Lesbi-Ana
Una esteticista lesbiana sabe perfectamente cómo hacer felices a sus clientas.
LESBI-ANA
Me vienen a la cabeza un par de recuerdos de mi primer día de trabajo en el centro de belleza de Adela Fortún. El primero es que estaba muerta de sueño; la inquietud que me embargaba me había tenido en vela toda la noche. El segundo era el eslogan que figuraba en la fachada, bajo el nombre del establecimiento: “Porque el vello no es bello”. No había reparado en dicho eslogan el día que me hicieron la entrevista y se me quedó grabado en la memoria.
Desde aquella primera cita con el mundo laboral, me había adaptado al trabajo de manera que el nerviosismo ya no me afectaba y empecé a coger confianza. De hecho, cogí tanta confianza en mi trabajo que pude, no sólo ganarme la vida, sino descubrir facetas ocultas de mí misma. Creo que en la vida, una nunca termina de conocerse del todo. Una es un misterio insondable, un espejismo multiforme, en definitiva, un ente cambiante. Aunque antes de que les cuente esta historia, mi historia, creo que es preferible que sepan algo sobre mí.
Me llamo Ana, tengo diecinueve años y soy hija única. Estudié un módulo de esteticista y, por aquel entonces, me acababa de independizar gracias a un piso perteneciente a mi abuela, que murió de una trombosis cerebral el año pasado, y que muy amablemente me cedieron mis padres.
Mi apariencia física es la de una chica normal. Un metro y sesenta centímetros justos, delgadita, un piercing en la lengua, otro sobre el labio inferior y medianamente guapilla, o al menos eso pienso yo, aunque claro, no digo yo que no haya un poco de subjetividad en mi opinión. Ah, y un pequeño detalle: soy lesbiana. No soy ninguna machorra de pelo muy corto, vestida con chupas con tachuelas brillantes y muñequeras de cuero, pero me gustan más las mujeres que los hombres. Qué le vamos a hacer...
Estoy cómoda con mi sexualidad y no me avergüenzo de ella, pero la vivo con discreción, porque prefiero que mi familia no se entere. Sobre todo mi madre que es una mujer chapada a la antigua, que piensa que ser lesbiana no es una opción vital seria. Menudo disgusto que se llevaría la pobre, después de todas las veces que me pregunta que si ya me he echado novio, si le digo que a mí lo que verdaderamente me pone son las chicas, que por los chicos no siento ninguna atracción. Supongo que le haría ilusión tener algún nieto que, de momento, seguramente mi hermano mayor tampoco le va a proporcionar (a no ser que lo adopte o busque a una madre de alquiler), pues a él, lo que le van son los tíos, aunque también ha optado por quedarse en el armario como la naftalina o ese jersey horrendo que todos guardamos arrinconado a sabiendas de que no nos lo vamos a poner nunca. Veranea en Sitges y hasta se ha montado disfrazado con una máscara en una carroza, durante el día del orgullo gay, mientras sonaban de música de fondo canciones de los “Pet Shop Boys”, “Fangoria” y “Village People”. Bromea diciendo que a él un tío, lo primero de todo, le tiene que entrar por los ojos. Y una vez le ha entrado, juzga y ya decide sobre sus sentimientos hacia él.
Si se enteraran mis padres de nuestras inclinaciones sexuales a contracorriente, a mi madre le daría un soponcio del que no sé si se repondría y mi padre pondría el grito en el cielo ante tal aberración, porque es justo lo contrario de lo que nos han inculcado como normal. A buen seguro que no les haría gracia. Y por eso, no nos queda otra que mantener la discreción respecto a la manifestación pública de nuestras tendencias sexuales.
