Llamando al futuro por el nombre equivocado.

Un hombre burlado, una mujer tratando de olvidar, una cantina de mala muerte y luego...

Llamando al futuro por el nombre equivocado.

Ni siquiera el exagerado volumen al que la solitaria consola tocaba ese viejo corrido lograba opacar el incesante sonar de mi teléfono. Era la sexta vez que escuchaba ese insoportable sonido y ya me tenía hasta la… ¡Cuatro mil pesos! Cuatro mil malditos pesos era lo que había pagado por ese aparato infernal que no dejaba de taladrar mi cansado cerebro con su agudo timbrar. De haberlo sabido, de haber sabido que por medio de él el cobarde de Mario… ¡Cuántos caballitos habría podido comprarme con ese dinero! ¡Cuántas borracheras habría podido financiar de haberme negado a caer en las seductoras garras de la tecnología! Pero ya ni hacer las cuentas en mi fastidiada mente tenía sentido, ya nada lo tenía. Me terminé de un trago mi bebida y cogí el vibrante celular. Con el fastidio que me provocó leer el número de mi amiga Carmen en la pantalla reflejado en mi rostro, caminé hacia los sanitarios para alejarme del estruendo de la música, y finalmente contesté.

¿Qué quieres?

¡¿Qué quiero?! ¡¿Estás pendeja o qué?! Se supone que nos veríamos en el restaurante de Mariana, ¿lo recuerdas? Ella y yo tenemos esperándote una hora, ¡una puta hora! ¡¿Dónde diablos estás?! ¡¿Por qué chingados no contestabas?!

Perdón, lo olvidé.

¡¿Perdón?! ¿Es todo lo que vas a decir? ¡Ya ni la amuelas, Yolanda! Con ésta van ya tres veces que nos dejas plantadas en lo que va del mes. Respóndeme una cosa: ¿ya te cansaste de nosotras? Dime la verdad, porque de ser así, sólo tienes que pedirlo y ten por seguro que no volveremos a molestarte. Nada más acuérdate de algo: somos tus amigas y lo único que queremos es ayudarte, distraerte para que te olvides de ese… Lo sabes, ¿cierto?

Claro que lo sé, Carmen. Y no, no me he cansado de ustedes. Pero déjame decirte algo: si siguen en ese plan de querer ayudarme, te prometo que entonces sí me van a enfadar y las voy a mandar muy lejos. Ya les he dicho un millón de veces que estoy bien, que todo lo que pasó con Mario quedó en el pasado.

¿De verdad? Entonces, ¿por qué no fuiste a la fiesta de Paulina? ¿Por qué nos quedaste mal el viernes pasado con lo de Juan? ¿Por qué no me dices donde estás para que vaya a recogerte y cenemos las tres juntas? ¿Eh? ¿Por qué?

Pues… porque estoy muy cansada y lo único que quiero en este momento es dormir. De hecho, fue tu llamada la que me despertó. Soy yo la que debería estar enojada, ¿no crees? Escucha, discúlpame por haberles fallado. Sabes que me gusta salir con ustedes y pasárnosla bomba, pero te juro que he tenido mucho trabajo y me ha resultado imposible despegarme de mi escritorio antes de las nueve o diez de la noche. Créeme que aprecio mucho que quieran distraerme para que me olvide de todo, pero te prometo que no es necesario, que estoy bien. ¡De verás estoy bien!

Pues… no me dejas muy convencida, pero voy a creerte. Te dejo para que regreses a la cama. Nada más otra cosa: el sábado hay reunión en casa de Ale y ahora sí no te nos escapas.

Está bien.

Y no se te olvide que si necesitas alguien con quien hablar, alguien que te insulte o alguien a quien golpear, sólo necesitas marcarme.

Lo sé. Gracias. Nos vemos el sábado, perra.

Hasta luego, zorra. Te quiero.

Y yo a ti.

