Linda y Caliente: La Nena de Negro

Un joven explora las infinitas posibilidades de placer y pecado que un vestido de mujer le ofrece...

*Esta es la traducción revisada, corregida y aumentada de “Lovely and Aroused: Babe in Black”, una historia que escribí originalmente en inglés y que “publiqué” en una página dedicada a este tipo de relatos. Así que no vayan a pensar que me la fusilé vilmente, si la leen por ahí.

**Tanto “Linda y Caliente: La Nena de Negro” como “Lovely and Aroused: Babe in Black” gozan de derechos protegidos y reservados por la ley, bajo mi verdadero nombre, que, créanme, no es KarlaLisbeth22.

***Si deseas publicar este relato en tu página web, envíame un e-mail, por favor.

****Esta historia debe considerarse como una obra de ficción; cualquier parecido con la realidad u otra historia, es pura coincidencia. Como autor, o autora, no condono ni condeno ninguna de las conductas aquí presentadas. Tampoco pretendo exaltar o demeritar ningán estilo de vida. En otras palabras, lo que he escrito lo he hecho sólo por el placer de escribir. No deseo ni necesito ofender a nadie.

*Este relato debe ser leído ánicamente por personas mayores de edad.

**Amigas y amigos, les saluda una amiga de Guatemala; a pesar de que traté de escribir esta historia para que personas de todas las nacionalidades pudieran entenderla, no resistí la tentación de incluir un par de localismos. En mi país, a las lindas personas conocidas como maricas, maricones, locas, loquitas, jotos, putos, trolos, patos, travestis, pirujos, amujerados, afeminados, homosexuales, etc, se les llama “huecos”.

Sí. “Huecos”. Quién sabe por qué. Aunque viendo bien la palabra, tal vez tenga sentido. En todo caso, lo he hecho por cultura general y porque es bueno saberlo. Así que ya lo saben, “hueco”, “huequito”, “huequita”, “huecazo” y otras variaciones significan eso, un hombre afeminado y/u homosexual. También, si ven por allí la palabra “palomita”, no es sino el órgano sexual de los varones, llamado así principalmente cuando son pequeños (ambos, los varones y los órganos). Para terminar, “gallo” o “gallito” es como se le conoce vulgarmente al clítoris.

*Puedes escribirme a Karlapetite22@hotmail.com

Si no sabes qué decirme, puedes empezar a preguntarme si soy una “huequita”. Disfruta el relato.

LINDA Y CALIENTE: LA NENA DE NEGRO por KarlaLisbeth22

¡Cuánto me gustaba ese vestido negro! Era de Susy, mi hermana, y, aparentemente, para ella era sólo otro vestido bonito. Para mí era El Vestido. Me sentía enamorada de él. De veras, estaba loca por ese vestidito. Hasta soñaba con él. Es decir, soñaba que lo tenía puesto y que me miraba lindísima con él.

Afortunadamente, era poco lo que me impedía hacer realidad esos sueños. Que el vestido era de Susy y que yo era un muchacho no me impedían ponérmelo.

Yo era una mariquita, por supuesto. O ‘hueco’, como decimos en mí país. Y como toda mariquita con una hermana en casa, estaba enamorada de las ropas de ella. Más que mi propia hermana, tal vez. Creo también que conocía y apreciaba esas lindas ropas mejor que Susy.

Sí, estaba loca por los clósets de mi hermana, por todo lo que había en ellos. A propósito, ya me había probado casi todo lo que había allí. Pero desde mi primera minifalda, nunca me había sentido tan atraída a una prenda de mujer como con ese lindo vestidito negro. No sé cómo, ni por qué, pero estaba obsesionada con él. Desde que Susy lo había comprado, lo ánico en que yo pensaba era en ponérmelo, lo antes posible. Naturalmente, ella ni siquiera se imaginaba que su hermanito de 17 años estaba muy interesado en sus ropas y en todo lo que las mujeres usan para verse bellas.

Hasta aquí no sabía yo por qué me gustaba tanto ese lindo vestido. Su estilo era entre formal y casual, si bien se inclinaba más hacia lo primero, segán mi inexperta opinión. Supuse que se podía usar de las dos maneras, sin el menor problema. Sin embargo, mi amor por ese vestido no tenía nada que ver con su estilo, ni con su forma, tela o longitud.

Si hubiera tenido que señalar un motivo, tal vez sería que con él me sentiría más mujer de lo que nunca me había sentido. Creía que ese vestido me haría tan linda y femenina que no sabría qué hacer con tanta feminidad en mí. Estaba segura de que me sentiría tan hembra como una mujer de verdad, si es que no más. ¿Lo ven? Estaba loca por ese vestido negro.

Hey, ni siquiera era tan corto; y como la buena mariquita que era, todo lo que era mini me enloquecía. ¡Los minivestidos, minifaldas y minishorts me mataban! Claro, también me gustaban las faldas y vestidos largos. De vez en cuando, que quede claro. El vestidito ese me llegaba, tal vez, a 3 pulgadas arriba de la rodilla, así que el motivo por el que me gustaba tanto no era por lo mucho que podía enseñar las piernas. Qué era lo que más le gustaba a Susy de él, no lo sabía; quizá ella compró ese vestido por las mismas razones por las que me gustaba a mí. Parecía que con sólo usarlo una mujer podía verse y sentirse mucho, mucho más femenina.

Sí que era extraño. ¡El vestidito ni siquiera era provocativo! No tenía mangas, así que lo ánico que una podía enseñar eran los hombros. No se pegaba tanto al cuerpo tampoco. Pero, de algán modo, era perfecto para mí. En realidad, no sabía qué era lo que lo hacía tan hermoso. Sólo sabía que tenía que ponérmelo. Sólo sabía que me lo iba a poner. Y pronto.

Incluso llegué al extremo de comprar la ropa íntima más linda y sexy que encontré, para ponérmela el día en que usaría el vestido. Un calzoncito negro de encaje, transparente, apretadito y diminuto, y un brassiere negro, divino también. Compré además un par de medias top oscuras, las más lindas y caras que pude hallar. Esa lencería lindísima era el complemento perfecto para el vestido. Naturalmente, mi hermana tenía gavetas llenas de trapitos íntimos que la mariquita de su hermanito podría haber usado, pero el vestido era tan especial que me sentí obligada a ponerme mis propias, nuevas y sexi cositas. Si mi hermana no hubiera comprado un par de preciosímas y elegantes sandalias negras de tacón alto para combinar con ese nuestro vestido, habría comprado un nuevo par.

Era sólo cuestión de esperar por ese día tan especial. Un día cuando Susy y Antonio, su esposo, salieran de la ciudad por uno o dos días. La pareja vivía en el segundo piso de la casa de mis padres.

Susy tenía 23 años y se había casado bien hacía un año; mejor dicho, estaba bien casada ahora. Antonio, quien poseía un talento increíble para los negocios, se volvió rico poco después de que se casaron. El dinero parecía sobrarle a mi cuñado, quien por otro lado, era el mismo treintañero sencillo y bueno que conocimos cuando Susy lo llevó a casa por primera vez. El joven matrimonio estaba viviendo con nosotros temporalmente; en parte, porque Susy deseaba vivir cerca de nuestros padres por algán tiempo más y en parte porque Antonio estaba construyendo una casa en un suburbio exclusivo. Era más una mansión, de hecho. Como dije, el dinero parecía sobrarle a mi cuñado.

De hecho, la planta alta de la casa donde ellos vivían ahora había sido construida por Antonio. Todo mundo estaba feliz con ellos en casa. Nuestros padres, Susy e incluso Antonio. El realmente era un hombre agradable y, además de llevarse bien con todos, siempre nos había ayudado. Por supuesto, yo era la más feliz de la familia, si bien me preocupaba por el momento en que Antonio y Susy se marcharían de casa, cuando las ropitas de mi hermana mayor ya no estarían a mi alcance, como habían estado desde que empecé a vestir a la niña dentro de mí. Mamá estaba lejos de ser una anciana y conservaba todavía una buena figura, pero sus ropas no me atraían tanto. Claro que no podía decirles ‘no’ a algunos lindos vestidos y blusas que tenía pero, obviamente, los armarios y gavetas de mi hermana era en donde estaba la diversión. De veras, no sabía lo que iba a hacer cuando Susy se fuera.

Como mamá guardaba una llave de la planta alta, era fácil para mí ir allí cuando era seguro. Y cuando no lo era, incluso. Algunas veces entraba al apartamento de arriba, cambiaba de ropas y de personalidad y hacía realidad mi fantasía de ser una nena linda, mientras mis padres y Alberto, mi hermanito menor, se encontraban en la parte de abajo, pensando que los tacones que se oían débilmente en el piso de arriba eran los de su hija y hermana, respectivamente Bueno, eso era cierto. Era su otra hija y su otra hermanita. La que todavía no conocían. Pero de manera general, sólo me transformaba en una mujercita cuando no había nadie en casa, tanto arriba como abajo.

Al fin, el día en el que usaría el vestido arribó. ¡Casi lloro de la emoción! El vestidito ya me lo había puesto antes, por unos breves momentos, así que sabía cómo me quedaba. Cómo hice para quitármelo en esas ocasiones, cuando me sentía tan linda con él puesto, no tengo la menor idea. Pero esos momentos en que me lo puse no se compararían al placer de ponérmelo un día completo, y no me importaba que después tendría que lavarlo y plancharlo. Naturalmente, tenía que ponérmelo con todo lo que una mujer debe usar. Ese bendito día tenía que verme y sentirme toda una mujer. El Vestido no sólo lo merecía. Lo exigía.

Cuando mis padres y mi hermanito salieron de la ciudad por unos días, a visitar a unos parientes, supe que el momento tan deseado había llegado. Como siempre que salían, ni siquiera me preguntaron si tenía el remoto deseo de ir con ellos. Desde hacía algunos años, desde que la niña en mí se había desarrollado, siempre me quedaba en casa cuando salían. Aun cuando no hubiese sido una chica travesti, habría preferido quedarme en casa, en realidad. De todos modos, mis padres sabían que era un buen muchacho y que no habría ningán problema en su ausencia. ¡Si tan sólo supieran que también era una nena buena! ¡Ni novio tenía!

Era sólo cuestión de aprovechar un momento cuando Susy y Antonio salieran, para tomar prestado el vestido, los zapatos y algunas cosillas que me serían átiles; luego procedería a vestirme en la planta baja. Aun cuando la pareja estuviera arriba, en su apartamento, podía dejar salir a la bella señorita en mí y quedarme así el tiempo que quisiera. Sólo tenía que ser un poco más cuidadosa, claro.

Pero entonces, mi felicidad fue completa cuando Susy me informó que también saldrían por un par de días. ¡Tenía dos días completos, y más, para mí y mi parte femenina! ¡Sin peligro de ser descubierta! Lástima que no podría usar el vestidito dos días consecutivos, pero esto era parte de ser una niña. Con seguridad, encontraría algo bonito que ponerme el día siguiente.

Después de que todos se marcharon a media mañana, sin sospechar absolutamente nada, y después de media hora de margen de seguridad, salí al pequeño patio lateral de la casa, en donde se encontraban las gradas que conducían a la parte de arriba. En una bolsa transparente y pequeña, como para llevar lencería a un motel (ese pensamiento me excitaba, no sabía por qué), llevaba mis ropas íntimas. Ya me había bañado y depilado totalmente el cuerpo, y si no me habrían gustado más los cosméticos de Susy que los de mamá, estaría ya toda maquillada para entonces. Podría haberme pintado las uñas, pero eso quería hacerlo cuando estuviera más metida en mi fantasía de ser una mujercita.

Ya arriba, después de quitarme mis ropas de muchacho, me paseé así por el apartamento un buen rato; en traje de Eva y tacones altos, quiero decir. Si no hubiera tenido tanta urgencia en ponerme el vestidito, me habría quedado así, desnuda, por un largo rato más. ¡Me fascinaba andar con mis encantos al aire! Después de ponerme el calzoncito, el brassiere, las medias y los tacones, me quedé así por unos momentos, ya que también me gustaba mucho andar en ropas interiores. Luego de ponerme una batita de Susy, negra, corta y transparente, procedí a ponerme el maquillaje y a pintarme las uñas de manos y pies. Cuando estuve lista, fue entonces la hora de ser la niña más linda de todo el vecindario.

Estaba realmente emocionada, y un poquito excitada, cuando toqué el vestido y lo saqué del clóset. Lo acaricié y admiré por largos momentos. Siendo la loca que era, incluso bailé sosteniéndolo por encima de mi cuerpo. Luego de estas normales reacciones, para una mariquita enamorada de todo lo femenino, quiero decir, me lo puse; teniendo cuidado de no arruinar mi cabello y el maquillaje, deslicé el vestido a través de mi cabeza y brazos, la manera en que una mujer debería vestirse siempre, de acuerdo a mi criterio, criterio formado después de haber oído a mama decirle eso años atrás a Susy, la mayor de sus 2 hijas. ¡Si supiera que la menor estaba ahora poniendo en práctica sus consejos maternales!

No debería haberme sorprendido cuando terminé de ponérmelo y vi cómo me quedaba, pero lo hice. En realidad, no fue tanto cómo me veía con él, sino cuán mujer me sentí en ese divino momento. Al verme en el espejo, casi me desvanezco de la emoción. No sabía si reír o llorar o ambas cosas. Justo entonces, deseé haber sido mujer, haber nacido mujer y ser mujer. No importaba si una mujer hermosa o una más del montón. Sólo quería ser mujer y nada más, como dice la canción. Por supuesto, vanidosa como todas las locas, me consideraba más del lado de las bonitas que del otro. ¿Quién sabe? Tal vez tenía razón en pensar así. Era lindo ver cuánto me parecía a Susy. Quitando su cabello largo y sus pequeños senos, que comparados con los míos eran grandísimos, quizá hasta podría pasar como su legítima hermanita. Lo que importaba era que justo entonces me sentía eso, su hermana menor; que me faltaban dos o tres cositas para serlo en realidad era secundario.

Vestida y maquillada así, tan hermosa, me dispuse a pasar el día como lo haría cualquier jovencita. ¡Cómo me sentía femeninamente bien! Me sentía tanto una hembrita que incluso pensé en salir en esos momentos y dar un paseo, pero esas aventuras era mejor vivirlas de noche. Pero seguro, si seguía sintiéndome tan mujer como en ese momento, terminaría saliendo a la calle antes de lo que pensaba.

