Lo que esconde el odio

¿cómo era el dicho? ¡Ah, sí! Los que se pelean, se desean...

Sonrío, observando su espalda alejarse de mí, mirándola irse absolutamente cabreada conmigo. No le caigo bien y, para el resto del mundo, ella a mí tampoco.

Sin embargo, y no se lo contéis a nadie, no es cierto que la odie como hago creer; al contrario, tras meses y meses de gritos y desprecios mutuos, me di cuenta que no era a ella a la que odiaba, si no a mí misma, a esos extraños sentimientos que no debería sentir por ella.

Y es que la quiero.

Dios sabe lo que me costó seguir con los insultos, los desprecios, los empujones una vez ya conocido el motivo, una vez asumido mi amor por ella. Pero el ser humano está hecho para acostumbrarse a todo y, pese a ese dolor que aún siento en el fondo de mi corazón, seguimos con esta actitud de perro y gato a la que tenemos acostumbrado al resto del grupo.

  • ¿Se puede saber qué le has hecho ahora a Carol? –me pregunta Sebas.

  • Yo nada, es ella.

  • Siempre es la otra –se ríe este, dándome un empujón amistoso.

Me río también.

Sí, es cierto, esta vez he sido yo la que la ha provocado quedándome con la última cerveza de la nevera ante sus propias narices. A mí, que no es que me entusiasme la cerveza, y ella lo sabe. Pero le doy un sorbo, disfrutando de esta pequeña victoria que tiene más de derrota de lo que quisiera.

Aunque me encanta cuando me mira, intentando matarme con esa mirada de odio que me hecha siempre. Está tan guapa. ¿Por qué será que las mujeres siempre están preciosas cuando se cabrean contigo? Misterio, que alguien llame a Grissom, a ver si logra encontrar alguna respuesta. Y que luego me lo haga saber, porfa.

Miro como se va al rincón donde están el resto de las féminas del grupo, poniendo nota a todo miembro del sexo masculino que ha acudido a la fiesta, y estoy a punto de unirme a ellas cuando un tío, muy seguro de sí mismo, decide probar suerte conmigo.

  • ¿Estás sola? –me pregunta, muy inteligentemente.

Decido divertirme algo a costa del pobre chico, al ver que Sebas me ha abandonado a mi suerte para hacerse con algo de comida.

  • Estoy en pleno desierto –respondo, sin mirarle.

  • Si quieres, puedo ser tu oasis.

Me río. Al menos, es rápido.

  • No gracias, no me apetece ver tu palmera –digo, antes de beber un sorbo más de la cerveza.

  • Creo que no me has entendido –intenta seguir él –, no quiero nada contigo.

Levanto una ceja, sorprendida, y le miro al tiempo que sonrío.

  • Y, si no te intereso, ¿qué haces aquí perdiendo el tiempo?

  • No es que no me intereses, es que no busco acostarme contigo.

  • ¿Eres gay?

Veo que empieza a sudar, se lo estoy poniendo muy difícil.

  • ¡No! ¿Cómo puedes pensar que yo soy gay? No, por dios.

  • ¿Eres homo fóbico? –sigo metiendo baza.

  • ¿Qué? No, tampoco. Los gays me gustan, me caen bien.

  • Ya, vale. Cuando te aclares con tus preferencias sexuales, me llamas.

Y me marcho de allí, intentando no reírme demasiado.

Saludo a Jorge por el camino, que parece que ha ligado y baila con una rubia de culito respingón, mientras llego al lugar donde están todas.

  • A ese le doy un cuatro –oigo decir a María

  • ¿Ligando? –me sonríe Silvia.

  • Bueno, ese tío lo intentaba –sonrío, sentándome en el único sitio libre del sofá, uno de los brazos.

  • De la que se ha librado el pobre chico –escucho decir a Carolina.

Y me obligo a mirarla con cara de malas pulgas, viéndola con una sonrisa sardónica en la cara. Entonces, y para fastidiarla un poco, bebo otro trago de mi cerveza, antes de decir:

  • Vaya, si que está buena esta birra, ¿no has encontrado ninguna, Carol?

