Lidia: Quiero a jugar a un juego

-Hola Lidia, quiero jugar a un juego -dijo una voz a su espalda. -¿En serio?¿Habéis montado un pasadizo del terror? Una mano grande y fuerte la agarró por la nuca y la empujó con tanta fuerza que su cuerpo dio de bruces contra la pared. -Te he dicho que quiero jugar a un juego y voy a jugarlo [Trío]

-¡Ni de coña! ¿Me oyes bien? ¡Ni de puta coña! - gritó Lidia, por enésima vez esa semana.

-Venga, no seas así… si sabes que lo pasaremos bien – suplicó Jaime, sin tener muy claro porqué se empeñaba en seguir insistiendo.

-¡He dicho que no y es que no! – volvió a exclamar ella.

-Te lo compensaré, de verdad… - trató de tentarla el chico.

-Ni con todo el oro del mundo me lo podrías compensar – terminó Lidia tajante, antes de salir de la habitación dando un portazo.

Jaime suspiró.

La relación entre Lidia y Jaime solía ser así, impetuosa, intensa, irregular. Y sin embargo, se adoraban.

Se habían conocido dos años atrás en un festival. Él iba con sus amigos y ella había perdido a las suyas. A pesar de su nada desdeñable diferencia de edad, se habían sentido atraídos desde el mismo instante en que sus miradas se encontraron; ese había sido el momento más romántico de toda su relación.

Jaime actualmente rozaba la treintena y a pesar de su juventud, a menudo se sentía mayor y cansado al lado de esa pelirroja de ojos verdes que le consumía toda la energía de la que disponía, y un poco más. Cuando se miraba al espejo le costaba ver a ese chico atlético que le había acompañado desde el instituto: solo veía a un hombre agotado, con ojeras, barba morena desaliñada y pelo eternamente revuelto. Los ojos marrones que en otros momentos de su vida habían brillado con ilusión ahora lucían cansados y opacos, especialmente cuando se miraba la zona abdominal, donde la tableta de chocolate había ido mutando a algo parecido a una barriga cervecera.

Lidia acababa de cumplir los veinte, y si algo destacaba de ella, además del fuego de su melenita y el verde de sus ojos vivaces, eran sus curvas. No era una chica muy alta, de hecho, no alcanzaba el metro sesenta, pero lo compensaba con una voluptuosidad digna de mención; pues no era fácil encontrar a otra igual, salvo en antiguas revistas de los años 50. Una auténtica chica pin-up.

Jaime puso los pies en el suelo, deseando que el día siguiera con mejor pie del que había empezado, aunque normalmente, la primera conversación de la mañana solía marcar el resto de la jornada.

Cuando llegó a la cocina descubrió que Lidia ya se había ido y el único rastro que quedaba de su presencia en la casa era un “ me he ido a ver a mi hermana, no me llames, no me mandes whatsapps, no quiero saber nada hasta la noche ”. Bueno, lo de siempre, Jaime supuso que había reciclado una nota anterior.

Volvió a suspirar.

Aunque no vivían juntos oficialmente, Lidia pasaba más tiempo en su casa que en la de sus padres, especialmente en los meses de verano, cuando no tenía que preocuparse por las clases.

Puso una cápsula en la Nespresso y se sirvió un par de magdalenas de la despensa. Esperó a que se llenara la taza de un expreso bien cargado, se lo bebió de un par de tragos abrasadores, y se fue al trabajo, abandonando las magdalenas sobre la encimera de la cocina.

Seguían allí cuando Lidia llegó a casa a las siete de la tarde.

Abrió la puerta con cuidado y se fue directa a poner una pizza en el horno. Sonrió al ver que su novio solo había tomado un café, pues eso le sumaba una victoria más.

Había estado reflexionando todo el día acerca de la petición que le había hecho Jaime. No era algo tan descabellado. De hecho, era una tontería enorme, pero Lidia sabía que tenía que imponerse, que no podía ser que Jaime hiciera siempre lo que quisiera sin tenerla en cuenta. Además, ella también tenía una petición que hacerle.

Se puso un delantal blanco sobre la falda de su vestido rojo y se dejó los altos tacones a juego, de charol. Se miró en la puerta del horno, se retocó el pintalabios y se atusó el pelo. Sonrió al verse perfecta.