Informados ya de mis tendencias sáficas, puede que piensen que soy una fresca por simular que para mí, depilar y masajear posteriormente con crema a una mujer es un trabajo, y no un grato placer. Y quizá me juzguen y me tachen de pervertida o de aprovechada. Si usted es mujer y ha pasado por el centro de belleza de Adela Fortún, situado en el número veinticuatro de la calle General Arce, puede que piense hasta en demandarme. Pero, ¿quién ha dicho que es un delito disfrutar de tu trabajo? Porque yo, sencillamente tengo la suerte de disfrutar del contacto con los cuerpos de las clientas, con la peculiaridad de estar trabajando. Puestos a analizar el asunto desde otro ángulo: ¿No sería tanto o más contrario a Derecho discriminar a una mujer de un puesto de trabajo por ser lesbiana? ¿Creen que sería justo y constitucional preguntarle a una chica en la entrevista si es lesbiana? Ustedes saben tan bien como yo que eso no sería justo.
De todas formas no creo estar haciendo nada tan condenable. ¿Por qué no juzga usted con la misma dureza a la gente que conoce que trabaja sin apenas pagar impuestos o a la que ha entrado por enchufe en algún ente de la Administración? Y no me vengan con que no conocen a nadie, porque no me lo trago. Ya sé que el semen es el alimento que más vitaminas tiene, pero yo tampoco me lo trago.
Todos nos enteramos de asuntos oscuros de los que preferimos no dar cuenta a nadie para no complicarnos la vida. En boca cerrada no entran moscas, suele decirse. Todos tenemos perversiones, fantasías irrealizables y un montón de cosas que mantener ocultas bajo siete llaves y seguramente ustedes tantas como el que más. Todos hemos hecho un listado de cosas que no pensábamos contar a nuestra pareja, para que nuestra relación no empezara a constituirse sobre unos cimientos de barro que no tardaran en resquebrajarse. Esta es la mía, este es mi secreto y soy tan honrada que hasta lo pongo por escrito, cosa que, seguramente, no haría casi nadie.
Con el paso de los años, todos acumulamos muchas cosas que callar, ¿o no? ¿Cuántas experiencias guardan ustedes en secreto? Acaso una, media docena o son tantas que prefieren no esforzarse en contarlas para no tener que rememorarlas. Engáñense si quieren, pero a mí no me van a engañar, porque soy mujer y sé un poco de la naturaleza humana. Así que no juzguen y no serán juzgados. Sí, reconozco que me lo paso bien en mi trabajo. A veces muy bien incluso. Y algunos días (quiero recalcar que solo días puntuales) hasta pagaría por ir a trabajar, pero eso no me convierte en alguien carente de ética.
En el centro de belleza de Adela Fortún trabajábamos cuatro mujeres. La que daba nombre al establecimiento, Adela Fortún, no se prodigaba mucho por allí. Me hizo la entrevista de trabajo y no la volví a ver en bastante tiempo. De vez en cuando se daba una vuelta para ver que todo marchaba con normalidad, o ver si hacía falta hacer alguna compra de cierta importancia, pero prefería invertir su tiempo en quehaceres más entretenidos. Según me habían contado, tenía una casa de veraneo en una urbanización de Motril y también contaba con una embarcación de recreo. Su marido poseía una clínica dental, que también es un negocio bastante lucrativo, y mientras la gente tuviera los dientes carcomidos por las caries y las mujeres deseos de estar guapas, no parecía que fueran a pasar muchas penurias. A las mujeres las pelamos y no solo en el sentido de quitarles los pelos, sino en el sentido de dejarlas sin blanca.
Por cierto, hay un aspecto muy interesante que considerar y es que las mujeres gastamos más en productos de belleza en épocas de crisis; a raíz de esta tendencia, se ha acuñado el término “efecto lápiz de labios”, motivo por el cual, el negocio donde trabajaba, que estaba en un local bastante moderno, y tenía una clientela bastante numerosa, no pendía de un hilo. Eso me daba mucha seguridad y confianza respecto a mi futuro. Una mujer puede y debe sacar partido de su belleza, aunque, por supuesto, no sea el único campo en el que pueda hacer avances.
