y de eso hacía más de seis meses. Dado que quería retrasar lo máximo posible la tediosa conversación con mi preocupadísima (y decepcionadísima) madre, le devolví la llamada.

-       ¡Pero bueno! ¡Ya creía que se te había tragado la tierra! ¿Cómo estás, tío?

-       Bien, bien, estoy bien. Me he cogido unos días para irme a la playa.

-       Joder, pues con el tiempo que ha hecho no habrás disfrutado mucho de tu escapada. ¿Te has llevado a una churri o qué?

-       Qué va, necesitaba alejarme un poco de todo.

-       ¿Y por qué no me llamaste, mamón? Seguro que puedo ofrecerte diversiones que puedan hacerte olvidar a la idiota de tu ex.

-       No es idiota. De hecho, creo que lo mejor que ha podido hacer ha sido dejarme. Ha sido más inteligente que yo.

-       Pues mira, sí, qué quieres que te diga. Te he dicho lo que querías oír, porque soy tu colega, pero la verdad es que la muchacha se moriría del asco casada contigo. Erais un par de muermos juntos.

-       Querrás decir que soy un muermo.

-       Cuando sacas tu demonio no lo eres, y lo sabes. Comedido, como todo lo que haces, pero un poco gamberro. -He aquí el dichoso apelativo. Demonio. ¿Es que todo el mundo se había puesto de acuerdo?

-       Si tú lo dices… tendrás razón.

-       ¡Pues claro que la tengo, pero se te ha olvidado! Te has dejado arrastrar por el muermismo de tu vida de negocios y de tu familia. Con todo el cariño a tu madre, que sabes que la adoro y tu padre es un crack. Pero unos muermos, todos, y lo sabes. -hizo una pequeña pausa, como si quisiera pensar, por última vez, lo que estaba a punto de proponerme.- Mira, mañana tengo una pequeña presentación, muy íntima, pero muy interesante… Te quise avisar con tiempo pero creo que te va a gustar.

-       ¿Una presentación? ¿Has tenido un hijo?

-       Jajajajaja. No exactamente. Pero sí podría decirse que mi familia ha aumentado.

-       ¿Te has comprado un perro?

-       Jajajajaja. Bueno, digamos que tengo una mascotita muy obediente. Y muy bien educada. No te voy a dar más pistas, ¿por qué no te vienes? Te aseguro que no te vas a olvidar de esta.

Así pues, sentencié mi destino. Como nadie sabía que había vuelto a Madrid y no me esperaban hasta dentro de unos días, aproveché esa libertad que me daba haber ocultado mi regreso, decepcionando una vez más las expectativas de mi señora madre y accedí, ante la incredulidad de mi mejor amigo. Pero su júbilo era auténtico, hasta pude apreciar regocijo y (todavía) no entendía el motivo. Nos citamos al día siguiente en un bar de Buitrago de Lozoya, donde se encontraba su casoplón de la sierra, para tener un encuentro previo, ponernos al día, antes de que empezara “lo bueno”, según él.

Enseguida mi humor mejoró. Esa noche pasé del porno, ya estaba en la sobriedad de mi hogar y mi realidad volvió a mí. Además, esos días con Lucas podrían ser precisamente el respiro que necesitaba a todo lo que me atormentaba. No creía que fuera capaz de contarle sobre el descubrimiento de mis facetas, puesto que, además de sentirme profundamente avergonzado, no me sentía cómodo hablando de sexo con él -pese a que él lo hiciera con frecuencia y sin tapujos, no nos engañemos- pero, como él mismo me decía, y por algo era mi mejor amigo y quien más me conocía, yo era un muermo.

Puse una lavadora y una secadora para tener el nuevo equipaje listo, tras lo cual puse rumbo a casa de mi amigo. Un tranquilo fin de semana campestre y buena compañía era lo que me hacía falta para aplacar ese Demonio que, como una premonición, había aparecido cuando menos lo esperaba. Incluso tenía ganas de fiesta, por qué no.

Le llamé cuando me quedaban quince minutos para llegar al pueblo y ya estaba allí cuando llegué al bar. Nos abrazamos con una palmada en la espalda y el afecto construido con los años. Era difícil que una amistad de más de quince años, por muy distintos que fuéramos, pudiera quebrarse, aunque me apenaba estar tan distanciados.

Nos tomamos unas cervezas en la barra y disfruté de sus anécdotas, del relato de sus locos viajes, envidiando ese carisma que le caracterizaba. Yo no me consideraba poco atractivo, bueno, más bien un tío corriente, como ya os he dicho. Para que os hagáis una idea, mido un metro ochenta, soy moreno, tengo una perilla bien recortada -porque me hace parecer mayor y siempre he querido parecer mayor- y aún conservo casi todo mi pelo, aunque se aprecien varias canas. Intento cuidarme, con deporte regular y una buena alimentación. Moderado. Equilibrado. Sin excesos. Como todo en mi vida. Pero Lucas era un hombre a quien le había tocado el gordo de la genética, pues, pese a sus muchos excesos (comida, bebida y, de vez en cuando, algunas drogas) apenas le pasaban los años y conservaba esa capacidad de “mojar las bragas con su sonrisa”, como una vez me dijo una morena a quien, muy cuidadosamente, yo pretendía cortejar una noche de fiesta, y ella me usaba para llegar hasta él. Sí, obviamente, fue él quien se la folló.