Jaime llegó, arrastrando los pies, cansado tras un duro día en el trabajo. Metió la llave en la cerradura y volvió a suspirar antes de girarla, esperando encontrar a Lidia de mejor humor de lo que estaba esa mañana. Se obligó a fingir una sonrisa.

Al oír la puerta la chica corrió tan deprisa como le permitieron sus tacones y le mostró su más amplia sonrisa, justo antes de colgársele al cuello.

-¡Qué bien que ya estés en casa, mi amor! – dijo, y le dio un largo beso en los labios – He preparado la cena ¿te apetece que cenemos juntos?

-C-Claro – respondió él, sorprendido por el recibimiento.

-Está bien, cielo, pues quítate los zapatos y ponte cómodo, ahora mismo la sirvo en el salón.

A Jaime las situaciones que vivía con Lidia le parecían, a menudo, de lo más surrealista. Era una bomba de relojería, y nunca sabía cuál era la mejor manera de afrontar las cosas. Había decidido, mucho tiempo atrás, que iba a vivir cada momento como si fuese único, pero el llevarlo a la práctica era algo ligeramente más complicado.

Se desvistió, se puso un pantalón de deporte corto y una camiseta blanca, y bajó al salón, donde Lidia le esperaba junto a la mesa, que había decorado con velas, y una pizza precocinada recién salida del horno.

-Espero que te guste, la he hecho con todo mi amor.

Él simplemente sonrió, omitiendo el mordaz comentario que cruzó su mente “ nuestra relación está tan helada como esta pizza antes de que la metieras en el horno” , se acercó a la mesa, apartó la silla para que se sentara Lidia, y después se sentó él.

-¿Cómo te ha ido hoy en el trabajo, cariño? – preguntó ella, llevándose el tenedor con el que había pinchado una mini porción de pizza, a la boca.

-Bien, bien, como siempre – él cogió un trozo directamente con las manos y lo engulló en menos de lo que se tarda en parpadear.

-Veo que vienes con hambre, eso me alegra – sonrió Lidia.

Jaime se frenó un poco, esa sonrisa no presagiaba nada bueno.

-Bueno… sí, un poco, la verdad.

-Pues come tranquilo, mi amor, que yo he merendado en casa de mi hermana – siguió ella, con un ligero tono de reproche en la voz.

-Es verdad… ¿Cómo está? ¿Y los niños? – preguntó Jaime, a quien se le había olvidado por completo preguntarle a su novia por la que sin duda era su mejor amiga y asesora de pareja. Le caía fatal.

-Pues… te manda recuerdos – contestó ella, comiéndose otro trocito de pizza – y los niños me han preguntado a ver cuándo piensas ir a verles, que hace mucho que no ven a su tío favorito – otra vez esa vocecita de reproche.

-Ya… es que, bueno… - se intentó excusar él - con el trabajo y todo… - la verdad era que odiaba a la arpía de su cuñada. Vivía en la zona rica de la ciudad después de un beneficioso divorcio express a los tres meses de casada; los niños ni siquiera eran del exmarido.

-¡Oh, ahora que lo pienso! – exclamó Lidia como si realmente se le hubiese ocurrido de repente, a pesar de llevar horas maquinando la maniobra - Este fin de semana parece que lo tenemos bastante libre ¿no?

-Pero el sábado…

-En serio, cariño ¿cuántas veces tengo que decir que no? – se sulfuró la chica.

-Ya, si ya sé que no quieres ir, pero yo… - se sentía atrapado – Bueno, el caso es que… no voy a obligarte…

La pelirroja no dijo nada, se limitó a masticar lo que tenía en la boca y arquear las cejas.

-He pensado que podría ir yo… ya sabes, sin ti.

Lidia tomó aire un par de veces.

-¿Quieres ir sin mí? – preguntó, ofendida.

-Bueno… es que… los 30 años sólo se cumplen una vez en la vida y Álex es mi mejor amigo.

-¿Eres consciente de lo mucho que me odia el estúpido de tu puto mejor amigo? – Lidia, cuando se enfadaba, era una máquina expendedora de insultos.

-¡Ya estamos otra vez! – se exasperó Jaime.

