Lo blanco y lo negro

El cuerpo de J es blanquísimo, por eso le quedan tan bien los adornos negros.

El cuerpo de J es blanquísimo, por eso le quedan tan bien los adornos negros. Altísimas sandalias negras, tobilleras y muñequeras de raso negro, mascadas negras que ennegrecen su mirada, brevísimos calzones negros incrustados entre el blanco de sus nalgas. Cuando está con su amante J yace en sábanas negras, es poseída en sillones de cuero negro, se le sujeta extendida sobre una larga mesa de ébano negro, como fina porcelana viva que tiembla ante los ocasionales toqueteos de su Señor. Tal obsesión le causa a él la blancura de J que le ha decolorado el cabello y las cejas, y le depila minuciosamente el pubis, hasta dejarlo tan puro y luminoso como concha nácar. En las largas horas de tener a J consigo, su amante la humecta con cremas y la barniza con aceites de almendras. Fotografía sus contrastes: labios y pezones escandalosamente pintados de rojo contra su piel blanca, J blanca atrapada entre gasas negras, un falo de jade negro incrustado en su almeja inmaculada. Pero esto no era suficiente: la delicia de J blanca inmersa en océanos negros debía llegar a más. La primera idea llegó al fotografiarla con la cabeza enfundada en una media color ala de mosca. Detrás había un lienzo de terciopelo negro. El efecto no podía ser mejor. Un cuerpo de mármol espumoso flexionando las piernas, extendiendo los brazos, tocándose los pechos o la raja ante las indicaciones de su moldeador. Él quiso intentar algo más. La penetró con un consolador que cada diez minutos iniciaba una vibración ascendente y cortaba de tajo, justo cuando el cuerpo de J se acercaba a un espasmo mayor. Ese cuerpo blanco temblando sin orgasmo era delicioso, quizá por eso su amante cuidaba tanto en medir su excitación. Pero la experiencia del vibrador no podía ser suficiente. Era necesario ver ese albor abismado en un oscuridad superior.

La despidió dulcemente, le advirtió que no se verían en un par de semanas, le pidió que estuviera atenta a sus mensajes. J regresó a su rutina con desconsuelo. Mantuvo las indicaciones del gimnasio y la dieta severa. Desde que había ido aceptando el control de su amante, su cuerpo había adquirido un aspecto peculiar. El ejercicio lo había hecho más firme y apretado. Pero también, consecuencia de la alimentación escueta, más frágil y evanescente. A veces se contemplaba en el espejo: la carne se le volvía espuma, la mirada neblina. Era irónico que a mayor actividad carnal, más parecía espíritu de sí misma. Menos parecía la mujer que había sido, y más se convertía en la bruma que su amante anhelaba.

Justo se contemplaba en el espejo cuando llegó su amante al departamento. Tiempo atrás le había pedido las llaves y J se las concedió, bajo promesa de que él sólo las usaría en caso de necesidad extrema. Él respetaba la vida de J ajena a sus relaciones, pero le gustaba que ella se supiera vulnerable incluso en ese aspecto. Y ahora hacía uso de tal vulnerabilidad. Entró a su casa y la sorprendió mirándose desnuda en el espejo. Más sorpresa le causó a J encontrar a su amante acompañado de una chica. Nada qué celar: una vulgar estudiante de jeans amorfos y modales descuidados. Pero tal mediocridad la inquietó mucho más que si hubiera llegado con una prostituta. Su amante celebró que ya estuviera desnuda, así sería más fácil lo que venían a hacer. La estudiante, sin siquiera saludarla, entró al cuarto y tendió en la cama una colcha negra. Su amante la llevó y la hizo recostarse. Cámara fotográfica en mano, la estudiante tomó algunas placas, acercó el exposímetro a sus pechos y sin la menor contemplación le alzaba el brazo, tomaba su mentón para girarle el rostro, le encogía o estiraba las piernas según la pose deseada. J hubiera querido protestar, pero la mirada amenazante de su amante le hizo entender lo de ella se esperaba. Como si fuera una marioneta se dejó manipular. Media hora después de fotografías, la estudiante le indicó al amante que era el momento de intentar las siguientes tomas. El amante sacó del bolsillo interior de su chaqueta una capucha negra.

—No tiene orificios, pero la tela es de red a la altura de tu nariz. Necesito saber si con ella puedes respirar.

Lo último que se vio del rostro de J fue su mirada azorada y la boca abierta. Volvieron a acomodar su cuerpo en la cama, la tomaban de los muslos y los brazos para flexionarla, buscaban afanosos la mayor plasticidad.

—Fingiendo las posturas no va a resultar nada —comentó el amante—. Mastúrbala un poco, así va a dar lo que queremos.