  • No me apetece –responde, poniéndome cara de perro.

Y sonrío.

Las chicas siguen con sus notas, cada vez más altas a causa del alcohol, y alguien me pasa un porrillo que degusto antes de pasar. No está mal la fiesta. Podría estar mejor, pero no está mal.

Alguien del sofá decide irse a buscar suerte, permitiéndome hacerme con un sitio más a oscuras, más escondido desde donde observar sin ser observada.

Seguro que adivináis a quien me dediqué a observar.

Si alguien ha dicho: "al bombón ese con el que bailaba Jorge", se equivoca. Me refería a Carol.

Desde la semipenumbra en la que me encontraba, pude verla pidiendo un trago de la cerveza de una amiga junto a ella. Miro con algo de culpa la mía, antes de girar la vista hacia la nevera, donde parece que están reponiendo.

Echo una mirada a mi reloj, se acerca la hora de que me vaya a mi piso y me lleve a Lisa conmigo, mañana tiene turno en el hospital, y no creo que vaya a ser buena idea dejarla beber más.

Sin embargo, me permito el lujo de levantarme, dirigirme a la nevera, dejar mi cerveza a un lado y hacerme con un botellín y un abrebotellas. Estoy a punto de abrirla cuando me digo que es mejor que me lleve la botella cerrada y el abrelatas, podría pensar lo que no es. Y me encamino hacia Carol, sentada junto a Lisa.

  • Deberíamos irnos ya, se está haciendo muy tarde –le digo.

Ambas levantan la mirada, dejando esa conversación que parece lo suficientemente interesante como para que Lisa me pida cinco minutos más; pero no lo hace, me sonríe y asiente.

  • Sí, deberíamos irnos ya –concuerda y me pide que la ayude a levantarse.

  • Sujeta –le digo a Carol, y la obligo a coger el botellón cerrado y el abrebotellas, mientras ayudo a Lisa a levantarse y dirigirnos hacia la puerta.

Y antes de dejar la fiesta, me permito una mirada atrás, sólo para verla por última vez. Sigue en el sofá con la cerveza en la mano, de la que bebe y, por un segundo, creo que me mira y me sonríe.

  • ¿Qué miras? –me pregunta Lisa, aún mareada por el alcohol.

  • Nada, vámonos.

  • ¡Dios! ¿No hay ni una puta aspirina en esta casa? –me despierta mi resacosa compañera de piso – ¿No se supone que somos estudiantes de medicina? ¡Bea! ¿Tienes aspirinas?

Salgo de la habitación, adormilada, con el paquete de aspirinas que siempre tengo en mi mesita de noche.

  • Primero, la estudiante de medicina eres tú, yo estudio psicología; y segundo, toma una y bebe mucho agua, aunque no se te terminará de ir la resaca con eso.

Lisa me abraza efusivamente, dándome las gracias por las aspirinas, antes de quitármelas e ir a la cocina. Momento que aprovecho para usar el baño.

Y mientras me ducho, oigo como Lisa me dice si no puedo llamar al hospital y decir que está enferma y que no puede ir. Me río y le contesto que ya la advertí ayer de que no bebiera como un cosaco, que hoy tenía turno. La mala elección es suya y debe sufrir las consecuencias.

Entonces suena el teléfono, y oigo maldecir a Lisa contra el inventor del timbre de ese maldito aparato que, cuando salgo del baño, tiene pegado a la oreja, intentando convencer a alguien para que llame al hospital por ella y diga que está enferma. Pero parece que también le están diciendo que no y cuelga, molesta.

  • ¿Quién era? –curioseo.

  • La asquerosa de Carol, que me olvidé mi bolso en la fiesta –me responde, desnudándose frente a mí antes de ir a su habitación a ponerse algo de ropa – Me lo va a traer; pero yo me tengo que ir al hospital inmediatamente.

Ahora le entra la prisa por ir a trabajar. La madre que la parió.

  • No esperarás que me quede aquí hasta que venga Carol a traer tu bolso, ¿no?

