Liz, la Motosierra (no deja palo parado)

Liz dio inicio a una cabalgata de locura, sin importarle que Roger y Mauricio estuvieran grabando todo en sus celulares.

Liz, la Motosierra (no deja palo parado)

Kleizer

I

Ese día comenzó muy bien para la joven abogada Liz. Recibió una llamada del juzgado laboral, se le informó que la empresa de seguridad demandada había aceptado conciliar y que había depositado tres cheques a nombre de sus clientes, cuyos montos coincidían con lo que ella había estimado sumaban sus derechos laborales y demás adquiridos.

Fue al juzgado a retirar los cheques y una vez con los títulos valores en la mano, llamó por teléfono a sus clientes para darles la buena noticia. La mala noticia era que debía realizar otra diligencia que probablemente le tomaría el resto del día, pero quedaron en reunirse en su oficina a eso de las seis de la tarde.

Para Liz, esa conciliación fue una verdadera alegría, era uno de sus primeros triunfos jurídicos, ya que se había graduado de la facultad de leyes hace unos meses, tenía, a la sazón, veintiún años, ya casi llegando a los veintidós.

Por los pasillos del palacio judicial, los hombres se detenían a admirar la elegante y voluptuosa figura de la rubia jurista, con su piel tenuemente bronceada gracias a periódicas visitas a las playas, su cabello dorado le llegaba hasta los hombros; le gustaba usar faldas no muy cortas pero que se ceñían magníficamente a su redondo y firme trasero; asimismo, en cuanto a su busto, había mucho qué agarrar. Heredó su fenotipo y sus ojos verde oscuro de su madre.

Desde que empezó a estudiar leyes, también dio inicio su trabajo en el bufete de su padre, iniciándose con los trámites engorrosos y demás tares colaterales, en las que no pocas veces, su encanto y don de gentes rindió sus frutos y, de vez en cuando, algo más que sonrisas, pero que no lo supiera su padre pues le daría un infarto.

La diligencia en cuestión, un duró mucho, y a eso de las cuatro de la tarde, Liz regresó a la oficina. Era un viernes decembrino así que ya casi todo el mundo se había ido. Liz puso la cafetera y se despidió de la secretaria. Ese día vestía una falda negra de cuero que le llegaba hasta las rodillas, pero cuyo objetivo no era ocultar su figura delineada por los aeróbics ni sus nalgas de pornstar. Llevaba una camisa blanca de mangas largas, y si uno enfocaba bien, podía vislumbrar el sostén rosado pálido que usaba debajo de aquella prenda. Usaba zapatos negros de tacón corto (después de la tercera caída, Liz aceptó que los estiletes de tacón no eran para ella).

Conversó por teléfono con su novio, Aníbal, esbozando los planes para esa noche de viernes. Aunque Liz vivía con sus padres, ella solía dormir de vez en cuando con su novio, o con algún otro afortunado.

-Hoy no tengo muchas ganas de salir, amor –le decía ella- mientras estaba reclinada en el sillón de su oficina-. Mejor llegaré a tu apartamento, pide comida y compra la bebida, vemos alguna película y luego, ya sabes, como conejos –y ella se carcajeó suavemente. Su novio era un año mayor que ella y solían pasarlo de mil maravillas cuando cogían.

-No, no puedo llegar ahorita, tengo una última reunión, pero creo que será breve, te avisaré cuando salga, te amo, bye –dijo ella. No se imaginaba que ni la reunión sería breve ni se limitaría a discutir futuros planes labores y financieros.

Sus clientes eran tres ex guardias de seguridad despedidos injustificadamente por la empresa, y afortunadamente, los abogados de la misma determinaron que el costo sería mayor de alargar los juicios y optaron por conciliar antes de engordar esas sumas con más intereses, costas procesales, honorarios de Liz, etc.

Mauricio tenía apenas 19 años, pero ya era un poco más alto que Liz y algo robusto, de piel morena, actualmente estaba cursando los exámenes y procedimientos para ingresar a la policía. A Liz le encantaba cómo el musculoso muchacho la veía embobado cuando se reunían para platicar del caso.

Santos tenía 25 años, tenía un par de hijos y actualmente vivía amachinado con su pareja. Su piel era más oscura, denotando su descendencia isleña, asimismo, su cuerpo era más recio y demarcado, ya que había estado en el ejército; a Liz le encantaba verlo y supo que él había captado sus miradas.

