Lesbianas
Compartir piso de estudiantes con dos lesbianas cachondas que no paran de follar puede parecer el sueño de cualquiera; pero a veces las cosas no resultan como parecen, sobre todo cuando te pillan espiándolas en la cama...
Sus lenguas se enroscaron como dos carnosas, rosadas y húmedas serpientes, moviéndose y chupándose con frenesí, hasta enlazarse de manera que casi vulneraba las leyes físicas. Al tiempo, sus cabezas basculaban de un lado a otro, buscándose, besándose, lamiéndose y penetrando sus bocas hasta casi atragantarse, cuando las juguetonas puntas rozaron las campanillas. Sus cuerpos, jóvenes, tiernos y plenos de una incontenible energía, se movían al ritmo de la pasión ejecutando una sexual danza entre las arrugadas sábanas. Sus tersas pieles, tensas como la superficie de un tambor que apenas contuviera el magma que bullía en el interior de sus cuerpos, brillaban por el reflejo del sol que se filtraba entre las gastadas cortinas, simulando una constelación de minúsculas gemas adheridas a sus anatomías apetitosas.
Su ropa se desperdigaba por la habitación: una braga, un tanga, dos sujetadores, medias, calcetines, unos desgastados tejanos, una minifalda… prendas entremezcladas con caótica desidia sobre la alfombra, la mesita de noche barnizada en color caoba y la atestada silla de madera –en la que aguardaban más prendas listas para la plancha, un pequeño y brillante bolso de fiesta, otro más grande para ir a clase, una carpeta y algunos libros– situada en una esquina de la pared contraria a la de la puerta desde la que yo espiaba, agazapado, la excitante ceremonia amatoria de Estíbaliz y Araceli.
Acurrucado y en silencio, me había apostado en el pasillo, al abrigo de la oscuridad –las sombras reinaban en él a menos que encendieras la solitaria y amarillenta bombilla del techo–, delante de la estrecha abertura de la puerta entreabierta, mal pintada y peor barnizada. No habían cerrado por completo la habitación, como hacían en cada ocasión que follaban, convencidas de que yo estaría en la facultad toda la mañana. Creían disfrutar del piso para ellas solas. Y con eso contaba yo.
Una vez acabó la clase de primera hora, “Estadística Aplicada” –por dios, qué modorra–, me salté la siguiente soltando una excusa a los colegas e hice tiempo en el bar que hay a un par de manzanas del piso, tomando un café y un pincho de tortilla; estaba excitado como cuando de niño aguardaba para ir al cine o para montar en las barracas que montaban junto a la playa en verano. Calculé la hora a la que mis compañeras de piso se despertarían, ya a media mañana –ambas tenían, aquel curso, las clases por la tarde–, se desperezarían y desayunarían, antes de comenzar con las sesiones de sexo matinal a las que se dedicaban cada día hasta la hora de comer –lo había comprobado en alguna ocasión en que me había quedado en el piso para estudiar: no había forma de concentrarse; si quería trabajar en serio, más me valía largarme a la biblioteca o seguro que no aprobaría aquel curso ni una asignatura.
En fin, cuando supuse llegado el momento abandoné el bar y me dirigí al edificio donde teníamos alquilado el apartamento, en una de las transversales que cruzaban la antigua ladera frente al campus, atestada de filas de bloques de pisos, todos iguales y cada uno más feo que el siguiente. Una vez subí las escaleras –me abstuve de coger el ascensor pese a vivir en el cuarto, para que no me delatara el ruido–, abrí con todo el sigilo posible la puerta, atento a los sonidos del interior y con una excusa preparada por si Araceli y Estíbaliz aún no estaban metidas en el cuarto y dedicadas a sus placenteros ejercicios mañaneros.
Era aquel el típico piso de alquiler para estudiantes, parte de un envejecido inmueble construido en pleno desarrollismo, allá por los sesenta o setenta, al que el paso del tiempo había evidenciado todos sus defectos constructivos –mala orientación, desafortunada distribución, frío invernal y calor estival, humedades, muros sin ninguna insonorización–; y, por supuesto, estéticos: puro feísmo. Además, en el piso, dedicado durante años, quizás décadas, a ser alquilado a estudiantes durante el curso académico, sus propietarios no se habían molestado mucho –por no decir nada– en adecentarlo, como delataba su mobiliario, tan antiguo como el propio bloque, e igual de antiestético.
