Leyendas - Perseo

¡Que vuelvan el rostro todos los que son aún amigos míos! Y diciendo estas palabras sacó del bolso que llevaba siempre colgando al costado, la cabeza de la Gorgona Medusa y la presentó al primer adversario que le acometía. — ¡Busca a otros a quienes puedas conmover con tus milagros! —gritóle éste despectivamente. Pero en el momento que se disponía a levantar la mano para arrojar su venablo, quedó petrificado

Perseo

Acrisio, rey de Argos, habiendo sido advertido por un oráculo que un nieto suyo le arrebataría el trono y la vida, (quien había encerrado a su hija en un aposento subterráneo, en el que Zeus supo penetrar en forma de lluvia de oro), encerró a Perseo, hijo de Zeus, y a su madre Dánae, en un arca que arrojó al mar. Zeus veló por ella en medio de las tempestades y, flotando, fue a tomar tierra en la isla de Serifo, en la cual reinaban dos hermanos: Dictis y Polidectes. Dictis se hallaba pescando cuando vio llegar la flotante arca, y la sacó a tierra. Los dos hermanos acogieron con afecto a los náufragos; Polidectes hizo de la madre su esposa y educó esmeradamente a Perseo, hijo de Zeus.

Cuando el niño hubo crecido, su padrastro le persuadió de irse en busca de aventuras y realizar alguna gesta memorable. El animoso joven se declaró dispuesto, y entre los dos convinieron que Perseo cortaría la horrible cabeza de Medusa y la traería al rey de Serifo. Púsose el mozo en camino, y guiado por los dioses, llegó a la remota región habitada por Forcis, padre de numerosos y horribles monstruos. Allí se topó primero con tres de sus hijas, las Grayas, o «viejas», cuyos cabellos eran canosos ya desde su nacimiento; entre las tres no tenían sino un ojo y un diente que se prestaban por turno para usarlos. Perseo les quitó ambos órganos, y al rogarle ellas que les restituyese lo que tan imprescindible les era, avínose el joven con una condición: que le mostrasen el camino que conducía a la morada de las Ninfas. Eran éstas otros seres maravillosos que calzaban aladas sandalias, y poseían un zurrón a modo de bolso y un casco de piel de perro. Quien se ponía las tres cosas podía volar donde quisiera sin ser visto de nadie. Las hijas de Forcis indicaron a Perseo el camino que llevaba a las Ninfas y a cambio recobraron el ojo y el diente. En la mansión de las Ninfas encontró y cogió lo que deseaba, echóse la mochila a la espalda, sujetó las aladas sandalias a sus pies y cubrióse la cabeza con el casco. Además, Hermes le dio una hoz de bronce, y así pertrechado emprendió el vuelo hacia el océano donde moraban las Gorgonas, otras tres hijas de Forcis.

Sólo la tercera, llamada Medusa, era mortal; por eso había sido enviado Perseo a cortarle la cabeza. Encontró a las monstruosas criaturas dormidas. Sus cabezas estaban recubiertas de escamas de dragón, serpientes eran los cabellos; tenían grandes colmillos como los jabalíes, manos de hierro y alas de oro, con las cuales volaban. Quien las miraba quedaba al momento convertido en piedra; pero Perseo lo sabía, por lo que colocóse ante las durmientes con el rostro ladeado, captando su triple imagen en su brillante escudo de bronce.

Así descubrió a la Gorgona Medusa y, guiado por la mano de Atenea, pudo cercenar sin riesgo la cabeza del dormido monstruo. No bien lo hubo realizado, salieron del tronco un alado corcel, Pegaso, y un gigante, Crisáor, criaturas ambos de Posidón. Perseo, guardándose la cabeza de Medusa en la mochila, alejóse andando de espaldas, tal como habían entrado.

