LINDA - Historia de un transexual.

Este es un relato que he escrito siguiendo la orden de mi Amo TUTOR MAD

LINDA

Historia de un transexual.

Capítulo 1

Mi amor por los hombres.

Me llamo Luis, y vivo con mi madre en un piso pequeño interior de un barrio periférico de Madrid. Desde pequeño he sentido una profunda admiración por el cuerpo de los hombres. Siempre me entusiasmé mirando los movimientos de los deportistas, la fuerza de sus músculos, el contorno fuerte y precioso de sus formas. Me entusiasmaba mirar a los hombres en las calles y los parques. Ahora, a mis dieciocho años, había descubierto que esta admiración se había convertido silenciosamente en una pasión. Quería ver el sexo de los hombres, necesitaba descubrir en los demás ese mágico miembro sexual que me atraía con tanta intensidad y sentirme pequeño y sumiso ante ellos. Tuve la ocasión de verlos en la duchas del ayuntamiento de mi barrio, donde los hombres se enjabonaban y paseaban desnudos sin ninguna preocupación, absolutamente desinhibidos ante los demás. Mi pene, de regular tamaño, se ponía duro cuando les veía pasar delante de mí y tenía que cubrirlo con  mis manos, muerto de vergüenza y oculto deseo.

Durante muchos años, al ser hijo único y habernos abandonado mi padre un año después de la boda, vivía con mi madre, como dije, en un pequeño piso en un barrio de los alrededores de Madrid. El piso era pequeño, pero confortable. Tenía dos dormitorios, un cuarto de baño y un saloncito con una mesa camilla donde comíamos y nos sentábamos a su alrededor para calentarnos si hacía frío porque teníamos un braserito eléctrico que nos calentaba mucho. Junto a la pared teníamos un pequeño aparato televisor de color. Debido a la  situación económica en que nos dejó mi padre, mi madre se empleó como asistenta en una farmacia y yo, acabada la escuela, tuve la suerte de ser contratado como vendedor de una editorial. Esa labor me permitió tener libertad de movimientos dentro de la ciudad y ganar lo suficiente para que los dos pudiésemos tener una vida digna.

Además de los libros que vendía personalmente, tuve la oportunidad de deleitarme con muchas fotos de hombres desnudos fotografiados en una revista americana que yo debía distribuir. A veces me encerraba en el baño para disfrutar de su lectura y apasionarme recorriendo con mis ojos aquellos sexos de machos imponentes, cuyas nalgas redondas y musculosas me hacían desfallecer. Durante muchos días me dediqué a esta apasionante tarea, pero un día decidí hacer realidad mi sueño, conocer personal y físicamente a un macho y entregarme a él como una chica sumisa y obediente.

La realidad es que yo soy un muchacho normal, con el pelo rubio y la piel muy blanca, de mediana estatura, ni guapo ni feo, pero con una cara que mi madre consideraba muy bonita.

-        ¡Tenías que haber sido una niña, guapa!- me decía de vez en cuando.

Y yo sonreía feliz porque me daba gusto ponerme interiormente en la situación de ser su hija y sentirme una joven hermosa, decididamente sumisa ante cualquier hombre que me quisiera. Porque yo me sentía muy inferior ante esos hombres tan dotados. Revisaba asombrado las vergas tan fabulosas de algunos, admirando especialmente sus nalgas tan bien formadas y sus cojones que eran en algunos casos “pequeños y peludos, pegados al culo” como decían que debían ser los más poderosos sexualmente. Al medir yo un metro sesenta y dos centímetros, y sentirme mujer creía tener el cuerpo ideal para ser estrujada con cariño por uno de esos imponentes hombres que veía en las revistas y me estremecía pensando en ser acariciada por ellos. A veces me desnudaba en el baño y me miraba en el espejo, acariciándome, pellizcando mis pezones y sintiéndome una hembra

digna de ser sometida por uno de esos machos que se me entregaban en las revistas americanas. No puedo describir las maravillosas sensaciones que tenía en esos momentos al sentirme sumisa y débil, tan cerca de ellos, oliendo ese sudor, fuerte y ácido que goteaba por sus cuerpos y que acababa perdiéndose allí abajo, entre sus muslos.