Sale de su habitación, vestida y con su bolsa a cuestas, sonriéndome con esa típica sonrisa de: "Va, venga, hazlo por mí, ¿qué te cuesta?".

  • De acuerdo –consiento finalmente, y recibo un besazo en la mejilla por parte de Lisa, antes de que desaparezca por la puerta y, en un desesperado intento de marcar mis reglas, grito a una puerta cerrada –. ¡Pero deja el bolso y se va!

Sin embargo, mi querida compañera de piso ya se ha ido. Son las doce del mediodía, podría volver a la cama y dormir un poco más si no fuera porque no sé a que hora se presentará Carol, y porque ya me he duchado. No sabiendo que hacer, termino delante del espejo, mirando que tal ando de ojeras y mirar cómo voy vestida.

Bueno, un viejo pantalón vaquero y una camiseta de tirantes no esta mal para recibir a la chica que me gusta pero que se piensa que la odio y que debe seguir pensándolo si quiero que siga siendo un secreto, ¿no? ¿Por qué nadie te dice cómo te debes vestir en este tipo de situaciones? Espera, creo que sí leí algo el mes pasado en alguna revista de moda; aunque, claro, en vez de chica, era chico.

Ya habiéndome mirado y mirado una y otra vez en el espejo, dejándome el pelo suelto y recogiéndomelo cada dos por tres, no sabiendo cómo dejármelo, decido ir a la cocina a preparar algo de café. Tras mirarme en el reflejo que me da una olla sucia que reclama ser lavada, decido dejarme el pelo suelto, y me lo alboroto un poco. Ahí, ese es el aspecto que quiero tener. Y sonrío, intentando limpiarme algo que tengo en la cara. Espera, no, es de la olla.

Un intenso aroma a café invade el piso justo cuando llaman al telefonillo.

  • ¿Sí? –pregunto.

  • Soy Carolina, ábreme.

  • Se dice por favor –le respondo, observándola a través del video del telefonillo.

Es en días como estos en los que me encanta haber pagado ese plus a la comunidad para que instalaran ese telefonillo, sustituyendo al viejo, que pegaba cada chispazo

  • ¿Me abres o dejo el bolso aquí en la calle? –me amenaza una increíble Carol, vestida con un pantalón de incierto color (el telefonillo tiene video, pero no es que sea la ostia), y una sudadera.

Sonriente, pulso el botón que le permite acceder al edificio y dejo la puerta entreabierta. Que pase cuando quiera.

Vuelvo a la cocina, donde el café ya está a punto, y me doy cuenta de que se me ha olvidado calentar leche. En fin.

Vierto algo en el primer cacharro de plástico que encuentro y lo pongo minuto y medio en el microondas.

  • ¿Dónde lo dejo? –oigo a Carol detrás de mí.

  • En su habitación –contesto, mirándola a través de la olla, que debería limpiar de una vez. ¿Cuándo la usamos por última vez?

Salgo de la cocina y me dirijo al salón, donde enciendo la tele. Y me pongo a ver algo, tirada en el sofá, sin prestar atención a las imágenes que pasan por la pantalla puesto que estoy concentrada en los ruidos provenientes de la habitación de Lisa.

¿Se puede saber qué demonios está haciendo Carol?

Me levanto de mi sitio y me presento en la habitación de mi compañera de piso, donde descubro a Carol revolviendo entre los CD’s de Lisa.

  • ¿Qué haces? –pregunto, con el ceño fruncido.

  • Buscar el disco que tiene Lisa de James Blunt.

  • ¿Acaso te lo ha dejado? ¿O pensabas robárselo sin más?

Me ignora completamente; sin embargo, aprovecho para verla de perfil el tiempo suficiente hasta que recuerdo que Lisa no tiene ningún disco de James Blunt. Ese disco es mío.

  • Ven –le digo.

Me mira, intentando adivinar lo que me propongo.

  • ¿Adonde?

  • Tú ven –repito.

Y me voy a mi habitación, donde busco entre mis discos y saco el que buscaba Carol.