Sabiendo que mi amiga no volvería a molestarme por el resto de la noche, caminé de vuelta a la barra y le pedí al mesero otra copa. Carmen, Mariana y los demás habían estado sobre de mí los últimos días, no me dejaban en paz ni un solo instante. No quiero que me mal entiendan, los amo, a todos, me encanta pasar el rato con ellos, pero simplemente no soporto que me insistan tanto con eso de que debo divertirme, que debo salir, conocer gente y hacer cosas nuevas. ¡Por Dios!, ¡yo hago todo eso! Piensan que he de estarme desbaratando por dentro, pero no es así. No entienden que estoy bien, mejor que nunca, sin ese imbécil quitándome el tiempo que ahora empleo en subir la escalera del éxito profesional, esa que abandoné a medio camino por seguirlo en sus infantiles y estúpidas aventuras artísticas, en sus locos e inútiles intentos de trascender con su insípida obra falta de forma y fondo. Su partida es lo mejor que pudo haberme sucedido, algo tan bueno como la calidad del tequila con el que seguí raspando mi garganta y mareando mis recuerdos, sentada en aquella cantina de mala muerte, aguardando a que una de esas lujuriosas miradas clavadas en mi generoso trasero me invitara a dar un paseo por las sábanas.

Era la tercera noche consecutiva que me la encontraba en aquel bar al que asistía buscando borrar de mi memoria la imagen de esa quien imagino debe andar del brazo del que se decía mi mejor amigo, caminando por una oscura y estrecha calle de algún exótico país de Asia, deteniéndose en cada esquina a enroscar sus lenguas de víbora, escandalizando a los transeúntes con sus indiscretas y atrevidas caricias, esas de las que mi cuerpo ya no era dueño, esas que me estremecían justo cómo entonces me estremeció el observarla a ella, sentada en la barra con un trago en la mano y la mirada apagada y triste como la mía, esperando encontrar alivio en el fondo del vaso, anhelando rellenar al menos un poco sus vacíos con alcohol.

Era la tercera noche consecutiva que me la encontraba en aquel bar al que asistía buscando un poco de olvido, la tercera noche que su larga y negra cabellera ocultaba a mis ojos la mitad de su hermoso y melancólico rostro, que sus ajustadas prendas resaltaban esas pronunciadas curvas que me producían un cosquilleo interno que luchaba por brotar de mi involuntariamente abultada entrepierna. Algo fuera de lo común había en esa mujer: tal vez era la densa atmósfera que rodeaba su figura, lo largo de sus tacones o la manera en que bebía, no lo sé. No lo sé, pero me hacía querer intentarlo de nuevo, empezar de cero y reescribir mi historia con un final feliz, uno en el que hubiera argollas, ramo y arroz.

Era la tercera noche consecutiva que me la encontraba en aquel bar al que asistía buscando eso que semanas atrás perdiera junto con los ahorros de una vida y una amistad que creía sincera, la tercera noche que me la encontraba y la última que me quedaría nada más mirándola, nada más preguntándome qué sabor tendría su piel, dibujando en el pensamiento su perfecta y cálida desnudez, los lunares en su espalda y las estrías en su cadera, la celulitis en sus piernas y la rigidez de sus pezones. Sorbí de mi copa como para darme valor, me puse de pie, me acomodé el arrugado saco y me dirigí hacia ella, a paso lento, permitiéndome pensar en las palabras exactas para abordarla, en la frase idónea para conquistarla.

Disculpa, tu cara me parece familiar. ¿Nos conocemos de alguna parte?

Ernesto había ideado un discurso entero para cautivar a esa bella mujer de la barra, pero al verla más de cerca no pudo más que soltarle esa estúpida pregunta. Y no es que de repente hubiera preferido usar la técnica del ¿te conozco?, sino que en verdad aquellas facciones le resultaban conocidas, recordaba haberlas visto caminando frente a él, expresando la misma melancolía con que en ese momento lo miraron. Recorrió los desordenados pasillos de su mente tratando de adivinar algún detalle que le indicara el lugar exacto en el que aquel bello rostro le regalara unos segundos de su preciosidad, pero concentrarse era algo difícil estando parado junto a esa dama. Era como si la delicadeza y maestría con que Yolanda agitaba su bebida lo hubiera hechizado, como si las cicatrices dibujadas sobre aquellos tristes y negros ojos le desvanecieran la razón, lo obligaran a ya no pensar. Sentándose a su lado, sin quitarle un instante la vista de encima y casi derramándosele la saliva por los labios, el extrañado sujeto volvió a interrogarla.

¿Nos conocemos de alguna parte?

No lo creo, pero eso tiene remedio. Si te quitas la ropa, ya te diré yo de qué parte te conozco.