Cuando oí sus voces, risitas y suspiros, certificando que ambas se hallaban en la habitación de Estíbaliz –era la que tenía la cama más grande–, recorrí el pasillo en silencio, moviéndome como si caminara por un terreno infestado de minas –lo que hizo sentirme algo ridículo– y me aproximé a la puerta para descubrir que acababan de comenzar a enrollarse. Acerté calculando el tiempo. Ahora, sus respectivas manos recorrían sus cuerpos, acariciando con delicada ansiedad aquellas preciosas orografías en movimiento. Un paisaje de interminables curvas, blandas y jugosas, de concavidades y convexidades fusionadas hasta aparentar un solo ente de vibrante sexualidad, en el que no resultaba fácil distinguir dónde comenzaba un cuerpo y acababa el otro.
Sus dedos, finos y largos los de Estíbaliz, regordetes y de cuidada manicura los de Araceli, recorrían los meandros que formaban hombros, brazos y clavículas, pezones, senos y abdómenes, caderas, muslos y pubis. Lentas y cadenciosas, las manos de una y de la otra descendían la ladera de sus montes de venus, realizando un corto rodeo acariciando ingles, muslos y glúteos, para desembocar en los coños abiertos, mojados y palpitantes. Y todo ello sin separar sus labios, besándose, chupándose y succionándose en un beso interminable, como si quisieran devorarse entre sí: introducirse cada una dentro de la boca de la otra.
Con la habilidad ganada –sin duda– mediante la práctica tanto de la autoexploración sexual –de numerosas pajas, vaya– como del placer compartido –sus numerosos polvos, entiéndase–, se abrieron la una a la otra sus respectivas vulvas, apartando los henchidos labios mayores para disfrutar –¡oh, maravilla!– de la gloria de sus hendiduras, carnosas y apetecibles. Una a la otra se estimularon los pequeños y erectos botones de sus clítoris, entre gemidos, jadeos y suspiros.
Mi polla, dura y palpitante, se apretaba punzando el rígido tejido de la bragueta de los tejanos, mientras un tibio sudor mojaba mi frente, adhiriendo los mechones del flequillo a la piel; lo notaba gotear a lo largo de mi espina dorsal hasta el coxis e introducírseme por la raja del culo. Sentía una incontenible necesidad de liberar mi verga de su prisión de tela, abrir la puerta de un golpe, masturbarme compulsivamente delante de ellas y correrme hasta que la última gota de mi leche embadurnara la piel de aquellas dos golfas que me hacían enloquecer a diario; demostrarles el volcánico instinto que lograban desatar en mi interior.
Pero lo único que hice fue continuar fisgoneando como un patético pervertido el lúbrico espectáculo que escenificaban ante mis ojos.
Tras largos minutos acariciándose, pellizcándose y sobándose pezones, labios mayores y menores, clítoris y anos, ambas se tumbaron sobre la cama, de lado, cada una con el rostro frente al pubis de la otra, dispuestas a devorarse las entrepiernas. Entre risitas, aproximaron cada una su boca al coño de la otra para juntar labios con labios, besándose, lamiéndose, chupándose y mordiéndose con pasión. Aunque pareciera increíble, mi polla aún logró endurecerse más, hasta el extremo de que la bullente sangre que bombeaba dentro de sus venas y capilares pareciera a punto de hacerla reventar y expandirse como un geiser.
Estaba ya a un paso de sucumbir a la irrefrenable pulsión que me dominaba y aliviar la presión de la caldera que ardía incandescente dentro de mis testículos, cuando ocurrió. Quizá escuchó mi respiración al otro lado de la puerta; o puede que intuyera algo, un presentimiento, la sensación de sentirse observada, una señal de alarma que atrajera su atención hacia donde yo me encontraba apostado. No lo sé. El caso es que Estíbaliz, con su boca aún hundida en el coño de Araceli y la piel de su cara brillante por la mezcla de saliva y jugos vaginales de su amante, alzó la mirada hacia la abertura de la puerta. El corazón me dio un vuelco, todo mi cuerpo se tensó y el ardoroso frenesí que me recorría venas, músculos y tendones se tornó de súbito en un frío helador. De cien a cero grados en menos de un segundo.