Me giro, para dárselo, y me la encuentro mirando curiosa cada detalle de mi habitación. Es verdad, es la primera vez que entra.

  • Ten –le digo, tendiéndole el disco.

Y me mira, sorprendida.

  • ¿Me lo prestas? –pregunta.

  • Sí, ¿no debo?

  • No sé. Por como nos llevamos, no deberías.

  • Mientras no me lo devuelvas rayado.

Y vuelvo a la cocina, a prepararme una taza de ese café que casi había olvidado.

Salgo de la cocina con mi taza de café, dispuesta a despedirla, descubriendo que aún está en mi habitación, parada, mirando el disco en sus manos

  • ¿Ocurre algo? –pregunto – ¿No es ese el que buscas?

Me mira de nuevo.

  • ¿Te ocurre algo a ti? Hoy me dejas un disco, ayer me dabas una cerveza. No es normal, ¿sabes?

  • Será que los planetas se han alineado –respondo, seria, dándole un sorbo a mi humeante café.

No se fía, lo sé. Cree que le estoy preparando alguna jugarreta.

  • Mira, me he levantado de buen humor, y no me apetece cabrearme sin haber disfrutado un poco más del día –respondo –. Aprovecha y llévate el maldito disco, ¿quieres?

Me vuelvo al sofá, a ver lo que parece una carrera de motos, que me entretengo viendo, esperando en cualquier momento que Carol se vaya y me deje sola. Pero no se va, se sienta a mi lado y me pregunta que tal van las motos.

  • Rossi, creo. Pedrosa va segundo; pero todavía faltan unas cuantas vueltas y parece que va a llover.

  • Ya, ¿y eso es malo?

  • Mucho, los españoles no tenemos ni idea de correr con lluvia. Como empiece a llover, Pedrosa peligra.

  • ¿Es normal que no me haya enterado de nada de lo que has dicho?

Me río.

  • Si no ves muchas carreras de motos; sí, es normal.

Miro la pantalla, pero no la veo. De mis cinco sentidos, tres están concentrados en Carol. La oigo, la huelo y le rozo ligeramente un brazo. Y no he sido yo quien ha provocado ese contacto que tan nerviosa me está poniendo.

¿Soy yo o empieza a hacer calor?

De repente, una melodía rítmica y frenética inunda la casa y Carol se apresura a sacar su móvil, levantarse e irse a la cocina a responder la llamada.

La oigo de lejos, como un murmullo, curiosa de saber quien la ha llamado. ¿Tal vez algún chico? Por cierto, ¿tiene novio? Es algo que no me he molestado en averiguar, básicamente porque antes no me interesaba y, ahora, tengo cierto temor a la posible respuesta. Porque puede ser sí, y no sé como reaccionaría ante lo único que podría arrebatarme esa única y microscópica posibilidad de terminar con Carol.

Y diréis, ¿por qué, si quiero terminar con ella, sigo fastidiándola, provocando nuestros enfrentamientos? Y yo respondo, ¿no sería raro que, de un día a otro, pasase de pelearme con ella a abrazarla? Si ya le parece extraño que le acercase un botellín y que le deje hoy ese disco, no me quiero ni imaginar qué pasaría si llegase y le diera dos besos a modo de saludo.

  • Me tengo que ir –me dice, sacándome de mis pensamientos.

Y estoy a punto de levantarme y acercarme a ella para decirle adiós, cuando recuerdo que no debo.

  • Pues nada, ya nos veremos –me despido desde el sofá.

  • Sí, nos veremos –me responde, antes de darse la vuelta y marcharse.

¿Noto cierto aire triste en su respuesta? No puede ser, imaginaciones mías.

Vaga, decido tirarme el resto del día en el sofá y disfrutar de ese sábado en casa, levantándome sólo para comer, ir al baño y coger el teléfono, que suena a las nueve y media.

  • ¿Diga? –respondo, sin ganas, viendo no-se-qué documental sobre pajaritos que bucean…una monada.

  • ¿Bea? Soy Sergio.

