Leyendas - Europa

- Ven conmigo, preciosa — decíale la extranjera —. Te conduciré como botín a Zeus, el que blande la égida. Así lo han dispuesto los hados

Europa

En la tierra de Tiro y Sidón creció la virgen Europa, hija del rey Agenor, en el profundo retiro del palacio paterno. Hacia media noche, a la hora en que los sueños que no mienten visitan a los mortales, el Cielo le envió una singular visión. Ocurriole que se le aparecieron dos continentes bajo forma de mujer: Asia y el que se le enfrenta y empezaron a pelearse por ella. Una de las mujeres tenía figura de extranjera; la otra —y ésta era Asia— parecíase, por el aspecto y los gestos, a una indígena. Luchaba ésta con solícito afán por su hija Europa, declarando que era ella quien la había dado a luz y amamantado. Pero la mujer extraña la sujetaba con fuerte brazo, como si fuera su presa, y al fin se la llevó, sin que Europa pudiera, en su interior, ofrecerle resistencia.

Ven conmigo, preciosa —decíale la extranjera—. Te conduciré como botín a Zeus, el que blande la égida. Así lo han dispuesto los Hados.

Despertóse Europa con el corazón palpitante y se incorporó en el lecho, pues aquel sueño nocturno había sido claro como la visión del día. Largo rato permaneció sentada, inmóvil, la mirada fija ante sí, pues ante sus desorbitados ojos creía ver aún a aquellas dos mujeres. Sólo al cabo de buen espacio se abrieron sus labios en angustioso monólogo:

  • ¿Qué celestial —preguntóse— me ha enviado esta visión? ¿Qué sueños maravillosos me han asustado cuando dormía dulcemente y segura en la morada de mi padre? ¿Quién era la extranjera que vi en sueños? ¿Qué anhelo prodigioso por ella se agita en mi corazón? ¡Con qué cariño vino a mí y, al llevarme por la fuerza, con qué maternal mirada me sonreía! ¡Quieran los dioses inmortales convertir en bueno el presagio de este sueño! Había llegado la mañana; la clara luz del día borró del alma de la doncella el nocturno reflejo del sueño, y Europa se levanto para entregarse a sus quehaceres y placeres de su vida de muchacha. Pronto tuvo en su torno a sus compañeras de edad y de juego, hijas de las casas más ilustres, que solían tomar parte en sus coros y danzas, sacrificios y paseos. Acudieron también aquel día para llevarse a su señora por los prados floridos junto al mar, donde acostumbraban a reunirse en tropel las muchachas de la comarca para gozar del perfume de las flores y del rumor de las olas. Todas las jóvenes llevaban vestidos apuestos, bordados de flores; la misma Europa se había puesto un traje maravilloso, todo él bordado en oro y lleno de motivos sacados de las leyendas olímpicas. La prenda más valiosa era obra de Hefesto, antiquísimo regalo que Posidón, el que hace temblar la Tierra, había hecho a Libia, cuando la había solicitado en matrimonio. De su posesión había ido pasando de mano en mano, como prenda hereditaria, hasta llegar a la casa de Agenor. Ataviada con este vestido de novia, avanzaba presurosa la graciosa Europa al frente de sus compañeras, camino de los prados de la orilla, cuajados de multicolores florecillas. El grupo de doncellas se dispersó alegremente en todas direcciones, cada una en busca de una flor que fuese de su agrado. Ésta cogía el brillante narciso, aquélla se sentía atraída por el balsámico jacinto, una tercera optaba por la violeta de suave perfume; otra, a su vez, se prendaba del aromático serpol, y otras elegían el azafrán, de atrayente amarillo. Y así corrían las mozas de un lado a otro. Europa, empero, no había tardado en encontrar lo que buscaba: allá se estaba, de pie, semejante a la diosa del amor entre las gracias, sobresaliendo entre sus compañeras, sosteniendo en la mano alzada un ramillete de ardientes rosas.

Cuando hubieron recogido las flores suficientes, echáronse las doncellas, la princesa en el centro, sobre el césped y comenzaron a tejer guirnaldas con el propósito de colgarlas luego en los verdes árboles en obsequio de las ninfas del prado. Pero no iban a disfrutar mucho tiempo con sus flores; en la tranquila existencia de la joven Europa se introdujo de pronto el Destino que le predijera el sueño de la noche anterior.

