Leyendas - Ion

Hermes, el dios alado, corrió a Atenas y cumplió el encargo de su hermano; en la misma canastilla de juncos en que yacía, depositó al niño ante las puertas del templo de Delfos, cuidando de abrir la tapa de la canasta para que la gente lo viera.

Ion

El rey Erecteo de Atenas (que al igual que Progne y Filomela, fue hijo del rey Pandíon el Viejo y de la náyade Zeuxipe. Entre las hijas de Erecteo debemos mencionar, además de Creúsa, Procris y Oritia), se complacía en una de sus hermosas hijas llamada Creúsa. Con ella se había desposado Apolo sin conocimiento del padre. Habiendo dado a luz a un hijo, por miedo a las iras de su progenitor, lo encerró en un arca y lo dejó en la gruta que había sido testigo de las secretas entrevistas con el dios, con la esperanza de que los inmortales se apiadaran del niño abandonado. Sin embargo, para no dejar al recién nacido sin un signo que le permitiera reconocerle, colgó en torno a su cuello una joya que solía llevar siendo doncella.

Apolo, que por su condición divina no podía ignorar el nacimiento de su hijo y que no quería traicionar a su amada ni dejar al niño sin asistencia, acudió a su hermano Hermes, quien, como mensajero de los dioses, podía recorrer cielos y tierra sin llamar la atención.

—Hermano mío —le dijo—, vete a Atenas, la ilustre ciudad de Minerva; en el hueco de una peña encontrarás a un niño recién nacido. Ayúdame a salvarlo; llévalo, en la misma arca donde está depositado y con sus mismos pañales, a mi oráculo, en Delfos, y déjalo al umbral del templo. El resto queda a mi cuidado, pues (bueno es que lo sepas) este niño es mi hijo.

Hermes, el dios alado, corrió a Atenas y cumplió el encargo de su hermano; en la misma canastilla de juncos en que yacía, depositó al niño ante las puertas del templo de Delfos, cuidando de abrir la tapa de la canasta para que la gente lo viera. Todo esto ocurrió durante la noche.

A la mañana siguiente, cuando el sol se remontaba ya en el cielo, llegó al templo la sacerdotisa de Delfos, y, al entrar, fijóse su mirada en el recién nacido que dormitaba en la cesta. Tomándolo por el fruto de algún amor criminal, disponíase ya a arrojarlo del santo lugar; pero pudo más en su alma la compasión; pues el dios le había tocado el corazón y habládole en favor de su hijo. La profetisa sacó, pues, al niño de la canasta y le crió, sin conocer a su padre ni a su madre. Creció el niño jugando junto al altar de su padre, en completa ignorancia de quienes fueran sus progenitores y convirtióse en un hermoso adolescente. Los moradores de Delfos, acostumbrados a él como pequeño guardián del templo, le nombraron tesorero de todas las ofrendas que se hacían al dios, y así llevaba el muchacho una existencia digna y piadosa en el templo de, Apolo.

Creúsa, que nada más había sabido del dios, hubo de creer que éste los había olvidado, a ella y a su hijo. Por entonces los atenienses entraron en guerra con los habitantes de la vecina isla de Eubea; fue una guerra de exterminio y los eubeenses quedaron vencidos. En la lucha se había distinguido un extranjero procedente de Acaya, que había combatido al lado de los atenienses. Llamábase Juto y era hijo de Helen, quien lo era a su vez de Deucalión. Como recompensa por la ayuda prestada, pidió y obtuvo la mano de Creúsa, la hija del rey; pero, como si el dios, su secreto esposo, quisiera manifestar su enojo contra su amada por el hecho de haberse casado con otro, aquel matrimonio no fue bendecido con hijos.

Al cabo de mucho tiempo ocurriósele a Creúsa la idea de dirigirse al oráculo de Delfos en demanda del don de la maternidad. Eso era precisamente lo que quería Apolo, el cual no había olvidado a su hijo. La princesa, pues, acompañada de su marido y un pequeño séquito de criadas, salió en peregrinación hacia el santuario délfico. Al llegar ante la morada del dios, acertó a presentarse en el umbral el joven hijo de Apolo para, como era costumbre, adornar los postes de la entrada con ramas de laurel. Fijáronse sus ojos en la noble matrona que avanzaba hacia las puertas del templo y por cuyo rostro rodaban las lágrimas, provocadas por la vista del santuario. Impresionado por el noble porte de la dama, atrevióse a preguntarle, con gran modestia, cuál era la causa de su aflicción.