La recepcionista de un negocio es muy importante. Es la primera y la última impresión que damos a las clientas, y es básico que ésta sea buena. Susi era muy mona de cara, tenía un tipillo bastante majo y estudiaba un grado de Empresariales. Aparte de atender el teléfono y organizar las citas, hacía las nóminas, el pago del impuesto de sociedades y todo tipo de trámites fiscales y administrativos. No era muy habladora, siempre estaba enfrascada en sus apuntes o en su móvil con “Android” y poco sabíamos de su vida privada, pero, según había contado, tenía novio formal desde los quince.
Lucía era la más veterana de todas las trabajadoras tanto en edad, como en antigüedad en la empresa. Era pequeñita, pizpireta y tenía una silueta que no estaba mal para sus años. Estaba divorciada y acababa de pasar la crisis de los cuarenta. Tenía un hijo de dieciséis y estaba un poco quemada con los hombres. Se lamentaba de que no le hubiera ido bien con ellos. Decía que tenía un imán infalible para atraer a todos los imbéciles del lugar; que era una especie de flautista de Hamelín cuyo rastro siempre seguían los tontos más recalcitrantes.
Pero vamos al asunto por el que, seguramente, ustedes están leyendo este relato. Recuerdo el primer día que empecé a sentir algo de naturaleza sexual hacia una mujer. Fue a los catorce, en los vestuarios del colegio de monjas de Santa Eulalia, un lugar donde se marchitaron mis mejores años. Antes de aquel momento, me tocaba aquí y allá proporcionándome todo el gusto posible, pero me las apañaba en soledad con mis experimentos y manualidades, tocándome o restregándome el capuchón del clítoris desde todos los ángulos posibles, echándole una mezcla de imaginación, al tiempo que sentía que desafiaba y vencía la represión religiosa que me habían impuesto.
Al masturbarme pensaba en tíos cachas, de esos que aparecían en las páginas centrales de las revistas para chicas, pero nunca me planteé una relación con ninguno. Eran mi ideal mental, mi asidero cuando necesitaba excitarme, pero una vocecilla en mi interior me decía que, en el fondo, no me interesaban demasiado, que había por ahí cosas mejores. En esos años tan incendiarios, no me daba por comprarme ropa provocativa ni por maquillarme, que son las cosas que hacen furor entre las chicas de esa edad.
Pero cuando conocí a Rosa Cifuentes todo cambió. Era nueva en la clase. Su padre era militar y su familia se había visto obligada a cambiar de residencia por cuestiones laborales, de modo que había entrado en el colegio de monjas con el curso ya empezado. Era un tiarrona muy desarrollada, en comparación con el promedio de las chicas de la clase, pero con un cuerpo de proporciones exquisitas, como una modelo de una clase de bellas artes (aunque ella prefería las malas artes, como no tardé en comprobar). A la mayoría nos sacaba una cabeza y tenía unas buenas caderas que se curvaban en un talle fino. Pero lo más destacable de su cuerpo eran sus pechos opulentos, pues tenía unas ubres con las que hubiera podido amamantar a media Europa.
Ella enseguida detectó mis miradas que trataba de disimular todo lo posible, pero que estaban cargadas de lascivia y deseo al ver a aquel portento de la naturaleza cuando se cambiaba en el vestuario el sujetador normal por uno deportivo, o se desnudaba, dejando a la vista por un momento su cuerpo esplendoroso, sus tangas diminutos bien incrustados, antes de enrollarse una toalla a la cintura y ducharse tras una agotadora clase de gimnasia.
En mí se iba fraguando un deseo irrefrenable de manosearla aquí y allá, abrazarla, agarrarme tan fuerte a su duro y tentador cuerpo que acabara fundiéndome con ella y pasara a formar parte de ella. No quería tocarla; quería ser ella, estar dentro de ella. Tenía un lío en la cabeza impresionante y lo único que tenía claro era que me gustaba a rabiar, que la quería a mi vera. Me gustaba mucho más que cualquier tío que hubiera visto, por muy guapo, alto o fuerte que fuera. Y ni que decir tiene que no me la podía quitar de la cabeza.
