Leyendas - Faetonte

Faetonte apenas dejó a su padre tiempo de terminar: - Haz que se realice mi deseo más ardiente: ¡confíame, no sea más que un solo día, la dirección de tu alado carro solar!

Faetonte

Sustentado sobre majestuosas columnas elevábase el real palacio del dios del Sol, refulgente de oro y de centelleantes rubíes: brillaba el marfil en sus cornisas, y las puertas de doble batiente eran ascuas de plata, en las que aparecían maravillosamente cinceladas las más bellas leyendas. A este palacio acudió Faetonte, el hijo de Helios, y solicitó hablar con su padre. Se detuvo, empero, a cierta distancia, pues de cerca era insoportable la luz que éste desprendía. Helios, envuelto en ropajes de púrpura, ocupaba su silla real, adornada con rutilantes esmeraldas; a su derecha y a su izquierda estaba su séquito, de pie: el Día, el Mes, el Año, los Siglos y las Horas, la Primavera juvenil con su diadema de flores, el Verano coronado de guirnaldas de espigas, el Otoño, con el cuerno de la abundancia repleto de uvas, el gélido Invierno, de nívea cabellera. Helios, sentado en el centro, no tardó en advertir la presencia del joven, que se había quedado atónito ante tanta maravilla.

¿Cuál es el motivo de tu peregrinaje? – inquirió -. ¿Qué te trae al palacio de tu divino padre, hijo mío?

Contesta Faetonte:

Padre excelso: en la Tierra se burlan de mí e insultan a mi madre Clímene. Pretenden que me ufano de ser de ascendencia divina, cuando no soy sino hijo de un padre desconocido. Por eso vengo a ti, para pedirte una prenda que muestre ante el mundo entero que soy verdaderamente vástago tuyo.

Así dijo. Y Helios, apartando los rayos que aureolaban su cabeza, mandóle que se acercara. Abrazóle entonces y dijo:

Tu madre Clímene ha manifestado la verdad, hijo mío, y nunca te negaré yo ante el mundo. Pero a fin de que se desvanezcan tus dudas, pídeme un don y te juro por la Estigia, la laguna del Hades, por la que juran todos los dioses, que satisfaré tu demanda, cualquiera que ella sea.

Faetonte apenas dejó a su padre tiempo de terminar:

Haz que se realice mi deseo más ardiente: ¡confíame, no sea más que un solo día, la dirección de tu alado carro solar!

Pintáronse el sobresalto y el pesar en el rostro del dios. Sacudiendo tres, cuatro veces la nimbada cabeza, exclamó al fin:

¡Oh hijo! ¡Tus palabras han vuelto temerarias las mías! ¡Ah, si pudiese retractarme de mi promesa! Me pides un don que es superior a tus fuerzas. Eres demasiado joven; eres mortal y lo que exiges es obra de inmortales. Has pedido incluso más de lo que es dado alcanzar a los demás dioses, pues, excepto yo, ninguno de ellos puede subirse al carro de llamas. La primera parte del camino a recorrer es muy empinado y no sin gran esfuerzo lo remontan, al rayar el alba, mis caballos, pese a estar frescos aún y reposados. El punto medio de la carrera está muy alto en el Cielo. Créeme, en tales alturas, a menudo yo mismo siento espanto y poco me falta para sucumbir al vértigo si miro abajo, al fondo del abismo donde se ve el mar y la tierra. En último trecho, la pendiente es terrible y requiere una mano muy segura. La propia Tetis, la diosa del mar que me acoge en sus olas, siempre teme que me precipite en los abismos. Piensa además que el Cielo gira en constante revolución y arrastra todos los astros en dirección contraria a la mía; sólo yo no le obedezco y prosigo un rumbo distinto. ¿Cómo podrías hacerlo tú, aun suponiendo que te diese mi carro? Así, hijo mío querido, no pidas un don tan fatal y formula un deseo mejor mientras estás a tiempo. ¡Mira el temor que se pinta en mi rostro! ¡Oh, si a través de mis ojos pudieses penetrar en mi angustiado corazón de padre! Reclama el que quieras de todos los demás bienes del Cielo y la Tierra. ¡Te juro por la Estigia que será tuyo! ¿Por qué me abrazas con esta fogosidad?

Pero el mozo no cejó en su petición, y el padre había pronunciado el sagrado juramento. Por consiguiente, tomando al hijo de la mano, condújole al carro del Sol, magnífica obra de Hefesto. El eje, la lanza y las llantas de las ruedas eran de oro, de plata los radios; refulgía el yugo de gemas y crisolitos. Mientras Faetonte se extasiaba ante el maravilloso trabajo, abríase en el rosado oriente la purpúrea puerta de la aurora y su vestíbulo, cuajado de rosas. Las estrellas se extinguen paulatinamente; Lucifer es el último en abandonar su puesto del Cielo, mientras se desvanecen los cuernos de la luna.

