Leyenda de la Bacante ©

Fantasía en un lugar hecho de agua, luz y Piedra.

Leyenda de la Bacante

Visitaba un lugar querido, un Parque Natural en el que los juegos del agua al precipitarse en numerosas cascadas componían una sinfonía de salvaje belleza. La tarde iba cayendo, y la luz crepuscular teñía todo el lugar de una misteriosa luz rojizo/dorada, que encendía los sentidos e invitaba a disfrutar la salvaje sensualidad de la Naturaleza.

Y entonces la ví: su esbelto y moreno cuerpo, apenas cubierto por un vaporoso y sensual vestido, casi una corta túnica, que sólo cubría lo justo para que la sociedad bien pensante no la persiguiera, se destacaba contra el plateado cortinaje de la gran cascada a su espalda. Al principio no entendí bien qué pretendía, creí que se había perdido y que confusa, estaba a punto de precipitarse en el profundo lago en el que la caída del agua, tras rebotar en un reborde de la roca y formar una exquisita gruta, terminaba desplomándose. Interpreté erróneamente el brillo de sus enormes ojos y me acerqué, creí, a socorrerla.

Cuando adelanté una mano, caí en la cuenta de mi error. Sus inmensos ojos reían, igual que su boca, al tiempo que las gotas de aquella incesante lluvia, la mojaban de arriba abajo, adhiriendo el suave vestido a su cuerpo como una segunda piel, y desvelando todos sus prodigiosos encantos. Al ver mi gesto y mi expresión de terror, se echó a reir con más fuerza, y mientras una de sus manos asía la mía, ya desesperada, la otra desabrochó no sé qué oculta fíbula que sujetaba su etérea vestimenta, y ésta fue arrastrada hasta su pies por el agua, quedando allí ella, victoriosa, inmortal, escultural y prodigiosamente desnuda. Su mano me atrajo hacia sí, la otra acarició mis sienes y durante unos segundos (¿o fueron unos siglos?) nuestras bocas se unieron como nunca antes lo habían hecho, nuestras lenguas se abrazaron hasta el infinito, nuestros dientes tintineaban cuando se encontraban entre sí, nuestros alientos se mezclaban hasta respirarnos el uno al otro. No se cómo, mi torpeza fue suplida por su sabiduría, y al instante yo estaba también desnudo como nací, recibiendo ambos el bautismo del agua pura, del sexo alegre, del placer compartido. Las manos se buscaban ávidas, deteniéndose en cada rincón del otro que respondía sus caricias, las bocas también recorrieron todas las anfractuosidades del cuerpo amado, todos los exquisitos lugares donde el placer se escondía y volaba con un suspiro al ser alcanzado. No hubo un milímetro de su piel que yo no recorriera. No hubo una pulgada de la mía que ella no visitara. Y cuando el estruendo del agua ahogó nuestros gemidos, los cuerpos decidieron ellos solos que no podían ya más seguir separados. Nuestra unión fue tierna y salvaje, fugaz y eterna, consciente y desesperada. El agua resbalaba por nuestros cuerpos y nuestros miembros, mientras la luz del Poniente arrancaba de las gotas que contra nosotros se estrellaban, brillos de diamantes infinitos, irisaciones de luces del Paraíso.

Y cuando el último de rayo de Sol hendió la cascada victorioso, atravesándola hasta el fondo de su más recóndito secreto, fue nuestra fusión la más perfecta que pueda recordarse, y nuestro grito de entusiasmo apagó el estruendo del agua, provocó que los pájaros alzaran el vuelo presurosos, y nos derribó, vencidos en la más dulce derrota, por cuanto supone el triunfo de los dos.

Pasó un segundo, pasó un milenio. Y sólo se que de repente ella no estaba, que yo me encontraba empapado y desnudo, mientras los guardas del Parque voceaban para hacer salir a los rezagados, por lo que tuve que huir de allí sin mirar atrás.

No la volví a ver, pero años más tarde volví a aquel sitio, donde todavía se recuerda la leyenda de una ninfa del lugar que se aparecía y seducía a los visitantes, y se sitúa en una pequeña gruta, hoy seca, llamada de "la Bacante". Y al contemplarla, las formaciones rocosas creadas por el agua sobre las plantas milenarias, cobran vida y vuelvo a oir su risa, a ver sus ojos, a sentir su cuerpo y el agua que maternal nos abrazaba aquel día en que, sin saberlo, llegamos a ser dioses por un instante.