El cuerpo blanco sintió los dedos infantiles de la estudiante en su raja. La hurgaba sin encanto, pero la situación era inquietante y apenas bastó un roce para que el cuerpo empezara a delirar. Desde la capucha se escapó un gemido suave, aletargado. El cuerpo apretaba los puños y sentía los flashazos atendiendo a estos gestos tenues. La estudiante alabó su expresividad. Le explicó al amante que en las modelos profesionales tales detalles eran anodinos de tan estudiados. El cuerpo de J, en cambio, exudaba ansiedad. El amante agradeció los halagos, y a partir de ahí empezaron a comentar con entusiasmo los encantos de tan hermosa pieza. Los pies bien cuidados, las piernas níveas y brillantes, el vientre breve, la raja de coral, los pezones rosáceos, las uñas de las manos cuidadas con esmero. Acordaron la conveniencia de pintar las uñas de blanco aperlado, para afinar su albor. El amante dijo que lo haría cuando se quedara a solas con J. Lo que ocurrió una hora después. J alcanzó a escuchar el entusiasta "hasta mañana" de la chica, y momentos después sintió las manos de su amante tentándola con esa obsesión de científico que solía tener.

—¿Sigue sin molestar la capucha?

Por supuesto que no respiraba igual, pero no era tan asfixiante como se hubiera pensado. Bastaba concentrarse en las inhalaciones, hacerlas lentamente, sintiendo en plenitud el aire que iba y venía como si fuera la vida.

—Te la voy a dejar un poco más, me interesa probarla porque mañana la tendrás mucho más tiempo. Ten paciencia un rato. Después podrás descansar.

Ya era de noche cuando J quedó liberada. Para entonces, su amante ya había preparado la cena. Un sándwich de pollo para él, una ensalada para ella. La quería especialmente pura. J sintió miedo. Cuando él hablaba de purificarla, era porque ya tenía armada alguna experiencia que implicaría especial perturbación

La dejó charlar, la dejó dormir sin ataduras. Al otro día, en la mañana, se encargó de bañarla y arreglarla con esmero. Le puso un largo vestido blanco. La llevó a su hogar.

J encontró en la casa de su amante cables, luces, un quinteto de estudiantes fumando. Entre ellos, la fotógrafa del día anterior. Le enseñaron a su amante las fotos. Ella alcanzó a mirar lo extraño de su cuerpo, serpenteado en la colcha negra, algo que era ajeno a ella, y que sin embargo era ella en total plenitud. Fue lo último que vio ese día. La capucha la asaltó sorpresivamente. Su cuerpo empezó a existir.

Después, J sería incapaz de recordar paso a paso qué ocurrió. El video que resultó de esa tarde le ayudaría a reconstruir, semanas después, cómo transcurrió el día. Porque apenas fue privada de su cabeza, unas manos (¿las de su amante?) deslizaron su vestido. Otras manos (¿de quién?) la descalzaban, algunas más se encargaban de sujetarle los brazos por la espalda. Alguien la tomó del brazo, la condujo hasta donde sintió el piso aterciopelado. La sentaron en un puff de frío cuero negro. Le acomodaron los muslos pegados. Le hicieron poner los pies en punta. La dejaron en tal posición un tiempo eterno. Cuando quiso posar por completo sus plantas, unos deditos aniñados (¿la estudiante?) las reacomodaron en la posición original. Pasos, puertas, susurros, risas ahogadas. Una voz rasposa indicando que todo estaba listo. Silencio inhóspito. El calor de un cuerpo acercándose. De olor penetrante. Dos manos enormes le sujetaron los hombros. Otras dos manos se aposentaron en sus empeines. Subieron por sus piernas con lentitud. Calma, está ensayado. Acento moro. J quiso levantarse, sabotear la escena, abandonar a su amante. El impulso se ahogó al sentir un torso pegado a su espalda. Las manos de los hombros en los pechos. Las manos de las piernas entreabriéndole los muslos. Alientos calientes atrás y delante de sí. Una lengua humedeciendo su vagina. Su cuerpo se estremeció. La capucha la ahogaba. Imposible no gemir. Deslizó un ya basta que murió con el siguiente gemido. Las cuatro manos la sujetaron de las axilas y las corvas. La trasladaron a una mesa reconocida por el tacto. La de ébano oscuro, donde ella era porcelana viva.