Como un relámpago, por mi cabeza cruzó la escena que ante ella yo representaría en ese momento: mi rostro desencajado emergiendo entre las sombras del pasillo, enmarcado en el entreabierto vano, con un incandescente brillo en mis dilatadas pupilas que bien podría confundirse con el oscuro destello de una mente perturbada, la de algún tipo de sátiro vicioso o psicopático.
Nos sostuvimos la mirada un instante que me pareció una eternidad, durante la cual la flecha del tiempo se había detenido en pleno vuelo. Lo perturbador fue que Estíbaliz pareció no alterarse en absoluto –en contraste con mi acelerado corazón, al borde del pánico–, persistiendo con fruición en su cunnilingus mientras continuaba sosteniéndome la mirada, como si de alguna forma me ofrendara aquella excitante representación.
Después bajó la mirada y siguió concentrada en su maniobra bucal, como si nada hubiese ocurrido. Su gesto había sido tan indescifrable para mi joven y enfebrecida mente, y en tan inusual situación se había comportado con tal naturalidad, sin sobresaltos ni muestra de sorpresa alguna, extrañeza o enfado, que llegué a dudar de que en realidad me hubiese visto apostado tras la puerta. Quizá estaba tan concentrada en su sesión amatoria que no se había percatado de mi presencia.
Pero no. Me engañaba: el cruce de miradas había sido real y el leve destello de reconocimiento en sus pupilas también. Por mucho que me aferrara a la tonta esperanza, no había duda de que había sido descubierto como un vulgar voyeur. Me di cuenta de que en cuestión de un segundo mi excitación se había disipado, mi libido se había derrumbado como una precaria torre de naipes y la inflexible erección que saturaba mi entrepierna había cedido ante una vergonzosa flacidez. Azorado y tras unos instantes de parálisis, mientras escuchaba continuar la danza de cuerpos temblorosos y anhelantes dentro de la habitación, cual lejano espejismo, me aparté de la puerta y recorrí el pasillo en una especie de estado de shock, hasta desembocar en la cocina.
Mi cabeza giraba como un carrusel saturado de preguntas y temores. ¿De verdad Estíbaliz me había visto? ¿Por qué no había reaccionado, entonces? ¿Y qué haría una vez la pasión se disipara y tuviera ocasión para reflexionar? ¿Y yo? ¿Qué podría decirle? ¿Cómo explicárselo? ¿Y qué ocurriría después? ¿Cómo continuar compartiendo piso? ¿Debería abandonarlo con el rabo entre las piernas –nunca mejor dicho–, arrastrando el estigma de vulgar mirón? ¡Dios, demasiadas preguntas para una mente postpuber enfebrecida por el sexo!
Respiré hondo para tratar de calmarme, observando a través de la ventana. Desde luego no eran las mejores vistas: la cocina daba al patio interior del edificio, largo, oscuro y poco más ancho que un tubo de chimenea que entre todos habíamos convertido en un vertedero alternativo; su fondo siempre estaba lleno de restos de comida, peladuras, pieles de plátano y prendas desparejadas –caídas de los tendales y que nunca parecían tener dueño–. La proximidad de las numerosas viviendas que en él se apiñaban –casi se podía tocar con la mano el alfeizar de enfrente– convertía el angosto espacio en una auténtica “radio patio”, ideal para un jugoso marujeo.
Sumergido en las turbulentas aguas de mis pensamientos oí pasos haciendo crujir el suelo del pasillo. Una punzada de pánico me asaltó: una de las chicas había abandonado la habitación y venía hacia la cocina.
Basculé entre la parálisis y la hiperactividad, intentando deducir cuál era la mejor estrategia: que me encontrara parado en medio de la cocina con un evidente gesto de culpabilidad en el rostro o atareado en cualquier actividad que me permitiera disimular mi azoramiento y justificar mi presencia en la casa. Me decidí por aproximarme a la cafetera y servirme una taza de los restos del viscoso líquido negruzco que ni siquiera calenté. Cuando la oí entrar simulé que me afanaba por rasgar el plástico de un sobao. Me di la vuelta con la taza en la mano procurando aparentar naturalidad, mientras mi corazón se empeñaba en trotar desbocado.