Zeus, el Crónida, había sido herido por los dardos del dios del amor, únicos capaces de derribar al indomable padre de los dioses, y había quedado turbado ante la belleza de Europa. Temiendo, sin embargo, las iras de la celosa Hera, y no creyendo poder turbar la inocencia de la virgen, el taimado dios ideó una nueva treta. Cambió la propia figura en la de un toro; pero ¡qué toro! No como el que pasta en los prados comunes o se doblega bajo el yugo para tirar de las cargadas carretas; no, sino corpulento, de apuesta figura, robustos los músculos del cuello, y el corvejón poderoso; los cuernos eran gráciles y pequeños, como torneados a mano, y transparentes cual purísimas joyas. Dorado era el color de su cuerpo; sólo en la frente brillaba una mancha argéntea semejante al curvado cuerno de la luna creciente; los ojos, azules, se revolvían en las órbitas, centelleantes de pasión. Antes de efectuar esta metamorfosis, Zeus llamó a Hermes al Olimpo y, sin descubrirle nada de sus intenciones, le dijo: « ¡Apresúrate, hijo querido, fiel ejecutor de mis mandatos! ¿Ves allá abajo aquel país, a la izquierda? Es Fenicia. Dirígete a él y conduce a la orilla del mar el ganado del rey Agenor, que encontrarás paciendo en los prados del monte».

Pocos minutos después, el dios alado, obediente a las indicaciones de su padre, encontrábase en las montañas cubiertas de pastos de Sidón y guiaba los rebaños del Rey, entre los cuales se ocultaba, sin sospecharlo Hermes, Zeus transformado en toro, monte abajo hacia la designada orilla» al prado precisamente donde la hija de Agenor jugaba despreocupada con las flores, rodeada de las doncellas de Tiro.

La boyada se dispersó por los prados, lejos de las muchachas; sólo el hermoso toro en que se ocultaba el dios se aproximó al montículo de césped donde estaban sentadas Europa y sus amigas. Avanzó altivo por entre la jugosa hierba; ninguna amenaza se reflejaba en su frente, ni inspiraban temor las centellas de sus ojos: todo su aspecto irradiaba mansedumbre. Europa y las demás doncellas admiraban la noble figura del animal y su actitud apacible, hasta el punto de que les entraron deseos de contemplarlo de cerca y acariciar su brillante lomo. El toro pareció adivinarlo, pues que fue acercándose cada vez más hasta situarse junto a Europa. Ésta se puso en pie de un salto y retrocedió unos pasos, pero viendo que el animal se paraba con aire manso, cobró ánimo y, acercándosele, levantó el ramo de flores hasta su boca espumeante, de la que se exhalaba un hálito de ambrosía. El toro lamió, lisonjero, las flores que le ofrecían y la delicada mano de la doncella que, después de secarle la espuma, se puso a acariciarle tiernamente. Cada vez más encantador le parecía a la doncella el apuesto animal; tanto, que atrevióse a imprimir un beso en su fúlgida frente, a lo que la bestia dejó oír un gozoso mugido, no el ordinario mugido de los demás bueyes, pues que sonó como la nota de una flauta lídica cuando resuena en un valle rodeado de montañas. Echóse luego a los pies de la hermosa princesa y mirándola anhelante, inclinó ante ella la cerviz y le mostró el amplio lomo. Entonces Europa dijo a sus amigas, las doncellas:

—Acercaos, queridas compañeras, nos subiremos a las espaldas de este hermoso toro y nos divertiremos con él: pienso que cabemos las cuatro holgadamente, como en una espaciosa barca. ¡Parece tan apacible y tan manso, y es tan distinto de los demás toros! ¡En verdad que tiene el entendimiento de un ser humano y no le falta sino el habla!

Y así diciendo, tomó de manos de sus compañeras las guirnaldas, una tras otra, y adornó con ellas los cuernos bajados del toro; después, sonriendo, abalanzóse hacia su espalda, en tanto que sus amigas la miraban vacilantes e indecisas.

Cuando el toro hubo logrado su propósito, incorporóse de un brinco. Al principio echó a caminar despacito, con la doncella a cuestas; no tanto, sin embargo, que las mozas pudieran mantenerse a su paso. Pero cuando hubo dejado ya los prados a su espalda y llegado a la desnuda playa, emprendió veloz carrera de modo que no semejaba un toro al trote, sino un alado corcel. Y antes de que Europa pudiese darse cuenta de la situación, lanzóse al mar de un salto y, nadando, adentróse en las aguas con su botín. La muchacha se agarraba con la mano derecha a uno de los cuernos, mientras con la izquierda se sostenía sobre el lomo; el viento hinchaba sus ropajes como una vela. Angustiada dirigía ella los ojos hacia la tierra que iba alejándose, y en vano llamaba a sus compañeras; el agua rodeaba al bogante toro, y para protegerse de las olas impetuosas, la doncella encogía temerosa las piernas. Pero el animal seguía nadando cual una nave; pronto hubo desaparecido la orilla; púsose el sol, y en la penumbra de la noche ya no distinguió la desventurada virgen a su alrededor más que ondas y estrellas.