-¡Me puto odia desde el puto día en que nos conocimos! – gritó ella, fuera de sí.

-No te odia, es solo que…

-¿¡Que no me odia!? – tomó aire - ¿¡Que no me odia!? – repitió - ¡Ni siquiera me dirige la palabra, el muy gilipollas! – respiró de nuevo.

-Pues te ha invitado a su cumpleaños… - agachó la cabeza y la miró desde abajo – y yo le dije que íbamos a ir.

-¡Ese! ¡Ese es tu puto problema, que te crees con el derecho de tomar decisiones por mí! – Lidia se levantó de repente, tirando la silla al suelo.

-Ya te he pedido disculpas, Lidia – trató de razonar él – No sabía que te caía tan mal – tomó aire – pero no puedes impedirme a mí que vaya, es mi mejor amigo, y voy a ir quieras o no.

Ella lo miró ofendida, se dio la vuelta, y se dirigió a la habitación.

Jaime miró la pizza con una mezcla de hambre y pena. Suspiró por millonésima vez aquel día, y se dirigió, cabizbajo, a la habitación.

Llamó a la puerta y entró.

Lidia estaba sentada en la cama, con los puños apretados sobre las rodillas, respirando aceleradamente y conteniendo las lágrimas.

-Por favor, no te pongas así… - susurró él, sentándose a su lado.

-Déjame, por favor – dijo ella, rabiosa.

-No, no te voy a dejar, quiero que lo hablemos – le pasó el brazo por los hombros – que lleguemos a un acuerdo.

La chica tomó aire un par de veces más, le miró a los ojos y apretó los labios.

-Está bien, iré a esa puta fiesta de mierda, porque para ti es importante – hizo una pausa – pero cuando tengas vacaciones, nos iremos a casa de mi hermana, con mis sobrinos, y pasaremos unos días allí – y añadió - y no es una petición.

Lo último que quería Jaime era pasar unos días con la estúpida de su cuñada, pero Álex… Álex era su colega de toda la vida, y para Lidia era importante que él hiciera ese esfuerzo.

-Está bien, pasaremos unos días en familia en casa de tu hermana – accedió.

La expresión de Lidia cambió, sonrió, y le abrazó con fuerza.

Él le rodeó la cintura, y acercó sus labios a los de esa pelirroja que le había vuelto loco desde el mismo instante en que apareció en su vida.

Ella le devolvió el beso, con fogosidad. Le lamió el labio inferior y se lo mordió juguetona. Jaime coló su lengua en la boquita de fresa de su chica, y la atrajo hacia él. Lidia sonrió en el beso, y se apartó despacio.

-Bueno, entonces tenemos un acuerdo – le tendió la mano, para sellar el trato.

Él la miró desconcertado, y se la tomó.

-Trato hecho – tiró de la mano que le ofrecía justo después de encajarla, y se la puso sobre el muslo, muy cerca del bulto que había empezado a formarse dentro de su pantalón después del beso.

Ella lo miró divertida.

-Se va a enfriar la pizza – dijo, bajando la mano por el interior de la pierna de Jaime, apartándola de la zona de peligro.

-Me da igual la pizza, ahora mismo – él volvió a cogerle la mano, y la puso directamente sobre su erección, más explícito no podía ser.

-¡Te la he hecho con todo mi cariño! – se indignó ella, apartando la mano.

-Joder, Lidia, en serio que flipo contigo – se quejó Jaime.

-Pues flipa lo que te dé la gana – contestó la chica – me voy a dormir, buenas noches.

Se levantó, cogió su camisón de debajo de la almohada, y se fue al cuarto de baño a cambiarse, desmaquillarse, lavarse los dientes… y todo el ritual que hacía cada noche antes de irse a dormir.

Jaime se quedó en la cama, sentado, descolocado, empalmado y cabreado.

Se la sacó del pantalón y empezó a acariciarse despacio, intentando calmarse, aunque le resultaba imposible.