Desde el vano me observaba Estíbaliz, apoyado su hombro en el marco y una sonrisa irónica en los labios. Con la melena castaña revuelta, solo llevaba puestas unas bragas color lila que se adherían como un tatuaje a la suave curva de su pubis, delineando la forma de los labios de su vagina, y una camiseta de tirantes que descubría un plano abdomen y el brillo del piercing que lucía su perfecto ombligo. Dentro de la tela, sus pechos basculaban libres de sujetador, permitiendo intuir la forma de sus pezones, aún erectos. En los pies lucía unos altos y alegres calcetines de franjas rojas y negras.
–Ah, hola –acerté a decir intentando sostener su mirada.
–Hola, compañero –me contestó manteniendo su sonrisa ladeada.
Cruzó los brazos sobre su pecho, lo que provocó que sus senos se apretaran uno contra el otro, dibujando un largo y deseable canalillo en el escote.
–¿No tenías clase hoy?
–¿Eh? –di un trago al desagradable y frío líquido– Ah, sí. Pero Estadística es un coñazo –improvisé con escaso talento–. Me estaba agobiando, así que me he largado y he vuelto para… desayunar algo.
Cuanto más hablaba menos creíble me resultaba a mí mismo, y más idiota me sentía. Apenas lograba sostener la mirada de Estíbaliz, pero el brillo de sus ojos sugería que estaba divirtiéndose con mi azoramiento. Además, según soltaba mi balbuceante discurso ella comenzó a aproximarse, despacio, lo cual agravó mi nerviosismo; al tiempo que yo, de manera casi inconsciente, retrocedía al mismo ritmo, hasta que el borde de la encimera contra mis riñones me detuvo.
Su cuerpo, semidesnudo, quedó a escasos milímetros del mío, casi rozándome, con su mirada clavada en la mía. Yo le sacaba una cabeza larga de altura, pero su palpitante sexualidad femenina dominaba de tal manera la estancia que me sentí pequeño, ridículo, menguante.
–¿Te ha gustado?
–¿Cómo? ¿Qué?
–Lo que has visto antes, en la habitación, mientras nos espiabas. ¿Te ha gustado?
–¡Ah! Eh. Oh…
Woody Allen no habría mejorado la colección de tontos balbuceos y tartamudeos que emití. La evidencia de sentirme descubierto, la crudeza y la naturalidad con la que Estíbaliz me lanzó la pregunta, sin atisbo de recriminación, censura u ofensa, el tono concupiscente de su voz y la erótica corporeidad de su anatomía –que yo deseaba desde que la conocí–, todo ello me paralizó. Al tiempo que no podía dejar de disfrutar de la creciente, casi física sensualidad que nos envolvía dentro de aquella avejentada y poco acogedora cocina. Las imágenes, aún frescas, de Estíbaliz follando con Araceli regresaron efervescentes a mi cabeza y un fuerte cosquilleo recorrió mi entrepierna; hube de poner toda mi voluntad para impedir una nueva erección.
Entonces, con toda naturalidad, pegó su cara a la mía y me besó. Yo, desconcertado, tardé unos instantes en reaccionar, mientras su lengua exploraba el interior de mi boca. Casi necesité pellizcarme para asegurarme de que aquello era real, de que mis deseos no habían logrado apoderarse de mi razón, viviendo aquel espejismo como una realidad virtual muy corpórea: la dulce humedad de sus labios, el delicioso culebreo de su lengua, el calor que desprendía su suave piel…
Reaccioné al fin, depositando la taza y el intacto sobao sobre la encimera, para poner mis manos sobre su espalda y comenzar, tímidamente, como si aún aguardara una reacción negativa por parte de Estíbaliz, a acariciarla. Ella, respondiendo de una manera mucho más decidida, deslizó las suyas por todo mi cuerpo, abrumándome con sus caricias y despertándome de mi estupor. Recorrí todas sus curvas, ascendí las elevaciones de sus pechos, acaricié las jugosas redondeces de sus glúteos apenas cubiertos para la escasa braguita y palpé su monte de venus sintiendo el rizado vello a través de la tela. Todo ello sin dejar de besarnos con una pasión creciente. ¿De verdad me estaba ocurriendo aquello a mí?