—No me maravilla, ¡oh, jovencito! — respondióle ella suspirando—, que mi tristeza haya atraído tus miradas. Comprendo que en mi rostro se reflejen mis penas. ¡Cuan duros son los dioses a veces con nosotros, los mortales!

—No quiero molestarte en tus cuitas —dijo el muchacho—, sólo dime, si es que puede saberse, quién eres y de dónde vienes.

—Soy Creúsa —respondió la princesa—, mi padre se llama Erecteo, mi patria es Atenas.

Con impaciente alegría exclamó el mozo:

— ¡Oh, famoso país el que habitas, y famosa raza la tuya! Pero dime, ¿es cierto que el abuelo de tu padre Erecteo nació de la tierra como una planta, que la diosa Atenea encerró en un arca al recién nacido y, dándole dos dragones por guardianes, confió el arca al cuidado de las hijas de Cécrope? ¿Y que éstas, incitadas por la curiosidad, abrieron la caja y a la vista del niño perdieron la razón y se precipitaron desde las rocas de la ciudadela paterna?

(Cécrope, que, como Erictonio, había brotado de la tierra, fundó Atenas con la ciudadela de la Acrópolis, la cual llamó Cecropia. Las hijas que aquí se mencionan fueron Aglauro, Herse y Pandroso; sólo la última resistió a la curiosidad, escapando de la suerte de sus hermanas. Herse fue la madre de Céfalo).

Todo lo confirmó Creúsa con movimientos de cabeza, pues el destino de su antepasado le recordaba el de su perdido hijo. Éste, sin embargo, que permanecía ante ella, prosiguió preguntando ingenuamente:

—Dime, noble princesa, ¿es cierto que tu padre Erecteo, escuchando la sentencia de un oráculo, sacrificó voluntariamente a sus hijas, tus hermanas, para obtener la victoria sobre sus enemigos? ¿Y cómo fue que tú sola fueses preservada?

—Yo —dijo Creúsa— acababa de nacer y estaba en brazos de mi madre.

—Y ¿es también verdad —continuó el niño—, que tu padre Erecteo fue tragado por una grieta del suelo, que el tridente de Posidón le aniquiló y que en los alrededores de su tumba existe una gruta preferida de mi señor, Apolo Pitio?

— ¡Ah!, no me hables de esa gruta, extranjero —interrumpióle suspirando Creúsa—: en su antro se cometió una deslealtad y un gran crimen.

Calló por un momento la princesa, y al fin, recapacitando, contó al jovenzuelo, en quien veía al guardián del templo del dios, que era la esposa del príncipe Juto y que había venido con él en peregrinación a Delfos para impetrar las bendiciones del dios en su matrimonio estéril.

—Febo Apolo —dijo con un suspiro— conoce la causa de mi esterilidad; él sólo puede ayudarme.

—Así, pues, ¿no tienes hijos, desventurada? —exclamó entristecido el muchacho.

— ¡Y hace ya tanto tiempo! — respondió Creúsa—. Debo envidiar a tu madre, buen mozo, por tener un hijo tan apuesto como tú.

—Nada sé de madre ni de padre —fue la triste respuesta del jovenzuelo—, nunca descansé en el regazo de una mujer; ni sé tampoco cómo vine a parar aquí. Lo único que conozco, por boca de mi madre adoptiva, la sacerdotisa del templo, es que ella se apiadó de mí y me crió. Desde entonces, la casa del dios es mi morada y yo soy su servidor.

La princesa quedóse pensativa al oír esas manifestaciones, pero, reprimiendo sus presentimientos, pronunció estas tristes palabras:

—Hijo mío, conozco a una mujer que le ocurrió lo que a tu madre; por ella he venido yo aquí y quiero consultar al oráculo. Así, como a siervo del dios, quiero confiarte su secreto antes de que llegue su actual marido, el cual se ha desviado del camino para oír antes el oráculo de Trofonio, arquitecto mítico que tiene un oráculo en Labadea, en Beocia. Afirma aquella mujer que antes de contraer su actual matrimonio había estado casada con el gran dios Febo Apolo, a quien dio un hijo sin conocimiento de su padre. Abandonó a este hijo y desde entonces nada más ha sabido de él; ignora si ve todavía o no la luz del sol. Yo vengo en nombre de mi amiga para consultar al dios acerca de su vida o de su muerte.

