Lluvia de otoño

Romántico relato bajo la lluvia, melancólico como sólo puede serlo el otoño.

La memoria es algo curioso. Ocurrieron muchas cosas esa tarde, pero lo primero que evoca mi memoria es la lluvia, el repiqueteo constante de las gotas en la acera...

Era una tarde de finales noviembre. Las nubes amenazaban con lluvia y el cielo era de un gris plomizo que nada tenía que ver con mi estado de ánimo, porque yo me sentía feliz, feliz de estar con ella. Su sola compañía bastaba para alegrarme de una forma que yo no podía explicar y que ella ni sospechaba después de años de amistad. Nos habíamos acercado hasta el centro para dar un sencillo paseo mientras mirábamos las tiendas. Ella veía la ropa de los escaparates y yo sólo tenía ojos para ella, admirándola discretamente con devoción. Era más que una amiga para mí y no lo sabía.

  • ¿Qué te parecen esos zapatos? – me dijo, interrumpiendo mis pensamientos. Eché un vistazo a los zapatos pero me fijé más en que el cristal del escaparate reflejaba a medias la imagen de ella. Junto a mi cara veía la suya, y yo prefería admirar las mechas rubias que rodeaban esa hermosa cara... Hacía como que miraba los zapatos de la zapatería pero apenas si les prestaba atención: sólo pensaba en ella.

Volvió a interrumpir mis pensamientos:

  • Oye, parece que empieza a llover.

Era verdad. Ya notaba algunas gotas rozando mi cara, y fueron haciéndose cada vez más continuadas. Decidimos dejar el paseo para volver a mi casa, que estaba más cerca. No habíamos traído paraguas, no éramos muy previsoras, y acabamos corriendo hasta la estación de Metro más próxima.

El vagón se encontraba hasta los topes de gente. Entre todos aquellos cuerpos, tuvimos que apretarnos hasta que quedamos prácticamente encajonadas la una contra la otra. Creo que entre tantos como éramos, yo era la única que se sentía afortunada de estar en un vagón tan abarrotado que casi no quedaba espacio para respirar. ¿Qué me importaban a mí todas aquellas personas? Yo sólo sentía la presencia de ella, como si fuéramos las únicas pasajeras en aquel vagón. Quería tenerla tan cerca que me hubiera apretado más y más y más... Hubiera querido que nos apretáramos hasta que su cara, tan cercana en ese momento, se pegara contra la mía y sus labios contra los míos... Otra vez mis fantasías se interrumpieron con el brusco sonido del silbato del tren. Las puertas se abrieron de golpe para que la multitud nos bajáramos entre empujones y codazos.

Al salir de la estación quedaba todavía cierta distancia hasta mi casa. La lluvia había arreciado y de nuevo tuvimos que correr. Ella me dio la mano y la cogí. Estaba fría y húmeda pero su piel me pareció suave como un guante de terciopelo. Debió ser mi imaginación, porque sentí una extraña emoción al rozarla. Tan distraída estaba que casi habría caído a un charco de un resbalón si ella no me hubiera sujetado. Cogidas de la mano, seguimos la carrera hasta que nos detuvimos bajo un portal en una calleja desierta. Estábamos cansadas de tanto correr y necesitábamos un descanso. El agua formaba verdaderas cascadas al caer ruidosamente por los canalones. Noté entonces que su mano dejaba la mía, y no me atreví a retenerla.

  • Joder, ¿es que no va a dejar de llover? – dijo, jadeando por el esfuerzo de la carrera y mirando con fastidio la lluvia, que seguía cayendo con la misma intensidad.

Pero para mí esa lluvia fue una bendición, porque yo no quería volver a casa. El portal era tan estrecho que teníamos que apretarnos para compartir el poco espacio. Sólo notar su anorak contra el mío me emocionaba, y a diferencia del vagón del Metro, bajo aquel portal estábamos solamente nosotras dos.