Al pronunciar aquellas palabras, Yolanda consiguió arrancarle una sonrisa al presunto conocido. Los amarillentos dientes de Ernesto se revelaron sin pudor, como si el blanco fuera su color. La mujer descubrió en aquel gesto una inexplicable felicidad y un poco de esa inocencia y confianza perdida. A punto estuvo de sonreír también, pero le bastó revivir los hechos que la condujeran hasta aquel sitio para reprimir esa súbita alegría. Por un instante, tan sólo por un instante sintió unas imprevistas ganas de abrazarlo sin motivo aparente, de recostarle la cabeza en el hombro y ponerse a llorar como una cría. Se mordió ligeramente el labio, tan ligeramente que sus colmillos dejaron una marca sobre la tersa piel decorada con labial carmín. Le dio un trago a su bebida, sacudió su larga y negra cabellera y continuó con el coqueteo, ese con el que esperaba pavimentar el camino hacia la cama de aquel atractivo hombre.

Entonces, ¿qué? ¿No te vas a desnudar? ¿No quieres que te diga de qué parte te conozco?

No, creo que me quedaré con la duda. Mejor dime cómo te llamas, qué hace una mujer como tú en un lugar como este.

¿Cómo me llamo? ¿Qué hace una mujer como yo en un lugar como este? Ya voy viendo que las preguntas originales no son lo tuyo. ¿Qué sigue después? ¿A qué te dedicas? ¿Estudias o trabajas? ¿Casada o soltera? ¿Por qué no me preguntas algo más interesante?

Algo más interesante… ¿Qué quieres tú que te pregunte?

No lo sé, hay tantas cosas de las que podríamos hablar que seguro no habría tiempo para todas. Es difícil escoger un solo tema, pero creo que ya lo tengo. ¿Por qué no me preguntas… si prefiero que me la metas por delante o por detrás?

¡¿Qué?!

La directa y atrevida insinuación de Yolanda le calló por sorpresa al pávido individuo. No es que la idea de acostarse con ella no hubiera pasado por la mente del solitario hombre, tampoco es que le faltaran ánimos, pero ese no había sido el único motivo por el que se le había acercado. Desde hacía dos noches, los pensamientos de Ernesto eran ocupados en gran parte del día por aquella inquietante silueta de caprichosos trazos. Soñaba con saber su nombre, sus secretos, lo que la hacía feliz y lo que la hacía llorar. Deseaba hacerle un espacio en su menguada vida para luego construir juntos un futuro, quizá unidos por los sexos, compartiendo intimidades, pero no apenas empezando el viaje. Sus intenciones eran distintas, y aún cuando otro en su lugar hubiera pegado de brincos al vérsele facilitado el trabajo él se sintió un poco decepcionado y quiso marcharse del lugar. Su entrepierna no se lo permitió.

¿Por qué pones esa cara? ¿No es eso lo que quieres: saber por cuál de mis agujeros me vas a bombear? Nuestros nombres y todo lo demás son pura pérdida de tiempo, ¿no lo crees? Si vamos a terminar en la cama con tu semen en mis tetas, ¿para qué detenernos en estúpidas cortesías? Salgamos de aquí. Salgamos de aquí y vayamos a tu departamento. Porque supongo que tienes uno, ¿o no?

Sí, no está muy lejos de aquí.

¡Vamos entonces! Vamos y ya verás como nos conocemos por todas partes.

Yolanda se levantó, y luego de dejar sobre la barra dinero suficiente para cubrir la cuenta de ambos, tomó a Ernesto de la mano y lo condujo hacia la salida. Caminaron por entre las mesas y salieron de aquella cantina, con la intención de emborracharse con esencias más espesas.

Aunque aquella mujer cuyo nombre aún desconocía seguía ejerciendo sobre mí una inexplicable y fuerte atracción, el toque de magia con que mi imaginación había dotado al que pensé sería un maravilloso encuentro, una larga y profunda charla que araría la tierra donde nuestras semillas serían plantadas para darle fruto a una nueva vida que con un poco de suerte tendría la forma de ese bebé con el que tanto había soñado, se había ido, ya no estaba. Esa melancolía, esa tristeza que desde lejos, que yo en mi mesa y ella en la barra me cautivaba, ese vacío a su alrededor pidiéndome en silencio llenarlo con mis penas, se había evaporizado por el calor de sus palabras. Mis pies se movían al compás de los suyos, pero algo se nos había quedado en aquella cantina, algo se me olvidó en aquel vaso con tequila.