Mientras tanto, leí un poco, vi la tele y escuché algo de másica. La mayor parte del tiempo, sin embargo, estuve enfrente de todos y cada uno de los espejos que había en el apartamento, pero especialmente en el dormitorio de Antonio y Susy, que tenía uno de cuerpo entero. Mirar a esa niña de tacones altos y vestido negro, preciosa aun con el cabello y pechos como de muchacho, era mi ocupación preferida, y ánica, en esos momentos.

La verdad es que podría haber sido más hacendosa y menos coqueta mientras estaba allí, en el piso de arriba, a pesar de los tacones alto y todo lo demás, pero la idea era no despertar sospechas. No podía dejar rastros de mi presencia ni, menos aán, señales de un comportamiento propio más de una señorita que de un muchacho.

Pero como no era una holgazana, bajé al piso inferior y allí me permití realizar algunas tareas propias de la casa, que tenía que realizar de todos modos. Muy a mi pesar, tuve que ir al clóset de mamá y ponerme un par de sus zapatos más confortables; afortunadamente, fue sólo por unos momentos. También comí la primera de las ensaladas que probaría todos esos días. Siempre cuidaba de mi figura y, con seguridad, esos días en que viviría como una chica, no iba a andar comiendo grasas o azácares.

Pensaba quedarme allí, en la planta baja, y sólo subir en la noche a traer la ropa de dormir más sexi de Susy y algunas otras cosas, pero algo me hizo subir de nuevo al apartamento de mi hermana.

La idea de salir a la calle era realmente atractiva. Hacerlo era sólo cuestión de reunir un poco de coraje, tomar prestado un bolso de mi hermana, ponerme más perfume y retocar mi maquillaje. ¿Sería capaz de salir? El coraje no lo tenía todavía, pero lo demás era fácil hacerlo. El pensamiento rondó en mi cabeza durante largos momentos. Al final decidí prepararme para hacerlo; para ello tenía que subir al apartamento para afinar algunos detallitos de mi imagen femenina; quizá cuando bajara ya me habría tranquilizado y haría lo más aconsejable: esperar la noche, cuando, definitivamente, daría mi tan esperado paseo como una bella y joven mujer.

Con una cartera elegante y preciosa, con los artículos que segán yo una mujer llevaría usualmente consigo, y con un retoque de maquillaje y perfume, salí del apartamento de arriba y me dispuse a bajar por las gradas de concreto, retándome a mí misma a salir a la calle. Para algunas loquitas, salir vestidas a la calle requiere de verdaderos ovarios. ¿Los tendría suficientes yo?, me preguntaba a mí misma.

Como siempre que tenía tacones, bajé las gradas lo más delicada y lentamente posible. Esto no era sólo debido a mi feminidad, sino también a los zapatos. No quería que me sucediera algán nefasto accidente. Mientras observaba mis pasos, no hubiera sido la mariquita que era si no les hubiera prestado atención a algunos detalles de mi persona, como lo lindos que eran esos taconcitos y lo hermosas que mis piernas se miraban con esas medias negras, para mencionar sólo dos ejemplos. Debido a esto, a que mi cabecita estaba llena de pensamientos femeninos y a que realmente estaba disfrutando ser una damita, no me di cuenta de que algo estaba mal, verdaderamente mal.

Iba por la tercera grada hacia abajo cuando reparé en que alguien estaba abajo, mirándome.

¡Antonio, mi cuñado, estaba al pie de las gradas!

¡Dios mío! ¡Antonio acababa de descubrir que el hermano de su esposa era un hueco! ¡Lo estaba viendo vestido de mujer! Y lo peor, ¡esas ropas eran de Susy, su esposa!

“¡Uau! ¡Qué linda vista!” dijo.

Lo que hice fue gritar. De la misma manera en que las chicas gritan cuando algo o alguien las sobresalta. Antonio me asustó. No tanto porque había descubierto que era una mariquita (y qué tan mariquita), sino porque simplemente él estaba allí y yo no lo había visto.

“¡Antonio, me asustaste!” fue lo que grité. De todo lo que pude pensar, hacer o decir, eso fue lo que me salió. Hasta yo misma me estaba sorprendiendo de lo hueco que podía ser. ¿Sería el vestido la causa? De todos modos, si ese hombre malo que me había asustado hubiera estado cerca de mí, seguramente le habría pegado suavemente, en el pecho, el hombro, el brazo, no sé, como hacen las chicas con los hombres que, casi siempre en plan de diversión, las asustan. Así, tan mariconazo, era yo. No se me ocurrió pensar por un solo momento en la desgracia en que había caído. Más aán, tonta de mí, en lugar de dar la vuelta y meterme al apartamento, todavía bajé una grada más, de la misma graciosa manera en que lo había hecho antes. No sólo estaba vestido de mujer, parecía más delicado que una verdadera hembra.

“Cariñito, ¡siento mucho haberte asustado!… pero de veras, cómo me gustaría disfrutar todo el tiempo de una vista así,” me dijo, en lo que pareció un tono picaresco; además, parecía que realmente estaba disfrutando la vista. Sí, Antonio realmente estaba viéndome. Para clarificar, mi cuñado estaba viéndome, ¡las piernas! Si esto no estuviera pasando, y si no conociera a Antonio, hubiera jurado que más que mirar mis piernas, las admiraba. Un poco preocupada, me pregunté si desde abajo se me verían las braguitas. ¡Menos mal que el vestido no era tan corto! Pero, ¿importaba eso en realidad?

¡Qué demonios estaba pensando! ¡Hola, loquita! Alguien me había descubierto. ¡Alguien, un hombre, y mi cuñado para acabarla de arruinar, sabía que era una marica! Sí. Uno de esos chicos que se visten de mujer. Esos que son la desgracia y verg¸enza del noble género masculino.

Pero extraño como pudiera parecer, Antonio no estaba enojado o trastornado. Hey, él parecía… contento, tal vez. De que estaba sorprendido, lo estaba, pero chica, era como si para él era una agradable sorpresa. ¿Qué estaba pasando? Por todo lo que sabía, Antonio pronto me iba a sacar el diablo, o diabla, a puño y patada, si no por ser lo hueco que era, al menos por estar usando el vestido de su mujer.

Pero en vez de golpearme o insultarme, Antonio me sonreía, mientras seguía viendo mi imagen, la imagen de una chica vestida de negro, con tacones de aguja y piernas hermosas, si iba a creer sus miradas.

Mientras tanto, yo estaba todavía en esa tercera o cuarta grada, sin saber qué hacer. No me imagino cómo me quedé allí. Debería haber bajado, ignorar a mi cuñado completamente y correr hacia mi cuarto, de donde no saldría nunca más. ¿Qué pasaba conmigo? ¡Esta era la peor experiencia que podía vivir! ¡Alguien me había visto vestido de mujer!

Por otro lado, la loquita estaba efectivamente paralizada por la sorpresa y, por supuesto, si esos taconcitos eran divinos para caminar (y un par de cositas más) correr con ellos era imposible.

Mi reacción en ese momento no se pareció en nada a lo que yo había pensado hacer en caso de ser atrapada con las manos en la masa. Por supuesto, nunca creí que me iban a atrapar. Y menos aán, un hombre cercano a mí.

Lo que hice fue hablarle, a pesar de todo, con mi mejor voz de chica. Tal vez no fue sino la típica voz de una mariquita, pero dadas las circunstancias, me salió bien.

“Antonio… discálpame… te explicaré esto… no te enojes conmigo, por favor,” le dije.

“¿Enojarme contigo? ¿De qué hablas, bomboncito? ¡Todo lo contrario! ¡Ven aquí!” me dijo. No le creí, por supuesto, que no estuviera enojado, así que me quedé allí, en las gradas; de todos modos, era incapaz del mínimo movimiento.

Mi cuñado debe haber pensado que de la sorpresa me había quedado sorda, porque me repitió su invitación de bajar hacia donde él se encontraba, esta vez en un tono más enérgico. Y bueno, cuando un hombre hablaba así, fuerte, me ponía a temblar de miedo. No en vano era una marica. Así que, a pesar de lo nerviosa y asustada que me encontraba, comencé a bajar las gradas, eso sí, con la misma delicadeza, gracia y cuidado de antes. No sé si fue por verme tan femenina, pero Antonio subió un par de gradas y desde allí me ofreció su mano. No me quedó otra que aceptar su galantería. Como dije antes, Antonio era un hombre bueno, caballeroso como pocos. La verdad es que el apoyo que su mano me brindó me vino bien. Ya abajo, en el pequeño patio, quedamos frente a frente y mientras me tomaba ahora de ambas manos, me miró fijamente. Toda yo. ¡Hasta me hizo dar una vueltecita! Cuando dijo que era una nena preciosa, me sonrojé hasta los aretes.

Tuve que bajar mi rostro porque sus miradas y sonrisas me ponían nerviosa; si sus manos no estuvieran sujetando las mías, estarían temblando sin control. No sé de dónde saqué valor para hablarle:

“¿Antonio? Vaya sorpresita, ¿verdad? Dime, ¿por qué no pareces molesto? A la mayoría de hombres les incomoda ver, no digamos estar cerca de, una… tá sabes… una chica como yo… una travesti…” me arreglé para preguntarle. “Ha de ser peor cuando un conocido o familiar resulta serlo, ¿verdad? Sólo te pido que me perdones” le dije.

“No sé sobre otros hombres, pero a mí me encantas, niña. Eres más bella de lo que te imaginé con este vestido” me dijo, mirándome de nuevo de esa misteriosa manera. Sus palabras, lo mismo que su actitud, eran extrañas, pero al menos no eran las palabras que me merecía por maricón.

“Antonio, perdóname, ¿sí?; te lo explicaré todo. Sólo dame unos minutos para cambiarme,” le dije; me dispuse a entrar a la casa, pero mi cuñadito nunca dejó libres mi manos. Lo ánico que yo quería era quitarme esas cosas de mujer y devolverlas de donde nunca debí haberlas tomado. A pesar de lo afectada que estaba, no se de dónde me nació la débil esperanza de que tal vez Antonio me guardaría el secreto. Era un gran tal vez, pero quién sabe, de repente se me hacía el milagro.

Aun cuando insistí, Antonio no me permitió alejarme de él. No sólo no soltó mis manos, sino se las arregló para ponerlas, sus manos y las mías, en mi espalda, a la altura de mis caderas, lo que provocó que nuestros cuerpos se juntaran en un extraño abrazo. En esa posición, me habló suavemente al oído.

“Cariñito, no tienes que explicar nada. Relájate, mi amor. Mira, no debes preocuparte, no me molesta verte vestida así… tan linda. En verdad, estoy feliz de estar a tu lado” me dijo. Vaya si no eran extrañas sus palabras. “Ven conmigo. Vayamos arriba.”

Subimos juntos las gradas y tuve que aceptar el apoyo masculino de su brazo. En otras circunstancias, habría disfrutado esa galantería, como toda mujer bien nacida. Pero, ¿era eso caballerosidad o era sólo un policía conduciendo a una prisionera? ¿Por qué se estaba portando tan lindo conmigo? ¿Era adentro en donde me enseñaría a ser hombre a fuerza de golpes? ¿Me iba a golpear acaso? ¿Cuándo iba a detener la farsa? ¿Cuando empezaría a reírse de la mariquita? ¿Iba a desnudarme, a ridiculizarme y a pegarme?

No me importaba en realidad, con tal de que mi secreto estuviera seguro. Lo ánico que podía esperar era que el castigo no fuese tan violento. Lo que había hecho, por supuesto, merecía un castigo.

Por instinto, me detuve en las áltimas gradas. Con tacones o sin ellos, debería huir por mi vida. Antonio no me lo permitió, por supuesto. Otra vez me tomó de las manos y colocándose una grada arriba de mí me ayudó a subir los áltimos peldaños. Si esta loquita que les habla hubiera tenido tetitas, Antonio se habría dado un banquete visual, dada su posición. Por la forma en que me miraba, sin embargo, parecía que realmente estaba viendo un busto generoso y no un pecho plano de muchacho. Ya arriba, hasta pensé en arrojarme de lo alto y terminar con mi tormento. Pero con la mala suerte que me estaba manejando, no sólo no habría una loca menos en el mundo, sino terminaría siendo una loca inválida. Antonio no tenía pinta de asesino, pero de repente le hacía ese favor al mundo. Tal vez sería lo mejor, pensé amargamente.

Adentro, en la sala, tuve la suficiente presencia de ánimo para sentarme en un sofá como si nada, o casi nada, estuviera pasando; después de alisarme la falda del vestido, sentarme con gracia y cruzar las piernas, me armé de valor y le hablé; le dije que si bien no podía evitar ser una completa marica, no debería haber abusado de la confianza, tanto de él como de mi hermana, y entrar a su hogar. Ciertamente, no me debería haber puesto las ropas de Susy. Apenas me di cuenta de que estaba casi hablando como una chica, es decir, lo dije casi llorando. Tampoco me di cuenta de que Antonio, sentado a mi lado, me tenía todavía de la mano. Para ser precisa, mis manos, sobre mi muslo, sujetaban las de él.

“Bomboncito… no te preocupes. Venir aquí y ponerte bonita no es algo para morirse. A propósito, ese vestido te queda muy bien. Mucho mejor de lo que creímos,” me dijo, quién sabe por qué. “Eres linda, nena. Me gustas. De veras me gustas.”

¡Uau! Mi hermana sí que tenía suerte. No sólo se había casado bien, había atrapado al hombre más lindo del mundo. No sé por qué me sentí un tanto envidiosa. Era extraño, sin ser mujer y sin gustarme los hombres, créanmelo, la pequeña envidia que sentí fue tan real como la situación en la que me encontraba.

Las dulces, pero extrañas, palabras de Antonio me habrían hecho sentirme mejor, en otras circunstancias. La verdad era que no sabía qué decir, qué hacer e incluso a dónde mirar. A pesar de encontrarme sumamente abochornada, por llamarlo de algán modo, la verdad era que me quería morir justo entonces; por el momento me concentraba en mirarle a los ojos, tratando de encontrar una esperanza, por débil que fuera, de que nada iba a pasarme. Tenía miedo de lo que el futuro cercano me deparaba, además. Mi vida como chica travesti había terminado, eso era seguro. Probablemente, me volvería a poner un vestido hasta en otra vida. Una vida en la que naciera mujer, de preferencia.