También estábamos empapadas, pero yo ni me daba cuenta. Bajo el anorak totalmente húmedo sentía un calor en el pecho que me hacía olvidar las ganas de ir a casa. Ella tenía el pelo rubio oscuro tan mojado que parecía castaño, y esas mechas que tanto me gustaban se aplastaban ahora contra su cara.

Y seguía lloviendo. En realidad ya no llovía sino que diluviaba. El sonido del agua era como un redoble de un tambor y yo no quería dejar de escucharlo para que nos quedásemos juntas para siempre bajo ese portal.

  • Esto no para – dijo y estornudó suavemente.

Hasta cuando estornudaba me parecía guapa por la adoración que sentía. En ese momento, con el pelo completamente húmedo y aplastado y la nariz ligeramente colorada, me pareció más guapa que nunca. ¿Cómo podía estar tan ajena a todo lo que yo sentía en ese momento? Mientras yo luchaba con tantas emociones y sentimientos encontrados por estar con ella en ese portal, ella sólo debía pensar que la lluvia era un fastidio. ¡Era tan difícil explicar lo que yo estaba viviendo en mi interior! Y mucho más difícil aún sería decírselo...

Vi un oscuro mechón de pelo aplastado sobre su frente y no pude evitar la tentación de retirárselo con el dedo. Fue un gesto inocente, sencillo, pero había demasiada adoración contenida.

  • Lo tenías ahí pegado... – le dije, como excusándome por el sacrilegio de tocarla. Pero lo cierto es que luego no pude retirar el dedo: se había quedado pegado a la piel de su mejilla.

Ella me miró y yo no pude decir más. Como no podía explicárselo con palabras, creo que se lo dije con los ojos. Los suyos, grises como ese cielo tan melancólico, me miraban con curiosidad, y yo no podía dejar de responder a esa mirada ni retirar el dedo, estaba como petrificada. Al fin, muy despacio, la yema de mi dedo resbaló por su mejilla hasta debajo de sus labios. Me atreví a rozar su boca.

  • Qué guapa eres... – murmuré bajo el fuerte sonido de la lluvia, sin saber qué estaba haciendo. Ella me miraba de una forma extraña, intensa. ¿Sorpresa, incredulidad, excitación...? Yo estaba demasiado atenta a mi propia lucha interior como para saber lo que ocurría dentro de ella.

Tampoco sé cuánto tiempo pasó hasta que, sin que amainara la lluvia, me apreté todavía más contra ella, cogí sus largos y fríos dedos entre los míos, y acerqué mi cara hasta la suya. Lo hice instintivamente, sin saber qué ocurriría, pero lo que tenía que ocurrir, lo que tanto deseaba, ocurrió. Ella abrió la boca y me llegó su aliento cálido a la cara. Despegué los labios. Se mezclaron nuestros alientos... y nuestros labios se tocaron. ¿Y cómo podría saber cuánto tiempo pasó entonces? Quizás fueran unos pocos segundos pero a mí me pareció mucho tiempo. Mucho pero insuficiente, porque cuando se despegaron yo tenía ganas de vivir otra vez ese momento.

Seguíamos sin decir nada pero no hacía falta hablar para ponerse de acuerdo sobre lo que había que hacer. Yo quería más y podía leer en sus ojos que ella había comprendido. Otra vez, y muy suavemente, se juntaron nuestros labios mientras yo me apretaba entre su cuerpo y la pared del portal. Se despegaron, pero ahora volvieron a pegarse con la misma rapidez. Necesitábamos darnos calor con nuestras bocas. Yo la necesitaba. Me estremecí notando la puntita de su lengua rozando mis labios pero no me eché atrás. ¡Qué calor nos dimos mientras nos acariciábamos en nuestras bocas! Su mano se cerró con fuerza sobre la mía y yo supe que se había apoderado completamente de mí.

Algo amainó la lluvia cuando dejamos el portal. No dijimos nada en todo el camino de vuelta y tampoco corrimos mucho. A pesar de que estábamos terminando de empaparnos a base de bien, el momento era demasiado único para dejar de disfrutarlo echándonos a correr. Llegamos a mi casa completamente empapadas.