Movido por esa ilusión de atraer a un hombre y someterme a él decidí hacerme muy femenina, convertirme en una hembra atractiva y guapa. Era muy importante usar cremas en mi piel para ser muy sensual y utilizar colonias adecuadas para llamar la atención de los machos. Por ello consideré muy importante quitar de mi cuerpo todo el vello posible. Como soy rubio y tengo una piel muy blanca, los pelos de mi cuerpo pasan bastante desapercibidos y son muy fáciles de eliminar con una buena rasuradora. Comencé afeitándome con jabón especial para evitar cualquier pequeño corte que delatase ese afeitado. Seguí después haciendo desaparecer el pelo de mis sobacos. Disfruté mucho llegando a mis pezones, porque los tengo muy bonitos. La areola es de color marrón claro y cada pezón en sí mismo es un regalo de los dioses. Cuando me los toco y me los acaricio con mimo, despacio y rotando mis dedos, creo que soy una mujercita que está siendo sobada por un macho. Mis pezones se ponen duros y crecen rectos cuando los manipulo. Por eso afeité con cuidado todo el espacio que les rodea y, una vez afeitado todo el torso, decidí tratarlos diariamente  con una crema suave que me recomendó mi madre. Me afeité después los brazos y las piernas, llegando a lo más difícil, el sexo. Porque mi sexo es realmente doble. Mi pene es pequeño, pero se pone duro cuando pienso en los hombres y mi culito se revoluciona por lo mismo. Mi intención, era resaltar en lo posible mis nalgas y esconder mi pequeño pene. Para ello, depilé totalmente mis sexos. Puse todo mi empeño en la depilación de mis piernas y nalgas, porque yo sabía que a los hombres les  atraen muchísimo los muslos y el culo de una mujer si son bonitos y están completamente limpios de cualquier vello. Trabajé con cuidado la depilación de mis huevos y sobre todo quise realzar la limpieza de mi agujero anal que, a partir de ahora, llamaré mi agujero mágico. Me miré en el espejo del baño y me gustó lo que vi, una chica bonita y limpia. Decidí que todos los días revisaría mi depilación y trataría mi cuerpo con las cremas adecuadas.

Los hombres guapos son generalmente muy altos. Su talla alta es precisamente una de las cosas que atraen a las mujeres, que gustan sentirse protegidas por sus cuerpos altos y fuertes. Yo pensaba lo mismo. Decidí, por tanto, no utilizar nunca zapatos de tacón alto y usar una especie de zapatos lisos como de bailarinas.

Cerca de mi casa vivía Enrique, un joven alto, fuerte, guapo y deportista que era el entrenador en un gimnasio de la barriada. Me gustaba mucho, me encantaba su manera de hablar, sus ojos negros y su barba recortada, que le daba un gran aspecto de macho dominador. Entré en el gimnasio para enterarme de los requisitos que necesitaba para ser admitido. El precio de su abono entraba dentro del dinero que yo podía utilizar para ir al cine, así que decidí cambiar cine por gimnasio y me inscribí en él. Estaba feliz. No podía ni dormir pensando en la oportunidad de coincidir con Enrique y verle a corta distancia ejercitándome en alguno de los aparatos. Compré un equipo de ropa muy ajustada a mi cuerpo, queriendo  demostrar mis iniciales curvas femeninas. La camiseta apretaba mis pezones, haciéndolos resaltar y mi pantaleta era solo lo suficiente para tapar mi pequeña polla. El efecto resultaba muy femenino y agradable, sobre todo gracias a mis movimientos, que yo trataba de hacer cada vez más suaves y femeninos.