“Antonio, ¿qué dijiste, perdona? ¿Que te gusto? ¿Por qué un hombre como tá me diría eso? ¿Qué quieres decir?” le pregunté, intrigada por sus palabras. Tal vez debería haberme quedado callada. Pero no habría sido una mariquita si no hubiera tenido mi buena dotación de curiosidad femenina.

“Sí, me gustas. Bastante. ¿Qué tiene de raro? ¿Por qué no habría de decírtelo? Mira, niña, te pareces un montón a Susy, y eso me agrada, pero tá tienes tu propia belleza, una belleza especial,” me dijo, de todas las cosas que podía haberme dicho. ¿Estaba jugando al gato y a la ratita? ¿Se estaba divirtiendo a costillas de una loquita inocente? ¿Era esto mejor que una buena golpiza o una buena dosis de abuso verbal, o ambos? Me estaba mintiendo, con seguridad, pero qué buen mentiroso era mi cuñadito. ¡Parecía tan sincero!

Mentira o no, cuando oí esas lindas palabras me sonrojé como una colegiala, cómo no, y mi corazón saltaba tanto que si hubiera tenido senos, estos me habrían saltado también. Aun sin tener pechos, sentía que mi brassiercito se movía junto con mi emocionado corazón de mariquita. Pero antes de que pudiera contestarle algo, y no sé cómo podría haber articulado la más sencilla de las frases en ese momento, Antonio se puso de pie, me haló suavemente hacia él y acto seguido me llevó de la mano hacía el dormitorio. Era difícil creer que el sonido de esos tacones altos era producido por mí. Quizá era la áltima vez que escucharía ese taconeo tan lindo. De nuevo, estuve a punto de llorar.

Mis ropas, las ropas que debería estar usando si no fuera la gran marica que era, estaban semiescondidas debajo de la cama. Ellas me recordaron la amargura de mi situación. Con gentileza, Antonio me colocó enfrente de un espejo de cuerpo entero y se puso detrás de mí. Cuando vi mi imagen, me fue difícil creer que la chica de vestido negro, tacones y medias oscuras allí en el espejo era yo realmente. No por lo femenina que podría o no verme. Lo que no podía creer era que yo era el hueco ese al lado de mi cuñado, testigo de mi fracaso como hombre.

“Mira a esa encantadora mujercita, tan linda como su hermana mayor. Sabes, bomboncito, me fascina cómo te queda este vestido. No sé, te ves tan femenina… verte con él puesto me enloquece. Sí, me gusta tu propia, diferente, belleza. Me gustas tanto como tu hermana, te lo juro…” me dijo. En realidad lo susurró, cerca de mi oído. También junto más su cuerpo a la parte de atrás del mío.

Después de un rato, en que ambos estuvimos contemplando a esa niña en tacones, me hizo girar y quedar frente a él. Nunca me había dado realmente cuenta de qué tan alto era mi cuñado, mucho, mucho más que yo; tanto que tenía que levantar la cabeza para verlo; por supuesto, nunca había estado tan cerca así de él. Nunca había estado tan cerca de nadie, para ser honesta.

Extrañamente, mi cuñadito deslizó sus brazos por mi cintura y tiró de mí hacia él. Bueno, desde hacía algán rato necesitaba un abrazo, pero, con certeza, no de esa clase. Como no sabía que hacer con mis manos, debido a la posición en que me encontraba, las posé suavemente sobre sus hombros, como si fuéramos a iniciar una pieza de baile. Antonio continuó con sus susurros en mi orejita.

“Mira, cariñito, no tienes nada qué temer. Conmigo, nada te faltará. Una mujercita tan linda como tá se merece toda la felicidad del mundo,” me dijo, después de que me haló suavemente aán más hacia él; su aliento en mi oído me hizo estremecer involuntariamente. Mientras trataba de descifrar sus extrañas palabras, no podía negar que el tipo era un caramelo. Tanta dulzura mareaba. Vaya que me tenía bien agarradita o de lo contrario me hubiera caído.

“Antonio, te estoy muy agradecida por, al menos, no estar molesto conmigo. Eres un amor, cuñadito, de veras. ¿Estás seguro de que no hay problema con que yo sea una travesti? ¿Qué no sea el hombrecito que todo mundo se imagina que soy?” le pregunté. Sabía que mis esperanzas eran pocas. Si por algán milagro salía ilesa de ésta, mi vida como mariquita con seguridad había terminado. Nunca, jamás, podría mirar cara a cara a Antonio. Lo más seguro era que me iría a otro país, a olvidar mi verg¸enza y amargura. Que había sido descubierta, sin embargo, jamás podría quitármelo de la mente.

Antonio resolvió entonces mi dilema sobre qué hacer con mis manos y brazos. Como si nada, los tomó y los deslizó sobre su cuello. Luego, retomó mi cintura y me acercó más a su cuerpo. ¡Uau, sí que era alto! Aun con mis tacones altos apenas podía rodear su nuca con mis brazos. Me di cuenta de que, para entonces, la posición que teníamos era más que extraña, no sólo porque parecía la clásica posición de una pareja de novios, y uno de nosotros no era mujer, sino porque éramos parientes, políticos, pero parientes al fin.

“Antonio, nene, ¿no estás siendo demasiado lindo conmigo?” le pregunté, medio en broma. “Cualquiera que nos viera así, pensaría que nos tenemos cariño o algo… Me siento halagada con… tus atenciones… pero creo que estás exagerando.”

“Así soy con las mujeres que me gustan,” me dijo. No pensé que pudiera acercarme hacia él un centímetro más, pero lo hizo. Como a las mariquitas no les crece el busto, no tenía yo una barrera natural que impidiera un poco esa cercanía. ¿O era… intimidad?

“¿Antonio? No crees que deberíamos sentarnos y platicar. Tal vez puedas entenderme si te…”

“Mi amorcito, no hay nada de qué hablar, al menos por ahora,” me interrumpió, mirándome fijamente a los ojos… como nunca nadie me había visto antes, con abierto interés. “Eres una mujercita, te gusta ser mujer, yo soy un hombre, me gustas como mujer… no, las palabras sobran…” me dijo, como si en realidad le estuviera hablando a una mujer y no al huequito de su cuñado.

“Antonio, gracias por llamarme mujer. Para ser sincera contigo, creo que podría ser capaz de sentirme toda una mujer, de hecho hace unos momentos lo experimenté como nunca antes, pero como habrás de suponer es más una forma de hablar…”

“Shhh, shhh… bomboncito, eres una mujer, a las mujeres les gustan los hombres…. amorcito, necesitas un hombre…” me dijo, apretándome contra él. Si hubiera tenido tetitas, de seguro me habrían dolido de estar tan pegadas a ese fuerte pecho de macho. Su aliento en mi oído, nuca y hombros me cortaban la respiración. Sí, esto era muy extraño.

“Antonio, por favor, ¿por qué me hablas así? ¿Por qué me dices todo eso?” le pregunté, liberándome de algán modo de su fuerte abrazo y mirándolo fijamente.

Estaba equivocada. No me había liberado de ese apretado abrazo. El me había concedido esa pequeña libertad. El necesitaba tener mi rostro libre, mirándolo a él, no recostado sobre su pecho como lo había tenido antes.

Porque entonces me besó.

¡Dios mío, el hijo de su madre me besó!

¿Qué diablos? ¡Un hombre me estaba besando! ¡Peor, mi propio cuñado! ¡El esposo de mi hermana!

Ahora podría decir con certeza que era una verdadera loca, porque enloquecí. Mi tipo de locura no fue de los violentos, sin embargo, porque me quedé totalmente paralizada. Estaba en shock total. Bien podría haber estado muerta.

Allí me quedé, inmóvil. Enmudecida, avergonzada, mancillada… Debería haberme ido justo entonces. Me debería haber quitado los tacones y correr, huir lejos, muy lejos de ese ladrón de besos.

Fue un beso largo, o eso me pareció. Para mi sorpresa y disgusto, descubrí, luego de sentir cómo la barba de un hombre me raspaba y hacía cosquillitas en mi piel, luego de probar qué sabor tenían los labios de un hombre, luego de saber qué era sentir una lengua extraña dentro de mi boquita pintada y luego de juntar mi saliva y aliento con la saliva y aliento de un hombre, de otro hombre, descubrí, digo, que Antonio no me había robado un beso. Jamás me forzó a juntar mi boca y cuerpo con el suyo.

Descubrí que sus brazos estaban sólo posados en mi cinturita y que en cualquier momento pude haber roto ese beso homosexual. Algo que, a pesar de lo horrible de la situación, jamás se me ocurrió realizar. Todo lo contrario, me había pegado más a él, si eso era posible, y fingiendo y tal vez creyendo que me estaba obligando, me quedé allí, descubriendo qué y cómo era ser besada.

Sin embargo, ¡era mi primer beso, maldición! ¡Era el beso de otro hombre! ¡El beso que, consciente o inconscientemente, estaba reservando para una chica, algán día, en algán lugar! Como dije antes, nunca había estado interesada en ningán hombre. Y seguramente, no iba a empezar ahora.

Lo peor, ¡ese beso provenía del hombre casado con mi hermana! ¿Por qué no me marché de allí de inmediato? ¿Por qué no me morí en ese momento o al menos me desmayé? ¿POR QU… DEJ… QUE ME BESARA? ¿POR QU… NO HICE EL INTENTO DE ROMPER ESE BESO DOBLEMENTE PROHIBIDO?

Después de algán tiempo, tal vez cinco minutos o media hora, Antonio interrumpió el beso y me miró, cómo decirlo… ¿con ternura? De la forma en que un hombre miraría a una chica después de besarla por vez primera. ¿Qué demonios estaba pasando? Tal vez Antonio ya me había matado por maricón desde hacía un rato y éste era el infierno de las locas.

“Bomboncito, besas tan rico… te juro que te haré feliz toda la vida,” me dijo con aliento entrecortado y relacionando absurdamente algo que acababa de pasar y concreto, un beso, con algo indefinido como ‘toda la vida’. A propósito, tal vez yo besaba rico, pero ¿que tenía eso que ver con que ‘me haría feliz toda la vida’?

¿Qué? ¿Acababa de decirme mi cuñado que yo besaba rico? ¿Cuándo había YO besado? ¡Fue él quien le hizo cosas a mis labios y leng¸ita! A propósito, a la primera oportunidad que tuviera buscaría un pintalabios. Con ese hámedo beso que mi cuñado me propinó de seguro la pintura de mi boquita se me había corrido. ¡Un momento! ¿No era el pintalabios especial para besos? Sí, la marca era ‘Wet Kisses’ (Besos Hámedos). ¡Qué alivio! Pero, igual, no podía quedarme así, sin decirle nada a ese hombre abusado, digo… abusador.

“Antonio, perdóname, pero dime, ¿qué te pasa? Antonio, ¡ME ACABAS DE BESAR! ¡ME BESASTE, NENE!” exclamé, mi boquita apenas separada de esos labios hámedos de hombre.

“¿Te gustó, bomboncito? Me gusta el saborcito de tus labios, mi amor,” me dijo, viéndome estápidamente, como si quisiera repetir esa mezcla prohibida de labios, lenguas y saliva.

“Antonio, ¡ERES UN HOMBRE! ¡Y ME BESASTE!” Cómo deseé no ser tan chaparrita en ese momento, para verlo frente a frente y no tener que mirar hacia arriba para buscar su rostro. Me sentía tan pequeña y vulnerable frente a ese hombrote. Me pregunté si de ser tan alta como él mis brazos quedarían tan bien alrededor de su fuerte cuello, como quedaban ahora.

“Claro que soy un hombre, nena. Por eso te besé, porque lo soy. Y ¿por qué no habría de besarte? Te lo dije, me gustas barbaridades. Y los hombres besamos a las chicas que nos gustan…”

“¡Sólo si la chica lo quiere o si lo permite, que para el caso es lo mismo! Antonio, por favor, ¿no lo ves? Eres un hombre y aun cuando yo fuera mujer, o si me gustaran los hombres, y te lo puedo jurar, no me gustan, eres el esposo de mi hermana. ¡Mi cuñado, por Dios! En todo caso, ¡eres un hombre casado! ¡Por qué lo hiciste, Antonio!” le dije, con vehemencia. Tal vez debí darle unos golpecitos en el pecho, para añadirle drama a esa escena surreal y para demostrarle que estaba al borde de la histeria, pero no quise mover mis brazos de la cómoda posición en que se encontraban.

“Sí, como bien sabes, soy casado, pero eso no nos impide disfrutar este momento; nada ni nadie se interpone entre nosotros,” me dijo, de lo más tranquilo. Tan convencido estaba de sus palabras que me besó de nuevo. Esta vez con pasión. Con más pasión, quiero decir.

“Antonio, si no te parece suficiente ser un hombre casado, al menos piensa en que no soy mujer,” le dije, después de ese beso que me pareció interminable. En realidad, no había terminado. Sólo había separado mi boca de la de él por unos segundos, y sólo unos milímetros, para decirle eso.

“No me importa, en absoluto. Como tampoco te importa a ti…” me dijo, antes de estamparme la segunda parte de ese beso, mucho, mucho más ardorosa y hámeda que la primera.

Esta vez nos besamos por más tiempo. Sí. Nos besamos. Si bien era él que llevaba la iniciativa -yo sólo me dejaba besar-, mi lengua parecía tener voluntad propia. ¡Las cosas que hacía con la lengua de Antonio!

“Sí, sí me importa… Aunque no lo creas… no me atraen los hombres… Puedo ser toda una gran marica… pero eso no… cambia el hecho… de que ustedes… los hombres, no me gustan… para nada… te lo juro…” apenas pude decirle eso. Su boca sobre la mía, su lengua jugando con la mía y la falta de aliento casi me lo impiden.

“Vamos… amorcito… los hombres te gustan… tá lo sabes… te gusta ser una mujercita… te gusta ser linda… te gusta que te bese…” me dijo, entre besos y leng¸etazos, mientras me enseñaba cómo debe ser besada una mujer. O una mariquita. No sé si de haber sido mujer le habría estado tan agradecida por la lección.

Apenas pude pensar en sus palabras porque esta vez callamos y nos dedicamos en cuerpo y alma a un beso tan profundo que sus efectos me recorrieron toda, antes de concentrarse en la parte central de mi cuerpecito, atrás y adelante. En ese celestial momento aprendí a ser besada, a responder cómo se debe a esos besos, a besar a mi macho seductor y, en suma, a dejarme llevar por ese mar de excitaciones y placeres pecaminosos.