Mirar el video le confirmó su intuición. También le permitió reconocer lo impresionante del montaje. Una oscuridad insondable de lienzos. Los dos sujetos sabiamente escogidos por su piel de pantera. No eran negros de tono pardo y labios gruesos, sino elegantes sementales de pigmentación carbonea, tan puros en su negritud como ella en su blancura. Fibrosos, inmensos. Cabezas rapadas para que su pelo no atentara con la limpieza de la escena. Pero era inevitable que sus cuerpos brillaran. Ídolos de obsidiana y ella, entre ellos, blanda cera fundida. Arcilla magullada por manos azabaches. Bocas de cuervo saliveando sus tetas rosáceas. Brazos de onix apresando su cintura. Y el único sonido era el jadeo de J, ahogado tras la capucha.

Al mirar el video, J recordaba como atrás de la capucha había miedo, azoro, una pavorosa excitación. Recordaba lo escalofriante de arder entre cuerpos tan férreos, que sin consideraciones le obligaron a erguir el torso, le mamaron los pechos hasta dejar sus pezones como granito, mientras dos manazas se deslizaban en su vientre y atenazaban su cintura para reclinarla, su cabeza sobre un cojín, rodillas flexionadas, culo en alto, las manazas palpando con suavidad sus largas piernas, de abajo hacia arriba, hasta abrir sus nalgas, arrancarle un grito cuando un larguísimo dedo la penetraba. Fue doloroso ese dedo en su ano seco. Como si lo supiera, el dedo se arrancó de ella, abrevó en su vagina ya viscosa de humedad, lubricó su ano con esa misma espuma. Mientras, a la altura de su boca sentía los empellones de una verga inmensa. Dentro de sí, J sonrió: su amante no contempló la opción de obligarla a mamar aquella verga. Pero la lengua que ahora le ensalivaba vagina y ano le hicieron entender que iba por otro lado la escenificación.

Entonces desataron sus manos. Pero solamente para que el negro de adelante las jalara hacia sí. Con brusquedad la hicieron ponerse en cuatro. J notó que debajo de ella se escurría uno de los hombres. Que el otro separaba al máximo sus nalgas. Y sintió la fiereza de una verga invadiendo su raja. Y sintió la fiereza de la otra floreando su ano. Y sintió que se partía, sintió que las dos vergas la desgarrarían hasta encontrarse, sintió el silencio nervioso de la sala, sintió un alarido eterno que se le volvió gimoteo, sintió lágrimas abundantes, sintió que sentía demasiado, sintió placer y agonía y el olor del puro de su amante y supo que lo amaba y que no era bueno seguir con él.

La escena del video impresionaba. Lo blanco de ella, tembloroso y ardiente, resplandecía entre lo negro de ellos, casi inexistentes, difuminados en lo abismal del escenario. Y con una mejor calidad de foto se hubiera logrado el efecto esperado: la blancura de J serpenteando, la blancura de J contenida entre los dos cuerpos, desbordada en su balanceo, presa entre las vergas y libre en su plenitud de objeto. Pero si la fotografía no logró del todo su cometido, si registró los sudores, la cabalgata, cada vez más armoniosa, el placer tortuoso de los tres seres, y de pronto, el sorpresivo grito de J, quiero piedad, y la compasión de los negros al descubrirse profanando tan desvaído cuerpo, esa preciosa marioneta de porcelana, agitándose al ritmo de la demencia compartida.

Sin duda, la compasión de los hombres es lo que termina haciendo espléndida la escena. Porque después del grito, J sintió que el hombre que estaba bajo ella la abrazó con increíble dulzura. Casi al instante, el hombre que la sodomizaba empezó a tallar su espalda suavemente. Y en vez de un final estrepitoso, en el video puede observarse cómo lo blanco y lo negro, sin dejar de estar entrelazado, se van fundiendo en un lento abrazo de tres personas irreales, hermosas, que se aman de una forma dolorosa. Contra las reglas convenidas, el negro que está bajo J le quita la capucha. Se ve su rostro enrojecido, sus ojos húmedos de llanto. El negro que está bajo ella besa su boca fatigada. J sonríe. El negro que está sobre ella le acomoda un mechón de pelo. Después, el video corta abruptamente.

J no volteó hacia los espectadores. Cerró sus ojos y dejó que el tiempo transcurriera. Sus amantes hicieron lo mismo. Con sus vergas aun dentro de ella, apenas la embestían, más para compartir sus contracciones que para darle más espectáculo al auditorio. Escuchó el odioso flashazo de alguna foto de la estudiante. Sintió que las vergas de los hombres empequeñecían. Pero ninguno de los tres quería terminar el abrazo. Tras un rato impreciso, escuchó la voz de su amante.

—¿Quieres quedarte con ellos?

J sonrió suavemente.

Un beso de él iluminó su frente. Después escuchó que se cerraban las puertas. J pasó con Ridha y Daoud el resto del día. Ocurrieron más y mejores cosas, pero nunca quisieron platicarlas con nadie. El amante de J lo respetó.