Al cabo de unos días de entrenamiento a sus órdenes, me las arreglé para coincidir con él en las duchas. Estaba nerviosa y cada día me sentía más femenina. Yo estaba prácticamente depilada y el pelo que tengo en la cabeza es rubio. Al acercarme a la ducha metí mis manos por debajo de la camiseta y acaricié con fuerza mis pezones para hacerlos resaltar lo máximo posible. Esa caricia me puso tremendamente excitada. Me crucé con Enrique, que en ese momento se quitaba su camiseta y me emocioné al verle semidesnudo. Su tórax era perfecto, su estómago parecía una tabla de lavadora. Me hice el desentendido y pasé a su lado, aspirando su aroma de macho, fuerte y distinto, embriagador, que me puso terriblemente cachonda. Vi cómo se desnudaba delante de su cabina y por fin pude ver su espléndida polla, turgente aunque no erecta, grande y blanca, Sentí una gran emoción al ver su culito fuerte y varonil y corrí hacia mi ducha para evitar que se diera cuenta de mi interés por él.

Estaba tan excitada que mi pequeña polla se puso muy dura y, tan excitada estaba, que me la toqué con mis dedos enroscados y sentí un terrible orgasmo. Menos mal que puse inmediatamente la ducha a funcionar y todo quedó sin rastro de mi emotiva descarga de semen. Realmente fue la primera vez que me masturbé en mi vida como hombre conscientemente ante un espectáculo tan maravilloso.

Desde aquel día, mi cuerpo temblaba de emoción cada vez que veía a Enrique en el gimnasio. Miraba sus labios enérgicos cuando dictaba los ejercicios y me recorría una tremenda excitación cada vez que me miraba y aconsejaba los ejercicios que me correspondían. La primera vez que me tocó para corregirme un ejercicio casi me corro de emoción, sin que ni él mismo lo apreciara. No cabe duda, Enrique era un ser maravilloso y yo quería entregarme a él como una nena sumisa para darle a mi macho todo el placer que fuera posible.

A veces me preguntaba ¿por qué no he nacido mujer, si tengo debilidad por los hombres y me excito sólo de pensar en ellos? No quería masturbarme porque intuitivamente sabía que mi polla no estaba destinada a follármelos. Me tocaba el agujero mágico de mi culito y me metía dos y hasta  tres dedos pensando en que un macho metía su polla dentro de él y rozaba mi próstata, produciéndome delirios de placer. Sí, yo era una auténtica mujer interiormente y necesitaba el sexo de los hombres para sentirme realizada.

Busqué una ropa más ajustada a mi cuerpo para ir al gimnasio de un modo más provocativo, Compré una pantaleta rosa y una camiseta estrecha medio transparente, con la idea de enseñar el tamaño de mis pezones, que cada vez conseguía aumentarlos usando unos chupones que compré en un sexshop. Enrique me miraba un poco asombrado al ver que cada día acudía a su clase con diferentes atuendos, cada vez más femeninos. Vi que me miraba con unos ojos distintos, como si mi cuerpo le provocara un poco, o al menos yo imaginaba eso. Yo intentaba moverme al hacer los ejercicios de la manera más provocativa, como diciéndole “aquí me tienes, mi hombre, dispuesta a todo”.

Me di cuenta de que yo era uno de los máximos provocadores del gimnasio. Los alumnos realizaban sus ejercicios sobre el suelo o con ayuda de los aparatos para distinguirse en su habilidad o en la perfección de sus ejercicios, pero yo era el único que hacía los mismos ejercicios y aparatos para enseñar mi cuerpo y provocar a los machos con objeto de provocarles sexualmente. Para conseguir este fin conseguí especialmente esas camisetas variadas semitransparentes y elásticas que dibujaban con precisión  la atractiva forma sensual de mis erectos y provocativos pezones. No sé cómo explicarlo, pero mis movimientos eran cada vez más femeninos, sinuosos, en una palabra bellos, distinguiéndose de la fuerza explosiva de los demás.

Algunas veces me hacía el tonto y le pedía al profesor Enrique que me ayudara personalmente a colocar mis brazos o mis piernas debidamente en algunos ejercicios para lograr su contacto personal,  disfrutando de cerca su olor personal y las gotas de su espléndido cuerpo que cada día me volvían más loco. Cuando me tocaba mis venas se encendían y el ardor de que inundaba mi cuerpo no me permitía casi respirar.