Los hombres no me atraían, de eso estaba segura. Pero lo que mi cuñado me estaba haciendo me gustaba. No, ¡ME ENCANTABA! Ahora respondía de la forma en que se supone una mujer con los ovarios bien en su lugar debe hacerlo. Con ardor. Con pasión. Como si ese beso fuera el áltimo. Con ovarios, en fin. Tontuela, todavía creía que estaba actuando pasivamente, que sólo estaba dejando que las cosas, extrañas y nuevas como eran, siguieran su rumbo. Que yo no tenía tanto que ver con lo que estaba pasando. ¡Ingenua! Yo era la principal actriz en esa escena. La ánica diosa en ese altar homosexual. Un hombre me estaba adorando y yo me rehusaba a aceptar mi responsabilidad. Sí, como una hembra en celo, yo era la culpable. Lo que estaba pasando, y lo que podría pasar, no era sino el producto de que en mis venas corría sangre de mujer.

¡Ah! Descubrí una pasión que jamás imaginé poseer. Estaba calientísima. Sentía enloquecer de lo excitada que me encontraba. Me sentía tanto una hembra completa que era yo la que ahora me estaba comiendo a ese hombre grandote, guapo y divino. A pesar de lo mujer que me sentía, o quizá por ello, tuve una inesperada y masculina reacción. La cosita adentro de mi calzoncito se me endureció como nunca antes lo había hecho. No era gran cosa, aun paradita como estaba, pero me estaba molestando desde hacía algán rato. Con una destreza desconocida hasta entonces, me subí el vestido, deslicé mi mano dentro de mi tanguita, me tomé la palomita y me la puse hacia arriba, dejando que la tela de mi calzoncito apretado la sujetara.

Vaya si esa pulgadita de carne no era tan marica como su dueña; ¡ponerse dura a causa de un hombre! Menos mal que Antonio no le prestó mucha atención a ese movimiento poco digno de una damita.

Así que esto era lo que las mujeres sentían. Esto era lo que Susy vivía con él. Esta era la reacción de una mujer orgullosa y feliz de serlo. Ahora era una iniciada. Ahora sabía qué era estar mojada. Sí, ahora sabía qué era empapar un calzón debido a la calentura de sexo con otro hombre. Desde hacía rato mi clítoris masculino me estaba chorreando. También sabía ahora qué tan dominantes pueden ser los machos. Y sabía ya qué era perder la cabeza por ellos. A pesar de que esos besos riquísimos me tenían fascinada, mi cuerpo, mi mente, mi corazón, pedían y necesitaban algo más.

Tal vez Antonio tenía razón. Si era capaz de sentirme tan mujercita y tan linda, tal vez no me quedaba otra que sentirme atraída a los hombres. Quizá realmente necesitaba un hombre, aun cuando no me hubiera dado cuenta de ello. No lo sabía. Lo que sí sabía era que me estaba derritiendo entre los brazos de Antonio. ¡Dios mío, cómo me sentía tan frágil, pequeña y dichosa ante la tremenda masculinidad de Antonio!

Hablando de cosas tremendas, desde hacía algán rato venía sintiendo contra mí la tremenda erección que mi cuñadito se venía manejando. Esa erección parecía tan grande como tan pequeña era la mía. ¿Era yo la culpable de ese exagerado bulto? ¿Podría ser cierto que yo le gustara tanto? Experimenté entonces algo parecido al orgullo. Sí, me sentía orgullosa de haberle provocado esa erección a Antonio, a pesar de que nunca, ni siquiera en mis más locas fantasías, me imaginé estar en el plan en el que estaba con mi cuñado, quien para ese entonces era ya algo más que mi cuñado. Loca yo, también sentía la urgencia de tocar ese inmenso pene. Pero, a la vez, me daba miedo. ¿Cómo sería un pene? ¿Qué se sentiría al tocarlo? Sin saberlo, estaba en ese momento cumpliendo el destino de todas las locas. Volverse más mariquitas, no más hombres.

“Antonio, nene, como ya sabes, no soy una mujer completa; soy una huequita, una travesti, una mariquita... ¿De veras te gusto? ¿No te importa que sea sólo casi una mujer? ¿De veras te parezco linda?” le pregunté, después de otro beso, más mojado y largo que los anteriores.

“Bomboncito, ¿no ves que me muero por besarte?” fue su típica respuesta masculina. ¿Por qué los hombres no pueden ser directos?

“Pero Antonio, no te importa que… bueno… tá sabes, las loquitas tenemos ciertos… atributos que las mujeres no tienen y viceversa. Ya has notado que mis senos son muy pequeñitos y bueno, soy algo estrecha de nalguitas, ¿no te importa que… además de eso… que… allá abajo tenga una cosita parecida a lo que tienen los hombres? Es un poco gordita, pero muy pequeñita, a veces hasta se me olvida que la tengo, así de chiquita es… creo que de ahora en adelante sólo me va a servir para orinar, sentada por supuesto, no que me haya servido para otra cosa antes… pero aun así, ese inátil capullito se parece a tu pene, es como un pariente lejano de ese animal que te cargas. ¿No te importa que en lugar de una rajita tenga eso?” le dije, ruborizándome como una doncella que sabe que muy pronto ya no lo será. Antonio apenas notó mi verg¸enza, porque esto se lo dije en su oído, después de que con mis brazos lo halé hacia mí, mientras para facilitar nuestro contacto me empiné lo más que pude.

“¿No te has puesto a pensar que es tal vez por eso que me gustas tanto? De todos modos, no me importa, ni debe importarte a ti, qué tengas y qué no. Lo importante es que me gustas y que yo te gusto” me dijo, dulcemente. Se veía que estaba listo para otra ronda de besos calientes. Y para algo más, quizá.

“¿De veras me gustas, Antonio? ¿Crees que te encuentro lindo?” le pregunté, pero mejor debería habérmelo preguntado a mí misma. La respuesta estaba dentro de mí alma de mariquita.

“Sin duda alguna, mi amor. Te gusto… como hombre, te gusto para ser tu hombre. Tu… tu gallito… allí abajo… puede ser pequeñito, pero se siente y se te nota un poco; ¿no te dice eso algo?” me dijo, al mismo tiempo que me hacía estremecer tras besarme una orejita, mientras una de sus manos palpaba ‘casualmente’ el bultito en mi entrepierna. “¡Vaya, si que eres pequeñita! ¿De verdad la tienes paradita, amorcito?” me preguntó, con el aliento entrecortado.

“¡Antonio, me averg¸enzas! Pero sí, se me paró desde antes de que me besaras. ¿Ves cómo me tienes, aprovechado?” le dije, empinándome de nuevo para susurrarle en el oído y besarlo luego como solo una loca caliente puede hacerlo. “Ahora ya lo sabes… apenas tengo algo allí…. Ah, y paradita y todo, pero es una mariquita; bueno, tiene de donde sacar. La loca de seguro se ha de estar muriendo de ganas porque ese pene paradote que te manejas la bese como tá a m텔 le dije o más bien traté de decirle. Me era difícil hablar, su lengua no dejaba en paz la mía y, además, sus manos ya no estaban en mi cintura sino en mis muslos y caderas, que frotaba con suavidad. Cuando me levantó unas pulgadas el vestido y descubrió que no era pantyhose lo que estaba usando, sino medias, creí notar que su miembro se endurecía aán más. Pero eso era imposible. Una verga así de tiesa y así de grande no podía pararse más. ¿O sí?

“Amorcito, cómo me gustas, te deseo… quiero cogerte ahora mismo,” me dijo, jadeando. Se notaba a leguas que estaba enloquecido. Ahora me estaba besando el cuello, las orejas, los hombros, mi garganta y abajo de ella, casi sobre mi busto, mientras sus manos grandotas y callosas, manos de macho se entiende, se posaban en mi más preciado encanto, mi traserito de marica. Esas manos poseídas de deseo homosexual, una sobre mi vestido y la otra debajo de él, tocaron, sobaron, frotaron, pellizcaron, acariciaron, apretaron, amasaron y jugaron lo que quisieron con mis nalguitas. Cuando me propinó un par de buenas nalgadas, grité de la sorpresa y placer. Podría jurar que mi penecito femenino se me paró un milímetro más. Para lo que podía servir, de todos modos.

¿Por qué no reaccioné? ¿Por qué me quedé allí tan contenta? ¿Por que no hice nada?

No hice nada de lo que debería haber hecho, quiero decir, porque de hacer algo, lo hice. Mientras gemía a causa de ese placer anormal, pero placer al fin, y mientras mi culito, con una feminidad que no le conocía, danzaba a ritmo con esas fuertes manos, no moví un solo dedo para detener tanta homosexualidad desenfrenada. Lo que moví, además de las nalgas, fue una mano, pero para tocar esa enorme tranca a punto de rasgarle el pantalón al macho ese haciéndome cosas.

Con la timidez propia de una niña inexperta en esas lides, y con el temor producido por una verga tan larga, gruesa y dura, coloqué mi mano sobre ese tremendo bulto. Además de la excitación que me produjo ver mis deditos, con esas lindas uñas pintaditas de rojo, asiendo la verga de Antonio, el palpar esa dura carnosidad me enloqueció totalmente. Percibí claramente cómo un chorrito de mis jugos mariquitas salió de mi clítoris de muchacho. ¡A mi pijita mariquita se le hacía agua la boca!

Fue una sensación increíble; jamás pensé que tocar y acariciar un pene iba a ser tan lindo. Bueno, la verdad es que nunca pensé que iba a hacer eso algán día. Ni siquiera en mis fantasías más salvajes. Pero, bueno, todo llega a la mariquita que sabe esperar y, lo más importante, actuar en el momento indicado. Y eso va para ustedes, niñas que me leen.

En fin, cuando Antonio sintió mi mano en su erecta hombría, se excitó aán más, porque, increíblemente, su verga se hizo más gorda y dura. ¿Eran tan sensibles los hombres a esas caricias? ¿Se pondrían todos como Antonio si una los tocara allí? Seguramente. Vaya, lo que una aprende cada día. A propósito, observar la excitación de Antonio hizo que me aumentara la lujuria homosexual que me poseía.

Nadie podría culparme por ser curiosa y actuar de la forma en que lo hice. Era mi primer pene y tenía toda la razón del mundo en comportarme así. Estaba descubriendo un nuevo mundo de placeres y posibilidades. Además, estaba totalmente sometida al poderoso influjo que una verga bien parada tiene sobre todas las mujeres y maricas en edad de tener relaciones sexuales. ¿No es así, chicas?

Tímida e inexperta, sin embargo, no hice con esa tranca lo que el instinto me pedía. Pero tenerla entre mis manos, sí, ahora la tocaba descaradamente con ambas manos, era una linda nueva experiencia. Al principio había sentido algo raro -era tan diferente a mi clítoris-, era tan dura y largota, y definitivamente esa cabezota era rara, atractiva tal vez, pero rara; sin embargo, al rato de estarla sobando decidí que me gustaba eso, tocarle la verga a otro hombre. Podría haber jurado que nuestros órganos sexuales estaban conectados, a pesar de sus abismales diferencias. Cada vez que acariciaba ese monumento a la masculinidad, sentía un toquecito eléctrico en mi gallito erecto. ¿Era eso posible o era mi imaginación? De todos modos, y que quede asentado, jamás en mi vida me sentí tan marica como en ese momento.

No sé si por lo atrevida que había sido al tocar sus partes de macho o porque era lo que procedía, Antonio metió sus manotas debajo de mi vestido y me lo subió hasta la cintura, repitiéndome todo el tiempo que me quería y que se moría por cogerme en ese mismo instante. Después de tocarme todo lo que había que tocar, no sé cómo, ni cuándo, pero terminamos en la cama, los dos sobre nuestros respectivos costados, nuestros cuerpos pegados totalmente, una de mis piernas sobre él, una de las suyas apretándome con suavidad el clítoris, que de tanto pararse hasta iba a terminar pareciéndose a la cosa de los machos. Con fiebre de macho, precisamente, Antonio me toqueteaba toda, mientras dejaba que el hueco caliente de su cuñadito le explorara desvergonzadamente la virilidad.

Al igual que cuando nos besamos antes, nunca imaginé que algo así me iría a pasar. Que un hombre me iba a hacer cosas y me tendría así, toda mojada y destilando mis fluidos mariquitas. Menos me imaginé que estaría tan entusiasmada acariciándole el miembro a dicho hombre, mientras yo gemía encantada con sus caricias masculinas. Muchos podrían pensar qué yo no era más que una putita en celo, pero quisiera ver qué es lo que ellos hubieran hecho en mi lugar. Muchas, aquí se incluyen mujeres y maricas, e incluso muchos, habrían dado quién sabe qué por estar con Antonio, un hombre en su plenitud, bien parecido, atlético y sexual, tan sexual que no le importaba hacerlo con un jovencito vestido de mujer, y que casualmente era su pariente. Ah, sin mencionar lo bien dotado que mi cuñado era. Por si fuera poco, era una buena persona, y por áltimo, tenía sus dineritos. Al igual que mi hermana, yo en ese momento era una mujer afortunada.

No, si lo que estábamos haciendo era maravilloso. Lo que estaba mal era lo demás. Lo otro. Por lo que se veía, para entonces ya no me importaba mucho que tanto él como yo éramos hombres; no podía decir lo mismo sobre el hecho de que éramos cuñados, porque me molestaba algo. Pero al final, lo que me importaba era que el lindo de Antonio era un hombre casado.

Así que, a pesar de que a cada momento me hacía más marica y disfrutaba esos jueguitos calientes con otro hombre, no estaba dispuesta a dar el áltimo paso. A pesar de que me encontraba en el paraíso de las locas en ese instante y que justo ahora, en nuestra más ardiente admisión de homosexualidad, estábamos los dos frotándonos y acariciándonos los sexos, cuando me la estaba gozando, en suma, no podía dejar de pensar que algo estaba mal. Había algo que me arruinaba el momentito.

Mariquita o no, consciente o inconsciente de lo que hacía, gay o no, no podía actuar de la manera en que lo hacía; no, lo que estábamos haciendo no podía ser. O mejor dicho, no podía continuar. Claro que estaba disfrutando el instante, aunque después me arrepintiera toda la vida. Para ser sincera, no pensaba en otra cosa sino en sacarle el jugo a esa pecaminosa experiencia (y a Antonio, por supuesto), pero como dicen los románticos, lo nuestro no podía ser. Antonio y yo teníamos que parar esa locura. No sólo era él un hombre y yo no tenía futuro ni nada con ningán hombre, era un hombre casado.