  • ¡Hey! ¿Qué pasa, Sergio? –pregunto sin emoción, viendo como uno de esos pájaros se dedica a darle la vuelta a las piedras para conseguir comida.

  • Nada importante.

  • ¿Y me llamas por llamarme? Anda ya… ¿qué quieres? –pregunto, maldiciendo al canal de televisión por ponerme unos putos anuncios justo cuando el pajarito había decidido probar suerte buceando.

  • Verás, nos estábamos reuniendo en casa de Fer, pero sus vecinos han vuelto a subir a quejarse.

Sí, los vecinos de casa de Fer. Conocidos por venir una vez a quejarse de un estornudo demasiado ruidoso a las tres de la mañana. Soy testigo, aunque me niego a decir qué hacia yo en casa de Fer a esas horas.

  • Ya, ¿y?

  • Lisa está de guardia, ¿no?

Sonrío, ya sé por donde van los tiros.

  • Está bien –respondo –, pasaos por aquí. Pero traer lo que queráis beber, porque no hay nada. Parece que estemos en plena Ley Seca en esta casa.

Oigo risas y exclamaciones de alegría al otro lado del aparato, Sergio debe haberles dado la buena noticia.

  • Estamos allí en unos minutos –me informa Fer, dueño ahora del teléfono –. Y perdona las molestias.

  • Tranqui, si me viene bien y todo, me estaba aburriendo como una ostra. ¡Lo que no te perdono es que haya reunión y no avises!

Se ríe.

  • Ya, perdona. Ha sido todo muy improvisado. Nos vemos ahora, ¿vale?

  • Ok, hasta ahora.

Y cuelgo, alegrándome de que el documental de los pajaritos vuelva a empezar.

Alrededor de media hora después, empiezan a llegar. Poco a poco, según van encontrando aparcamiento por la zona.

Están Sergio, Fer, Jorge, María, Pipe, Sebas, Yolanda, Isa y, por supuesto, Carol. Los chicos vestidos de lo que se llama "casual", que tiene de todo menos eso mismo, casual; las chicas vestidas para matar, salvo yo, que sigo en vaqueros y sudadera.

  • Anda que avisáis, macho –me quejo, yéndome a mi habitación a ponerme algo más a la onda del resto del grupo –. Un poco más y vosotros de gala y yo en chándal.

Oigo risas, y alguna que otra hace un comentario que no oigo, concentrada como estoy en qué demonios puedo ponerme para una fiesta en casa.

Y estoy en esas cuando oigo que alguien me pregunta por detrás.

  • ¿Quién ganó al final?

Miro a Carol, sin comprender qué me quiere decir. Hasta que caigo.

  • Rossi, ¿te interesan las motos ahora?

  • Para nada. Me han enviado a decirte que, ya que estamos, podríamos irnos de marcha después.

  • ¿Salir de parranda por ahí tras un fiestón de la leche ayer mismo? ¿Quién ha sido el Einstein? –me río.

  • Yo.

Juro que nadie abrió la ventana en ese momento y, aún así, me quedé helada. Había metido la pata hasta el fondo. Y ya la jodí del todo cuando me escuché decir:

  • Bueno, siempre supe que no pensabas.

  • Mira quien habla, la que nos invita a su casa para una fiesta y sigue con los vaqueros y la sudadera que seguramente se puso al levantarse esta mañana por no ir desnuda por casa.

  • Que yo sepa, no os he invitado. He accedido a que vengáis a reuniros aquí, no sabía que era una fiesta.

  • Que tú sepas. ¿Es que sabes algo?

  • Más cosas que tú seguro.

  • ¿Cómo qué, guapa?

Sé que no vamos por buen camino, y lo peor es que no puedo decir "a la mierda, me voy pá casa", porque YA estoy en casa. Joder.

  • Como que se puede salir con un tío sin tener que tirártelo a la mínima.

Uyyy, ahí sí que la he liado.

Ella está roja de ira y yo no sé si alegrarme o llorar por ello. La estoy jodiendo pero bien jodido, con lo poco que había avanzado esta mañana.