LINDA

Historia de un transexual.

Capítulo 1

Mi amor por los hombres.

Me llamo Luis, y vivo con mi madre en un piso pequeño interior de un barrio periférico de Madrid. Desde pequeño he sentido una profunda admiración por el cuerpo de los hombres. Siempre me entusiasmé mirando los movimientos de los deportistas, la fuerza de sus músculos, el contorno fuerte y precioso de sus formas. Me entusiasmaba mirar a los hombres en las calles y los parques. Ahora, a mis dieciocho años, había descubierto que esta admiración se había convertido silenciosamente en una pasión. Quería ver el sexo de los hombres, necesitaba descubrir en los demás ese mágico miembro sexual que me atraía con tanta intensidad y sentirme pequeño y sumiso ante ellos. Tuve la ocasión de verlos en la duchas del ayuntamiento de mi barrio, donde los hombres se enjabonaban y paseaban desnudos sin ninguna preocupación, absolutamente desinhibidos ante los demás. Mi pene, de regular tamaño, se ponía duro cuando les veía pasar delante de mí y tenía que cubrirlo con  mis manos, muerto de vergüenza y oculto deseo.

Durante muchos años, al ser hijo único y habernos abandonado mi padre un año después de la boda, vivía con mi madre, como dije, en un pequeño piso en un barrio de los alrededores de Madrid. El piso era pequeño, pero confortable. Tenía dos dormitorios, un cuarto de baño y un saloncito con una mesa camilla donde comíamos y nos sentábamos a su alrededor para calentarnos si hacía frío porque teníamos un braserito eléctrico que nos calentaba mucho. Junto a la pared teníamos un pequeño aparato televisor de color. Debido a la  situación económica en que nos dejó mi padre, mi madre se empleó como asistenta en una farmacia y yo, acabada la escuela, tuve la suerte de ser contratado como vendedor de una editorial. Esa labor me permitió tener libertad de movimientos dentro de la ciudad y ganar lo suficiente para que los dos pudiésemos tener una vida digna.

Además de los libros que vendía personalmente, tuve la oportunidad de deleitarme con muchas fotos de hombres desnudos fotografiados en una revista americana que yo debía distribuir. A veces me encerraba en el baño para disfrutar de su lectura y apasionarme recorriendo con mis ojos aquellos sexos de machos imponentes, cuyas nalgas redondas y musculosas me hacían desfallecer. Durante muchos días me dediqué a esta apasionante tarea, pero un día decidí hacer realidad mi sueño, conocer personal y físicamente a un macho y entregarme a él como una chica sumisa y obediente.

La realidad es que yo soy un muchacho normal, con el pelo rubio y la piel muy blanca, de mediana estatura, ni guapo ni feo, pero con una cara que mi madre consideraba muy bonita.

-        ¡Tenías que haber sido una niña, guapa!- me decía de vez en cuando.

Y yo sonreía feliz porque me daba gusto ponerme interiormente en la situación de ser su hija y sentirme una joven hermosa, decididamente sumisa ante cualquier hombre que me quisiera. Porque yo me sentía muy inferior ante esos hombres tan dotados. Revisaba asombrado las vergas tan fabulosas de algunos, admirando especialmente sus nalgas tan bien formadas y sus cojones que eran en algunos casos “pequeños y peludos, pegados al culo” como decían que debían ser los más poderosos sexualmente. Al medir yo un metro sesenta y dos centímetros, y sentirme mujer creía tener el cuerpo ideal para ser estrujada con cariño por uno de esos imponentes hombres que veía en las revistas y me estremecía pensando en ser acariciada por ellos. A veces me desnudaba en el baño y me miraba en el espejo, acariciándome, pellizcando mis pezones y sintiéndome una hembra

digna de ser sometida por uno de esos machos que se me entregaban en las revistas americanas. No puedo describir las maravillosas sensaciones que tenía en esos momentos al sentirme sumisa y débil, tan cerca de ellos, oliendo ese sudor, fuerte y ácido que goteaba por sus cuerpos y que acababa perdiéndose allí abajo, entre sus muslos.