Roger tenía 32 años, casado y con hijos, habiendo alternado entre varias empresas de seguridad, policía y ejército, se mantenía en buena condición física.

La verdad es que los tres estaban muy buenos, pensaba Liz, acariciando su entrepierna. En algunas ocasiones se había imaginado cómo sería estar a merced de esos tres machos fornidos, con sus miembros enhiestos, rodeándola, ella desnuda hincada en medio de ellos, a su total merced, dispuesta a hacer lo que fuera necesario para satisfacerlos. Durante las reuniones y demás interacciones previas, en los meses que duró la etapa extrajudicial y el juicio, los tres habían intentado coquetear con ella, al principio se cortaba, pero luego les devolvía las bromas.

Cuando Liz pensaba en su actual novio, en su cuerpo, parecía un enfermo famélico al lado de tres dioses mayas guerreros.

Liz recordó entonces que en una gaveta de su escritorio había varios preservativos y un bote de lubricante, que quedaron ahí desde algunas sesiones con su novio en la oficina, de noche, y con algún otro afortunado. Ella se estremeció al entender la situación, iba a quedarse sola con sus tres apuestos clientes, y tenía a su mano condones y lubricantes.

La joven y hermosa abogada, súcubo encubierto, decidió relajarse un poco empleando sus habilidosos dedos, para no estar tan sobrecalentada al momento de atender a sus clientes, con quienes no debería, bajo ningún motivo, trascender los límites del profesionalismo… Claro que sí, campeona.

II

Sin embargo, la diosa del inframundo y la lujuria, Lilith, mueve sus piezas para que los cosas ocurran, así que mientras la abogada Liz se solazaba a sí misma, imaginando que sus tres clientes se turnaban para sodomizarla, toda ella bañada de lubricante, resplandeciente su piel dorada, asimismo alguien se turnaba para sujetar a su novio y que no se perdiera el espectáculo, y su mejor amiga Maité filmaba el espectáculo.

Poco antes de alcanzar su clímax, el sonido de la campana la despertó de su tórrido ensueño para anunciarle que sus clientes habían llegado. Liz se puso algo nerviosa y pasó brevemente por el baño, echándose agua en la cara y arreglándose el cabello. Antes de abandonar el baño, se vio en el espejo y decidió desabotonarse la camisa, lo suficiente para mostrar la incipiente ranura entre sus dos melones y un asomo de su sostén rosa pálido.

Para colmo de males, los tres hombres habían matado el tiempo jugando fútbol y venían en calzoneta y camiseta, asimismo, curtidos y con algunas gotas de sudor, que desprendían un tufo que, en otras circunstancias le habrían parecido a Liz como repelente, pero que en ese contexto, le resultó demasiado enloquecedor, el tufo a macho, algo que no conocía con sus noviecitos hijos de papi y mami, los necos.

El rostro se les iluminó al ver a su guapa abogada. Ella los condujo a su oficina, al fondo del primer piso del edificio. Pudo constatar nuevamente que en el lugar solo estaban ellos cuatro. El sol se ponía y el cielo arrebolado pasaba paulatinamente al purpúreo heraldo de la noche.

Los cuatro sonrieron nerviosamente. Los hombres tomaron asiento frente al escritorio de Liz, y ella estuvo a punto de ir a su sillón pero, en último momento, decidió sentarse en el borde de dicho mueble, frente a ellos. Liz tomó la carpeta y entregó cada uno de los cheques. Los hombres sonrieron de nuevo y estuvieron algunos minutos consultando con Liz para verificar que las cantidades coincidían con las estimaciones elaboradas por el personal de la secretaría de trabajo.

-Al final, este asunto salió muy bien, porque pudimos conocerla a usted, abogada –dijo entonces Roger, comiéndosela con los ojos.

Liz se ruborizó, al tiempo que sonreía y agitaba el cuello de su camisa. A Mauricio y a Roger no se les escapaba la manera en que los ojazos verdes de la refinada abogada solían desviarse, demasiadas veces, hacia Santos. Ellos habían comentado eso durante la tarde, que el poderoso con la abogada era Santos, sobre lo buena que estaba, lo coqueta que era, sobre su duro culo y lo sabroso que sería dejarle ir la verga en medio de las nalgas, acabarle en el rostro, bañarla en lubricante, embarazarla, en fin. Sanas pláticas entre chicos deportistas.