Y así prosiguió el viaje; levantóse el sol de nuevo; durante todo el día siguió Europa flotando en medio del oleaje inmenso, montada sobre el toro, el cual cortaba las aguas tan hábilmente, que ni una sola gota mojaba su preciada presa. Por fin, al anochecer, llegaron a una playa lejana. El toro saltó a tierra, y depositando dulcemente a la virgen al pie de un frondoso árbol, desapareció de su vista, dejando lugar a un hombre majestuoso, de aspecto semejante a los dioses, quien le declaró que era el soberano de la isla de Creta y que la protegería si ella no se negaba a hacerle feliz. Europa, en su triste desamparo, tendióle la mano en signo de conformidad, y Zeus logró el fin de sus deseos. Luego se esfumó también, como había venido.

Europa despertó de un largo sopor, cuando ya el sol matutino se hallaba en el cielo. Miró en torno a sí con ojos confusos, como buscando la tierra natal. « ¡Padre! ¡Padre! —gritaba con voz dolorida, y tras un momento de recapacitación prosiguió en sus lamentos—: Hija abyecta que soy, ¿cómo me atrevo ni siquiera a pronunciar el nombre de mi padre? ¿Qué locura me hizo olvidar el amor filial? —Y volviendo a reflexionar, y como tratando de recordar los hechos, preguntóse—: ¿Cómo he venido hasta aquí? La muerte es demasiado leve para un delito como el mío. Pero, ¿estaba en mis cabales y estoy llorando un verdadero ultraje? No; no hay duda de que soy inocente de todo y que mi espíritu es víctima de una pesadilla que disipará el sueño matinal. ¡Cómo podría haber preferido irme flotando por las olas infinitas a lomos de un monstruo, a seguir cogiendo flores en mi apacible seguridad!».

Así dijo, y se pasaba la mano abierta por los ojos, como para borrar aquel sueño abominable. Pero cuando miró a su alrededor, todos los extraños objetos continuaban inalterados; rodeábanla árboles y rocas desconocidas, y un oleaje siniestro proyectaba sus espumas, al romper en los acantilados, sobre una playa jamás vista.

— ¡Ah, si me topase ahora con ese toro execrable —clamaba la doncella, presa de desesperación—, cómo lo apartaría de mil ¡No descansaría hasta haber destrozado los cuernos del monstruo que tan admirable me parecía hace un momento! ¡Vano deseo! Después que he abandonado impúdicamente mi patria, ¿qué me queda ya sino morir? Si no es que todos los dioses me han abandonado, ¡enviadme, oh celestiales, un león, un tigre! Tal vez le incite la plenitud de mi hermosura y no tendré que aguardar a que el hambre horrible se cebe en estas lozanas mejillas. Pero no se presentó ninguna fiera; sonriente y apacible se extendía la desconocida tierra ante ella, mientras el sol brillaba en un cielo radiante. Como acosada por las furias levantóse de pronto la desvalida doncella.

— i Mísera Europa! —exclamó—, ¿no oyes la voz de tu padre ausente que te maldice, si no pones fin a tu afrentosa existencia? ¿No te muestra acaso aquel fresno, del cual puedes ahorcarte con tu cinturón? ¿No te señala aquella aguda peña desde cuya cima un salto te sepultará en el mar embravecido? ¿O tal vez prefieres servir de concubina a un príncipe bárbaro y vivir hilando, día tras día, la lana que se te ordene, tú, la hija de un alto rey?

Así se lamentaba la desvalida e infortunada muchacha, llena de ideas de muerte y sin encontrar en sí el valor de morir, cuando de pronto percibió a su espalda un rumor burlón y solapado que la hizo volverse curiosa y sobresaltada. Y he aquí que vio, en un resplandor supraterreno, a la diosa Afrodita, de pie delante de ella, llevando a su lado a su hijito, el dios del Amor, con el arco bajado. Pasó una sonrisa por los labios de la diosa, la cual dijo luego:

¡Cesa en tu enojo y en tus querellas, bella muchacha! El odioso toro vendrá y dejará que le destroces los cuernos. Fui yo quien te envié el sueño en tu casa paterna. Pero consuélate, Europa. Es Zeus quien te ha raptado; eres la esposa terrenal del dios invencible. Tu nombre será inmortal; ¡pues el ignoto continente que te ha acogido se llamará en adelante Europa! (1).

(1) Los hijos de Zeus y Europa fueron los poderosos y sabios reyes Minos y Radamante, que a su muerte, fueron elevados en los infiernos a la dignidad de jueces de los difuntos. Un tercer hijo se llamó Sarpedon, que llegó a avanzada ancianidad y murió siendo rey de Licia, en Asia Menor.