Movido por esa ilusión de atraer a un hombre y someterme a él decidí hacerme muy femenina, convertirme en una hembra atractiva y guapa. Era muy importante usar cremas en mi piel para ser muy sensual y utilizar colonias adecuadas para llamar la atención de los machos. Por ello consideré muy importante quitar de mi cuerpo todo el vello posible. Como soy rubio y tengo una piel muy blanca, los pelos de mi cuerpo pasan bastante desapercibidos y son muy fáciles de eliminar con una buena rasuradora. Comencé afeitándome con jabón especial para evitar cualquier pequeño corte que delatase ese afeitado. Seguí después haciendo desaparecer el pelo de mis sobacos. Disfruté mucho llegando a mis pezones, porque los tengo muy bonitos. La areola es de color marrón claro y cada pezón en sí mismo es un regalo de los dioses. Cuando me los toco y me los acaricio con mimo, despacio y rotando mis dedos, creo que soy una mujercita que está siendo sobada por un macho. Mis pezones se ponen duros y crecen rectos cuando los manipulo. Por eso afeité con cuidado todo el espacio que les rodea y, una vez afeitado todo el torso, decidí tratarlos diariamente  con una crema suave que me recomendó mi madre. Me afeité después los brazos y las piernas, llegando a lo más difícil, el sexo. Porque mi sexo es realmente doble. Mi pene es pequeño, pero se pone duro cuando pienso en los hombres y mi culito se revoluciona por lo mismo. Mi intención, era resaltar en lo posible mis nalgas y esconder mi pequeño pene. Para ello, depilé totalmente mis sexos. Puse todo mi empeño en la depilación de mis piernas y nalgas, porque yo sabía que a los hombres les  atraen muchísimo los muslos y el culo de una mujer si son bonitos y están completamente limpios de cualquier vello. Trabajé con cuidado la depilación de mis huevos y sobre todo quise realzar la limpieza de mi agujero anal que, a partir de ahora, llamaré mi agujero mágico. Me miré en el espejo del baño y me gustó lo que vi, una chica bonita y limpia. Decidí que todos los días revisaría mi depilación y trataría mi cuerpo con las cremas adecuadas.

Los hombres guapos son generalmente muy altos. Su talla alta es precisamente una de las cosas que atraen a las mujeres, que gustan sentirse protegidas por sus cuerpos altos y fuertes. Yo pensaba lo mismo. Decidí, por tanto, no utilizar nunca zapatos de tacón alto y usar una especie de zapatos lisos como de bailarinas.

Cerca de mi casa vivía Enrique, un joven alto, fuerte, guapo y deportista que era el entrenador en un gimnasio de la barriada. Me gustaba mucho, me encantaba su manera de hablar, sus ojos negros y su barba recortada, que le daba un gran aspecto de macho dominador. Entré en el gimnasio para enterarme de los requisitos que necesitaba para ser admitido. El precio de su abono entraba dentro del dinero que yo podía utilizar para ir al cine, así que decidí cambiar cine por gimnasio y me inscribí en él. Estaba feliz. No podía ni dormir pensando en la oportunidad de coincidir con Enrique y verle a corta distancia ejercitándome en alguno de los aparatos. Compré un equipo de ropa muy ajustada a mi cuerpo, queriendo  demostrar mis iniciales curvas femeninas. La camiseta apretaba mis pezones, haciéndolos resaltar y mi pantaleta era solo lo suficiente para tapar mi pequeña polla. El efecto resultaba muy femenino y agradable, sobre todo gracias a mis movimientos, que yo trataba de hacer cada vez más suaves y femeninos.