Ellos se pusieron de pie, preparándose para una despedida, la tensión sexual era evidente, pero pedirle a una mujer que atendiera a tres tipos simultáneamente era demasiado. Mauricio la abrazó, pero no de lejitos como las veces anteriores, sino que la apretó contra él, torso contra torso, Liz se sobresaltó inicialmente, pero el bulto de Mauricio se presionó contra su sexo aún palpitante y ardiente, provocando que se sonrojara, mientras las manos del muchacho recorrieron fugazmente su espalda, aspirando él el aroma de Liz, hundida su nariz en su cuello, frotando su mejilla contra la de ella al retirarse.

Liz quedó con sus ojos muy abiertos ante esa caricia, como decidiendo si debía molestarse o dejarse agasajar por aquellos tipos. Luego Roger la abrazó, agradeciéndole sus buenos oficios, aplastándola contra él, posando una de sus ásperas y cálidas manos sobre el inicio de la curva de las nalgas de la abogada, contacto que le causó un exquisito escalofrío, mientras sus pechos vibraban aplastados contra el recio torso del treintañero.

Finalmente, Santos avanzó hacia ella y la abrazó con no menos intensidad, apretándola hacia él, acariciándole superficialmente las redondas posaderas. El suspiro inusitado de Liz fue perfectamente audible por ellos, en total silencio como estaban.

Liz quiso decir algo, era la voz de la razón haciendo un último intento desesperado, pero Santos le puso sus manos tibias sobre las mejillas y la besó en los labios; Liz abrió sus ojos desmesuradamente mirando las reacciones de Mauricio y Roger, mientras que la lengua de Santos escudriñaba su boca, y poco después, la lengua de Liz se frotaba frenéticamente con la de su cliente, sus ojos cerrados.

Sus bocas se separaron, colgando de ellas, efímeramente, un puentecillo de resplandeciente saliva, y las manos de Santos no se apartaban del cuerpo de su espectacular abogada, sintiendo su carne trémula.

-¿Qué es lo que quieren? –susurró ella, respirando con dificultad, consciente que esos instantes eran precisos para decidir si ahí iba a darse una orgía sexual o si todos se iban a sus casas.

-Queremos comérnosla, Lic –le respondió Roger, y la rodearon, manteniéndose Santos frente a ella, su bulto bien apretado contra el sexo de aquélla.

Liz los veía de reojo. Los sementales esperaban una indicación, no actuarían sin una señal. Liz suspiró y asintió suavemente.

-Está bien –dijo ella-, hagámoslo –lo dijo con un tono tan sensual que sus tres maridos casi se vuelven locos, sus erecciones pugnando por salirse de sus calzonetas, lo que resultaba evidente para una ruborizada Liz que aún no podía creer que iba a tener tres tiesas vergas para ella sola.

Desde su adolescencia, siempre supo que querría, al menos una vez, probar el sexo intenso, como los tríos y las orgías, ahora, era el momento idóneo para cumplir una de sus fantasías eróticas.

III

Liz se sentó sobre el escritorio. Le desabotonaron la falda negra y descubrieron su juego de encaje rosa pálido, Liz cerró sus ojos y gimió del más puro éxtasis cuando sintió seis manos masculinas acariciándole sus largas piernas doradas y también su húmeda vagina.

Los individuos se reían y hablaban de ella como un objeto sexual, como si no estuviera ahí, y eso la excitaba aún más. Luego la camisa blanca desapareció y ella quedó ante sus machos solo con su ropa interior, sus zapatos, aretes y brazaletes. La acostaron sobre el escritorio, y ella gemía y suspiraba, dejándose manosear por aquellos tres hombres, le tocaban sus pechos y nalgas sin tapujos, y cada apretón mandaba señales a su cerebro que anulaban su razón.

Roger tiró de ella, de modo que la cabeza de Liz quedó colgando fuera del borde del escritorio; ella adivinó lo que iba a pasar y pronto tuvo la verga más tiesa, venosa, negra y gruesa frotándose contra sus labios, Liz abrió su boca y recibió toda la masculinidad de Roger, ella gimió y el agasajado también, esa era la señal final, iban a cogérsela los tres.

Santos, por su parte, le sacó el calzón y hundió su cara en la vagina de Liz, ella arqueó su espalda y le clavó las uñas en el pelo, mugiendo de dicha, mientras estaba atragantada con la verga de un tipo once años mayor que ella. Roger la sacaba la pinga para darle golpecitos en la cara, ora para besarla, cada vez más salvajemente, a medida que los diversos participantes en la orgía iban calentándose más y más.