Escuchaba a su novia en el baño, y pensaba en ese cuerpo precioso que ocultaba tras la ropa cincuentera que solía llevar; esos pechos enormes y redondos de aureolas grandes y rosadas y los pezones duros, la cintura delgada y la tripa carnosa, las caderas anchas y un culo respingón, suave, que invitaba a ser azotado. Cuánto más lo pensaba, más rápida y furiosa se volvía la paja que se estaba haciendo y lo único que esperaba era que cuando ella abriera la puerta de nuevo para entrar al dormitorio, le cayera toda la lefa encima, así al menos habrían tenido algo de contacto sexual en las últimas semanas.

Pero no tuvo suerte.

La corrida le embadurnó la camiseta, que utilizó para limpiarse después. La tiró al lado de la cama donde solía dormir Lidia y se fue a acabarse la pizza, que después de todo, iba a ser lo único caliente que comería esa noche.

*

El sábado a última hora de la tarde Jaime estaba de los nervios.

Lidia llevaba encerrada en el cuarto de baño unas tres horas, y habían pasado dos desde que había dejado de escuchar correr el agua de la ducha.

-¿Estás ya? – gritó por enésima vez, exasperado, desde el otro lado de la puerta.

-¡Casi!

Se miró de reojo en el espejo, con sus vaqueros desgastados y su camiseta blanca, volvía a parecer el joven rebelde de su adolescencia. Lástima que el tipo del reflejo pareciera tan cansado.

Se giró al oír la puerta abrirse y boqueó como un pez fuera del agua al ver a su novia.

-¡Wow! Estás preciosa…

-No, cariño – dijo Lidia, con voz melosa – Soy preciosa.

Llevaba la melenita pelirroja recogida en un moño alto, con algunos bucles de pelo rizado escapando cerca de la frente. El vestido negro de corte pin-up, con la espalda destapada, anudado al cuello y con escote corazón, no dejaba demasiado a la imaginación, pues esos pechos grandes y apretados se antojaban deliciosos. Llevaba unas medias que morían a medio muslo, con un liguero de encaje negro y rojo que se entreveía en el can-can del vestido y unos zapatos de tacón altísimos, que le hacían ganar por lo menos 15 centímetros a tan bajito cuerpecito. Se había maquillado párpados y pestañas de un color oscuro, de modo que era imposible dejar de mirar esos ojos verdes y preciosos, las mejillas sonrojadas, y los labios de un carmín intenso brillante que invitaban a comérselos.

Le sonrió.

-¿Te gusta, entonces?

-Bfff – suspiró Jaime, acercándose a ella, mordiéndose el labio – te follaría ahora mismo – le puso las manos en la cintura, sujetándola fuerte, para que no escapara.

-Con lo que me ha costado arreglarme… - susurró ella – Venga, que tenemos que irnos.

Jaime la atrajo hacia él y se dispuso a besarla, pero ella se apartó.

-He dicho que nos vamos – cogió un bolsito diminuto que había dejado sobre la cama - llevas dos semanas suplicándome y tres horas llamando a la puerta.

-Joder, Lidia ¿tienes que ponérmelo siempre tan difícil? – dijo Jaime poniendo los ojos en blanco.

Ella le miró arqueando la ceja.

-O nos vamos o nos quedamos, elige.

Él miró a la cama, sopesando las opciones que tenía.

-Cuando volvamos podré… - empezó a decir Jaime.

-Sí, cuando volvamos, si no es muy tarde y todo ha ido bien, follaremos – dijo ella, condescendiente.

Él sonrió ante lo que parecía una pequeña victoria, se conformó.

-Entonces, vamos.

Después de un corto trayecto en coche, llegaron a casa de Álex.

Lidia se había dado cuenta de la enorme erección que intentaba esconder bajo los pantalones su novio, y como la iba mirando de vez en cuando, aprovechando para acariciarle el muslo cuando tenía que cambiar de marcha.

Jaime llamó al timbre de una casa unifamiliar, de la cual salía música altísima y voces en grito.

Fue el anfitrión quien abrió la puerta.

Álex era alto y fuerte, mulato, con los ojos ámbar y barba oscura. Tenía el pelo largo y negro recogido en una coleta baja, y vestía unos vaqueros y una camisa con los primeros botones ya desabrochados, probablemente por el calor que emanaba esa casa.

-¡Tío, por fin llegas! – exclamó al ver a Jaime, acercándose a él para abrazarle y darle unos golpecitos en la espalda – Ya pensaba que no vendrías…

-¿Cómo no iba a venir, tío? – dijo Jaime, devolviéndole efusivamente el abrazo - ¡No vas a cumplir 30 años cada día, felicidades!