No la veo venir, pero siento la bofetada en mi alma.

  • ¡Hija de puta! ¿Quién coño te crees que eres para decirme eso?

  • ¡Soy lo que me sale de los ovarios y te llamo como quiero, pija de mierda!

Y se me tira, terminando ambas en el suelo, golpeándonos, mordiéndonos…no sé, intentando hacernos el mayor daño posible.

No siento dolor. Estoy contagiada por la ira de ella y por la mía, herida por mí misma, cabreada conmigo misma.

No sé cuanto rato seguimos así, sólo sé que, de repente, nos separan, y la veo en brazos de Pipe, que intenta sujetarla como puede, mientras siento que alguien hace lo mismo conmigo.

  • ¿Se puede saber qué coño os pasa? ¡Joder! Estoy hasta los cojones de que estéis todo el día así –dice Sebas, que se ha convertido en el portavoz del grupo repentinamente.

  • ¡Ha empezado ella! –me señala Carol, como puede.

  • ¡Zorra! –grito.

  • ¡A callar las dos! –grita María.

Y nos callamos, que María tiene una mala leche increíble. En serio, da miedo.

Entonces le susurra algo a Sebas, quien sonríe, ¿qué están tramando?

Ambos se acercan a los demás a contarles esa idea misteriosa que, poco a poco, me va preocupando más y de la que intento enterarme cuando se nos acerca María a contársela a Fer, que es el que me sujeta, pero ni modo.

Vemos que todos comienzan a salir de mi habitación y, de repente, al mismo tiempo, Pipe y Fer nos tiran sobre la cama, corriendo fuera de mi dormitorio mientras cierro la puerta y escucho un ruido familiar. Anda que no lo he oído veces cuando Lisa se quiere reír un poco a mi costa.

  • Joder –exclamo, al tiempo que me levanto e intentó abrir la puerta –. ¿Serán hijos de puta?

  • ¿Qué coño te pasa? –me pregunta Carol, aún confusa por todo lo que han planeado esos que llamamos "amigos".

Me giro, aún cabreada.

  • ¿Que qué coño me pasa? ¡Que nos han encerrado, joder!

Se levanta de mi cama y me empuja, para ponerse ella frente a la puerta. E intenta abrirla, desesperándose aún más.

  • ¡Abrid! –grita.

Y escuchamos cómo se cierra la puerta del piso.

Malditos hijos de puta.

  • ¿Se puede saber cómo coño nos han encerrado? –me pregunta Carol, mientras decido que, ya que no puedo hacer nada, es mejor sentarse sobre mi cama, con la espalda apoyada en la pared.

  • Esa puerta tiene un cerrojo por dentro y otro por fuera. El de dentro lo instalé yo. El otro ya estaba ahí cuando llegué.

  • ¿Se puede saber quién coño tiene un cerrojo por fuera? –me grita, cansada al parecer de golpear la puerta.

  • ¡Y yo que sé! Ya te he dicho que estaba ahí cuando llegué.

Me mira y, sin una sola palabra, viene a sentarse a mi lado. Bueno, a mi lado no, al otro extremo de la cama. Todo sea por no rozarnos.

  • Encerrada contigo hasta que llegue Lisa –la oigo susurrar –, ¿puede haber algo peor?

Es en este preciso momento en que la luz decide irse.

Y a mí me da un ataque de risa.

  • ¿Se puede saber qué le ves de gracioso a todo esto? –se queja Carol – ¿Es que no habéis pagado la luz?

  • Sí la hemos pagado, debe haberse ido la luz en el barrio.

  • ¿Y tú como lo sabes, lista?

  • Porque si hubiese luz en el resto del barrio, entraría la luz de la farola frente a mi ventana. Pero no es el caso, Einstein.

  • Vete a la mierda.

Decido callarme y tratar de pasar esperar a que llegue Lisa de su turno en el hospital. Entonces me acuerdo, ¡Lisa! ¿Y si la llamo para ver si puede venir antes?

Recordando donde tengo el móvil, me levanto de la cama y tanteo en su busca.