¿En qué piensas, guapo? – inquirió pegándose a mí.

En nada – le respondí con un desgano que parecía no afectar a lo que debajo de mis pantalones empezaba a crecer.

¿En nada? ¿Estás seguro? A mí se me hace que te andas preguntando si te la mamaría aquí mismo – sugirió humedeciéndose los labios –, ¿no es así? Seguramente andas queriendo que me trague tu monstruito – deslizó su mano por mi muslo, acercándola a mi bragueta –, ¿verdad? De seguro… ¡Guau! – exclamó al posar sus dedos sobre mi abultado paquete – Que digo monstruito, ¡monstruote! Sí que te cargas una buena herramienta – aseveró estrujando mi erección por encima de la tela, arrebatándome ese suspiro que mi querer hacer las cosas "bien" se negaba a emitir –, tan buena que me la voy a comer aquí mismo – amenazó al tiempo que me empujaba contra la pared y me metía la lengua en la boca.

Espera… ¡Por favor! Nos pueden… ¡No!

¡Cállate! – me ordenó – ¿Para qué te haces el que no quiere? ¿Para qué si lo deseas tanto o más que yo? Lo veo en tus ojos: ansías ver como tu verga se pierde entre mis labios, sentir como mi lengua envuelve tu glande y me bebo tus líquidos – afirmó deshaciéndose de mi cinturón –. No lo niegues, porque se te nota. ¿Crees que no me he dado cuenta de cómo me miras, de cómo me desnudas y me devoras con los ojos? Te tardaste tres noches en dirigirme la palabra, ¿no crees que fingir que no lo deseas, que no me deseas es más bien estúpido que correcto? – desabotonó mis pantalones y éstos fueron a dar a mis tobillos –. No te hagas el niño bueno que no sirve de nada, no conmigo – se arrodilló frente a mí y liberó mi hinchado miembro de su algodonada prisión.

Su delicada mano rodeando mi inflamado pene me incitó a dejar de lado todo aquello que escapara de los terrenos de placer. Agaché la mirada y, al observar lo encantada que estaba con mis generosas dimensiones, pensando ya en nada más que en saciarme las ganas, la obligué a engullir entera mi portentosa polla, le clavé la punta en su garganta y la impulsé a satisfacerme controlando sus movimientos mediante violentos jalones a sus negros cabellos. Ella cooperó sin inmutarse, como si estuviera acostumbrada a aquel tipo de trato, como si en lugar del ángel de alas rotas por el que mi necesidad de buscar algo fantástico para enmendar las desgracias de mi vida la había tomado, se tratara de un demonio habituado al sexo furioso y humillante, a la entrega sin entrega y sin cariño. Me lamía con verdadera experiencia y regocijo, sin ese asco que existe en casi toda mujer. Sumadas al excitante hecho de que, a pesar de la hora y de lo poco transitadas que eran aquellas calles, alguien podría habernos descubierto, sus caricias orales pronto me tuvieron al borde del orgasmo. Y al sentir como mis testículos se contraían alistándose para la ignición, empecé a follarle la boca sin contemplaciones.

"¡Sí, amor! ¡Qué bien que me la chupas! ¡Ah, ya casi me corro! ¡Ya falta poco para que te de mi lechita! ¡No te detengas, preciosa! ¡No pares, por favor! ¡No te pares, que… ah!"

Justo antes de que por mi falo saliera expulsado todo ese esperma acumulado por mi negativa a masturbarme, como si de repente el sabor de mi verga le resultara repulsivo, como si hubiera recordado algún pasaje de su vida que la pusiera mal, mi indescifrable acompañante se apartó de mí, me mordió ligeramente el tronco para obligarme a soltarla y se puso de pie, reanudando enseguida la caminata. No me dio explicación alguna, y tampoco se la pedí. Me subí el bóxer y los pantalones y arranqué detrás de ella, tratando de no poner atención al agudo dolor que la eyaculación frustrada me había dejado en las bolas. Recorrimos las cuadras restantes sin hablar, sin mirarnos siquiera. Por dentro comenzaba a arrepentirme de habérmele acercado, pero por fuera luchaba por no arrojarme sobre ella y poseerla ahí mismo: iluminados por el parpadeante alumbrado y tirados en el asfalto.