Mauricio había hecho desaparecer el sostén de Liz y le mamaba los pechos, acariciándolos como su amiga prepago le había enseñado hacía unos días, por lo visto, le enseñaron bien, porque Liz se retorcía enloquecida ante toda esa avalancha de estímulos sexuales.

Liz le aferró la pija a Mauricio y así los cuatro permanecieron conectados, dándose placer.

Roger jadeó de repente, muy ruidosamente, y sacó su verga palpitante de las fauces de su asesora legal, de cuya boca rezumó abundante y brumoso semen. Liz se relamió, intentando ingerir la mayor cantidad posible.

Luego ella se arrodilló totalmente desnuda en medio de Mauricio y Santos, para succionarles sus tiesas vergas por turnos, pajeando el miembro que no tenía en la boca en ese momento. Mauricio fue el primero en venirse, rebalsándose su semen por las comisuras de los labios de la abogada, quien se esmeró en tragar la mayor cantidad. Luego se dedicó a la gruesa pinga de Santos, a quien le guiñó un ojo, y pronto obtuvo su recompensa grumosa y caliente llenándole la boca. Liz separó sus labios para mostrarle a su macho el semen en su garganta, luego tragó y volvió a mostrarle que lo había engullido todo.

Liz, mientras percibía las diferencias de sabores entre sus tres amantes, vio en el reloj de la pared que apenas eran las seis de la tarde. Su vagina latía exigiendo carne tiesa masculina, y algún otro orificio natural también…

IV

Liz se puso su camisa blanca y le dio a Santos un botecito de plástico con un spray, para que fuera a llenarlo con agua al lavabo. Solícito, Santos volvió en un santiamén. Liz encendió la computadora y dejó reproducirse una lista de canciones de reguetón, mientras ella bailaba para ellos, quienes se turnaban con el spray para rociarle agua y causar que la camisa se adhiriera a ella como una segunda piel. No hace falta decir que, al cabo de pocos instantes, aquellos tres miembros viriles volvían a estar pétreos.

De esa manera, goteando agua, Roger tomó a Liz y la apoyó boca abajo contra su escritorio.

-¿Me vas a pisar, por fin? –le preguntó ella.

-¿Trajeron condones? –preguntó Roger, torturando a Liz al rozar su glande contra los labios vaginales de aquella.

-Dejámela ir así, yo después tomaré pastillas, metémela ya –suplicó Liz. Sin más que decir, Roger la penetró. Liz abrió su boca emitiendo el gemido más sonoro en lo que iba del bacanal. Roger la aferró de sus glúteos redondos y perfectos, y empezó a cogérsela como siempre lo quiso desde un inicio. Los demás se acariciaban sus miembros mientras atestiguaban el espectáculo.

La carne de Roger resonaba contra la de Liz como si fueran aplausos, el peludo Roger gruñía y gozaba, mientras Liz ululaba de placer como ánima en pena. Pronto, Roger arreció sus embestidas, aumentando los ruidosos quejidos de Liz, hasta que el musculoso y velludo treintañero eyaculó en las mismas entrañas de su joven y bellísima abogada, quien quedó con sus ojos en blanco.

-Ya está. Rellenita como pavo de navidad –resopló Roger, retirándose de la mujer.

El siguiente fue Mauricio, quien a pesar de su contextura esbelta, fue suficientemente fuerte para alzar a Liz y presionarla contra la pared; se besaban atolondradamente mientras el joven se la cogía, acallando con sus besos los gemidos de la abogada de piel dorada y sudorosa. Se vieron a los ojos cuando Mauricio eyaculó gimiendo, en ese momento, el universo se circunscribió a ellos dos.

-¿Crees que quiera casarse con alguno de nosotros? –decía Santos.

-Estas putas se casan con majes de su misma clase social, solo queda aprovecharlas cuando se desatan de esta manera; el pobre idiota que se case con ella en unos años, no tendrá ni idea de los cagadales de esta mujer –dijo Roger.

En eso, Liz, temblorosa y sudando a chorros, gateó sensualmente hacia Santos. Se hincó frente a su dios maya y empezó a mamarle la pija; Santos jadeaba sintiendo su glande hinchado frotándose contra el fondo de la garganta de su joven abogada. Luego la tomó de las manos, él se acostó en la alfombra con su verga tiesa y brillante de saliva apuntando al cielo, Liz se ubicó sobre él y descendió hasta clavarse su pene, siguió bajando despacio, quejumbrosa, hasta que su vientre se topó con el de Santos, la pija había desaparecido toda en las profundidades de la abogada.