Entretanto, las hermanas de Medusa se habían levantado del lecho. Al ver el tronco de su hermana muerta, emprendieron el vuelo en persecución del raptor; pero a éste le ocultaba el casco de las Ninfas, por lo que las Gorgonas no pudieron descubrirle en parte alguna. Mientras, los vientos, apoderándose de Perseo, lo lanzaban de un lado a otro, cual si fuese una nube. Cuando se hallaba flotando encima de los desiertos arenosos de Libia, gotas de sangre de la cabeza de Medusa empezaron a caer sobre la Tierra, gotas que ésta sorbió y vivificó, convirtiéndolas en abigarradas serpientes. Es desde entonces que en aquellas regiones existen tantas víboras ponzoñosas.

Perseo siguió volando en dirección a Poniente, hasta posarse al fin en el reino de Atlante, deseoso de un breve descanso. Atlante cuidaba, con la ayuda de un fornido dragón, un vergel lleno de frutos de oro. En vano le pidió hospitalidad el vencedor de la Gorgona Medusa; temiendo por sus áureos tesoros, el monarca le arrojó sin piedad de su palacio. Indignado, Perseo le dijo:

—Ya que nada quieres concederme, siquiera acepta de mí un obsequio. —Y sacando la cabeza de Medusa de su saco y desviando de ella la mirada, alargóla al rey Atlante.

Al instante, éste, con su enorme corpulencia, quedó convertido en piedra, en una montaña; barba y cabellos trocáronse en bosques; los hombros, manos y huesos, en escarpadas rocas; mientras la cabeza se elevaba hasta las nubes, transformada en elevada cumbre.

(Según una tradición anterior, Atlante fue un titán, hermano de Prometeo, y, en castigo de su intervención, en la lucha contra los dioses, fue condenado a sostener la bóveda celeste sobre sus. espaldas. Hasta mucho más tarde no se le relacionó con la cordillera africana del mismo nombre, tal como reza la anterior leyenda).

Sacando Perseo nuevamente sus alas, sujetólas a los pies, y después de colgarse el zurrón y calarse el casco, lanzóse nuevamente al espacio. En el curso de su vuelo llegó a la costa de Etiopía, donde reinaba Cefeo (hermano de Dánao y Egiptos, de la raza de Ío). Vio allí a una doncella atada a un escollo que emergía del mar. A no haber sido porque una ligera brisa agitaba su cabellera y porque las lágrimas brotaban de sus ojos, la habría tomado por una estatua de mármol. Hasta tal extremo le impresionó su belleza que casi se olvidó de mover las alas en el seno de los aires.

—Dime, hermosa joven —exclamó, dirigiéndose a ella—, ¿cómo estás aquí aherrojada, tú que merecerías un trato tan distinto? ¡Dime el nombre de tu país y el tuyo propio!

La prisionera permanecía callada y vergonzosa; no se atrevía a dirigirse al extranjero y habríase cubierto el rostro con las manos de haber podido moverse. Llenáronse sus ojos de abundantes lágrimas, y al fin, para que el forastero no pudiera creer que tenía que ocultar una culpa propia, respondióle:

—Yo soy hija de Cefeo, rey de Etiopía, y me llamo Andrómeda. Mi madre se había jactado ante las hijas de Nereo, las ninfas del mar, de ser más hermosa que todas ellas. Por eso se irritaron las nereidas, y su amigo, el dios del océano, envió a la tierra una inundación y un monstruo marino que todo lo devoraba. Un oráculo prometiónos que seríamos librados de aquella plaga si yo, la hija de la reina, era arrojada al mar para pasto del monstruo. El pueblo exigió de mi padre que se acogiese a aquel único recurso, y la desesperación forzóle a atarme a esta roca.

Apenas había pronunciado las últimas palabras, cuando se encabritaron las olas y del fondo del mar emergió un monstruo que abarcaba con su vasto pecho toda la superficie del agua. La muchacha dejó oír un fuerte gemido, al tiempo que se acercaban presurosos sus padres, desconsolados ambos, y atormentada además la madre por la conciencia de su culpa. Abrazaron a su hija encadenada, pero no le aportaron más alivio que sus lágrimas y lamentos.