Dio entonces Helios a las aladas Horas la orden de enganchar los caballos; van ellas a buscar los fogosos animales, nutridos de ambrosía, a su fastuoso establo y les ponen los soberbios arneses. Entretanto, el padre untaba el rostro de su hijo de un milagroso ungüento que le permitiría resistir la ardiente llama. Púsole en torno a la cabeza su propia aureola, aunque suspirando, y en tono de advertencia le dijo:

Hijo, no abuses del acicate, y maneja la brida con firmeza; pues los corceles bastante corren ya de por sí, y el trabajo está en detenerlos en pleno galope. La senda es oblicua y describe un vasto arco; debes evitar así el polo Sur como el Norte. Sigue siempre las huellas de mis ruedas. ¡No desciendas demasiado, podrías incendiar la Tierra; no te eleves demasiado, no fuera que prendieses fuego al Cielo! Anda, las tinieblas se alejan, empuña la brida; o... aún estás a tiempo. Recapacita, hijo mío; déjame a mí el carro; ¡deja que sea yo quien dé la luz al mundo y limítate tú a recibirla!

No pareció el doncel oír las palabras de su padre. Montó de un brinco en el carro, gozoso de sujetar las riendas con sus manos, y dio las gracias a su angustiado progenitor con un gesto breve y afectuoso. Mientras, los cuatro alados corceles llenaban el aire con sus ardientes relinchos, y sus cascos inquietos golpeaban las barreras. Tetis, la abuela de Faetonte (1), que ignoraba el destino de su nieto, abriólas, y el mundo infinito se desplegó ante los ojos del muchacho; los caballos emprendieron la carrera cuesta arriba dispersando la niebla matinal que se acumulaba ante ellos.

Pero los animales se daban perfecta cuenta de que no arrastraban la carga habitual y de que el yugo era más liviano que de costumbre; y de modo semejante a los barcos que se tambalean en el mar cuando no llevan el lastre debido, así también el carro daba tumbos en el espacio, recibía impulsos hacia arriba y rodaba locamente, cual si estuviese vacío. Al observar eso el tronco de bridones, emprendió el galope apartándose de los espacios trillados y perdiendo el rumbo habitual. Faetonte empezó a temblar; no sabía cómo dirigir las bridas, desconocía la ruta e ignoraba el modo de domeñar las bestias embravecidas.

Cuando el desventurado, desde las alturas del Cielo, dirigió la mirada hacia abajo y divisó en las honduras la extensión de las tierras, palideció y las rodillas empezaron a temblarle de súbito terror. Miró hacia atrás; había ya mucho cielo a sus espaldas, pero aún más lo había por delante. En su mente midió la extensión de uno y otro. No sabiendo qué hacer, clavados los ojos en el infinito, ni soltaba las riendas, ni tampoco las mantenía tirantes. Quiso llamar a los corceles, pero ignoraba sus nombres. Contemplaba horrorizado las diversísimas constelaciones que, en caprichosas figuras, vagaban por los cielos. Entonces, presa de gélido espanto, abandonó las riendas, y los caballos, al sentirlas tocar laxas sus lomos, dejando de obedecerlas, lanzáronse de través por regiones desconocidas del espacio, tan pronto elevándose como hundiéndose en el abismo; ora chocando con las estrellas fijas, ora precipitándose, por escarpados senderos, hasta los espacios vecinos de la Tierra. Tocaban ya la primera capa de nubes, que no tardó, abrasada, en despedir vapores. Cada vez se hundía más el carro, y de improviso se encontró ante una alta cordillera.

Sufría el suelo de aquel calor tórrido y se agrietaba; y al secarse bruscamente todos los jugos, comenzó a arder. La hierba de los prados se puso amarillenta y se marchitó. Más abajo inflamóse el follaje de los árboles de la selva; pronto el ardor llegó a los llanos. Quemáronse los sembrados, las llamas devoraron ciudades enteras; los países sucumbían abrasados con todos sus habitantes. Todo alrededor ardían las colinas, los bosques y las montañas. Debió de ser entonces que los moros se volvieron negros.

Agotáronse los ríos o retrocedieron espantados a sus fuentes; el propio mar se encogió, y lo que poco tiempo atrás fuera océano se trocó en áridos arenales.

Por todos lados veía Faetonte la Tierra encendida, y muy Pronto él mismo sintió un calor intolerable; como desde el fondo de una fragua, respiraba aire ardiente y bajo sus plantas sentía la quemazón del carro. No podía ya soportar el vapor ni las cenizas que proyectaba el suelo incendiado; rodeábanle la humareda e impenetrables tinieblas. El tronco, alocado, no podía ya dominarse. Finalmente, el fuego prendió en su cabellera, él se precipitó del carro y, ardiendo, rodó arremolinado por el aire, como a veces vemos una estrella cruzar el Cielo sereno. Lejos de su patria acogióle la amplia corriente del Erídano, en la que se sumergió su rostro humeante.

Helios, el padre, que hubo de contemplar todas aquellas escenas, cubrióse la cabeza, sumido en meditativa aflicción. Entonces, dícese, transcurrió un día terrestre sin la luz del sol. Sólo resplandecía el monstruoso incendio (2).

Fue esposa de Océano y madre de Clímene, que a su vez lo fue de Faetonte.

Unas náyades piadosas sepultaron el cuerpo mutilado del desventurado joven. Climent, la madre inconsolable, estuvo llorando con sus hijas, las Heliadas o Faetónidas, por espacio de cuatro meses, hasta que las cariñosas hermanas fueron transformadas en álamos y sus lágrimas en ámbar.