Lo que eramos

Recuerdos y reflexiones sobre la infancia.

LO QUE ERAMOS

"El olvido está lleno de memoria"

M. Benedetti

Intento recordar cómo éramos entonces: esponjas blancas, retozando en el descubrir. Lo cierto es que cuando somos niños, jugamos a construir un mundo que el paso de los años devora sin remedio. Al final, descubrir es ir negando lo ya descubierto.

Marta González me contó una vez que no tenía padre. "Nos abandonó," dijo enseñando sus dientes de leche en una tímida sonrisa. "Un día se fue." Era todo cuanto sabía. Traté de recrear cómo debía sentirse y por más que lo intenté, no pude. Los sentimientos no se imaginan. Se sienten.

Solíamos sentarnos juntas en clase. Nuestra guardería tenía un patio de arena que, cuando estaba vacío, me observaba desde sus muros grises, tatuados con pintadas rojas y negras. A veces, encontrábamos botellas de cerveza y preservativos pegajosos abandonados juntos a la valla verde que lo cercaba. Mi madre siempre decía que le parecía asqueroso que jugáramos en un sitio así. Pero a mí me gustaba el patio de arena porque siempre estaba impregnado del olor a pan mojado que tienen las ilusiones. Aún ahora, cuando paso cerca de sus muros, me detengo a mirarlo y, a veces, creo que me veo, sujetando granos de arena con las manos, en un afán absurdo por retener lo que siempre resbala y cae.

Marta era gorda. Sus ojillos de miope desaparecían tras los mofletes esponjosos. Jorgito decía que cuando llevaba el chándal verde tenía un culo enorme. "Ocupa tres sillas," susurraba. Sin embargo, yo no lo veía. Mis ojos sí, pero yo no. Marta era mi mejor amiga. Simplemente era la persona que se comía mi plato siempre que había puré de verduras, para que no me regañaran (y eso que ella lo odiaba tanto como yo), la única que me defendía cuando un niño me quitaba el estuche; mi compañera de juegos y de fantasías. Ahora me pregunto por qué no podemos ser eternamente nosotros mismos. Mire donde mire, el mundo se ve reflejado en un espejo turbio.

¿Por qué me acuerdo ahora de ti, Marta? De las tardes en que íbamos a tu casa: esa habitación que tenía tu madre alquilada en el piso de una vieja insoportable, donde jugábamos al "Quién es quién" y al "Hundir los barcos" tumbadas en la alfombra. Tal vez, porque esta mañana, mientras trataba de atar mis pensamientos y encerrarlos en un libro de Derecho Constitucional, he escuchado, de pronto, esa canción de Mecano, llegando lejana desde el salón de mis vecinos:

"El ruido de las fábricas al despertar,

los colores y colores de la gran ciudad,

me hicieron sentir que estaba allí,

que era feliz" (…)

Sí. Es la canción "El cine." Me encantaba ese disco de Mecano. Siempre me ha sorprendido descubrir cómo el pasado puede revivirse con una intensidad capaz de provocar el desmayo. Sube como nebulosas, atravesando las entrañas y repentinamente, ya no hay realidad, ya no hay presente… ya no hay olvido.

"(…) la memoria se abre de par en par

en busca de algún lugar

que devuelva lo perdido."

(M. Benedetti)

Marta me regaló ese disco. Su sonrisa en el descansillo de mi casa, aquella noche, me desconcertó. Yo abría la puerta dispuesta a enfadarme con ella por venir a esas horas sin avisar… y de pronto, me dio el disco. Y sonrió. No era mi cumpleaños ni nada de eso. Y lo peor es que ella apenas tenía dinero para sus gastos. Por aquel entonces yo ya había cambiado. Tenía diez años. Los tiempos de la guardería y del patio repleto de arena de sueños ya habían muerto. Ahora iba a un colegio privado y estaba aprendiendo a vivir: descubriendo que lo antes descubierto era mentira. Era mentira que las diferencias entre Marta y yo no importaban. Era mentira que el mundo es un encaje de espejos. Ni siquiera existían los Reyes Magos. Todo había sido una mentira. Entonces, miré a Marta, la miré a los ojos, y no la vi a ella. Vi a una niña tremendamente gorda, entrada ya en la adolescencia, de cabellos grasientos y cuerpo sudoroso. Vi a una niña cuya madre era una vulgar fregona. Se había acabado la transparencia, la magia. Ya nunca, jamás, volvería.

Desde entonces evitaba encontrármela, continuamente. Ella venía a verme, a veces, y traía caramelos para mis hermanos pequeños. Siempre obtenía una sonrisa helada por respuesta o un "tengo que hacer los deberes." Mis ojos la miraban desde la negra oscuridad de los que juzgan, de los que desprecian al que consideran inferior.

Se me encoge el alma pensando que fui cruel sin darme cuenta. Todavía me parece que veo la tristeza y el dolor reflejados en sus ojillos aquel último cumpleaños al que la invité. Llegó sonriente, con un vestido nuevo que, según dijo, le hacia muy delgada. "¡Con la gorda yo no me siento!" "¡Yo tampoco! ¡Con la gorda, no!" Su sonrisa voló por el aire como una mariposa escarchada. Sus ojos me buscaron y no hallaron respuesta. Yo me sentía avergonzada. Avergonzada de ser su amiga. Se rompió el hilo. Para siempre. Arranqué su amistad de mi pecho y la lancé contra ella sin piedad. Ya nadie veía a Marta, sus ojos risueños, su alegría… Veían sólo a una niña gorda, pobretona y sin padre.

Después de eso, dejó de venir a verme. Y no supe más de ella. El olvido se la llevó y le arrancó la vida a bocados. La arrebató de mi pensamiento con la facilidad del aire. Y nunca la eché de menos. Para mí había dejado de existir.

"El ruido de las fábricas al despertar,

los colores y colores de la gran ciudad,

me hicieron sentir que estaba allí,

que era feliz" (…)

Hace dos años la vi. Estaba en la cola de un cine. La gente se giraba para mirarla. Estaba tan gorda que parecía que la habían hinchado como a un globo. Cuando me paré a saludarla, movida por la curiosidad o por el ánimo de ser educada, la miré a los ojos: no estaban. Se los habían arrancado y le habían incrustado otros diferentes. Marta me miró desde el odio, el miedo y el dolor más profundos. Sus ojos me mostraron en décimas de segundo todo lo que había sido su vida desde que yo la desprecié. Vi tanto sufrimiento que me asusté. Intercambiamos fríamente unas palabras y desapareció de mi vida, para siempre.

Un día, en el patio de arena, Marta y yo jugamos a atrapar la luz con un espejo. El destello de luz ciega nuestros ojos y por un instante, vemos reflejado en el espejo lo que somos

y lo que éramos antes de ser.