Intervino entonces el extranjero:

—Tiempo tendréis para lamentaros; para salvar a vuestra hija sólo tenéis un instante. Yo soy Perseo, vástago de Zeus y de Dánae; he vencido a la Gorgona Medusa y alas maravillosas me llevan por los aires. Incluso si la doncella fuese libre y pudiese elegir, no sería yo menospreciable como yerno vuestro. Ahora la solicito y me brindo a salvarla. ¿Aceptáis mis condiciones?

¿Quién habría vacilado en tales circunstancias? Los alborozados padres le prometieron no sólo la hija, sino su propio reino como dote.

Mientras se hallaban en estos tratos, el monstruo se había acercado, hendiendo rápidamente las olas como un barco de proa afilada, y no distaba sino un tiro de honda de la peña. De pronto, rechazando la tierra con el pie, el joven se remontó hasta las nubes. La bestia vio en la superficie del mar la sombra del hombre, y mientras se lanzaba furiosa contra ella tomándola por un enemigo que pretendía arrebatarle la presa, Perseo se precipitaba desde las alturas con la rapidez de un águila y, cayendo sobre el dorso del animal, hundía hasta el puño la espada con que diera muerte a Medusa en el cuerpo del monstruo por bajo de la cabeza. Apenas la hubo sacado, empezó el pez a saltar por los aires y a zambullirse de nuevo bajo las olas, agitándose furiosamente en todas direcciones cual jabalí acosado por los perros. Perseo le asestaba herida tras herida, hasta que comenzó a fluir de sus fauces un oscuro torrente de sangre mezclada con agua de mar; pronto quedaron empapadas las alas del semidiós, y Perseo no se atrevió a seguir confiándose a sus chorreantes plumas. Por fortuna vio una peña cuya cima sobresalía del agua y, apoyándose con la siniestra mano en aquel muro, con la diestra hundió por tres, por cuatro veces, su hierro en el vientre del monstruo. El mar arrastró el repugnante cadáver, que muy pronto hubo desaparecido entre las olas.

Entretanto, Perseo se había aproximado a la tierra y, escalando la peña, libertó de sus ligaduras a la doncella, que le saludaba con miradas de gratitud y de amor. Condújola él a sus venturosos padres y el áureo palacio le recibió en calidad de novio.

Humeaban todavía las viandas del banquete nupcial, y las horas, libres de cuidados, transcurrían veloces para padre y madre, para el novio y la salvada doncella, cuando de pronto las antesalas del real alcázar se llenaron de un sordo y estrepitoso tumulto. Finco, hermano del rey Cefeo, que antaño solicitara la mano de su sobrina, pero que la había abandonado en su terrible cuita, aproximábase al frente de una banda de guerreros para hacer valer sus pretensiones. Entró en la sala blandiendo la lanza e increpó de este modo al asombrado Perseo;

—Heme aquí; vengo a tomar venganza del robo de mi esposa. ¡Ni tus alas ni tu padre Zeus te librarán de mí!

Y así diciendo, dispúsose a arrojar el venablo; pero Cefeo, el rey, levantóse de la mesa:

—Enfurecido hermano—exclamó—, ¿qué pensamiento te empuja a esta fechoría? No es Perseo quien te roba la mujer amada. Ella te fue arrebatada cuando la entregamos a la muerte; cuando, viéndola encadenada, no le prestaste tu ayuda ni como tío ni como pretendiente. ¿Por qué no te has ganado tú el premio rescatándola de la roca donde estaba prisionera? ¡Así, pues, deja por lo menos en paz a quien la ha merecido y que ha sido el consuelo de mi vejez al salvar a mi hija!