—¿Y cuánto tiempo hace que murió el hijo? —preguntó el muchacho.

—Si viviese tendría tu edad —replicó Creúsa.

— ¡Oh, cuan parecidos son el destino de tu amiga y el mío! — exclamó el joven con dolorido acento—; ella busca a su hijo, y yo busco a mi madre. Sin embargo, lo que a ella le ocurrió acaeció lejos de esta tierra, y por desgracia somos completamente extraños el uno al otro. Pero no esperes que el dios te dé, desde su sagrado trípode, la respuesta que deseas. Vienes, en nombre de una amiga tuya, a acusarle de infidelidad, ¡No querrá ser juez de sí mismo!

—Espera, muchacho —exclamó con esto Creúsa—, veo acercarse al esposo de aquella mujer. Que no observe que sabes nada de lo que, con confianza tal vez excesiva, te he revelado.

Juto llegó al templo con expresión alegre y dirigiéndose a su esposa:

—Mujer —díjole—, Trofonio ha pronunciado un feliz augurio: ¡que no me volveré de aquí sin hijos! Pero dime, ¿es este joven el profeta del dios?

El muchacho se acercó con modestia al príncipe y le contó que él no se cuidaba sino del exterior del templo de Apolo; el interior del santuario está confiado a los más ilustres moradores de Delfos, elegidos por la suerte para rodear el trípode desde el cual la pitonisa se disponía en aquel momento a pronunciar su oráculo. Al oír esto el príncipe mandó a Creúsa que se ataviase con las ramas que solían llevar las suplicantes y, acercándose al altar del dios, que estaba recubierto de laurel a cielo abierto, pidiese a Apolo un oráculo favorable. Él, por su parte, corrió al santuario, mientras el joven tesorero proseguía su servicio en el vestíbulo.

No había transcurrido mucho rato cuando el mozo oyó que se abrían las puertas del recinto interior del santuario y volvían a cerrarse con estrépito; y en seguida vio a Juto que salía precipitadamente y con muestras de gran alborozo. Con fogosidad abrazó el príncipe al muchacho y, dándole repetidas veces el nombre de hijo, pidióle la mano y un beso filial. Mas el joven, que nada comprendía de toda aquella escena, tomando al viejo por loco, apartóle de sí con juvenil vigor. Pero Juto no cedía en modo alguno.

—El mismo dios me lo ha revelado —dijo—, su sentencia fue: que el primero con quien me encontrase al salir, sería mi hijo y un regalo de los dioses. Cómo sea ello posible lo ignoro realmente, pues nunca mi esposa me ha dado hijos. Con todo, tengo fe en el dios. ¡Quiera él revelarme su secreto!

El mozo rindióse y se entregó también a la alegría, aunque sólo a medias, y entre los besos y abrazos de su padre no podía por menos de suspirar:

— ¡Oh, madre querida!, ¿quién eres?, ¿dónde estás? ¿Cuándo me será concedido contemplar también tu rostro adorado?

Entráronle entonces grandes dudas sobre la manera como la esposa de Juto, que no tenía hijos, y a la cual no creía conocer, recibiría a aquel inesperado hijastro, y cómo acogería la ciudad de Atenas al ilegítimo heredero de su príncipe. Pero su padre le dijo que tuviese ánimo; prometióle presentarle a los atenienses y a su esposa como un extraño y no como a un hijo, y le dio el nombre de Ion, es decir, «el que camina», por haber reconocido a su hijo en el templo en el que salió a su encuentro.

Entretanto, Creúsa continuaba postrada ante el altar de Apolo, dirigiéndole sus súplicas, hasta que fue interrumpida por sus doncellas, que se acercaban lamentándose:

—Desventurada señora nuestra —exclamaban—, cierto es que tu marido ha recibido una gran alegría, pero tú nunca tendrás en tus brazos ni recostarás en tu regazo a un hijo tuyo. A él Apolo le ha dado un hijo, ya mayor, que en otros tiempos le nació de alguna concubina. Cuando salía del templo vínole aquél a su encuentro y no cabe duda de que él se gozará en su hijo recobrado, pero tú seguirás viviendo como viuda en tu casa desierta.