-Gracias tío, gracias, ya me voy haciendo mayor… - se quejó, medio en broma, medio en serio.

-Pues cuando llegues a los 35, ya me cuentas… - murmuró un agotadísimo Jaime.

-¡Estás estupendo, si fuéramos gays, te juro que te enculaba ahora mismo! – bromeó el otro.

Ambos rieron.

-Felicidades… – susurró Lidia, que hasta ahora no había abierto la boca.

-Gracias – dijo Álex educadamente, mirándola de soslayo.

Por momentos, la situación se volvió tensa, hasta que Jaime cortó el hielo.

-Bueno… ¿Podemos pasar, o vamos a celebrar la fiesta en el jardín?

Álex rio y se apartó para que pudieran pasar.

Entraron, Lidia a la zaga, agarrada al brazo de Jaime, como si hubiera perdido su altanería.

-¿Ves? – le susurró – me odia.

-No te odia, es solo que no sabe muy bien como relacionarse con chicas – Jaime disculpó a su amigo – ¿te traigo algo de beber?

-Sí, un licor 43 con lima, si puede ser – respondió ella, recuperándose un poco.

-Vale, voy a ver qué encuentro.

Se fue, y la dejó en un rincón del salón.

La casa de Álex era enorme, con dos pisos y sótano. Sus padres habían amasado una pequeña fortuna gracias a la importación y exportación de productos alimentarios considerados exóticos, y habían decidido dejarle la casa a su único hijo, antes de mudarse a una más grande en la zona rica de la ciudad.

Había mucha gente, mucha más de la que era de esperar en la pequeña ciudad en la que vivían. Lidia no conocía a nadie, todos parecían mucho mayores que ella y, además, eran amigos de Álex, con lo que no podían ser muy agradables.

-Toma, mi amor, tu copa – le dijo Jaime al volver, tendiéndole la bebida.

-Gracias – contestó ella, tomándola y dándole un traguito, chupando con delicadeza la pajita.

Bailaron un buen rato, hasta que a Lidia empezaron a dolerle los pies. Se sentó en el sofá, con la tercera o cuarta bebida en su mano, las piernas cruzadas dejando ver sus muslos y el liguero.

Jaime se había puesto bastante insoportable después de la sexta copa, especialmente después del último baile agarrado, y ella lo mandó a pasarlo bien con sus amigos mientras lo miraba de lejos con actitud desaprobadora.

Pudo ver, a lo lejos, como Álex la miraba con esa misma actitud y bajó la cabeza, concentrándose repentinamente en lo que parecía una mancha en la mesita de café.

-¿Te aburres? – le preguntó una desconocida voz masculina.

Levantó la mirada y sonrió.

-Un poco, la verdad.

-Toma – el chico le cogió la mano y pudo notar como le pasaba un papel – me han dicho que te dé esto.

El chico se levantó y desapareció entre la gente que aún bailaba. Ella se miró la mano y desdobló el papel y leyó la nota manuscrita “Reúnete conmigo. Segundo piso. Primera puerta a la izquierda.”

Levantó la mirada, sin saber muy bien qué hacer.

Vio a lo lejos a Jaime, bebiendo la que sería la décimo-tercera cerveza de la noche, a Álex, animándole a no dejar de beber, y al resto de la pandilla regular de su chico intentado ligar con desconocidas que, desde luego, no eran sus novias.

Puso los ojos en blanco y volvió a mirar la nota.

El alcohol estaba empezando a hacer su efecto y decidió hacerle caso a esa vocecilla en su mente que decía “Ve, ¿Qué te puede pasar?”

Se levantó, cruzó la estancia y se dirigió al piso superior, intentando no tropezar con los escalones de esa casa desconocida. Alguien subió corriendo, así que por unos segundos se tambaleó sobre los tacones y se agarró a la barandilla para no caer.

Recuperó el paso y la dignidad y alcanzó el descansillo. Después se miró las manos, sin saber muy bien cuál era la derecha y cuál la izquierda. Levantó los pulgares y los índices de ambas manos, y siguió la que dibujaba una “L”. Abrió la primera puerta y entró.