Eso, eso era lo que me estaba afectando, al punto casi de enojarme con él. Que estaba casado. Simplemente. Sería lo mismo si su mujer era una completa desconocida. Sí, cada minuto que pasaba me volvía más marica. ¡Hasta tenía celos y pensaba como una mujer!

No sé de dónde me vino la determinación, pero quitando sus manotas de mis encantos de marica, sacando mi leng¸ita de su boca y rompiendo increíblemente el embrujo que mantenía nuestras manos en el sexo del otro, como pude me levanté de la cama. Arreglando mis ropas, vaya, la tanguita estaba chorreando, le dije que nuestra experiencia homosexual, tan linda como se veía, no podría consumarse.

“Antonio, de veras lo siento; no puedo seguir, a pesar de que lo quiero tanto como tá; si no me crees, mira cómo me tienes, bebé,” le dije, mientras colocaba mi clítoris en su posición normal; el calzoncito estaba hecho un asco con mis jugos de loca. De hecho, para entonces el dormitorio estaba impregnado de un intenso olor a semen y las manos de ambos estaban pegajosas, con nuestros jugos de macho y hembrita. “Qué rico estás y que rico esto que estamos haciendo, nene, pero dejémoslo. No empeoremos las cosas. Eres un hombre casado… no podemos hacerle esto a Susy. Entiéndelo, por favor…”

“Nena, no hay nada de qué preocuparse, te lo aseguro; podemos tener relaciones sin ningán problema” me dijo, un tanto alarmado quizá. Antonio percibía que me alejaba física y emocionalmente de él. Para remediarlo, tal vez, se levantó de la cama, se acercó y comenzó a besarme la garganta, los hombros y, si no lo detenía, seguiría con mis tetitas. “No lo pienses tanto, nena. ¿O acaso no quieres que te haga una mujer?” me preguntó, jadeando en mi orejita.

“De querer, tal vez lo quiero. Pero, no Antonio, no puedo. Susy es tu esposa… somos hermanas…” le dije tratando de que sus caricias y besos no me afectaran. Pero creo que eso era pedirle mucho a una linda mariquita de 17 años.

“Te lo juro, amorcito. No hay nada de qué preocuparse. Sé que quieres ser toda una mujer, sé que quieres, sí, que te coja, sé que quieres un hombre dentro de ti… sé que quieres ser mía,” me dijo, mientras, la verdad, me volvía loca (más) con sus caricias de macho excitado, oloroso a sudor y a semen.

“Sí, eso es lo que quiero, machote, que me des por ya sabes dónde, pero tendremos que dejarlo para otro día… Antonio, para, por favor…” le pedí. Sus palabras y ardorosas caricias me afectaban tanto que tuve que ceder un poco. Abrazándolo de nuevo por el cuello, dejé que me besara, tal vez por áltima vez. Pero poco a poco volvió a incendiarme de pasión con sus besos, caricias y palabras, tanto dulces como vulgares; ignorando mis ruegos de que no se aprovechara de mí, una inocente loquita que hasta ahora estaba sabiendo que era la lujuria, el deseo y la necesidad de ser satisfecha por un macho, su seducción fue más directa.

Luego de me que levantó una vez más el vestido, la causa de que yo estuviera involucrada en esa tórrida escena homosexual, Antonio vio en realidad por vez primera los encantos de la loca de su cuñado. Poco o mucho, eso era lo que tenía y le ofrecía para su placer de macho y de nuevo, poco o mucho, lo que vio pareció gustarle porque su erección, de la cual yo no perdía detalle, no sólo se había mantenido, sino pareció aumentar. Con destreza, mi cuñado se despojó de su pantalón, manchado con el semen de ambos. A través de la abertura de sus calzoncillos se sacó su jugoso pene, el que bien merecía ser puesto en un altar y ser adorado de día y de noche, especialmente de noche, si me entienden, chicas.

Cuando vi esa animalota, pegué un gritito, no sé si de susto o placer o ambos. ¡Qué grande, gorda y larga vergota! Parecía que podía poner mis nalguitas a lo largo de ella, como si fuera un columpio, sin el menor problema. Casi lo hago, a decir verdad. No sé cómo no se la agarré o me la metí en alguna parte de mí, pero de que la miraba con admiración, reverencia y deseo, lo hacía. ¿Por qué no podía ser yo una chica mala y olvidarme de que él estaba casado con mi hermana? ¿Por qué tenía que ser tan correcta?

Mientras ese macho me decía que las medias y la tanguita me hacían ver sumamente rica y que verme con ellas lo tenían al punto de hervor, y se le notaba, se ocupaba de mi culito, esta vez con mayor agresividad. De nuevo me pegó duro en las nalgas, ¡cómo si no me hubiera portado bien con él! Extrañamente, esas fuertes nalgadas me endurecieron de nuevo el gallo que, tan marica como yo, se pegó a la pija de Antonio, en busca de amor y caricias.

Esta vez, mi cuñadito precioso no se contentó con sólo subirme el vestido, sino me lo quitó. De todos modos, si él no lo hubiera hecho, me lo hubiera quitado yo misma. Para variar, era bonito desvestirse por las piernas, o mejor dicho, que la desvistan a una. Cuando me vio así, sólo en calzón, brassiere, medias y tacones, Antonio casi se viene. No lo hizo, creo, porque tenía en mente algo más profundo para mí. Mientras nos besábamos con ardor, me bajó el calzón apretadito hasta las nalgas, dejando al desnudo mi conchita anal, mientras mi clítoris paradito me sostenía la tanguita por la parte de adelante. Yo ya no hallaba cómo gemir, suspirar e incluso gritar de lo caliente que estaba y de lo marica que me sentía. Cada vez pensaba menos en que esa vergota era de un hombre casado y me concentraba más en ese extraño, prohibido, antinatural y pecaminoso placer. Mientras movía mis tersas nalguitas al compás de sus manos, me daba cuenta de cómo y cuánto me fascinaba el toque de un hombre en mi traserito y esas caricias alrededor de mi vaginita anal. Uno de sus dedos rondaba la entradita de mi tunelito de amor homosexual y cuando Antonio me lo metió, descubrí que también me fascinaba sentir algo masculino en mi conchita. ¿Era eso preludio de algo? En la parte de enfrente, mi verguita femenina chorreaba mis jugitos y, ávida de caricias como la loca de su dueña, se le sometía a la pija de Antonio.

“Nena, no puedo más… ¡QUIERO COGERTE AHORA! Ahora serás mi mujer… cómo me gustas, qué rica estás, nena,” me decía mi cuñado, quien, más que pariente político, era ahora nada más ni nada menos que mi amante.

Increíble, así, casi desnuda, sólo en ropa íntima, mientras me pegaba al cuerpo de Antonio y nuestros miembros se besaban, se acariciaban y se retorcían de placer, cuando me sentía tan caliente que casi me siento sobre ese falo calientote, cuando más hembra me sentía, en fin, tuve la hombría, sí, la hombría, de parar. Sin saber cómo, separé nuestros sexos y labios y me alejé un par de pasos de él. Todavía gimiendo y jadeando, le dije lo que sentía:

“Bien, nene, lo acepto… me gustas como hombre, me gustas para lo que quieras hacer conmigo y, seguro, te dejaría hacer lo que quisieras… me volviste más marica de lo que pensé y hubiera deseado… pero me gusta. Aun así, no me acostaré contigo…” le dije. A pesar de mis gemidos de placer, a pesar de que mi clítoris estaba parado como nunca lo había estado, a pesar de que mi conchita anal me ardía de las ganas de ser penetrada salvajemente, a pesar de que Antonio me gustaba más de lo que ninguna mujer me gustó jamás, a pesar de que todavía había tiempo y espacio para ser más marica, a pesar de todo, en fin, nada más iba a pasar. Ambos percibimos que estaba siendo honesta. Ambos sabíamos que él no me daría la cogida que los dos queríamos.

“Y si te dijera que voy a divorciarme? ¿Me creerías?”, me preguntó, acercándose y abrazándome. ¿No se rendía jamás el terco? Con aparente ternura, me levantó un poco el brassiere y comenzó a besar mis pechitos de muchacho. ¡Vaya si no era un experto en la materia!

“Tá no eres esa clase de hombre… Además, que hombre se divorciaría a causa de un hueco, quien además es su cuñado? No, Antonio, deja eso…” le pedí; sus lindos besos hacían estragos en mis pezoncitos. Cuando me daba un respiro, me besaba entonces y sobaba con desesperación mis pequeñas tetas y mis nalguitas. Apenas soportaba el placer.

¡Santa Virgen! Por un alocado momento le agradecí a todos los santos y santas por esas grandes y fuertes manos de hombre, mientras deseaba que mis senos y nalguitas fueran más grandes y no de muchacho. Aun con lo pequeños que mis pechitos eran, las caricias de Antonio sobre o dentro de mi brassiere provocaban que mis pezoncitos me dolieran, pero pronto sus labios aliviaban ese rico dolorcito. Concentrado en mis tetitas y culito, no descuidaba el resto de mí; a veces me agarraba mi verguita femenina; mi tesorito era tan diminuto que se perdía en su mano, pero con suaves apretoncitos me hacía temblar de gusto.

Para domar a la potranquita, entonces, o quizá para llevarse un buen recuerdo de mí, Antonio cambió de objetivo. Sin descuidar mi busto y traserito, se arrodilló entre mis piernas y, aparentemente, se excitó aán más al ver y oler mi calzoncito mojado, manchado con mis fluidos de marica y una que otra huella de su semen; luego de un buen rato, me bajó las braguitas un poco, dejándome libre el gallito. ¿Qué iba a hacer conmigo?

Si no hubiera sido por sus manotas agarrándome las nalgas, me hubiera caído a causa de la sorpresa, placer y emoción por lo que Antonio me hizo: ¡Me comenzó a practicar sexo oral! Me pasaba la lengua sobre mi palomita y a veces se metía la puntita en la boca y me la chupaba. O si no, con mis testículos rodeaba mi gallito, que quedaba encerrado y en medio de ellos, y, a manera de una vulva de verdad, me besaba los labios pseudovaginales. Díganme, ¿QU… LOCA EN EL MUNDO IBA A SOPORTAR ESA TORTURA?

Yo gritaba del placer, y si bien le pedía que dejara de hacerme eso, en el fondo no quería ni que pensara en detenerse. Después de unos largos momentos de indescriptible placer, Antonio se puso de pie y me besó, pasándome el sabor de esa mamada clitoriana a mi boca. ¡Uau, qué rico!

Si yo estaba que quemaba, Antonio era un horno y se le notaba. Sin embargo, no me atrevía a hacer lo que él me había hecho, tocarle y chuparle su durísimo miembro. Esa gigantesca erección la miraba con reverencia y miedo al mismo tiempo y tanto como quería hacer cientos de cosas con él, como metérmelo en alguna parte de mí, era nueva en esto y en el fondo, era como una virgen en su noche de bodas, aunque eso no me impidió que se la acariciara unas cuantas veces. Esto no sería sexo si yo no participaba en algo.

Un momento. ¿Estábamos teniendo SEXO? A pesar de que le había dicho que eso no iba a pasar, que no podía ser, ¿íbamos a tener relaciones homosexuales? ¿IBA ANTONIO A COGERME? Aun cuando yo no era sino víctima de la debilidad de la carne, sólo estabamos experimentando, ¿verdad? Eso era lo que habíamos acordado tácitamente ¿cierto?: jugar sexualmente un poco y tal vez conocernos más íntimamente. Pero ¿tener relaciones completas? No, él no podía hacerme el amor. No, Antonio no iba a hacerme suya. No, Antonio no me quitaría la virginidad así por así.

Fuera de sí e ignorando por completo todo lo que le había venido diciendo, Antonio arreció sus esfuerzos. Luego de subirme, de nuevo, las copas del brassiere, comenzó a chupar y a mordisquear mis endurecidos pezoncitos. Al mismo tiempo, se quitaba la camisa. Parecía que iba en serio el asunto. No, Antonio no iba a cogerme. Menos aán, en esa misma cama en donde se cogía a mi hermana. Y aán cuando justo entonces me sentía la marica más marica del mundo y estaba gozando con serlo, no iba a dejar que me metiera esa gorda y larga trancota en mi agujero apretadito. No era sólo que estaba temerosa de que me dañara, física y emocionalmente. Yo no quería sentir dentro de mí la misma verga que mi hermana sentía. Y no era porque la quería sólo para mí. No.

Las hermanas no se hacen eso. Las amigas y vecinas podrán traicionarse. No las hermanas. Punto.

Como pude, me subí la tanguita, me arreglé el brassiere y me dediqué unos minutos a besar y acariciar a Arturo, todo con tal que dejara el resto de mí en paz. Después de unos momentos, volví a separarme de él.

“Bien, Antonio, ya sabes qué tengo y qué no. Ya hiciste conmigo lo que quisiste. Como juego ha sido suficiente. Ahora, déjame ir, por favor. Fue maravilloso, pero no podemos seguir. Gracias por demostrarme qué tan mujer puedo llegar a ser. Créeme que lo aprecio.”

“Pero nena, lo estamos disfrutando. ¿No ves cómo nos deseamos? ¿Por qué no terminamos esto? Tal vez más tarde, otro día, no sé. O ahora mismo. Sabes que lo quieres, ¿verdad?”

“No, cuñadito. Es decir, sí, lo quiero, todavía tengo paradita la cosita, como puedes ver. Estoy toda caliente, mi amor, pero no puedo tener sexo contigo. Nunca le haré eso a Susy. No insistas por favor.”

“Te lo repito, nenita: no hay ningán problema en que tá y yo tengamos relaciones; de todos modos, ¿no crees que ya estamos muy adentro de esto como para que lo dejemos sólo así? ¡Bien podríamos terminarlo!” me dijo, acercándose a mí de nuevo. ¡Sí que era terco el condenado! En otras circunstancias, hubiera apreciado tanta determinación en un hombre.

“No, nene, dejémoslo así. Esto fue sólo un juego, no es lo mismo que acostarnos y dejar que me cojas. Además, no quiero perder mi virginidad de esta manera, en la cama de otra mujer. Sobre todo, si tuviéramos sexo sería adulterio. Si quieres, ya que tuve parte de culpa al permitir este jueguito, te masturbaré o haré algo para que termines. Eso será todo.”