Como si quisiera disipar mis dudas, Estíbaliz buscó el botón de mi tejano para soltarlo y bajar la cremallera de la bragueta. Su mano derecha se sumergió en el interior de mis boxers y se aferró a mi polla, de nuevo erecta; la extrajo de los pantalones y comenzó a acariciarla, con ritmo creciente, hasta convertir sus movimientos en una masturbación. Desde luego, aquello se sentía muy real.
Oh, sí, años de práctica me han llevado a perfeccionar mi técnica onanística. Después de todo, ¿quién te conoce mejor que tú mismo? Nadie te hará una paja mejor que tú, pero… Más allá de la técnica, la habilidad, el talento y la práctica, el hecho de que te masturbe una mano ajena, una mano preciosa de una excitante mujer como Estíbaliz; el vértigo de que tu polla se halle a merced de una voluntad ajena, la incertidumbre de sus intenciones, sus deseos, el milagroso hecho de que esa tía esté dispuesta, deseosa incluso, y excitada con la idea de agarrarte la picha, de acariciarla, estrujarla y masajearla hasta lograr que te corras entre sus dedos; ¡ah!, eso le aporta un excitante matiz de calidad que uno mismo no puede lograr.
Así que, al pajeármela, cuanto más deslizaba la piel del prepucio sobre el capullo, atrás y adelante, cadenciosamente, cuanto más sentía la palma de sus manos y la piel de sus dedos recorriéndome el fuste, henchido y palpitante, más adhería yo mis labios a los suyos, con más fruición lamía el interior de su boca, más enroscaba mi lengua en la suya. Mis manos recorrían frenéticas todo su cuerpo, casi frustradas por no poder abarcar cada recodo, curva y meandro de su anatomía. Me recreé de nuevo con sus nalgas, descubiertas por la tela de la braguita que se había enroscado introduciéndose en la raja, levanté la goma de la prenda e introduje mis dedos debajo, siguiendo la suave y trémula curva del glúteo para sumergirme en el valle y buscar el carnoso anillo del ano. Jugueteé con él, lo acaricié para que se abriera e introduje la yema de mi dedo corazón. Ella respondió besándome con pasión renovada y acelerando su masaje sobre mi polla.
Yo guie mi otra mano alrededor de su cadera para alcanzar el pubis. Enredé mis dedos entre sus rizos y los introduje en el pliegue de sus ingles, antes de sumergirme en la tierna y palpitante sima de su vagina. Acaricié sus labios mayores, los abrí, recorrí los menores y busqué la capucha del clítoris. Utilizando el abundante jugo que segregaba aquella blanda sima, lo lubriqué para estimular el pequeño botón enraizado en una infinidad de terminaciones nerviosas que vibraban a mi contacto como las tensas cuerdas de una guitarra. Ella gimió complacida, premiándome con los movimientos de su mano alrededor de mi verga, avanzando y retrocediendo el prepucio, siguiendo con sus yemas el altorrelieve de mis venas, la tensa piel del frenillo y las estrías el hinchado glande.
El semen bullía en mis testículos, deseoso de desbordarse y emerger de la polla como un geiser. Todo mi ser era ya un volcán, magma incandescente a punto de entrar en erupción. Me encontraba a escasos segundos de alcanzar el clímax, de correrme en la mano de Estíbaliz y liberar así el semen dolorosamente acumulado en mis huevos desde que, esta mañana, comenzara a fantasear con mi sesión de voyerismo sin sospechar ni por un momento que culminaría de esta manera. Entonces, un instante antes de la explosión, la inesperada interrupción de una voz detuvo la mano de Estíbaliz y paralizó las mías. Y por segunda vez en aquella mañana, la curva ascendente de mi libido se vio cortada en seco para desplomarse como la gráfica de beneficios de la bolsa un viernes negro.
–¿Se puede saber qué coño estáis haciendo?
Miré hacia la puerta de la cocina para encontrarme con la casi desnuda figura de Araceli, quieta y erguida bajo el dintel, con sus largas piernas algo separadas, ambos brazos en jarras sobre sus caderas y gesto fiscalizador en el rostro. La única prenda que vestía era un apretado culote color celeste, que permitía admirar su cuerpo estilizado y atlético, moldeado por el deporte que practicaba a diario en el equipo de voleibol de la universidad. Una anatomía de caderas estrechas, hombros anchos y tetas pequeñas pero erguidas, firmes como piedras que desafiaran la fuerza de la gravedad y culminadas por dos pezones de oscura aureola. Los rasgos de su rostro, hermosos, adquirían sin embargo cierto punto andrógino por el gesto de seriedad, un punto desafiante, que casi siempre los dominaba; enmarcados por una corta melena teñida en su parte inferior por un rojo radiante.