Un buen día, que, a la sazón, resultó ser un día nefasto, Rosa, con quien apenas había intercambiado unas palabras, porque no solía hablar conmigo, a pesar de que yo no dejaba de intentarlo a todas horas, se dirigió a mí: “Tú eres Ana, ¿verdad?” “Sí” respondí encantada de que se supiera mi nombre. No me caracterizo por ser muy popular en los sitios donde estoy: soy del montón y a veces ni aun eso. “He acertado, menos mal. Soy un poco torpecilla para los nombres. Aún tardaré un par de lustros en aprenderme los nombres de todas.” “Tú apréndete el mío y pasa de los de las demás” pensé, pero no me atreví a decírselo.
Rosa continuó hablando. Me encantaba. Era de esas tías que te hablan a un palmo de la cara, sin guardar la distancia de seguridad: “He notado que no me quitas ojo de encima”. Me sobresalté y bajé la vista avergonzada. Ser una “voyeur” consiste en robarles la intimidad a los demás aprovechándose de las circunstancias, lo cual no es muy noble, pero era cierto y se había percatado de ello.
“Lo siento, Rosa” farfullé abstrayendo mi vista en un punto impreciso del espacio. “Intentaré no hacerlo, pero no sé si voy a poder” fue lo que pensé, pero esto último no lo dije. Hubiera quedado como una golfa sin posibilidad de redención. Y les aseguro que no tenía ningún propósito de enmienda. Rosa Cifuentes era un pecado de esos que una sabe que va a seguir cometiendo mientras viva. Me parecía sublime recrearme en la contemplación de su cuerpo. Me alegraba el día contemplar y grabar en mis retinas una imagen de una parte de sus glúteos o cualquier otro retazo de piel oculto.
Rosa tomó la palabra: “No, no te preocupes. Creo que es mejor hablar las cosas. Hablando se entiende la gente o eso dicen, ¿no? ¿Se puede saber por qué no paras de mirarme?”. “Como si no lo supieras” pensé en mi fuero interno.
A veces me sacaban un poco de quicio las tías buenas, jugando al despiste y al falso desconcierto. A veces parece que la gente no tenga espejos en casa, e ignore si es bellísima o contrahecha. Desde luego, ella hacía muy poco por ocultarse de las miradas ajenas. De vergonzosa no tenía un pelo. No llegaba a extremos de exhibicionista, porque no se paseaba desnuda para fardar, pero, al cambiarse, no se precipitaba a cubrirse y a ponerse de espaldas para vestirse con disimulo como otras. Pues sí, ¿qué culpa tengo yo? Antes de llegar Rosa, miraba a otras y observaba sus comportamientos en público. Aunque no tenía claro que me gustaran más que los chicos. Supongo que estaba en una fase bisexual. Una especie de transición entre la heterosexualidad y el lesbianismo radical en que me hallo al escribir este relato. Rosa, en el vestuario, era de las que se lo tomaba con calma, con pachorra casi. Hablaba con otras compañeras con las tetas al aire. Su actitud era del estilo: “Aquí estoy yo. Contempla todo lo que tengo y tú todavía no, y puede que nunca tengas y sufre un poco.” En definitiva, ser lesbiana, tener una tía maciza al lado y mirar al techo, me parecería absurdo. Prefiero una mirada de reproche que tener tortícolis.
Mostré mis sentimientos regida por la tremenda ingenuidad que aún habitaba en mí. Hoy no habría cometido tal temeridad, pero mi candor de entonces venció al recelo. “Pues porque me has impactado mucho; me pareces increíble. Te veo muy guapa y, en mi opinión, tienes un cuerpo diez.” Fue la primera vez que me declaré a otra mujer. A ella no pareció molestarle mi confesión. Lo más normal es que la hubiera descolocado, pues estadísticamente lo más probable es que fuera heterosexual, pero se limitó a sonreír abiertamente. Pronto descubriría que no hay Rosa sin espinas y ésta tenía unas cuantas, y bastante afiladas.