  • ¡Cómo venís de la calle! – exclamó una vecina que nos salió al paso - ¿No os llevasteis los paraguas?

  • No – respondí a la obvia pregunta, y no dije más, me había quedado sin palabras.

Luego en el ascensor, tan estrecho, cada una apoyada en una esquina. ¡Qué poco espacio para tantos sentimientos! Sentimientos que no podíamos expresar con palabras, sólo con los ojos. Ella volvió la vista al suelo, pensativa, pero yo seguí mirándola y casi no me di cuenta del momento en que el ascensor se detuvo porque habíamos llegado.


  • No hay nadie en casa – dije.

  • Eso parece.

Mis padres se habían ido y estábamos a solas porque el destino quería atraparnos juntas, la una con la otra, como si el mundo fuera muy pequeño y sólo hubiera espacio para las dos.

  • Deberías cambiarte porque estás empapada – me dijo ella.

  • Pues sí... Tú también.

Y ya no hablamos nada más.


Luego recuerdo el sonido de la lluvia otra vez, las gotas de lluvia resbalando despacio sobre los cristales de la ventana en pequeños hilos de agua. Serían las ocho y apenas penetraba una luz pálida en la oscuridad de la habitación, insuficiente para iluminarla pero si para que, de vez en cuando, la noche descubriera nuestras caras y el perfil de nuestros cuerpos asomando de debajo de las mantas de mi cama.

No sentíamos frío sino que nos envolvía el agradable calor que nos llegaba desde el radiador en que se estaba secando nuestra ropa. Nosotras preferíamos secarnos la una contra la otra, entre las piernas y los brazos entrelazados. Yo bebí cada gota de lluvia que había quedado sobre su piel y ella bebió de mi piel con sus labios hasta secarla. Me acariciaba y ya no tenía los dedos fríos porque se habían calentado sobre mi cuerpo...

No dijimos una sola palabra. Sólo murmurábamos algún suave ronroneo de placer y algún pequeño gemido que se perdía entre las sábanas. Escuchábamos la lluvia y también el suave movimiento de las mantas y de los cuerpos, el sonido de los labios que se unían y se separaban; porque yo la besé muchas veces. ¡Y no me cansaba!

Hubo un momento en que se me ocurrió pensar, intentar razonar sobre lo que ocurría. Pero ¿cómo íbamos a separar nuestros cuerpos ahora que se habían enmarañado completamente nuestros brazos y nuestras piernas? ¿Quién podría desatar ese nudo? La besé con más fuerza todavía, desde su cara hasta sus pechos.

Apenas sabía nada sobre el sexo pero no importaba. Yo sabía que su piel era suave, que su aliento era dulce, que su cuerpo me era tan querido que tenía que abrazarla, besarla y adorarla. Quizás nuestras caricias fueran inexpertas, pero aunque he ganado mucho en experiencia y he revivido muchas veces esa extraña emoción de caer en el vacío con cada caricia, la experiencia fue única.

Por un momento confié en que nunca terminarían las caricias, los besos, creí que, abrazadas, nos refugiaríamos bajo esas sábanas para siempre.

Pero entonces un portazo interrumpe el maravilloso recuerdo. Mis padres habían vuelto y, sobresaltadas, tuvimos que vestirnos a toda prisa mientras nos mirábamos aterradas y sorprendidas por lo que había ocurrido. Supe en ese momento que no se repetiría. Salimos de la habitación y saludamos a mis padres como si nada hubiera ocurrido, como si todo hubiera sido un sueño.

No me equivocaba porque nunca hablamos una sola palabra sobre lo que había sucedido por culpa de la lluvia en esa tarde de otoño, no tuvimos valor para continuar lo que el destino había elegido para nosotras.


Agradeceré vuestros comentarios y críticas.

Un saludo cordial. Solharis.