Luego de interminables y estresantes quince minutos, finalmente arribamos a su departamento, situado en un edificio que por lo elegante de la fachada y lo lujoso de los interiores me llevó a la cuenta de que estaba al lado de uno de esos millonarios infelices que acuden a bares de mala reputación en busca de una mujer fácil con quien olvidarse de su soledad al menos por una noche. Durante el trayecto me había preguntado varias veces si no había hecho mal al dejarlo a medio palo, pero al descubrir que para él no era más que una distracción pasajera, que su supuesto interés más allá del sexo no era más que una sucia jugarreta para llevarme a la cama, que era igual a todos los hombres, me olvidé de culpas. Luego de que abriera la puerta y con un ademán me invitará a pasar, entré para descubrir que el espacioso lugar no contaba más que con una cama y una nevera. Admirada y con curiosidad, lo interrogué respecto a la ausencia de muebles.

¿Qué pasó aquí? ¿Se metieron a robar? ¿No se supone que sitios como este son muy seguros, que están vigilados todo el tiempo y ni siquiera una mosca puede entrar sin ser vista? ¿Qué no pagas demasiado dinero como para que no te lo cuiden cuando no estás? – le pregunté un tanto divertida por la situación.

Sí, pago mucho dinero por este piso y precisamente por eso es que no tengo más muebles que una cama y una hielera – contestó mientras se quitaba la ropa, notoriamente desesperado por hundir sus carnes entre las mías.

¿A qué te refieres? ¿Acaso la renta es tan elevada que tu sueldo entero se te va en cubrirla? – inquirí con tono de eres un pobre fracasado.

No, no es eso. Para empezar, no recibo un sueldo pues soy dueño de mi propio negocio. Tengo una agencia de publicidad que manejaba junto con mi supuesto mejor amigo. Y digo manejaba y supuesto, porque el muy desdichado se escapó con mi novia llevándose una fuerte cantidad de dinero que no me dejó más opción que vender mis cosas para no ir a la cárcel por fraude – me explicó ya en calzoncillos.

¡¿De verdad?! – fingí interés ante una más de sus mentiras, ante otro más de sus intentos por ponerse como el bueno de la película.

Sí, tuve que malbaratar hasta mi coche para que mis clientes no me refundieran en el bote primero, y para que no me echaran a la calle después. Esa es mi triste historia, pero no quiero hablar de ello. ¿Qué te parece si mejor continúas con lo que dejaste a medias? – sugirió arrojando al suelo su bóxer y sujetando su prominente pene por la base.

¿Qué pasó con aquel que quería saber mi nombre? – cuestioné arrancándome la falda y las bragas y cubriendo mi sexo con ambas manos.

Se fue cuando le aconsejaste no perder el tiempo con cortesías – respondió acercándose a mí –, cuando revelaste lo puta que eres – sentenció sacando a relucir su verdadera personalidad, colocando la punta de su amoratada verga en mi entrepierna.

¡No!, por ahí no – apunté al tiempo que le daba la espalda –. Quiero que me lo hagas por aquí – manifesté ofreciéndole mi trasero, separándome las nalgas con las manos –, es más seguro. Sí entiendes a lo que me refiero, ¿verdad?

Claro que entiendo – señaló mojando mi ano con el lubricante que escurría a lo largo de su enardecida y palpitante polla –. ¡Entiendo que eres una zorra depravada a la que le gusta por detrás, una hija de Sodoma que goza cuando le rompen el culo cómo ahora yo pienso rompértelo! – expresó enterrándome su ariete hasta el fondo, así de pie como estábamos.

Por el grosor y la furia de su miembro venciendo la resistencia de mis esfínteres y rasgando mis adentros, escupí alaridos que no tardaron en volverse jadeos y suspiros ante las incesantes y estimulantes embestidas. Mientras que cumplía la amenaza de romperme el culo con el salvaje ritmo al que su pene arremetía contra mí, sus dedos se perdieron en mi sexo y se apoderaron de mi clítoris, retorciéndolo con verdadera saña que me animó a mover las caderas para acompañar el bestial vaivén de mi amante. Los pezones me dolían debajo de la blusa, los jugos me corrían por las piernas y su verga se ensanchaba cada vez más.

"¡Qué rico culo tienes, amor! ¡Cómo me aprieta, cómo me gusta perforártelo! ¡Dime que te gusta a ti también, que no puedes vivir sin que te lo ensarte! ¡Dímelo, golosa! ¡Dímelo y muévelo que estoy por venirme, que estoy por regarte con mi leche!"