“Pero, ¿te puedo hacer lo mismo? Acostémonos, nena, y terminemos juntos… sin metértela… sin sexo…”

“No, Antonio. De plano, dejemos las cosas como están. Si algán día te divorcias de Susy y tienes interés en mí, puedes buscarme. Si todavía estoy solterita, podemos ver qué resulta,” le dije, en broma, o eso creí.

“Y si te dijera que podemos estar juntos, dormir en la misma cama y tener todo el sexo que queramos, qué harías? Si hubiera alguna manera de tener sexo, ¿lo harías?” me preguntó, acariciando de nuevo mis nalguitas de marica. ¡Dios mío, cuándo iba a entender! ¡Hombres, sólo piensan en una cosa!

“Si eso fuera posible, no estaríamos sólo conversando; ahorita mismo estuviéramos por la tercera o cuarta cogida, te lo juro. Lamentablemente, es imposible, así que eso es todo, cuñadito,” le dije, arreglándome por ultima vez más el brassiere, el calzoncito y las medias. Lo confieso, fui provocativa cuando me arreglé la tanguita, ya que me toqué la palomita un par de veces y apretando el calzón dejé que se me marcara contra la tela. Todo para que viera lo que se le había ido de las manos. Tenía que ensayar esta faceta; de acuerdo a lo que recién había experimentado, habría, por lo menos, algán otro hombre en mi vida.

“¿Imposible? No, no es imposible, nena. Yo que tá me preparaba para que Antonio me diera esas 3 ó 4 buenas cogidas que mencionaste. Mi marido puede ser tu marido; de hecho, yo creo que ya es eso, tu marido,” dijo alguien, una mujer detrás de mí.

¡Virgen de las maricas! ¡Era Susy! ¡Mi hermana! ¡Mi hermana Susy estaba allí! ¡Detrás de mí! ¡De tanta calentura, hasta me había olvidado de ella!

Que mi hermana me viera hecha la marica que era no importaba tanto. Allí estaba yo, semidesnuda, jugando a ser mujer con su esposo. Esta vez, casi me desmayo. Si no hubiera sido por las manos de Antonio todavía en mis nalgas me hubiera ido… bueno… de nalgas. Como si fuera a servir de algo, deseé que Susy no reparara en el intenso olor a semen que impregnaba el dormitorio.

Nerviosa y enloquecida, me acerqué a la cama y tomé el vestido, el culpable de ese pequeño drama familiar, e intenté ponérmelo. Pero Susy, pidiéndome calma, sacó una bata negra de una gaveta y me la pasó, diciéndome que esa prenda me vendría mejor. Era linda la batita, pero en ese momento no estaba para esas mariconadas. Me la puse de todos modos, y tuve que admitir que me quedaba bien. Luego, Susy me pidió sentarme a los pies de la cama; Antonio, tan tranquilo como si nada, se había recostado en la cabecera. Me pareció raro verlo sin erección, pero aun así el bulto en sus calzoncillos era notable.

Mi hermana se sentó a mi lado y, para mi sorpresa, me tomó de las manos, de la forma en que tal vez las hermanas lo hacen; sonriéndome, escuchó mis desesperadas palabras:

“Susy, Susy, perdóname, ¿qué viste, hermanita? ¿Qué oíste? ¡Dime, por favor! Mira, no me lo vas a creer, pero te voy a explicar todo…” le imploré. Esta vez iba a llorar. Estaba segura. Aun cuando ahora estaba tratando con una mujer y eso me daba esperanzas de que tal vez me entendiera, ya se me salían las lágrimas. Mi hermana me estaba viendo en ropas interiores de mujer, peinada y pintada como una mujer y sabía que había hecho un par de cosillas malas con su legítimo esposo. ¿Cómo diablos no iba a llorar?

Pero Susy, en lugar de tratarme de putita o maricón, y de darme una bofetada, me abrazó.

“No me escuchaste, ¿verdad, hermanita? No tienes nada qué explicar. No hay ningán problema. No me importa que seas una mariquita, estoy feliz por ello de hecho, y no me importa lo que hayas hecho o vayas hacer con mi marido. En realidad, como te dije, espero que hagas mucho con él,” me dijo, deteniendo de esa manera mi llanto de hueco. “A propósito, ¿qué tal, mi amor?” le dijo a Antonio y, separándose de mí, se acercó a él y lo besó ligeramente. Susy se quedó al lado de él.

“Un poco frustrado, mi amor, si sabes a qué me refiero. Pero dime, querida, ¿no es tu hermanita un bombón?” le preguntó Antonio a su esposa, mi hermana. Yo me volteé un poco para verlos; ambos me veían con interés.

“Sí, es una belleza la loquita. Y tiene buen puesto lo que tiene, ¿no crees? Sin mencionar que se carga sus buenas hormonas,” dijo Susy, mirándome ahora con una especie de… ¿qué? ¿Orgullo? “Vamos, nena, no seas tímida. Ven aquí. Nada te va a pasar. No ahora, de todos modos,” me dijo, riéndose e invitándome a recostarme al lado de Antonio, quien luego, de que me coloqué a su lado, nos abrazó a ambas.

“Susy, ¿cómo entraste? ¿Viste todo?” le pregunté a mi hermana. “Y cómo no te molesta lo que estábamos haciendo?”

“Vi todo, nena. Todo. ¡Vaya si no eres toda una hembrita! Estabas tan caliente con Antonio que no le prestabas atención a nada más, ni cuando entré y me metí al baño. No que ninguna otra mujer se hubiera dado cuenta de algo más que de Antonio. ¿No es hermoso este semental” me preguntó, dándole un beso a su marido.

“Para ser sincera, sí… es hermoso. Susy, perdóname, no sé qué hacer o decir. No sé cómo empezar a explicarte todo. Y aán no me dices por qué estás tan tranquila, no que me esté quejando o algo…”

“Vamos, nenita, no te preocupes. Te gusta Antonio, tá le gustas a él… no me importa… siéntete libre de satisfacerlo y de que te dé tus buenas cogidas cuando tengas ganas, que creo será todos los días. Para serte sincera, me agrada que hayas sido tan leal conmigo, a pesar de lo necio que Antonio puede ser en ocasiones, ¿verdad? De veras me siento feliz de que te hayas negado a tener sexo con mi esposo, aun cuando no me quedó claro qué te preocupaba más, si el adulterio o que yo me enterara, pero olvídate de eso. Aun cuando hubieras caído en las redes de Antonio, nada hubiera pasado. Los dos decidimos que tá y él podían tener relaciones. Si, nena, puedes tener sexo con él cuántas veces quieras. El te ha deseado desde que supo que te gustaba ser una mujer…”

Como para confirmar o reafirmar las palabras de su mujer, Antonio me dio un besote; mi hermana nos vio como si nada; de hecho, estaba sonriendo.

“Antonio, Susy, ¿sabían que era una travesti?” les pregunté, asombrada. Segán yo, sólo el espejo sabía de mi debilidad por todo lo femenino. O por casi todo. No. Todo. Ahora estaba interesada en todo lo que significaba ser mujer.

“Lo sé desde hace años, nena. Todas las hermanas de todas las loquitas del mundo saben que sus hermanos son, ya sabes, locas. ¿Qué podemos hacer, de todos modos? Y desde que le conté a Antonio que eras una mariquita, se volvió loco por ti. De hecho, se lo dije una vez que hacíamos el amor, ¿verdad, querido?, y, si mal no recuerdo. se excitó como nunca antes. Pero si bien tá le atraías, fue hasta que te vio toda vestida y linda que no ha querido otra cosa más que acostarse contigo,” me informó de lo más tranquila.

“¿Qué? ¿Lo sabían y me vieron vestida? ¡Dios mío, y yo que pensé que era una loca de clóset! Pero, ¿de veras me vieron? ¿Cómo me vieron” les pregunté, sin creerlo aán.

“Claro que te hemos visto. Suficientes veces. ¿Cómo crees, hermanita, que enloqueciste de deseo a Antonio aquí? Has estado tan ocupada siendo una mujercita que ni siquiera te has dado cuenta de que te hemos espiado frecuentemente, desde aquí, desde el auto, en la calle… Verte con esas lindas falditas, bien arreglada y pintadita y en tacones es lo que nos tiene aquí a todos, en el dormitorio. A propósito, cómo huele a macho aquí… bueno… y a loquita…” dijo, divertida.

“Vaya, así que sabían todo sobre mí. Dime, ¿fue esto planeado?”

“Más o menos, nena. Cuando vi este vestido negro en una tienda de jovencitas, supe que era perfecto para ti. Que al ponértelo, te sentirías tan mujer que accederías a todo lo que Antonio te pidiera,” me dijo.

“Espera, ¿no compraste el vestido para ti?”

“Claro que no; era para ti, junto con los zapatos. Lo demás, sabía que te las arreglarías perfectamente. No en vano eres toda una marica. Lindas medias, a propósito. Creo que el vestidito cumplió su función, ¿no es así, hermanita?”

“Creo que sí, Susy. ¡Vaya, así que el vestidito fue siempre mío! ¡Con razón me enloquecía tanto!”

“Verlo y pensar en ti fue uno. Ya con el vestido en casa, fue sólo cuestión de pretender que salíamos de la ciudad, ir a dar una vuelta y regresar. Sabíamos que ibas a estar haciendo realidad tus fantasías y que sería hora de que Antonio entrara en tu vida. Créeme, por si no te has dado cuenta, este semental aquí está loco por ti. No había forma de detenerlo. Apenas puede esperar a hacerte una mujer de verdad.”

“Bueno, me alegro de que un hombre me encuentre… deseable. A propósito, yo tampoco puedo esperar. ¿Pero no te importa que Antonio tenga ganas de acostarse conmigo? ¿Qué quiera hacerme una mujer?”

“Para nada; todo lo contrario. Me alegra que ustedes se gusten tanto y tengan relaciones. Eres mi hermanita y me parece que necesitas un hombre urgentemente. Así que ya sabes, eres libre para darle las nalguitas a mi maridito, cuando quieras, cuantas veces quieras” me dijo, con naturalidad. Como si no estuviéramos hablando de mis nalguitas.

“¡Uau! ¡No puedo creerlo! ¿Estás diciéndome que puedo tomar prestado a tu marido cada vez que me den ganas de una revolcadita?” le pregunté, riéndome como toda una pícara. Dentro de mi calzoncito, algo se me puso un poquito duro.

“Ummm… yo creo que será un poco diferente. Mi marido te tomará cada vez que él tenga ganas de una cogidita, es decir la mayor parte del tiempo. Pero sí, esa es la idea. Sin embargo, no te creas que soy tan desinteresada. Hay algo que espero de ti… que Antonio y yo esperamos de ti.”

“Por supuesto. Aán no sé qué está pasando, ni sé que irá a pasar, pero digamos que es justo. ¿Qué tengo que hacer?”

“Bien, nena, perdóname si soy un poco directa, pero eres ya una niña crecidita y entenderás. Mira, Antonio quiere probar algunas cosas y digamos que yo no estoy tan dispuesta como él a experimentar sexualmente. Ahora, si hubiera otra mujer cerca, ella podría satisfacer los deseos de Antonio, ¿no crees? Por ejemplo, mi lindo maridito se muere de ganas por tener sexo anal y, si he de ser sincera, no comparto su entusiasmo. Yo creo, nena, que a ti te vendría bien tener esa clase de sexo, no sólo porque es la clase de sexo que un hombre tiene con una mariquita, sino porque me parece que las cogiditas por atrás te fascinarán, ya lo descubrirás, ¿Ves? Problema resuelto. Otra cosa, si bien Antonio y yo practicamos sexo oral ocasionalmente, la verdad es que no soy fanática de ello. Mira, soy tan caliente como tá, ya tendrás ocasión de comprobarlo, pero en realidad soy bastante convencional. En líneas generales, eso es lo que queremos de ti, mi amorcito. Hemos decidido que tá te conviertas en la segunda esposa de Antonio. ¿No es divertido? ¡Antonio será nuestro esposo y cuñado!” me dijo, divertida. Esta vez sí me fui de nalgas, en sentido figurado, ya que estaba recostada y Antonio me tenía bien agarradita. Mientras las mujeres hablábamos, me había halado hacia él y me estaba toqueteando toda. Mi hermana, con una pierna sobre su marido, y apoyada en el hombro de éste, contemplaba la escena con indiferencia.

“¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¿Se han vuelto locos, chicos? ¿Hablas en serio, Susy? ¿Yo? ¿La segunda esposa de Antonio? ¡Ni siquiera soy una mujer!” exclamé. Si no fuera por lo serio que ellos estaban tomando todo, hubiera creído que era una broma y hubiera empezado a reírme, de la manera más femenina, por supuesto. Una mariquita jamás debe perder la clase.

“Ya vimos que no necesitas ser una mujer para hacer y sentir lo que nosotras sentimos, nena. Para mí, y para Antonio, eres toda una mujercita. Bien, ¿qué dices?” me preguntó.

“Bueno, quizá pueda sentirme tan mujer como tá. Y quizá de veras necesite un hombre, y quizá pueda tener sexo con Arturo y quizá me llegue a gustar que me dé por atrás o que me meta su enorme cosa en mi boquita. Quizá. Pero con certeza, no puedo ser la esposa de nadie. ¡Menos la otra esposa de Antonio! Aán no sé si me gustaría ser… cogida, ¡de veras! ¡No lo sé!” dije, tal vez con un poco de melodrama.

“Vamos, nena, tá sabes que eso es lo que quieres, desde el primer día en que te sentiste una niña. Además, no tienes mucho de dónde escoger. Algán día tendrás que darle el culito a alguien. Y con seguridad, lo disfrutarás plenamente. Tarde o temprano lo harás. Todas las loquitas lo hacen. Las mariquitas, como las mujeres, nacen para ser cogidas. ¿Qué mejor que le des las nalgas a Antonio? ¿Qué sea el quien te convierta en mujer? Me harías muy feliz si decides ser parte de nuestro matrimonio, hermanita. De veras.”

“No sé, Susy. Nunca pensé qué un día iba a resultar tan mujer que hasta iba a ser una concubina; que viviría con el marido de mi hermana… y con ella también. Eso ni las mujeres de verdad lo hacen,” le dije, pensando en las complicaciones que viviríamos. Si aceptaba, quiero decir.