La clase de gimnasia era la última del día. Las alumnas más diligentes ya se habían duchado y empezaban a recoger las toallas en las taquillas, antes de desfilar hacia sus casas. Nosotras, enfrascadas en nuestra conversación privada, éramos claramente las más rezagadas.
“Eres muy valiente por atreverte a decir eso. Tú también me gustas a mí, de modo que podíamos pasar un ratito entretenido ahora mismo” me dijo en voz muy baja. Y añadió: “Si quieres, vaya, que tampoco te voy a obligar”. Pensé: “Tranquila: te aseguro que no me vas a tener que llevar a rastras”. Con el tiempo una aprende que hay cosas que son demasiado buenas para ser verdad, razón por la cual hay que desconfiar de ellas al instante, pero en ese momento aún no me habían pegado los suficientes palos para saberlo bien, y supongo que se me iluminaron los ojos ante el placer inconmensurable que la tía más maciza de mi clase, la inspiración visual de todos mis dedos, me estaba ofreciendo.
Realmente no la creí cuando me dijo que yo le gustaba a ella, pues ya he dicho que soy corriente y moliente, que nadie en la calle se detendría para mirarme dos veces a no ser que fuera en cueros o con un sombrero de cinco metros de altura, pero por pegarme el lote con una diosa como esa, estaba dispuesta a escuchar y hasta hacer un esfuerzo por creerme cualquier mentira. Fíjense hasta que punto era inocente, que hasta se me pasó por la cabeza que, si se me daba bien el asunto, me la podría echar de novia.
Era evidente que aquel no era el sitio apropiado para aquel encuentro, pero no quería echar a perder la oportunidad que Rosa me estaba brindando, con tanta generosidad. Temía aplazarlo y exponerme a que se olvidara de mí por un plan mejor.
En la ducha, Rosa y yo, asegurándonos de que no había moros en la costa, nos encerramos en el mismo cubículo. Al principio, me atenazaba la vergüenza y la tensión, pero en cuanto me hube calmado, mi alma adormilada se desató y mis manos se lanzaron a explorar terrenos desconocidos. Magreé con ansia sus consistentes glúteos bajo el agua de la ducha y sentí como se me erizaban todos los folículos pilosos del cuerpo, tuvieran pelos o no. Con creciente ferocidad, enterré mi cabeza entre sus turgentes senos, besándolos y sintiendo que mi dicha no podía ser más completa. Ella se dejaba hacer sin tocarme, pero no le di importancia. Estaba en el séptimo cielo y, por supuesto, no era el momento de poner pegas, ni hacer preguntas sobre su pasivo proceder. Quería gritar, vociferar de pura alegría. Sentía que me invadía la felicidad más plena, la ausencia de miedo. En ese momento, procurándome un placer tan poco refinado como aquel, supe sin lugar a dudas que cómo quería que fuera el resto de mi vida sexual. Y en ella no aparecía ningún hombre. Necesitaba a una mujer a mi lado. Al diablo los convencionalismos y las familias tradicionales, de esas que aparecen en los anuncios televisivos desayunando sonrientes en la cocina. Como si a esas horas alguien tuviera una sonrisa de oreja a oreja.
Disfruté como una niña con un globo de helio recién comprado, como una cerda en un lodazal. Tan entretenida estuve sobando y toqueteando a aquella semidiosa, que no me apercibí de que mi primera y, de momento, última degeneración estaba siendo grabada con un móvil de última generación por encima de la puerta. No era un cubículo cerrado del todo, sino que tenía una abertura rectangular por encima y por debajo de la puerta batiente, en plan puerta del “Saloon” del Oeste Americano. Por el rabillo del ojo terminé advirtiéndolo, e increpé a Tania, la propietaria del móvil, tras abrir la puerta, molesta por la interrupción y chorreante de agua.
“¡Qué haces, Tania! ¿Estás tonta?” la increpé. Ella me miró con actitud divertida y burlona. “Eres una pecadora, Ana. Este vídeo va directo a la madre Úrsula, para que sepa la clase de guarra que estás hecha.” La madre Úrsula era la directora del colegio. Era una monja oronda, de andares ralentizados debido a su voluminosa anatomía, que presentaba una enorme verruga cerca de la oreja. Y aunque era una religiosa, les aseguro por mi vida, que es mi bien más preciado, que tenía muy poco —por no decir nada— de caritativa o de piadosa.