La, pobre princesa, cuyo espíritu hubiérase dicho que el propio dios había cegado al no descubrir un secreto que tan de cerca la afectaba, permaneció un buen espacio meditando sobre su trágico destino. Finalmente preguntó por la persona y el nombre del hijastro que de manera tan inesperada acababa de llegarle.

—Es el joven guardián del templo; tú le conoces ya —respondieron las doncellas—; su padre le ha dado el nombre de Ion. Quién sea su madre, es caso que ignoramos. En estos momentos, tu esposo ha ido al altar de Baco para ofrecerle un sacrificio en acción de gracias por su hijo y celebrar luego con él el ágape de reconocimiento. A nosotras nos ha prohibido, bajo pena de muerte, ¡oh, señora!, que te descubriésemos el caso; sólo el gran amor que te profesamos nos ha movido a transgredir sus órdenes. ¡No vas tú a traicionarnos!

Salió entonces de entre el séquito un viejo criado que era ciegamente adicto a la estirpe de los erectidas y que se sentía ligado a su soberana por un grandísimo afecto. Este hombre acusó al príncipe Juto de ser un indigno adúltero y, dejándose llevar por su celo hasta un extremo imprudente, ofrecióse a la Reina a librarle, camino de regreso, de aquel bastardo, llamado a recoger contra todo derecho la herencia de los erectidas, Creúsa, creyéndose abandonada de su esposo y de su antiguo amante Apolo y ofuscada por su dolor, prestó oídos poco a poco a las criminales proposiciones del anciano e incluso llegó a confiarle el secreto de sus relaciones con el dios.

Cuando Juto, persuadido de haber hallado un hijo en Ion, aunque de manera incomprensible, hubo salido con él del templo del dios, encaminóse hacia la montaña de doble cumbre del Parnaso, donde Baco, no menos santo que Apolo, era objeto de la adoración de los moradores de Delfos, cuyas mujeres se entregaban a las orgías propias de su culto. Después que hubo derrapado, en acción de gracias, el contenido de una copa, Ion, con la ayuda de los criados, erigió una magnífica y espaciosa tienda y la cubrió con tapices ricamente bordados que había mandado traer del templo de Apolo. En su interior se colocaron largas mesas y sobre ellas sabrosas viandas en fuentes de plata y vasos de oro llenos de los vinos más preciados. Luego, el ateniense Juto envió a su heraldo a la ciudad de Delfos para invitar a sus habitantes a tomar parte en su regocijo, y muy pronto llenóse la vasta tienda con huéspedes bellamente ataviados que se sentaron a las mesas con dignidad y alegría. Hacia el final del banquete entró un viejo cuyos singulares gestos divertían a los huéspedes y que, situándose en el centro del recinto, atribuyóse la función de copero. Juto reconoció en él al anciano servidor de su esposa Creúsa y, encomiando ante los invitados su celo y fidelidad, dejó que actuase libremente. El viejo se instaló en la mesa donde estaban las bebidas y se puso a manejar las copas y servir a los comensales; y cuando, hacia el final del banquete, sonaron las flautas, ordenó a los criados que recogiesen de las mesas las pequeñas copas y las reemplazasen por otras grandes de plata y oro. Él, eligiendo la más bella y como para honrar a su nuevo y joven señor, fue al aparador y la llenó hasta el borde de riquísimo vino, al propio tiempo que vertía en ella, sin ser visto, un veneno mortal. Al acercarse a Ion y derramar en el suelo unas gotas del vino como ofrenda propiciatoria, a uno de los criados se le escapó casualmente una palabra de mal agüero, Ion, que había sido educado en las costumbres piadosas del templo, vio en aquello un funesto augurio y, vertiendo todo el contenido de la copa, ordenó que le sirviesen otra nueva, de la cual él mismo derramó solemnemente el vino de ritual, mientras todos los comensales hacían lo propio con sus vasos.

Mientras esto sucedía, una bandada de palomas sagradas que se criaban en el templo de Apolo bajo la protección del dios, penetraron alegremente en la tienda. Viendo el vino derramado por los convidados, despertóse su avidez y posándose en el suelo comenzaron a sorber con el estirado pico el líquido vertido. A ninguna hizo daño el vino, excepto a la que se había situado en el lugar donde Ion derramara la primera copa. No bien hubo probado la bebida, sacudió espasmódicamente las alas y, ante la extrañeza de todos los presentes, comenzó a gemir y revolcarse y murió entre aletazos y convulsiones.