“¿Concubina? Para nada nena; Antonio y yo te daremos el lugar que te corresponde. Decimos ‘segunda esposa’ por decirlo de alguna manera, por que en realidad habrás sido la segunda mujer de Antonio, no porque tendrás un papel secundario. Si todo sale como lo imaginamos, tus obligaciones conyugales, por ejemplo, serán las mismas, si no es que más, que las mías. Las dos seremos las mujeres de este macho. Las dos lo compartiremos. Las dos lo haremos felices y las dos tendremos el placer de ser, ya sabes, cogidas por él, cuantas veces quiera, y, déjame decirte, serán muchas,” me explicó.

“Suena bien, y me parece una idea atractiva, pero no es esto como chantaje o algo?”

“Nada de eso. No te estamos forzando, si eso es lo que quieres decir. Creemos que aceptarás de buen grado. Sin embargo, si por alguna extraña razón rechazas nuestra oferta, no tienes nada que temer. Pero, piénsalo. Puedes rehusar y pretender que nada ha pasado. Seguirás siendo una loca de clóset, deseando y fantaseando ser una mujer mientras te masturbas en solitario. No sé cómo podrías estar tranquila y feliz con eso. Ahora, todos sabemos lo mucho que te gusta ser una marica completa. Piensa en la libertad que tendrás con nosotros para vestirte, para estar con Antonio, para ser la mujer que mereces y quieres ser. ¿Cuándo y cómo podrías lograr eso? Mira, nena, prepárate para tener una vida sexual intensa, porque a riesgo de arruinarte la sorpresa, te diré que mi maridito aquí es todo un semental. De hecho, como la otra mujer de él, eso sería una de tus principales atribuciones, o ventajas, quitármelo de encima un poco,” me dijo, riéndose, de esa manera tan femenina como yo quería hacerlo. Sí. Creo que valía la pena ser mujer.

“Para ser sincera, después de lo que he descubierto hoy, no sé cómo podría quedarme siendo nada más una mariquita. Sí, quiero ser tan mujer como tá, Susy. Pero, ¿qué hay de papi y mami? ¿Qué hay de mi vida? ¿Tendré que vivir escondida? ¿No será todo complicado?”

“Habrá muchas cosas que solucionar y cambiar, pero todo saldrá bien al final. Por ahora será nuestro secreto. Puedes venirte a vivir aquí desde hoy mismo, ya inventaremos algo cuando papi y mami regresen; o puedes venirte a quedar en la noches o escaparte cuando tengas ganas de ya sabes qué. Pero cuando la nueva casa esté lista, definitivamente te irás con nosotros. Bueno, si aceptas nuestra propuesta. Si no, te lo repito, puedes seguir siendo la loca de armario que has sido hasta ahora y vestirte con las ropas de mamá, mientras deseas ser una mujer de verdad y tener un hombre de verdad,” me dijo, en un tono que no admitía ambig¸edades. O me convertía en la otra esposa de Antonio o me quedaba siendo una mariquita, una ‘casi mujer’.

“Ay, no sé qué decirte. Sí, estoy interesada, eso puedes verlo. Pero eso de ser la mujer de Antonio me preocupa un poco. El me mantendría, ¿verdad? ¿Me compraría ropa y todas las cosas que una mujer necesita? ¿No seré sólo una sirvienta o algo así? ¿Seguro que se ocupará de mí… sexualmente?” le pregunté, mientras Antonio seguramente se preguntaba qué tanto platicábamos. Lo que el quería era tenerme ya entre sus brazos, a juzgar por un cierto bulto entre sus piernas.

“Sí a todo eso. Nena, ya no tendrás que preocuparte de tu futuro. Antonio cuidará bien de nosotras. Tendrás los mismos derechos y obligaciones que yo y, te lo repito, cualquier problema que surja lo iremos solucionando gradualmente.”

“Bien, acepto. Seré tu otra mujer, nene. Soy tuya desde ahora mismo” le dije a mi nuevo esposo, besándolo. “No importa cómo termine esto, tenemos que intentarlo. Jamás me lo perdonaría si no lo hago,” les dije con entusiasmo. Y eso fue todo. Si bien faltaba algo, o mejor dicho, faltaba que me hicieran algo para ser una mujer de verdad, virtualmente lo era ya. Había aceptado vivir con un hombre y ser, si no su legítima esposa, que no podía serlo jamás de todos modos, lo más mujer de que fuera capaz.

“¡Bravo, nena! ¡Bien hecho! Y ya que estás lista para ser una mujer de verdad, los dejo solos en el lecho nupcial. De veras, me gustaría quedarme, y participar, pero creo que éste es un momento íntimo y muy especial para ti, hermanita. Que un hombre te desvirgue pasa sólo una vez en la vida y debe ser un acto entre tá y él. Créeme, ya habrá otras ocasiones cuando formaremos equipo para satisfacer a nuestro marido,” me dijo, poniéndose de pie. Cuando yo también me levanté de la cama, me abrazó y me dio un beso fraternal y cariñoso en la mejilla, muy diferente a los besitos fríos y mecánicos que me había dado antes, cuando yo era su hermano. Enseguida, besó a Antonio y pidiéndole que fuera gentil conmigo, se marchó con la promesa de regresar a la noche y recuperar el tiempo perdido.

Sin poder creer lo que estaba pasando, la vi marcharse. ¡Vaya que mi hermanita era especial! ¡Dejarme sola con su marido! Cuando se marchó, me volví a ver al futuro dueño de mi coñito. Con una extraña mezcla de anticipación y temor le sonreí, tímidamente tal vez. Estaba nerviosa, muy nerviosa, por lo que me iba a pasar dentro de poco; era casi nada, sólo me iban a reventar el culito, si se me permite ser un poco vulgar, pero me sentía feliz al mismo tiempo. Había sido descubierta, pero nada malo me iba a pasar; lejos de eso, ahora tenía la oportunidad de llevar una vida como mujer. Sí, ¡estaba más que feliz! ¡Y muy dispuesta a dejar de ser una virgen!

Con sólo ver el hermoso cuerpo de Antonio sobre esa cama, mi penecito mariquita comenzó a endurecerse y a estorbarme un poco dentro de la tanguita. Con la voz temblándome de emoción, le pedí quitarse los calzoncillos. Por supuesto, lo hizo en un instante. Mi clítoris de hombre se paró totalmente al ver a ese caramelo en la cama, especialmente esa enorme tranca vertical en medio de sus piernas. Aun sin estar totalmente parada, era digna de adoración y respeto. Y de cientos de besos. A mi vulva anal se le hizo agua la entradita, mientras sentí o creí sentir que mis pezoncitos se endurecían. Quitándome la bata, me quedé sólo en mi arruinada, pero aán sexi, lencería. Antonio, desde su posición en la cama, comenzó a sobarse el miembro cuando me vio sacarme las medias. Me molesté un poco, ya que consideraba estaba usurpando mi trabajo. Era yo quien tenía que tocárselo. Pero qué sabía yo de sexo entre un hombre y una mariquita. Eso sí, podía ser una novata, pero estaba más que dispuesta a aprenderme todos los truquitos del amor carnal.

Al ver cómo se le empezaba a parar la verga, también me excité. ¡Ni siquiera estábamos juntos y ya estaba yo dando gemiditos! Después de que me desabroché el brassiercito y me lo quité, se lo arrojé a mi macho, quien, luego de atraparlo en el aire, se lo pasó por el pene. Comprobé con deleite que mis pezoncitos estaban duros; quién sabe si todas las maricas eran iguales, pero en reacciones femeninas, me estaba sacando un diez. Si mi imaginación no me engañaba, ¡hasta mi cuerpo olía a hembra!

Lentamente, metí mis pulgares en la tirita de la tanguita, toda mojada y manchada con mis juguitos mariconcitos, y comencé a bajármela. Antonio me comía con los ojos, mientras se frotaba la verga con mi brassiercito. Cuando el calzoncito me llegó a los muslos y mi clítoris masculino quedó libre, bien paradito el condenado, casi nos venimos Antonio y yo. Para observarme mejor, mi cuñadito-esposo se sentó y recostó sobre la cabecera, sin dejar de tocarse la erección. Cuando al fin me saqué el trapito ese y quedé sólo en tacones, a mi marido se le paró la pija increíble y totalmente. ¡Uau! ¿De veras le excitaba tanto verme desnuda, con mi verguita paradita, mis pechitos, mis nalguitas, mi cuerpecito totalmente depilado, mientras yo me sentía más que una mujer?

Sí, verme así lo calentaba. Pensé en atormentarlo un poco, ya saben, caminando de aquí para ya, moviendo mis nalguitas, danzando un poco, acercándome y alejándome, pero como yo estaba que echaba fuego, me acerqué a la cama y me coloqué encima de él -ahora se había vuelto a acostar- y lo besé con mis inexpertos, pero ansiosos labios. Sus manos estaban sobre mi culito, por supuesto, y ambos podíamos sentir su vergota entre nosotros y rozar y jugar con mi clítoris diminuto. Momentos después, Antonio, mi cuñado y marido, tomó la iniciativa.; a pesar de que yo ya estaba lista para la penetración desde que lo vi desnudo, se tomó la molestia, o tal vez el placer, de tocarme, acariciarme y besarme toda, y cuando digo toda, quiero decir que no dejó una pulgada de mí sin explorar. Sí, ¡ni siquiera esa pulgadita de carne entre mis piernas!

Fueron momentos intensos de placer. Ahora que era libre para sentirme una mujer de verdad, disfruté al máximo lo que un hombre me daba. Nunca estuve tan caliente, ni nunca gozé tanto como la tarde esa de mi defloración. A pesar de que mi panochita gay me ardía de las ganas de tener ya la tranca de mi macho adentro, como la virgen inexperta en las lides del amor homosexual y como la nena tímida que era, no pude ser lo agresiva que deseaba ser; las pocas veces en que fui un tanto activa fueron para tocar y besar esa linda verga, imposiblemente erecta e imposiblemente grande; con todo lo que quería mamarla y metérmela hasta la garganta, era tan inmensa que apenas cabía en mi boquita pintada. Sabía que algán día sería capaz de tragarme esa jugosa e inmensa trancota parada. Hay que tener metas en la vida, chicas.

Pero para ser sincera, al ver y sentir ese poderoso falo tuve un poco de miedo; no, tuve mucho miedo y casi me arrepiento de entregarme a Antonio cuando comprendí a cabalidad lo que me iba a suceder; pero como dice el chiste, me quedé quieta unos momentos y se me pasó. Pero sí estaba nerviosa, esa enorme verga estaría dentro de mí, quizá me haría daño; no, con seguridad me iba a doler, quizá ni me iba a caber en mi coñito; sin embargo, me moría por ser ya una mujer y ardía en ganas de ser toda de Antonio. Sometida como estaba a ese macho, no me atreví a pedirle que me la metiera ya o lo más pronto posible; eso sí, cuando me asomó la puntita de su verga a mi ano mojadito y me di cuenta de que mi desvirgación era cosa de unos momentos, le estampé un enorme y hámedo beso de gratitud.

Fue lindo empezar a hacer el amor como la mayoría de las parejas, en la posición tradicional. El sobre mí, entre mis piernas, uno de sus brazos sirviéndome de almohada, con una mano agarrándose el miembro y buscando la entradita a mi virginidad. Jamás me sentí tan hembra como en el momento ese en que le abrí mis piernas hasta más no poder, le tomé la punta del pene y lo guié hacía mi conchita, mojada ya por la excitación y por los besos hámedos que mi hombre me prodigó antes en esa área prohibida. Justo es decirlo, su pene estaba también abundantemente lubricado con mi salivita.

Así en esa posición, con mis piernas enroscadas alrededor de su cintura, comenzó a penetrarme; su mano libre me tocaba las piernas y las nalgas, y con su boca me chupaba los pezones. Yo también lo tocaba todo, sus caderas me enloquecían especialmente, y como lo que deseaba era una profunda penetración, instintivamente lo empujaba hacia mí, ya con mis pies, ya con mis manos. Sin embargo, la enorme cabezota de su falo no me entraba tan fácil, eso a pesar de que yo no estaba tensa para nada, si algo quería en ese momento, era que me la metiera hasta los huevos, de él, digo. Pero era normal, él era un macho bien dotado y yo era estrecha y apretadita.

Después de un rato en esa posición, se puso de rodillas, siempre entre mis piernas abiertas, y en esta posición, mi oscuro tunelito del amor pudo recibir un poco más de su hombría carnosa. Seguidamente, colocó mis piernas sobre sus hombros y se volvió a recostar sobre mí; mis rodillas estaban ahora contra mi busto y en esta posición su pene avanzó un par de pulgadas más. En ese momento supe realmente qué era una buena cogida. Qué era que le rompan el culo a una, porque eso era lo que él me estaba haciendo. A pesar de que aán era gentil conmigo, era obvio que sus acometidas eran más fuertes cada vez.

Me dolió y mucho; me había dolido desde que tuve adentro la puntita, de hecho. Ahora que aparentemente tenía la mitad de esa tranca adentro, el dolor era terrible. Llegue incluso a temer que, como una verdadera virgen, me sangrara, tan grande era ese miembro viril y tan chiquita y apretada tenía yo la panochita. Pero las ganas de ser su mujer pudieron más; grité como la loca que era, por supuesto, de puro dolor, pero estaba segura que esa gran cogida no me iba a matar. Me moriría pero si me la sacara, así que le puse ovarios al tormento.

La verdad es que no aguantaba más; estaba excitada pero sin erección, y los gritos de dolor eran más abundantes que mis quejiditos de placer, pero no estaba dispuesta a ceder hasta que tuviera hasta el áltimo milímetro de verga adentro de mi vaginita; para ello y muy a mi pesar, tuve que pedirle que me la sacara por unos segundos, mientras cambiábamos de posición. Acostado sobre su espalda, me senté frente a él y lentamente monté su miembro, confiando en que la fuerza de gravedad me ayudara en ese trance de mujeres; poco a poco, y gritando cada vez que su pene avanzaba en mi estrecho canalito de placer homosexual, me fui tragando y acomodando a mi macho hasta que lo tuve todo dentro de mí. Estaba tan extasiada con mi furor anal que quise ser la primera mariquita a quien en una cogida le metían también los huevos, pero eso no fue posible. Sin embargo, me quedaron las esperanzas. Como dije, una loquita debe tener claras sus metas.