  • ¿Se puede saber qué haces? –oigo que me pregunta.

  • Buscar mi móvil.

Y cuando lo encuentro, tras tropezar con una silla que juro no debía estar ahí, lo enciendo (no sé por qué, estaba apagado), e intentó llamar a mi compañera de piso, y futura salvadora. Pero no tengo saldo en la tarjeta.

La madre que me parió.

  • No tengo saldo –informo.

  • Dios, de verdad –se queja Carol.

  • ¿Y tu móvil?

  • En mi bolso. Y mi bolso en tu sofá, al otro lado de la puerta.

Joder, esto va a ser divertido, me digo, mientras vuelvo a mi cama.

No sé cuanto tiempo a pasado, tal vez horas, tal vez minutos, pero me despierto de nuevo en la oscuridad. ¿Me he dormido? ¿Cuándo?

Entonces me doy cuenta de que algo no es normal. Hay un brazo, que no es mío, apoyado sobre mí, en ademán posesivo.

Parece que Carol también está dormida, por lo que no me muevo, para no despertarla.

Noto como se me junta más, y sus pechos rozan la tela de mi sudadera, pese a que lo noto como si no llevase nada. Un escalofrío me recorre de arriba abajo, poniéndome la piel de gallina.

Entonces lo noto.

No está dormida. Si lo estuviese, esa mano apoyada sobre mí no bajaría hasta mi estómago, no indagaría bajo mi sudadera, no entraría en contacto tan delicadamente con mi piel.

Y, sin poder evitarlo, un gemido se escapa de entre mis labios, causado por el increíble placer de ese tonto contacto entre su piel y la mía.

Sé que me ha oído, es imposible que no lo haya hecho, está demasiado pegada a mí, demasiado cerca…si tan sólo lo estuviese más.

Juega con las yemas de sus dedos sobre mi abdomen, calentándome más de lo que ya estoy.

¡Dios! Es increíble.

No me importa no verla, aunque lo intento de veras. El resto de mis sentidos están en auge.

Huelo su perfume, tan cerca de mí.

Siento esas caricias que suben poco a poco.

Saboreo ese beso que provoco al girarme.

Escucho ese gemido que ella tampoco puede reprimir.

La mano sale de debajo de mi prenda, subiendo por mi espalda y terminando en mi cuello en busca del maldito cierre, que baja en cuanto lo encuentra. Y decide ponerse encima mientras me besa el cuello, bajando poco a poco.

  • No llevas camiseta –la oigo susurrar.

Me río, y me arqueo al notar una caricia en mi entrepierna, sobre mi pantalón.

Noto sus dientes bajándome el sujetador, dejando mis pechos a merced de su boca, de sus labios, de sus dientes, de su lengua. Noto como se divierte con ellos, jugueteando, mordiéndolos, lamiéndolos, chupando.

Vuelvo a sentir su mano en mi abdomen, abriendo el cierre de mi cinturón, desabrochando los botones de mi bragueta, los justos para meter su mano, que va directa al epicentro de mi ser, acariciándome.

Y ya no gimo, grito. Abriendo y cerrando las manos, intentando aferrar algo. Lo que sea, no me importa, pero necesito agarrar algo antes de caer al abismo del placer que amenaza con llegar.

Santo cielo, Carol me está haciendo el amor. ¿O me está follando? Ni idea, pero es increíble. ¿Lo habrá hecho antes con otra mujer?

Intento concentrarme en esa idea algo más, intentando no olvidarla. Pero no puedo, no aguanto más.

Carol vuelve a besarme, aumentando el ritmo de sus caricias que, en un momento dado, también se vuelven penetraciones. Dios, que dedos.

Me noto agotada de esperar a que llegue la explosión que ansío, y me dejo llevar hasta uno de los mejores orgasmos de mi vida.

Agotada, descanso sobre mi propia cama, con una sonrisa de felicidad que me alegro que ella no pueda ver.

Se tumba a mi lado mientras el sueño vuelve a vencerme.

Y mientras vuelvo a dormirme, creo escuchar cuatro palabras:

  • Siempre te he querido.