Palabras del pasado bombardearon mi cabeza con la misma intensidad en que mi trasero recibía aquella exquisita y experta verga, impulsándome hasta un intenso y apabullante orgasmo cuya brutalidad hizo que mis piernas flaquearan, que todo alrededor girara. Con cada espasmo que se vino junto con el clímax, mis músculos le estrujaron la hombría de tal manera que su respiración se disparó al igual que a punto estaba de hacerlo con su esencia. Antes de que eso sucediera, le pedí que se corriera en mis senos. Se salió de mí, me hinqué haciendo jirones de mi blusa y mi sostén, le dio unas cuantas sacudidas a su polla y me bañó las tetas y la cara con abundantes chorros de su espeso y blanquecino semen, dibujándosele la misma sonrisa que tan inexplicable alegría me produjera en el bar, haciéndome pensar en cosas para las que ya era demasiado tarde.

¿Ahora sí me vas a decir cómo te llamas? – inquirió antes de entregarme una pluma y una hoja que corrió a buscar justo después de su corrida – Puedes apuntarlo aquí junto con tu teléfono.

Está bien – le dije escribiendo en el papel y sonriendo por primera vez, no sólo en la noche sino en mucho tiempo.

Cuando le devolví los utensilios, me ayudó a ponerme de pie y me pidió que nos acostáramos al menos por un rato. Fue tanta su insistencia y tan conmovedora la ternura en su mirada, que acepté y rasqué su cráneo hasta que se quedó dormido, momento que aproveché para escapar de las sensaciones que al verlo a mi lado, desnudo y con los ojos cerrados me comenzaban a invadir, esas mismas sensaciones que al no ser por otro correspondidas, que al ser antes ignoradas me condujeran en un principio hasta aquella cantina y después me hicieran confundir con algo pasajero lo que podría haber sido eterno pero ya no habría oportunidad de comprobar. Me vestí y me marché del lugar, no sin antes soplarle un beso en el que se esfumó la poca humanidad que aún me restaba.

Ernesto despertó y estiró el brazo esperando encontrarse con el cuerpo de esa mujer cuyo nombre todavía desconocía, pero ésta ya no estaba, se había ido a la mitad de sus sueños. Un tanto decepcionado, saltó del colchón con la intención de buscar esa nota que le devolviera la sonrisa. Sintiendo como el frío del suelo entraba por la planta de sus pies y viajaba por su columna en forma de un escalofrío que le transmitía malos augurios, caminó hasta dónde la hoja se encontraba tirada y la recogió para de inmediato leer lo que en ésta estaba escrito. De entre sus ropas sacó su celular y marcó el número impreso sobre el papel. Luego de unos segundos, la voz de una anciana le respondió la llamada.

¿Bueno? ¿Quién habla?

¡Buenos días, señora! Me llamo Ernesto y busco a Daniela, ¿puede comunicarme con ella? ¡Por favor!

¿Con quién dices que quieres hablar, muchachito? ¿Con Daniela?

Sí, señora, con Daniela.

Aquí no vive ninguna Daniela.

¡¿Cómo que ahí no vive ninguna Daniela?! ¿Está segura?

Claro que estoy segura. Estoy vieja, pero no pendeja.

¿Bueno?

Perdón, señora. He de haber marcado mal el número. Disculpe las molestias.

No hay cuidado, hijito. ¡Que tengas un buen día!

Gracias. Igualmente.

Con los ojos empapados de llanto, Ernesto arrojó el teléfono contra la pared. El aparato se desbarató en pedazos que jamás habrían de juntarse, justo como todo en su vida. Sin ganas de trabajar, sin ánimos de hacer nada, se puso un traje limpio y salió en busca de una mujer con la cual desquitar su coraje, una puta barata sobre la cual pudiera descargar su rabia por módicos doscientos pesos, una de esas viejas gordas, prietas y feas que a plena luz del día se pasean por el barrio de San Juan de Dios, espantando hasta a los más malencarados sujetos que por tan improbablemente seguros rumbos se pasean. Jurando que ninguna otra volvería a engañarlo, que nadie volvería a burlarse de él, salió de su departamento limpiándose las lágrimas, esas que a lo lejos y sin siquiera imaginárselo, por él Yolanda derramaba.