Levantándose entonces Ion de su asiento y apartando, airado, su ropaje de los brazos y cerrando los puños, gritó:

—¿Dónde está el hombre que quiso asesinarme? ¡Habla, viejo! ¡Pues tú has tenido parte en esto, tú me has servido el vino!

Y así diciendo sujetó por el hombro al anciano, dispuesto a no soltarle ya. Éste, cogido por sorpresa y asustado, confesó el delito, diciendo que cumplía órdenes de Creúsa.

Entonces Ion, a quien la pitonisa de Apolo declarara hijo de Juto, abandonó la tienda, seguido de todos los huéspedes, presa de gran excitación, y se presentó ante la asamblea de notables de Delfos. Allí, levantando al cielo las manos, les dijo:

— ¡Ciudad sagrada, tú eres testigo de que esa mujer extranjera, esa erectida, quiso librarse de mí por medio del veneno!

— ¡Lapidadla!, ¡lapidadla! —resonó, como salido de una sola boca, un grito en la asamblea de los moradores de Delfos; y la ciudad entera se encaminó en busca de la culpable, Ion a la cabeza. El propio Juto, anonadado por la horrible revelación, viose arrastrado por el torrente humano y siguió sin saber lo que hacía.

Creúsa aguardaba en el altar de Apolo los frutos de su desesperada acción; mas esos frutos germinaron de modo muy distinto a como ella esperaba. Un rumor furioso que llegaba de lo lejos la sacó, sobresaltada, de su ensimismamiento. Pero antes de que se acercase llegó corriendo un criado de su esposo que se mantenía fiel a ella y que, habiéndose adelantado a la enfurecida masa, tuvo aún tiempo de comunicarle el descubrimiento de su crimen y la decisión tomada por el pueblo de Delfos. Sus doncellas se apiñaron en torno a ella:

— ¡Mantente firme en el altar, oh soberana nuestra —exclamaron—, pues aun en el caso de que este lugar sagrado no te proteja contra tus homicidas, por lo menos el crimen dejará sobre ellos una mancha inexpiable!

Entretanto se aproximaba cada vez más el tropel furioso de los delfios, guiados por Ion; ya de lejos podían oírse las palabras arrebatadas del joven, transmitidas por el viento:

—Los dioses quieren mi bien —gritaba furioso—, pues que hacen que este crimen me libre de la madrastra que me esperaba en Atenas. ¿Dónde está esa malvada, esa víbora de ponzoñosa lengua, ese dragón de ojos que escupen fuego? ¡Vamos, arrojemos a la homicida al abismo desde lo más alto de las rocas!

Y a sus voces aplaudía frenéticamente el pueblo que le acompañaba.

En esto llegaron al altar; Ion agarró violentamente a la mujer, que era su madre y en quien no veía él sino a su mortal enemiga, para arrancarla del asilo sagrado e inviolable al que ella se acogiera. Pero Apolo no permitió que su propio hijo fuese el asesino de su madre. A su divina señal, el rumor del proyectado crimen de Creúsa y del castigo que la aguardaba había corrido hasta el templo y llegado a oídos de la pitonisa. El dios le había descifrado el misterio, por lo que la sacerdotisa vio la relación existente entre todos aquellos acontecimientos y comprendió claramente de pronto que su pupilo Ion no era hijo de Juto, como ella había profetizado nebulosamente, sino de Apolo y Creúsa. Dejando el trípode, corrió en busca de la cesta en la que, junto con varios signos de identificación, por ella guardados con todo cuidado, encontrara un día ya remoto al niño abandonado a las puertas del templo de Delfos.

Provista de todas aquellas pruebas, precipitóse al exterior y corrió al altar donde Creúsa luchaba por su vida, amenazada por las acometidas de Ion.

Al ver éste acercarse a la sacerdotisa, soltando su presa, fue hacia ella respetuoso y le dijo:

— ¡Bienvenida, madre mía, pues que este nombre he de darte aunque no me hayas dado a luz! ¿Oíste a qué asechanzas me he visto expuesto? ¿Apenas encuentro un padre y ya mi perversa madrastra medita mi muerte! Ahora dime, madre, ¿qué debo hacer? ; seguiré tus consejos.

La sacerdotisa, levantando el dedo en signo de advertencia, dijo:

—Ion, ve a Atenas con la mano inmaculada y bajo auspicios favorables.