La habitación estaba completamente a oscuras, salvo por la luz que entraba tras ella. Vio su sombra recortada en el suelo y parpadeó al ver la de alguien más justo antes de que la puerta se cerrara de golpe. Oyó que alguien cerraba con llave.

-¿Q-q-quién eres? ¿Q-q-qué quieres? – susurró ella, nerviosa.

-Hola, Lidia, quiero jugar a un juego… -dijo una voz masculina a su espalda.

Recordó la mítica frase de la famosísima saga de películas “Saw” y se echó a reír.

-¿En serio? – dijo con voz aguda, incrédula - ¿Habéis montado un pasadizo del terror?

Una mano grande y fuerte la agarró por la nuca y la empujó con tanta fuerza que su cuerpo dio de bruces contra una pared. Lidia se quejó.

-¿Qué haces, gilipollas? – gritó, enfadada.

-Te he dicho que quiero jugar a un juego y voy a jugarlo – respondió la voz.

La sombra chasqueó los dedos y en la esquina opuesta de la estancia parpadeó la luz tenue de una lamparita de noche, justo antes de encenderse, como única e insuficiente iluminación.

Se encontraba en lo que parecía un dormitorio estilo Luis XV. Era amplio, probablemente luminoso durante el día, aunque ahora estaba prácticamente a oscuras, con una enorme cama que no se parecía a nada que Lidia hubiese visto antes. En un recodo estaban dispuestos, a modo de salita, un diván, dos sillones y una mesita baja. Lidia pudo adivinar una sombra sentada en uno de los sillones, mirando directamente hacia ella.

El que tenía detrás volvió a cogerla de la nuca y le apretó la cabeza contra la pared.

-¡Ah! – se quejó - ¡Suéltame cabrón! ¡Me haces daño!

Sintió como se aligeraba la fuerza ejercida en su cuello, notó como le desanudaba el cuello del vestido mientras, al mismo tiempo le rodeaba la cintura con la otra mano.

-Ven aquí – le susurró la voz, grave y ronca, justo antes de morderle el lóbulo de la oreja – no sabes cuánto tiempo he esperado esto.

El hombre la aprisionó entre su cuerpo y la pared y empezó a rozarse contra su culo, subiéndole el vestido y dejándole los muslos desnudos. Lidia intentó zafarse, pero solo consiguió que el otro se le pegara con más fuerza.

Subió las manos por la cintura de la chica, hasta el escote del vestido, y sin ningún tipo de miramiento, se lo bajó, llevándose también el sujetador y liberando sus grandes pechos.

Ella se llevó las manos al escote, intentando cubrirse, pero él las apartó de un manotazo y las agarró fuerte, sintiendo como los pezones se endurecían entre sus dedos.

Lidia gimió por el dolor, se quejó y se movió, pero solo consiguió sentir en sus nalgas un bulto duro y oír un gruñido de placer muy cerca de su oído.

-Mmm… te voy a follar como nunca te han follado, zorra.

Esas manos grandes le apretaron aún más los pechos. Sintió cómo los amasaba, cómo pellizcaba los pezones, ya duros, cómo los retorcía.

El hombre quitó una de las manos y se la llevó al pantalón, y aunque ella intentó de nuevo huir, él la mantuvo contra la pared. Se desabrochó el pantalón y lo dejó caer hasta los tobillos, segundos después le acompañó el bóxer negro. Se agarró la polla y la colocó entre las nalgas, cubiertas por un culotte de encaje negro y empezó a presionar, jadeando al sentir como las carnosas nalgas de esa culona la apretaban.

Lidia empezó a llorar, a suplicar que la dejara en paz. Bajó las manos para recolocarse el vestido y apretó fuerte las piernas para evitar que entrara más, pero eso solo excitó más al hombre, que la cogió de las caderas y empezó a empujarla contra la pared, follándose sus nalgas sin llegar a meterla.

Hasta ese momento, la sombra que había estado sentada en un sillón de la habitación mirando la escena se había mantenido en silencio y completamente inmóvil, pero había decidido que era el momento de actuar.

Se acercó a ellos y tomó a Lidia de las muñecas, haciendo que perdiera el equilibrio debido a las acometidas del otro hombre.