Todo mi cuerpo se tensó –salvo mi polla, que hizo lo contrario–, aguardando la reacción de Araceli, la cual, lo admito, siempre me había acojonado un poco por su actitud de destroyer y esa mirada cortante como acero que de vez en cuando lanzaba contra el mundo. Más aún imaginando el cuadro que conformábamos ante sus ojos, con mi polla morcillona en la mano de su novia y la mía metida dentro de sus bragas, mientras con la otra le sobaba las tetas. No vi la manera de encajar una excusa del tipo: “esto no es lo que parece”.
Para mi sorpresa, Estíbaliz no se había alterado lo más mínimo; al contrario, la notaba relajada, casi sonriente, como una niña a la que hubieran sorprendido cometiendo una pequeña travesura sin trascendencia. Por un instante, incluso, creí que se iba a limitar a saludar a su compañera y continuar pajeándome con esa naturalidad suya con la que afrontaba cualquier situación.
Por el contario, se apartó de mí y caminó hacia Araceli con su particular y sensual sinuosidad, sonriendo al serio rictus de su amante.
–Te he preguntado qué estáis haciendo.
–Oh, vamos, cariño, no te pongas así. Solo estábamos jugando.
–¡Que no me ponga así! –su enfado me hizo dar un respingo– Me dejas sola en la cama diciéndome que tienes que ir al baño, me levanto para ver por qué tardas, te pillo aquí montándotelo con nuestro compañero de piso –lo pronunció casi como un insulto– y todavía tienes el valor de decirme que no me ponga así.
–Araceli, yo… –balbuceé de nuevo en busca de una excusa.
No me dejó continuar, callándome con una mirada afilada como una hoja de afeitar.
Estíbaliz elevó la mano y la posó sobre su mejilla; Araceli hizo ademán de apartar el rostro, pero permitió que le acariciara la piel. Obviando el gesto adusto de su amante, Estíbaliz aproximó su boca y la besó, mientras sus manos se deslizaban por el cuello, los hombros, la cintura y las caderas, para ascender de nuevo a través del abdomen hasta alcanzar los senos. La persistente actitud de disgusto de Araceli quedó desmentida por la evidente erección de sus pezones, los cuales no había sido capaces de resistirse a la habilidad de los dedos de Estíbaliz.
–Vamos, tontita –le dijo–, sabes que tú eres la única que me gusta. Solo estábamos jugando.
Araceli respondió haciendo mohines, pero distendió su cuerpo, permitiendo que la mano de Estíbaliz acariciara su pubis hasta posarse sobre el coño, cubierto por la ligera tela del culote. Entonces, Araceli la rodeó con sus largos brazos y se fundieron en un cálido abrazo. Ajenas a mi presencia, se fundieron en una marejada de caricias, sobeteos, besos y mordiscos. La mano de una se metió dentro de la braga de la otra, y viceversa, pajeándose mutuamente, mientras con sus manos libres se magreaban las tetas y se pellizcaban los pezones, entre gemidos y ronroneos. ¡Podría afirmar que cocinaban ante mí un espectacular bollo!
Gracias a ello, en un instante volví a ponerme como una moto. Mi polla, que aún colgaba fuera de mis pantalones, se puso ipso facto dura y erecta –ventajas de la erupción hormonal a flor de piel de la postadolescencia–, igual que una barra de carne y sangre ansiosa por hallar un orificio donde refugiarse. En aquel momento me habría resultado indiferente que un incendio se hubiese propagado por toda la cocina; ni me habría percatado. Solo tenía ojos para ellas; y oídos; y piel; y sexo… Ansiosas, desbocadas, insaciables, se follaban la una a la otra como si no hubiera un mañana; como si fuera su último y descomunal polvo.
Tal era la naturalidad y el desparpajo con que se magreaban, ajenas en apariencia a mi ansiosa presencia –esta vez sin necesidad de apostarme tras una puerta entreabierta–, que por un instante imaginé, fabulé, deseé que su desprejuicio fuera, ¡oh dioses!, una invitación a que participara de aquella demostración de libido desatada.