Ion quedó un momento pensativo antes de responder:

—¿Entonces no está limpio de culpa quien da muerte a sus enemigos? —preguntó al cabo.

—No obres antes de haberme escuchado —repuso la venerable mujer—. ¿Ves esta vieja canastilla que llevo en brazos envuelta en frescas guirnaldas? En ella fuiste tú expuesto; yo te saqué de ella.

Pasmóse Ion:

—Madre —dijo—, nunca me hablaste de ella; ¿por qué me lo has ocultado durante tan largo tiempo?

—Porque el dios —replicó la pitonisa— quiso hasta hoy que fueses su sacerdote. Hoy que te ha dado un padre, te envía a Atenas.

—¿Y de qué me servirá esta arca? —siguió preguntando Ion.

—Ella contiene los pañales que te envolvían, hijo mío— respondió su protectora.

—¿Mis pañales? —repuso Ion vivamente—. ¡Entonces ahí hay un indicio que puede llevarme a mi verdadera madre! ¡Oh, cómo me hace feliz este hallazgo!

Entonces la sacerdotisa le presentó la caja abierta, e Ion, buscando en ella ávidamente, sacó la limpia tela cuidadosamente envuelta.

Mientras clavaba los húmedos ojos en aquellas preciosas prendas, Creúsa había sentido amortiguarse poco a poco su angustia y una mirada a la cesta acabó de revelarle toda la verdad. Dejando el altar de un salto y exhalando un grito:

— ¡Hijo mío! —se abrazó al atónito Ion.

Éste, empero, sintió un nuevo recelo en el corazón; temeroso de que aquellos abrazos de la extranjera fuesen algún ardid, pugnaba por soltarse; pero Creúsa, haciendo un esfuerzo, retrocedió unos pasos y dijo:

— ¡Este paño hablará por mí, hijo! Desenvuélvelo y encontrarás en él los signos que te diré. El bordado que lo adorna fue obra de mi aguja de doncella. En el centro del tejido debe haber la cabeza de la Gorgona rodeada de serpientes, como en la égida de Palas.

Incrédulo, deslizó Ion los dobleces y se escapó de sus labios un grito de alegría.

— ¡Oh, magnánimo Zeus!, ¡aquí está la Gorgona, y aquí las serpientes!

—No basta aún —prosiguió Creúsa—: en la cajita debe haber también unos dragoncitos de oro, en recuerdo de los dragones de la caja de Erictonio: un collar destinado al recién nacido.

Ion siguió rebuscando en la canasta y no tardó en sacar las figuras de los dragones.

—El último signo —exclamó Creúsa— ha de ser una corona tejida con los frutos inmarcesibles procedentes de los primeros olivos que se plantaron en Atenas (nota 1). Esta corona la puse yo en la cabeza de mi tierno hijito.

Exploró Ion el fondo de la caja y su mano extrajo una hermosa corona de verdes olivas.

— ¡ Madre! j Madre! —exclamó con voz entrecortada por las lágrimas y sollozos y, arrojándose al cuello de Creúsa, cubrió de besos sus mejillas. Finalmente, arrancándose de ella, pidió por su padre Juto. Entonces Creúsa le reveló el secreto de su nacimiento y que era hijo de aquel dios a quien tan largo tiempo y tan fielmente había servido en el templo. El esposo comprendió entonces las antiguas confusiones de Creúsa y su reciente enajenamiento, e incluso se hizo cargo del desesperado atentado de la madre contra la vida del desconocido hijo.

Juto acogió a Ion, aun no siendo más que un hijastro, como un don precioso de los dioses. Después de estrecharle entre sus brazos, los tres volvieron al templo a dar gracias a Apolo. La pitonisa profetizó desde el sagrado trípode que Ion estaba llamado a ser el padre de un gran pueblo, el de los Jonios. Alegre sobremanera al ver que todo se había resuelto tan felizmente y lleno de esperanza en el porvenir, el real matrimonio ateniense emprendió el viaje de regreso acompañado de su hijo y escoltado por todos los habitantes de Delfos.

(nota 1).- Peleando una vez Posidón y Atenea por la tierra del Ática, y tratando de superarse mutuamente con valiosos dones, Posidón golpeó con el tridente las rocas del castillo de Atenas (acrópolis), haciendo surgir agua de mar. Atenea plantó en las mismas rocas el primer olivo, regalo que consideró el más valioso, por lo que el país quedó consagrado a la inteligente y belicosa diosa.