Liz dio inicio a una cabalgata de locura, sin importarle que Roger y Mauricio estuvieran grabando todo en sus celulares. “Al cabo que ni quería ser magistrada”, logró pensar Liz, mientras proseguía su frenética faena, lloriqueando, sus manos bien aferradas a las de Santos, quien se estremeció entonces y eyaculó dentro de ella.

Liz se dejó caer sobre el musculoso Santos, resoplando ambos, bañados de sudor, riendo y besándose. En eso ella escuchó el inconfundible sonido de la puerta de su oficina, la cara del joven Aníbal, al encontrar a su hermosa novia, desnuda junto a tres tipos desnudos, con todos los signos de haber estado en una maratón orgiástica, no tuvo precio.

-¿Liz? –tartamudeó él.

-Lo siento, baby, me atrasé. Estaba pisando con estos majes, ya iba a llegar a la casa –dijo ella, con una cínica sonrisa de oreja a oreja-, ¿o quería que dijera que esto no es lo que parece? ¿Y qué putas más van a parecer?

Y los cuatro se carcajearon. Aníbal se puso lívido de ira y se marchó dando un portazo.

-Qué idiota, se hubiera quedado y entre los cuatro me habrían colocado la madre de todas las cogidas –musitó ella-. Bueno, ¿quién me va a dar por el culo?

V

Liz les dijo dónde estaba el lubricante, y ella yacía sobre cuatro patas, sus manos y cara pegadas a la alfombra, mientras Roger le convidaba el más exquisito beso negro de su vida. Santos le dio el lubricante y Liz se estremeció cuando sintió la sustancia oleosa embadurnando su culo redondo y perfecto.

Roger le pasó la verga sobre la raja. “¡Oh, sí”, exclámó Liz, salvajemente, con verdaderas ganas. Entonces Roger apuntó su glande contra el asterisco de la abogada, y empujó.

-¡Oooohh! –exclamó ella, enterrando sus uñas en la alfombra, y Roger seguía enterrando su estilete de carne en el recto de Liz, bien sujeto de sus portentosas nalgas.

Mauricio se sentó de piernas abiertas frente a ella, y Liz empezó a hacerla una viciosa felación. El joven se llevó las manos a la cabeza y se dejó caer, entregándose a las deliciosas sensaciones que le daban a su pija los labios, lenguas, saliva y manos de su abogada laboralista.

-Ya días no culeaba a una puta –gruñía Roger.

-Las perras que hacen anal son una joya –comentó Santos, mientras filmaba todo con su celular.

Pronto, Roger se quejó ruidosamente y sacó su verga, del culo de Liz manó abundante semen grumoso; Roger hundió su cara en las nalgas de Liz para mamarle el orto y ella casi se muere; en el ínterin, Mauricio acabó por segunda vez en la boca de Liz, y antes que ella pudiera tragarlo, Roger la hizo hincarse hacia él; Liz entendió lo que Roger quería y abrió su boca, rebosante de la semilla de Mauricio, y Roger dejó caer, en un blanquecino chorrillo, el semen que manó del culo de la abogada a su boca, toda la morbosa faena captada por el celular del absorto Santos. Finalmente, Liz le limpió la verga a Roger con su boca.

-Puta, también hice ATM –pensó ella, enloquecida de lujuria.

Despúes, Santos la apoyó contra el escritorio, Liz resoplando, se sostuvo sobre sus codos, sonriendo mientras un nuevo chorro de lubricante le embadurnaba sus nalgas y piernotas. Santos empezó a sodomizarla. Liz lo veía de reojo y le sonreía, le encantaba él. Sus carnes resonaban al chocar, enloqueciendo a Liz la sensación de sus nalgas ante cada arremetida de ese maravilloso hombre. Santos gimió entonces y rellenó nuevamente el culo cincelado de la abogada con su semen, Liz le practicó una felación ATM.

VI

Liz yacía acostada en la alfombra, desnuda, al igual que sus amantes. Sobre ella, con su cara reposando sobre sus pechos, estaba Mauricio. A sus lados, Roger y Santos.

-Parece que te quedaste sin novio –le dijo Santos.

-Bah, era un maricón. Además, ahora tengo tres. Los planes de esta noche se cancelaron, y aún necesito la pija de Mauricio en mi culo. Vamos a un hotel.

Y se fueron y aquellos tres tipos hicieron con Liz lo que quisieron.

FIN.

HE VUELTO.