¡Al fin!, gritaba una voz en el interior de mi cabeza, ¡un trío! El deseo, el sueño que me había ilusionado y, al tiempo, devorado desde que Estíbaliz y Araceli me aceptaran como compañero de piso. ¿Y quién no lo hubiera hecho? Cuántas veces, tanto en las ocasiones en que las había espiado como en las que solo podía imaginar lo que hacían a puerta cerrada, en cuántas ocasiones había soñado despierto con la idea de que me invitaran a participar en sus interminables maratones sexuales. Evocaba como sus miradas y sus delicadas manos, volátiles como pequeñas y coquetas aves, me atraían hacia ellas como hicieran las sirenas con Ulises, aunque yo no tenían intención alguna, llegado el momento, de atarme a ningún mástil para “salvarme” de ser devorado por ellas.
Fantaseaba con que me acogían entre sus brazos y permitían que mi temblorosa y emocionada piel rozara con las suyas, cálidas y vibrantes. Mis manos, tímidas y aún dubitativas, se deslizaban por el arco de sus espaldas siguiendo el surco de sus columnas vertebrales hasta desembocar en la profunda hendidura que formaban sus firmes y jugosas nalgas. Exploraba su cálido interior, un estrecho y húmedo valle hasta alcanzar sus granulados anillos, para introducir en ellos las yemas de mis dedos y estimular los estrechos orificios, arrancando de ambas gemidos similares a maullidos de gatas en celo.
Al tiempo, las manos de ellas se alternaban entre las familiares caricias sobre sus cuerpos íntimamente conocidos en múltiples sesiones amatorias, en sucesivas e interminables folladas, y la exploración de mi paisaje anatómico, novedoso, desconocido para ellas. Recorrían mi torso, mis hombros, mi espalda; se deslizaban sobre mi abdomen, mi rizado pubis, mis estrechos glúteos –tensos como rocas por la excitación–; confluían en mi polla, dura y feliz por la promesa de la catarata de sensaciones y placeres que desencadenarían los jóvenes pero experimentados cuerpos de ambas chicas: con sus curvas, recovecos y orificios, con los dedos de sus manos, de sus pies, con sus labios, sus lenguas, sus dientes… Habría de realizar un sobrehumano esfuerzo de concentración para contener un explosivo e involuntario orgasmo cuando una y la otra se alternaran para pajearme sin piedad.
A continuación, cual dos sumisas sacerdotisas postrándose ante una lúbrica deidad para presentar sus exvotos, ambas se arrodillaban ante mí.
Estíbaliz sujetaba mi polla por el fuste, cerrando sus dedos alrededor de mis testículos, para introducirse hábilmente el miembro en su boca, rodeándome de una indescriptible sensación de cálida humedad, como si mi verga hallara al fin su destino ineludible, el anhelado hogar del que no querría salir jamás. Mientras sus labios se deslizaban como un anillo de jugosa carne a lo largo del cipote, Araceli, a mi espalda, posaba sus manos en mis nalgas y las abría con firmeza. Su dedo índice, humedecido por su propia saliva, comenzaba a estimular mi ano, hasta que, alcanzada una dilatación adecuada, se insertaba en mi interior en busca del bulto de mi próstata. La combinación de sensaciones, con la boca de Estíbaliz acariciándome con su saliva mi polla y el largo, delgado y juguetón dedo de Araceli explorando mi esfínter, hacían que me sintiera lo más cerca del cielo que nunca, probablemente, estaría nunca.
El placer creciente, expansivo y magnético invadía todo mi interior hasta desbordar mi escasa fuerza de voluntad, rendida ante la concupiscencia de aquellas dos diosas del sexo, provocándome una convulsa eyaculación dentro de la boca de Estíbaliz. Oleadas de ondas sísmicas recorrían mi columna cerebral hasta inundar mi extasiado cerebro. Por un instante –equivalente a una fugaz eternidad– creía morir, arrastrado hacia un gozoso éter que estimulaba una infinidad de pulsiones en todas y cada una de mis terminaciones nerviosas.