Al cabo de unos días de entrenamiento a sus órdenes, me las arreglé para coincidir con él en las duchas. Estaba nerviosa y cada día me sentía más femenina. Yo estaba prácticamente depilada y el pelo que tengo en la cabeza es rubio. Al acercarme a la ducha metí mis manos por debajo de la camiseta y acaricié con fuerza mis pezones para hacerlos resaltar lo máximo posible. Esa caricia me puso tremendamente excitada. Me crucé con Enrique, que en ese momento se quitaba su camiseta y me emocioné al verle semidesnudo. Su tórax era perfecto, su estómago parecía una tabla de lavadora. Me hice el desentendido y pasé a su lado, aspirando su aroma de macho, fuerte y distinto, embriagador, que me puso terriblemente cachonda. Vi cómo se desnudaba delante de su cabina y por fin pude ver su espléndida polla, turgente aunque no erecta, grande y blanca, Sentí una gran emoción al ver su culito fuerte y varonil y corrí hacia mi ducha para evitar que se diera cuenta de mi interés por él.

Estaba tan excitada que mi pequeña polla se puso muy dura y, tan excitada estaba, que me la toqué con mis dedos enroscados y sentí un terrible orgasmo. Menos mal que puse inmediatamente la ducha a funcionar y todo quedó sin rastro de mi emotiva descarga de semen. Realmente fue la primera vez que me masturbé en mi vida como hombre conscientemente ante un espectáculo tan maravilloso.

Desde aquel día, mi cuerpo temblaba de emoción cada vez que veía a Enrique en el gimnasio. Miraba sus labios enérgicos cuando dictaba los ejercicios y me recorría una tremenda excitación cada vez que me miraba y aconsejaba los ejercicios que me correspondían. La primera vez que me tocó para corregirme un ejercicio casi me corro de emoción, sin que ni él mismo lo apreciara. No cabe duda, Enrique era un ser maravilloso y yo quería entregarme a él como una nena sumisa para darle a mi macho todo el placer que fuera posible.

A veces me preguntaba ¿por qué no he nacido mujer, si tengo debilidad por los hombres y me excito sólo de pensar en ellos? No quería masturbarme porque intuitivamente sabía que mi polla no estaba destinada a follármelos. Me tocaba el agujero mágico de mi culito y me metía dos y hasta  tres dedos pensando en que un macho metía su polla dentro de él y rozaba mi próstata, produciéndome delirios de placer. Sí, yo era una auténtica mujer interiormente y necesitaba el sexo de los hombres para sentirme realizada.

Busqué una ropa más ajustada a mi cuerpo para ir al gimnasio de un modo más provocativo, Compré una pantaleta rosa y una camiseta estrecha medio transparente, con la idea de enseñar el tamaño de mis pezones, que cada vez conseguía aumentarlos usando unos chupones que compré en un sexshop. Enrique me miraba un poco asombrado al ver que cada día acudía a su clase con diferentes atuendos, cada vez más femeninos. Vi que me miraba con unos ojos distintos, como si mi cuerpo le provocara un poco, o al menos yo imaginaba eso. Yo intentaba moverme al hacer los ejercicios de la manera más provocativa, como diciéndole “aquí me tienes, mi hombre, dispuesta a todo”.

Me di cuenta de que yo era uno de los máximos provocadores del gimnasio. Los alumnos realizaban sus ejercicios sobre el suelo o con ayuda de los aparatos para distinguirse en su habilidad o en la perfección de sus ejercicios, pero yo era el único que hacía los mismos ejercicios y aparatos para enseñar mi cuerpo y provocar a los machos con objeto de provocarles sexualmente. Para conseguir este fin conseguí especialmente esas camisetas variadas semitransparentes y elásticas que dibujaban con precisión  la atractiva forma sensual de mis erectos y provocativos pezones. No sé cómo explicarlo, pero mis movimientos eran cada vez más femeninos, sinuosos, en una palabra bellos, distinguiéndose de la fuerza explosiva de los demás.

Algunas veces me hacía el tonto y le pedía al profesor Enrique que me ayudara personalmente a colocar mis brazos o mis piernas debidamente en algunos ejercicios para lograr su contacto personal,  disfrutando de cerca su olor personal y las gotas de su espléndido cuerpo que cada día me volvían más loco. Cuando me tocaba mis venas se encendían y el ardor de que inundaba mi cuerpo no me permitía casi respirar.