En ese momento, cuando sólo sus testículos faltaban en mi ano y cuando sentía que me partía, me vine, como nunca antes me había venido. Apenas me dio tiempo de agarrarme el clítoris y contener esa tremenda eyaculación femenina. Mi juguito blanco de marica desvirgada cayó sobre el musculoso abdomen de mi macho, quien, luego de untar uno de esos dedos con ese manjar de mujercita caliente, me lo ofreció y puso en mi boca. A continuación me incliné sobre él y, besándonos, compartí con él mi semen de hembrita. Mientras tanto, él seguía metiéndola y sacándola de mi conchita, causándome sensaciones verdaderamente femeninas, pero también gritos de salvaje dolor.

Fue algo muy especial, a pesar del intenso, pero maravilloso dolor. Sentir a ese hombre en mis interiores me enloqueció, lo juro. Podía sentir la cabeza del intruso tocar mis paredes anales y luego deslizarse hasta tocar qué sabía yo qué, tal vez el principio de mi clítoris masculino. No sé cómo le hice para acomodarme en el culito esa tremenda tranca. No sé cómo no me partió. No sé por qué quería tener y sentir toda esa verga en mi conchita. Bueno, eso sí lo sé: porque era un huecazo sin la menor posibilidad de redención.

El caso es que sentí un inmenso placer, mientras montaba a mi hombre. Mientras sus manos me tocaban las tetitas y las nalgas y veía cómo gozaba conmigo, me sentí feliz de haberme puesto el vestidito negro que me había hecho sentir tan mujer. Tan mujer que ahora un hombre me estaba cogiendo. Y esa era la esencia de mi placer, en realidad. Tal vez no era mucho lo que disfrutaba físicamente, sino el hecho de saber que le podía dar placer a un hombre, de que estaba siendo usada para el placer de un hombre, que era una marica sometida al deseo de un macho. Jamás me sentí tan feliz de ser una marica. De ser una hueca.

Cuando Antonio acabó, lo hizo en grande. Lo juro, ese caliente chorro de semen me subió por alguna parte y creo que me llegó hasta la garganta. Jamás me imaginé que el orgasmo de un hombre sería tan intenso y largo. Ya estaba su semen chorreando de mi culito y él todavía se estaba viniendo. Poniendo mis dedos en mi destilante vaginita, los mojé con su lechita y después de chupármelos, metía mi lengua en su boca para compartir ese juguito de semen y saliva.

Me quedé encima de él por unos momentos, su pene semirígido dentro de mi vagina anal y su esencia de macho brotando de mi panochita desvirgada. Confiaba en que mi cuerpo guardaría algo de su semen. Si hubiera sido una mujer habría estado tan feliz de tener su semilla dentro de mí. Bueno, sin ser mujer estaba extremadamente feliz de que su lechita de macho anduviera en mi interior. No me hubiera importado si quedaba en estado. Ojalá pudiera quedar embarazada. Las mariquitas podemos soñar.

Sus cariños después del coito fueron tan maravillosos como la profunda penetración que me brindó. Me tuvo en sus brazos, mi cabeza en su pecho velludo, una de mis piernas sobre él, mientras me decía que era hermosa, que era rica, que le gustaba enormidades, que sentía que me amaba ya, que estaba feliz de que fuera su mujer, que, al igual que con Susy, quería vivir conmigo toda la vida

Lo hicimos 5 veces más esa tarde. Mi culito estaba inflamado de tanta verga y me dolía tanto que sentarme era imposible; me dolió barbaridades cuando fui al baño y me senté para orinar; pero bueno, esto era parte de ser una mujer, así que no me quejé. Aprendí bastante de esas sesiones sexuales; era todavía una novata, pero ya podía mamársela aceptablemente y descubrí unos másculos en mi coñito que al apretarlos le proporcionaban inmenso placer a mi macho. Nada mal para mi primer día como mujer y como la otra esposa de Antonio.

Cuando Susy regresó, nos encontró desnudos en la cama, que con tanto semen, sudor y humedades, estaba hecho un asco. Mientras mi hermana la medio arreglaba, mi nuevo esposo y yo tomamos una ducha, que fue un buen pretexto para mi primera cogida de pie. Al oír mis gritos mi hermana fue a vernos y si bien no la vi para nada, oí sus gemidos de placer al masturbarse.

A pesar de que Antonio nos invitó a las dos a cenar afuera, para celebrar nuestra unión, y yo hasta me hice ilusiones de ponerme mi lindo vestidito negro, yo ya no podía ni caminar, así que lo dejamos para uno de los siguientes días. Gentilmente, Susy nos preparó algo de comer; yo le prometí que la ayudaría los siguientes días con todo lo pertinente al hogar, pero que me dejara descansar esa noche; estaba completamente acabada.

Después de que me puse unos trapitos íntimos lindísimos y un baby doll de mi hermana, nos fuimos a la cama, los tres. Ver a mi hermana semidesnuda, como yo, en realidad fue algo que me afectó un poco, pero decidí acostumbrarme lo más pronto posible. Después de todo, íbamos a hacer eso el resto de nuestras vidas. No sé cómo le hizo Antonio para recuperarse, pero como el buen semental que era, le echó sus dos buenos polvos a Susy, mientras yo miraba la escena, y aprendía de mi hermana algunas lecciones sexuales. Con lo mucho que yo deseaba participar, mi clítoris estaba muerto, ya ni se veía casi, en realidad, y mi vulvita no daba para más.

Así empezó mi vida como mujer y como esposa. Los cinco días siguientes estuve en la gloria, aprendiendo a ser una segunda esposa y sintiéndome una mujer completa; además de celebrar nuestro inusual matrimonio, salimos a divertirnos un par de veces. Nadie pensó que éramos diferentes a un hombre saliendo con su esposa y la joven hermana de ésta, si es que pensaron algo.

Casi lloré cuando el regreso de mis padres y hermanito terminó con la libertad y felicidad de esos días. En las noches siguientes me quedaba con ellos e incluso durante el día fui algunas veces a recibir las cogidas de Antonio. Al fin llegó el tiempo de mudarnos a nuestro nuevo hogar, y no sé qué haya hablado Antonio con papá, pero no tuve ningán problema en irme a vivir con ellos.

Amar y compartir, con una hermana, al mismo hombre, no fue muy complicado ni tan diferente a un matrimonio normal. Las esposas nos encargábamos de las tareas propias de la casa y de mantenerlo contento a él, en todas las áreas de su vida; las dos tomábamos turnos para lavar o cocinar, por ejemplo, pero para atenderlo a él era usual que las dos participáramos. La mayor parte de las veces dormíamos juntos los tres, una a cada lado del macho de la casa; sin embargo algunas pocas veces, alguna de las dos dormía en otro dormitorio. En cuanto al sexo, Antonio nos hacía el amor a ambas todas las noches, a una primero, generalmente. Algunas veces a las dos juntas, si bien he de decir que nunca hicimos nada impropio mi hermana y yo. Eramos modernas y de mente abierta, pero no tanto. De todos modos, con Antonio teníamos más que suficiente. En los días en que Susy no podía atenderlo sexualmente debido a estar en su período, yo sacaba la tarea de lo más feliz, si bien esas cogidas me dolían hasta el alma. Con lo mucho que me habría gustado menstruar también, ser usada por mi maridito todos los días era una bendición. Por un lado damos, y por otro recibimos. ¡Y no hablo de sexo, niñas!

Por supuesto, tuve que decirle adiós para siempre al muchacho en mí. Jamás me volví a poner ropas de hombre, ni a tener el cabello corto, vellos en mi cuerpo o cejas sin depilar. Poco a poco fui dejando mis gestos, actitudes y pensamientos de hombre y me concentré en ser sólo una mujer. Especialmente, jamás volví a ver a otra mujer… a una mujer, digo. Excepto para admirar las cosas que traía puestas, naturalmente. O para criticarlas, si voy a ser sincera. A veces reconocía cuándo una mujer era bonita y hasta podía mencionarlo, pero me sentía… hueca, como decimos en Guatemala. El caso es que nunca me sentí atraída a las mujeres. Algunos hombres me afectaban y me gustaban, como a toda mujer, pero no necesitaba a nadie más. Tenía un macho en casa que me hacía feliz y me llenaba. No, niñas, no me refiero a que me llenaba, ya saben, de semen, bueno sí, pero también me llenaba emocional y mentalmente. ¿Es que no piensan ustedes en otra cosa que no sea sexo, mis amores?

Y bueno, a los 3 meses de mi nueva vida, de un verdadera vida, no podía ni quería esconderme más de mis padres. Para ese entonces vivía completamente como una mujer, como una mujer casada, además. Antonio habló y formalizó mi situación con ellos. No sé cómo hayan tomado el saber que ahora tenían una segunda hija, ni que dicha segunda hija amaba y vivía con el esposo de su hermana, con el consentimiento y apoyo de dicha hermana, ni que, consecuentemente, eran los suegros de Antonio por partida doble. Qué les haya dicho su doble yerno ni me lo imagino, el caso es que, de algán modo, aceptaron la inusual situación. Tal vez el hecho de saber cuán felices eran sus hijas les ayudó a comprendernos. Ahora nos visitaban con frecuencia, mamá especialmente. Con ella me llevaba extremadamente bien y yo al fin pude ser la hija que siempre soñé ser. Incluso el pequeño Alberto estuvo feliz de tener otra hermana. Al final, ni mi trasvestismo, ni mi amor por Antonio interfirieron con la felicidad de todos. Nuestra felicidad aumento cuando papá dejó por un lado su orgullo y se puso, por así decirlo, en manos de Antonio. Nuestra mansión era tan grande que se mudaron con nosotros y las entradas económicas de mi maridito eran tan abundantes que podía mantenernos a todos.

Así fue como me convertí en toda una mujer. Por supuesto, con el tiempo fui para la gente la cuñada de Antonio, una joven señora que ayudaba en todo a su hermana. A propósito, cuando Susy resultó en estado, me convertí en la ánica esposa de Antonio. Y no solo en el aspecto sexual, ya que ella se dedicó a descansar y dejó todo a cargo mío, al macho de la casa especialmente. Cuando nació su primer hijo, fui la más feliz y orgullosa de las tías, aunque tal vez debería haber considerarme una orgullosa madre, ya que a ese niño lo cuidé y amé tanto como su verdadera mami. Los 2 siguientes embarazos de Susy fueron consecutivos y si bien me fue difícil ser dos mujeres en una, sexualmente quiero decir, fue gratificante mantener a nuestro marido satisfecho todo ese tiempo. La vida continuó normalmente; durante 5 años las dos hermanas y mujeres de la casa, nos hemos dedicado a cuidar a nuestros niños, nuestro hogar y a nuestro hombre.

El punto final de esta historia lo constituye, cómo no, un vestido. Un vestido tan lindo como aquel de color negro que propició mi felicidad. Cuando lo vi en una boutique para chicas jóvenes, lo compré de inmediato, junto con un par de lindísimos zapatos que combinaban a la perfección con él.

Por supuesto, tal y como hizo Susy con el vestido negro, el que yo compré, de color negro también, no es para mí, si bien me muero de las ganas de ponérmelo; aunque está diseñado para las más jóvenes, a mis 22 años lo luciría bien. En todo caso, que no sea para mí no me impide admirarlo. ¡Es tan hermoso como aquel! Estoy segura de que, si me lo pusiera, me sentiría más mujer de lo que ya soy; como toda mujer sabe, siempre hay campo para sentirse una más hembra. Díganmelo a mí. Pero como dije, no tengo la intención de usarlo. Sólo lo colgaré en mi clóset, arriba de los zapatos de tacón alto que van tan bien con él. A veces la tentación de ponerme esas linduras es fuerte, pero recuerdo el motivo por el que están allí, casi a plena vista.

Es sólo cuestión de tiempo parea que Alberto, nuestro hermanito menor y adolescente ahora, entre al dormitorio de sus hermanas mayores, lo vea y se lo ponga.

Sí, el vestido es para él. Sé que le encantará y lo hará sentirse más mujer de lo que se haya sentido jamás, más mujer que una de verdad.

Sí, Albertito, o Bertita como seguramente pensará de sí misma, se viste con las ropas de nosotras, sus hermanas mayores. Todas nuestras ropas. Y es posible que conozca mejor, y ame más que nosotras mismas nuestro vestuario. Susy y yo, por supuesto, estamos felices de que la niña haya salido tan femenina como nosotras. Ah, la loquita no sabe que estamos enteradas de su gusto secreto por ser mujer. Apenas ayer salió vestida de mujer, cuando ‘supuestamente’ estaba sola en casa. ¡Cómo se miraba de linda con esa faldita de colegiala, taconcitos y bien maquillada. ¡Exudaba feminidad la mariquita!

Desde un auto en la esquina, la espiamos. Vimos cómo se bamboleaba mientras caminaba y cómo atraía la atención de los hombres que se cruzaron con ella; es valiente, la huequita. ¡Hasta se fue de compras! A una tienda de ropa íntima de damas por supuesto. La niña habrá comprado un set de lencería lindísimo y sexy, junto con un par de medias top divinas, que combinarán divinamente con el vestido en mi clóset.

Por supuesto, Antonio se volvió loco por la mariquita. Anoche nos sorprendió con una cogidita extra a Susy y a mí. Como ya conocemos bien a nuestro marido, las dos nos vestimos de colegialas. La verdad es que tuvimos pequeños problemas para satisfacerlo. Sí, es tiempo de actuar. Mañana, cuando mis padres salgan de viaje, nosotros también nos marcharemos de la ciudad por unos días. O eso es lo que le diremos a Albertito. Siendo la loca que es, irá a nuestro dormitorio y se pondrá ese vestido tan lindo que compré para él y se sentirá tanto una hembrita que accederá a todo lo que Antonio le diga, haga y proponga, luego de que él ‘descubra’ lo marica que es. Después de que nuestro maridito la convierta en una mujer, como hizo conmigo, comenzará su vida como la tercera esposa de Antonio. ¡Cómo vamos a ser las tres de felices con nuestro macho! La loquita no sabe la felicidad que la espera y no sabe lo mujer que se sentirá mañana.

Sí, niñas. Hay vestidos que nos hacen sentirnos más mujeres. Pero increíble y absurdo como pueda parecer, no es cuando tenemos puesto uno de esos vestidos cuando somos más mujeres.

Paradójicamente, muñequitas, somos más hembras cuando un hombre nos lo quita

Au revoir!

Karlapetite22@hotmail.com