Después, una vez culminado el mejor orgasmo de mi –entonces– corta vida, las acompañaba hasta su habitación, la cual, en las últimas semanas, se había convertido en mi particular e inalcanzable nirvana; me tumbaba entre sus desnudos y húmedos cuerpos sobre las revueltas sábanas empapadas con el olor de ambas: una mezcla de sudor, fluidos corporales y delicados perfumes. Allí, durante horas, nos dedicábamos a satisfacer todos nuestros deseos, nuestros caprichos, nuestros más recónditos anhelos…
Una maravillosa perspectiva, ¿verdad? Imaginaos la escena: los tres formando un bocadillo, un emparedado de carne conmigo entre aquellas deseables anatomías. Estíbaliz se tumbaba de espaldas sobre el colchón para que yo me colocara sobre ella. Abría los muslos para ofrecerme su coño dilatado, empapado y cálido. Yo me pegaba a su pubis, le sujetaba las caderas con ambas manos y, muy despacio, la penetraba, sintiendo como su jugosa cueva acogía mi fuste, hasta que sus labios rozaban mis velludos testículos. Entonces, Araceli cerraba el bocadillo, pegando sus tetas a mis omoplatos y su pubis a mis glúteos, para acompasar el movimiento de sus caderas a mis dulces embestidas contra el coño de su amante.
Sus manos se deslizaban entre nuestros cuerpos, alternando sus caricias entre mis pectorales y las tetas de Estíbaliz, entre la rugosidad de mis huevos y el sedoso pubis de ella. Después, cuando nuestra follada crecía en ritmo e intensidad, Araceli introducía sus manos entre mis nalgas, exploraba mi ano y masajeaba mis testículos. Con su propia saliva lubricaba mi esfínter, facilitando la penetración con su dedo corazón. A horcajadas sobre mis cuartos traseros, me sodomizaba con su dedo, con la mano cerrada apoyada sobre su propio pubis mientras empujaba con las caderas, como si literalmente me estuviera follando por detrás.
La estimulación de mi próstata desencadenaba un explosivo orgasmo: un abundante chorro de semen expulsado como un géiser inundaba la vagina de Estíbaliz, al tiempo que mis desbocadas embestidas provocaba el propio orgasmo de ella, ahogando mi grave gemido de placer con su desatado grito. A mi espalda, extasiada por el espectáculo y sin dejar de follar mi culo con su dedo, Araceli se frotaba su empapado coño hasta correrse con un suave y profundo murmullo de satisfacción.
Agotados nuestros estertores y tumbados sobre las sábanas empapadas, continuábamos nuestra sesión, más relajados, con una sucesión de besos y caricias. Una apacible llanura de placer tras la cual afrontaríamos una nueva escalada, en busca de nuevas cumbres de satisfacción.
Sí, podría haber sido así. ¡Debería haber sido así! Pero, en vez de ello, Araceli y Estíbaliz, Estíbaliz y Araceli, ellas solas, enroscaron sus cuerpos una contra la otra ajenas a mi presencia. Como si me hubiesen olvidado por completo. Empujándose, arrastrándose, lamiéndose y sobándose, arañándose y golpeándose, atravesaron a trompicones el pasillo, entre gemidos y risitas, entre palabras de amor y procacidades –“Te quiero; te amo; muérdeme; fóllame…” – hasta alcanzar al fin la habitación. Sin siquiera cerrar la puerta, como si yo fuera el intangible recuerdo de un lejano espectro, se tumbaron sobre la cama para continuar follándose sin descanso.
Yo, alicaído, derrotado, pero aún sumamente excitado, torturado por los quejidos del sufrido colchón y los gemidos de placer de mis compañeras de piso, me refugié en el baño y me masturbé con una ansiedad casi desesperada, hasta que, a no mucho tardar, mis entrañas explotaron en una incontenible eyaculación que sembró de pastosos chorretones la blanca, mojada y no muy limpia loza del lavabo.
Mientras aguardaba a que mi respiración se calmara y mi corazón decelerara sus desbocados latidos, observé las densas gotas de semen deslizándose en dirección a la placa metálica que rodeaba el hueco del desagüe, y no pude evitar tomármelo como una metáfora de hacia dónde avanzaba mi vida sentimental.
¡Coño! Al final tenía que darle la razón a mi madre: “tienes que buscarte una novia, hijo”.