Cuando vuelvo a despertarme, es de día.

Mi despertador muestra las consecuencias del apagón nocturno, dando una hora llena de ceros intermitentemente.

Me desperezo, dándome cuenta de que tengo toda la ropa en su sitio.

¿Ha sido un sueño? No puede ser.

Me levanto y veo que no hay nadie más en mi habitación, que la puerta está abierta.

Salgo de allí y recorro el piso, encontrándome a Lisa en la cocina, preparando café.

  • ¡Buenos días! –me saluda.

No la respondo, intentando ordenar todos esos datos que tengo en mente en ese instante.

  • Carol se ha ido –me responde Lisa –. Recibí un mensaje de los chicos contándome que os habían encerrado para ver si así hablabais y llegabais a un acuerdo para no discutir más. Intenté tardar todo lo posible para que tuvierais tiempo de sobra. De hecho, acabo de llegar hace media hora, he dormido en el hospital, durante el turno. No ha habido mucho trabajo en Pediatría de Urgencias pese al apagón.

  • ¿Y Carol? –pregunto, cortándola.

No es que no me interese, pero necesito saberlo.

  • En cuanto he llegado, os he abierto. Supongo que os lleváis mejor, estabais durmiendo las dos abrazadas.

Una chispa de esperanza crece en mi interior.

  • Ya, ¿y Carol?

  • Acaba de irse hace apenas unos minutos.

Corro a mi habitación, a ponerme unos zapatos y coger el abrigo.

  • ¿Adonde vas? –oigo preguntar a Lisa.

  • A cometer tal vez la mayor estupidez de mi vida –respondo.

En la calle, miro a ver si veo a Carol; pero no hay rastro de ella. Entonces me oriento, antes de salir corriendo en dirección a su piso.

El frío viento en mi cara termina de despertarme lo poco que aún estaba, animándome a seguir en esa loca carrera cuyo final desconozco. Hasta que veo a Carol, a lo lejos, abriendo su portal.

Acelerando aún más el paso, logro llegar justo antes de que se cierre la puerta, y me adentro en el edificio hasta la zona de ascensores, poniéndome junto a Carol.

Está concentrada en sus pensamientos y no se percata de mi presencia, ni la de la vieja con bastón que sube con nosotras en el primer ascensor que llega.

  • ¿A qué piso vais? –pregunta la señora, pulsando el botón del primer piso.

  • Al tercero –responde Carol.

  • Yo también –contesto a mi vez.

Entonces puedo observar como sus ojos se abren como platos, al tiempo que se gira para mirarme. Sí, cualquier duda acerca de si era sueño o realidad se despeja al ver el enrojecimiento repentino y culpable de sus mejillas. Fue real.

Al llegar al primer piso, en silencio, la anciana se despide, y me despido de ella, deseándole que tenga un buen día.

La puerta se cierra, pulso el botón del tercer piso, me giro y la beso, arrinconándola contra el espejo del ascensor.

Y con las frentes aún pegadas, con nuestras narices rozándose, le confieso:

  • Yo también te quiero.

  • Creí que me odiabas.

  • No, no te odiaba a ti. Me odiaba a mí misma por sentir lo que siento por ti. Tenía miedo y pensé que aparentar que te odiaba podía ayudarme a olvidarlo, ayudarme a volver a ser normal.

Me acaricia la cara, obligándome a seguir esa caricia, inclinando mi cabeza hacia un lado.

  • ¿Y ya no quieres ser normal? –me pregunta, seria.

Sonrío.

  • ¿Qué es ser normal? Si ser normal es negar lo que soy, lo que siento, paso de ser normal. Te quiero, Carol, aunque me asustase al principio. Es lo único que me importa ahora. Te quiero.

Ella también sonríe, y me besa justo cuando llegamos a su piso.

Y se separa, cogiéndome de la mano, llevándome frente a su puerta y dándome la segunda mejor noticia del día.

  • Mis compañeras de piso no llegan hasta esta noche. Estamos solas.

¡Dios! Cómo me encanta esa sonrisa