Mientras terminaba de contarle los pormenores de mi casi boda, abortada antes siquiera de llegar a ser un proyecto, Lucas se levantó y saludó a alguien que entraba por la puerta del bar. El recién llegado se acercó a nosotros y devolvió alegremente el saludo a mi amigo, tomando asiento junto a él y pidió una cerveza.

-       ¿No te acuerdas de Darío? -Le dijo Lucas al hombre.

-       ¡Coño! ¡Darío! Perdona, tío, es que nunca nos hemos cruzados estando sobrios.

-       Bueno -dijo Lucas- estando sobrio tú no, él seguramente sí. -Y acto seguido me dio una palmada amistosa en el brazo.

-       Eh… ¿eras? -dije yo, fingiendo no haber apreciado la burla de mi amigo. El hombre era de la edad de Lucas, aunque a él sí se le notaban los años. Corpulento, aunque no podría llamarse grueso, con entradas que auguraban una próxima calvicie y una cara más bien rubicunda. Aunque, en general, un hombre normal. Del montón tirando a feo.

-       Soy Arturo, ¡hombre! ¿Qué es de tu vida? ¿Sigues con ese bomboncito que llevabas colgado del brazo en la boda de este mamón? ¡Vaya dos tíos con suerte!

-       No, Claudia y yo lo hemos dejado. -Me sentía algo incómodo, pero procuré no demostrarlo. Normalmente me sentía incómodo en ese tipo de ambientes con desconocidos. Socializar no era, precisamente, mi punto fuerte. En los negocios era distinto, mi capacidad analítica y mi carácter templado me ayudaba a reconducir los momentos más difíciles (y apasionados de otros de los presentes cuando se acaloraban las discusiones en reuniones que parecían no llevar a ningún punto) para cerrar las negociaciones. Pero en reuniones sociales me sentía como un pingüino en un garaje.

Después de un rato de charla, que seguí a duras penas, Lucas anunció que ya era el momento de que empezara lo bueno. Llamó a su mujer para anunciar nuestra llegada con un “¿Todo listo? Vamos hacia allí” y, entonces, mi curiosidad ya empezaba a reconcomerme ¿Qué narices estaba planeando este loco?

Preferí dejarme llevar antes de arrepentirme, coger el coche y volverme a Madrid, ya que no me fiaba de los excesos de Lucas y no estaba yo para esos trotes. Pero, ya que estaba allí, ¿qué podía perder? ¿la poca cordura que me quedaba? Lo creía imposible después de lo que ya había vivido yo solo.

Pero no conseguía adivinar cuán equivocado estaba. Cuando Lucas nos hizo pasar a su casa, allí, de pronto, como una aparición, estaba “Ella”. Una visión que ni en mis fantasías con mujeres desconocidas habría dibujado en esa silueta perfectamente mostrada ante mis ojos.

Desnuda, de rodillas, con la cabeza gacha y su pelo casi rubio cayendo cuidadosamente hasta sus hombros, estaba “Ella”. Con sus manos creaba un cuenco frente a sus pechos, que quedaban juntos y ofrecidos como un manjar. En ellos tenía tres bombones Ferrero Rocher. Como en el anuncio… pero el cuadro había cambiado ligeramente.

Sus labios entreabiertos, trémulos, estaban húmedos igual que su coño, que se mostraba, impoluto y suave como el de una niña, entre sus piernas abiertas. No pronunció una palabra, pero no hacía falta. Transmitía todo a través de su piel erizada, de su respiración entrecortada. Se notaba que estaba nerviosa y, a la vez, cualquiera diría que, en su desnudez, no era una reina. Una pequeña ninfa que había sido puesta en mi camino para despertar, ya sí de forma irremediable, todos y cada uno de los demonios que en mí habitaban.

Elga apareció detrás de esa visión hecha hembra que seguía pacientemente en el suelo, en su lugar. Aunque nadie lo hubiera dicho, ese era su sitio. Ella lo sabía. Todos los presentes, quienes la admirábamos como La Belleza personificada, lo sabíamos. Lucas saludó a su mujer con un beso en los labios y, acto seguido, se giró hacia nosotros, señalando hacia “Ella”.

-       ¿Qué? ¿Os apetece un bombón?

-       ¡Vaya que si me apetece! -reinó el silencio apenas unos segundos más. Pero Arturo fue el primero en reaccionar, sonriendo gratamente complacido ante las perspectivas de lo que su mente auguraba que sería el fin de semana más memorable de su vida. Cogió uno de los bombones de las manos de la muchacha y aprovechó para rozar su pecho con el revés de su mano. Ella aguantó la respiración, pero no se movió.

Lucas cogió el tercero de los bombones. Yo era incapaz de moverme. Incapaz de parpadear. Incapaz de hablar. Temía que, si reaccionaba, hiciera realidad todos los deseos que despertaba esa imagen frente a mí y me la follara en ese mismo suelo, ya que mi polla había reaccionado automáticamente al verla. Obediente y sumisa, tal cual como se inspiraban mis más oscuras y recién descubiertas fantasías. Elga salió a mi rescate, creyéndome escandalizado y tomó el tercero de los bombones.

Entonces Lucas saludó a la mujer que se hallaba arrodillada, posando su mano sobre su cabeza. “Ella”, como si un resorte se hubiera disparado, se agachó al instante, posó las palmas de sus manos sobre el suelo, una a cada lado de donde se hallaba Lucas, y suavemente besó sus pies. Esa liturgia de respeto y deferencia me excitó más si cabía.

-       Amigos… nos complace presentaros a nuestra mascotita, Aurora.

Y, desde ese momento, nada fue igual. Decididamente… acababa de empezar lo bueno.