Lo que mi hija me susurró al oído

EL CUENTO QUE MI HIJA ME SUSURRÓ AL OÍDO DESPUÉS DE SODOMIZARLA. Una propina/final común para la historia del padre y sus dos hijas.

Ella no se mueve. El pelo se le pega a la cara, pegajosa de sudor, y respira agitada pero sin excesos. Yo no puedo dejar de mirarla. Sólo lleva la camiseta blanca y su culo parece que aún tiemble. Muy pronto, sino ya, empezará a expulsar mi semen como la lava ardiente de un volcán. Pero la he follado demasiado fuerte, demasiado profundo. Hay una parte de papi que no saldrá jamás. Ella me mira con ojos vacios y suaves. Nunca la había visto así. Nunca me había mirado sin preguntas ni interés. Ahora está completa, vacía, llena, a gusto.

“¿Soy el primero?”

Esta es una pregunta que ni un padre se resiste a hacer por inadecuada que sea.

Ella me mira, y sin cambiar el gesto, asiente.

“Pero habrás hecho otras cosas. ¿Te habrán tocado las tetas y eso?”

Ella sigue sin dejar de mirarme. Asiente.

“¿Muchas veces?”

Asiente de nuevo.

“¿Alguien que yo conozca?”

“El abuelo”

Se me abren los ojos como platos. Ella me pide con un dedo que me acerque, y me cuenta esto al oído:

“Antes de que muriese, cuando íbamos a visitarlo todos los días a la residencia, pasaba muchas tardes con él. Yo me quedaba allí, en el sillón, leyendo. Y el me miraba. Sólo me miraba. A veces hablábamos de libros, me recomendaba cosas. Era muy fácil hablar con él, y nos empezamos a contar muchas cosas. Cosas que quizás eran demasiado íntimas para hablarlas entre familiares, pero que resultaba fácil contarle. Todo lo empezábamos con la literatura, y al final no teníamos límite. Me dijo que lo que más sentía era no volver a tocar un cuerpo joven. No volver a probar la frescura de la carne juvenil. Que al final todo se reducía a eso. Yo le contaba mis cosas, y le hablé de un pequeño problema. Digamos que podía solucionarse con dinero, y él me lo dio. Me sentí muy unida a él, y cuándo las cosas se pusieron peor y estuvo claro que iba a morir, creí que era mi deber, que estaba obligada a ayudarle, a darle una última alegría. Lo cierto es que no trató de desanimarme, como si en el fondo todo hubiese sido un plan suyo. Pero quizás por eso lo quise más. Me subí el jersey hasta el cuello, para poder bajarlo rápido si alguien entraba, y luego me desabroché la camisa. El esperaba sin perder detalle. Entonces me saqué un pecho de la copa y se lo ofrecí. Estaba muy débil, y tuve que sujetarle la cabeza como a un bebe. Como ya no tenía dientes, me llenó el pecho de babas, pero chupaba y sorbía con una pasión increíble. Yo le sujetaba bien la cabeza y me enternecía. No te voy a decir que no disfrutase, pero lo que imperaba era el placer de estar haciendo una buena obra, de ayudar al abuelo a irse en paz. Su lengua ya era rasposa y aspera, casi como la de un gato. Pero no me importó. Al final se cansó hasta de aquella dulce agonía, y con un beso en el pezón me indicó que ya era suficiente. Entre al baño a limpiarme, y cuando volví estaba durmiendo como un angelito. Le di un beso en los labios y me fui sin hacer ruido”.