Finco no le contestó; sólo miraba alternativamente, con ojos enfurecidos, a su hermano y a su rival, como calculando cuál de los dos debía ser su primera víctima. Al fin, tras breve vacilación, con toda la fuerza que la ira le prestaba, arrojó la lanza contra Perseo, pero erró el blanco y el arma quedó colgando del almohadón. Levantóse entonces Perseo y lanzó su venablo en dirección a la puerta por la que entrara Fineo y habría perforado el pecho de su mortal enemigo a no haberse refugiado éste de un salto detrás del altar doméstico. Pero el proyectil hirió en la frente a uno de sus seguidores, y todo el tropel de los intrusos se lanzó a la palestra contra los huéspedes que así veían interrumpido su festín. El combate fue largo y sangriento, pero los agresores eran los más numerosos. Al fin, Perseo, a cuyo lado habían buscado en vano refugio sus suegros y la novia, quedó rodeado por Fineo y sus millares de seguidores. De todas partes volaban las flechas, cual granizo en la tempestad. Perseo se había colocado de espaldas contra un pilar para no ser cogido por sorpresa. De frente al ejército de los adversarios, rechazaba sus acometidas, derribándolos a sus pies uno tras otro.

Sólo cuando vio que el valor sucumbiría ante el número, resolvióse a acudir al último e infalible recurso de que disponía.

— ¡Puesto que me obligáis —exclamó—, me valdré de la ayuda de mi antiguo amigo! ¡Que vuelvan el rostro todos los que son aún amigos míos!

Y diciendo estas palabras sacó del bolso que llevaba siempre colgando al costado, la cabeza de la Gorgona Medusa y la presentó al primer adversario que le acometía.

— ¡Busca a otros a quienes puedas conmover con tus milagros! —gritóle éste despectivamente.

Pero en el momento que se disponía a levantar la mano para arrojar su venablo, quedó petrificado en aquella misma postura, como una estatua. Y lo mismo les fue ocurriendo a los que le seguían, hasta que al fin no quedaban ya más que doscientos. Entonces Perseo, levantando al aire la cabeza de Medusa para que todos pudiesen verla, convirtió de una vez a los doscientos en rígidas piedras. Sólo entonces deploró Fineo haber provocado aquella injusta pelea. A su derecha y a su izquierda no veía sino estatuas de piedra en las actitudes más diversas. Bien llama a sus amigos por sus nombres; toca, incrédulo, los cuerpos de los que tiene más cerca: todo es mármol. Sobrecógele el espanto y su fiereza se convierte en humilde súplica:

— ¡Déjame solamente la vida, tuyos sean el reino y la novia! —exclama, desviando el acobardado rostro.

Pero Perseo, amargado por la muerte de sus nuevos amigos, no conoce la piedad.

¡Traidor —le increpa, airado—, voy a hacer de ti un recuerdo perdurable para toda la eternidad en la casa de mi suegro!

Y por más que Fineo tratara de esquivar la visión, pronto sus ojos hubieron de fijarse en la espantosa imagen: su cuello quedó yerto, su húmeda mirada, petrificada y así quedó con mueca horrible, bajas las manos, en actitud de esclavo humillado.

Vencidos todos los obstáculos, Perseo acompañó a su casa a su amada Andrómeda. Tenía ante sí luengos y felices días, y volvió a encontrar a su madre Dánae. Sin embargo, el Destino debía cumplirse en su abuelo Acrisio, quien, temeroso de la sentencia del oráculo, habíase refugiado cerca de un rey de la tierra de los pelasgos. Estaba allí tomando parte en unos juegos atléticos, cuando acertó a llegar Perseo, que se dirigía a Argos, deseoso de saludar a su abuelo. Un desgraciado disparo del disco salido de manos del nieto vino a hacer blanco en el anciano, sin intención por parte de aquél, que no había reconocido a su abuelo. Poco tardó en saber lo que había hecho. Profundamente afligido, dio sepultura a Acrisio fuera de la ciudad y renunció al reino que por muerte de su abuelo le pertenecía. El Destino dejó ya de perseguirle por más tiempo: Andrómeda le dio muchos y magníficos hijos, en quienes perduró la fama del padre.