Ella se sintió como una muñeca sin capacidad de decisión sobre su propio cuerpo. El primer hombre gruñía, completamente apoyado en su espalda, mientras la sombra que se había unido en segundo lugar se colocaba entre ella y la pared. Usó las manos de Lidia para bajarse el pantalón y el bóxer, y le tomó el pelo con fuerza para obligarla a bajar la cabeza.

-Me la vas a chupar ¿verdad? – dijo una voz conocida, a pesar de que no la pudo ubicar, debido al alcohol, a la oscuridad y a la ansiedad.

Lidia levantó la cabeza, pero él la obligó a bajarla, hacia esa polla dura e hinchada que apuntaba al techo. Ella desvió la mirada rápidamente.

El que quería que se la chupara cogió su manita, la abrió, y la colocó alrededor de ese tronco, para después subirla y bajarla en algo parecido a una paja. Con la otra mano presionó su cabeza hasta que sintió el glande húmedo y pringoso contra esos labios pintados de carmín.

El primer hombre se apartó unos segundos de su cuerpo, se arrodilló detrás de ella y le mordió las nalgas. Las azotó para que las levantara, y le abrió las piernas en esa incómoda postura. Sin apartarle el culotte, empezó a lamer entre las nalgas y más abajo, a ese coño que se le antojaba delicioso.

Ella gimió con disgusto, momento en que el segundo aprovechó para meter el glande entre sus labios.

-Como se te ocurra morderla… -dijo, en una amenaza, jadeando, empujando y sintiendo los cerrados dientes de Lidia.

El otro le acarició la rajita, colándole el culotte entre los labios gorditos, mientras metía la lengua y humedecía tanto la ropa interior como esa delicia de coñito que tenía la pelirroja.

Lidia volvió a gemir, suavemente, al sentir como esa lengua se acercaba peligrosamente a su clítoris, y la polla que tenía en la boca se coló entre sus dientes. La sintió babeando en el paladar, salada, espesa. Él le apretó la cabeza, metiéndole la polla prácticamente en la garganta, provocándole una arcada. Se la sacó para que respirara y volvió a meterla, aprovechando esos segundos de despiste de la pelirroja.

El otro hombre empezó a jugar con el culotte, lo apartó ligeramente y empezó a colar un dedo en ese coño apretado. Lidia arqueó la espalda, mientras escapaba una lágrima del verde de sus ojos, que el otro le enjugó con el dedo.

-Uff… Lidia, cómo me pones – susurró el de la voz conocida, penetrándole la boca sin compasión – no sabes lo que he soñado con esto, puta.

Ella se rindió, impotente, mientras el otro le introducía un segundo dedo y le comía el coño, pasando esa lengua rasposa por toda su rajita y parándose a succionar el clítoris y los labios.

-Tío, me la quiero follar – le dijo el primer hombre, al segundo.

-Espera, quiero llenarle esa bocaza de leche – le dijo el otro, aumentando el ritmo, presionando más esa boquita caliente que le rodeaba la polla – vamos, chúpala Lidia, quiero correrme en tu boca.

El primer hombre sacó los dedos del interior de Lidia, y escupió en su culo, donde los dirigió después, dispuesto a dilatarlo.

Lidia se asustó al sentir ese dedo y empezó a chupar, con la esperanza de evitar, así, que le rompieran el culo.

Llevó sus manitas a los huevos del hombre que tenía delante y empezó a masajearlos mientras subía y bajaba la lengua por ese tronco duro y venoso que tenía entre los labios. La sacó succionando de la base al glande y la polla escupió un líquido preseminal espeso. Lo tragó y la siguió chupando.

Los jadeos de la segunda sombra se hicieron más intensos y seguidos, volvió a presionarle la cabeza y se corrió en la boca de la pelirroja, soltando la densa leche que había estado guardando para ella.

-Trágatela, zorrita – le dijo, tirándole del pelo y acariciándola después.

Ella obedeció.

No tuvo tiempo de recuperarse, pues el que le había comido el coño le estaba quitando el culotte sin ningún cuidado. Se lo dejó quitar entre quejidos lastimeros, cansada de oponer resistencia.

La tiró contra la pared con violencia y le restregó la polla con intensidad. Se apoyó en su espalda y con un solo golpe le atravesó los labios y se la metió hasta la mitad. Ella gritó de dolor, él empujó de nuevo y entró entera. La empezó a montar salvajemente, mientras ella lloraba y gemía lastimosamente.

El otro se apoyó en la pared, retomando el aliento, acariciándose la polla con intención de volver a la carga en cuanto recuperara la erección.

Lidia se mordió los labios, intentando no gritar, no gemir, no sentir. Giró la cabeza y en un leve atisbo de luz pudo ver, con los ojos entornados, quien era ese chico que se le había corrido en la boca unos minutos antes.

-¿J-J-Jaime? – gimió, con desespero.

El chico dejó de acariciarse y se apartó.

-¿J-J-Jaime, eres tú? – repitió Lidia, incrédula.

El que se la estaba follando la azotó y se la clavó de nuevo hasta el fondo. Ella arqueó la espalda después de un fuerte pinchazo y volvió a apoyarse en la pared, derrotada. La volvió a azotar repetidas veces mientras ella lloraba.

-Tío, para – dijo el chico de la voz conocida – le estás haciendo daño – se acercó al primero y le paró la mano justo cuando iba a azotarla de nuevo – no habíamos quedado en eso.

-Cobarde de mierda – le insultó el otro, apartando la mano y volviendo a penetrar con fuerza, lo que hizo gritar de nuevo a Lidia – como tú ya te has corrido, ¿ahora tengo que parar yo?

-Al menos no le hagas daño.

-Tranquilo, en cuánto me corra salgo y se la metes tú, verás como ahora no se hace tanto la estrecha, la muy puta – dijo con desprecio, sin dejar de embestirla.

Lidia sintió que le flaqueaban las piernas, no tanto por el dolor, sino porque estaba segura de que reconocía las dos voces. Eran Jaime y Álex.

-¿P-P-Por qué? – preguntó, entre lágrimas y gemidos - ¿Por qué me hacéis esto?

Álex le mordió el hombro en una nueva embestida.

-¿Que por qué? – le susurró con odio al oído – Porqué eres una zorra calientapollas – le azotó el culo y lo acarició, con fuerza – Porqué lo único que buscas es calentar y dejarnos con las ganas – volvió a azotarla - ¿Tengo razón?

Jaime miró a la que hasta entonces había sido su novia, siendo violada sin piedad por su mejor amigo, pero también por él mismo.

-¿Es-es eso verdad, Jaime? – preguntó con desespero Lidia - ¿Eso pensáis de – cortó la frase, al quedarse sin aliento al sentir una nueva embestida.

Las embestidas se repitieron, cada vez con mayor velocidad y violencia. Lidia se mordió el labio hasta que sintió el sabor de la sangre.

-¡Aaaah joder, síiii mmm me voy a correr! – gritó la voz de Álex, en una última embestida profunda. La sacó y tiró del brazo de Lidia, que cayó al suelo, bocarriba.

Se sentó sobre sus costillas y se la meneó dos veces, hasta empezar a correrse en sus tetas.

-¡Toma, puta, mmm, cuántas veces he soñado llenar esas tetas de leche, joder! – dijo Álex entre jadeos, corriéndose, embadurnándola de esperma.

Cuando acabó de correrse restregó el capullo por los pezones de Lidia, para limpiarse, y se levantó, apoyándose en la pared.

Se vistió, y sin mediar palabra salió de la estancia.

Jaime se acercó a Lidia, se agachó y la limpió como pudo con el vestido. Después le ofreció la mano para ayudarla a levantarse, pero le rechazó, se ayudó de la pared y se incorporó por sí misma.

Respiró, y, a pesar de la oscuridad que invadía la sala, Jaime supo que le miraba con todo el odio y el desprecio que era capaz de albergar ese cuerpecito.

-Eres un hijo de puta, y jamás, jamás, te perdonaré.

Acabó de levantarse y con las pocas fuerzas que le quedaban le pisó, con el altísimo zapato de tacón rojo, la entrepierna. Mientras él gritaba de dolor dijo las que iban a ser las últimas palabras que iba a oír salir de esa boquita que tantos besos le había regalado:

-Para mí estás muerto.