Confusa, me volví hacia mi amante y vi como cruzaba con Tania una mirada de complicidad; entonces se me vino el mundo encima. Estaban conchabadas y hablaban en serio. ¡Las muy putas me habían tendido una trampa! No sabía si aquello me costaría la expulsión, pero seguramente informarían a mis padres y el follón en casa estaba garantizado. Querían hundirme en la miseria.
Estaba muerta de vergüenza. Quise creer que no podían ser tan malas, tan viles, tan hijas de la gran puta, pero Rosa pasó junto a mí muy seria, tapándose a duras penas los pezones, las areolas y una pequeña porción de sus irresistibles senos con las manos, en un acceso de vergüenza que le había sobrevenido repentinamente. Supongo que el vídeo estaba planteado como si fuera la víctima indefensa de mis sucios manoseos. ¿A que no parece muy creíble? Una tía tan grandaza, violada por una chica bastante más chiquituja y desgarbada. Vaya ridiculez de plan.
Rosa se había integrado en el grupo sin ningún problema. Es muy difícil que a una chica tan guapa como ella le hagan el vacío. La belleza atrae la belleza, de la misma manera que el dinero atrae el dinero. De hecho, yo creo que tenía más amigas en clase que yo. Yo era la marginada y nunca he estado a favor de la crueldad, pero supongo que es muy divertido hacerles la vida imposible a las marginadas. En fin, nunca lo he entendido. No sé cómo Rosa se pudo haber prestado a ese juego tan malintencionado teniendo en cuenta que ella también podría salir malparada. ¿Qué motivos podría tener para perjudicarme compinchándose con Tania?
Chillé de rabia y mis lágrimas se mezclaron con el agua de la ducha, que salía con fuerza de la alcachofa cenital. Todo el goce, la euforia mental vivida un momento antes, dio paso al espanto más paralizante y desolador.
Como no podía ser de otra manera la madre Úrsula, me llamó a su despacho al día siguiente con Rosa y Tania también presentes. Me largó un discurso atroz sobre el escándalo que había protagonizado, sobre lo inapropiado de mi conducta para una señorita decente, sobre las enseñanzas del catolicismo al respecto, sobre el calvario en que convertiría mi vida si me empeñaba en dedicarme a esos actos impuros y “contra natura”, sobre lo mucho que me envilecería de seguir así hasta terminar, posiblemente “en un centro penitenciario”, en lugar de centrarme en los estudios para conseguir mis metas, sobre que no podría tener familia en el futuro hasta que no “solucionara mi enfermedad, mi nefando vicio”. En fin, una retahíla de frases casposas y anticuadas.
Cuando pude hablar, alegué que me habían grabado a traición, con engaño. Aunque en el vídeo Rosa no me metía mano a mí, estaba claro que no estaba contrariando su voluntad porque ella no se resistía, ni entorpecía mis movimientos, ni hacía ademán de apartarme. Y a la madre Úrsula, que sabía que Tania era un demonio, le quedó claro que había sido una maquinación de dos colegialas, pues era evidente que yo no tenía fuerza para someter a Rosa.
Ni sé cómo, pero conseguí que la Madre Úrsula no informara a mis padres. Me castigaron sin salir al recreo un mes, lo cual no me supuso ningún mal trago porque aprovechaba para hacer los deberes o leer. También castigaron a Rosa y a Tania, aunque solo una semana, y eso que las auténticas brujas habían sido ellas. Yo había caído en la tentación, y aunque el resultado había sido nefasto, no me arrepentía. Aprendí que una cerda, te puede “ha cerda ño” (¿comprenden el juego de palabras?).
Tardé más de lo que dura un curso en enterarme de por qué Rosa albergaba tanto odio contra mí. Fue por medio de Sonia, la única compañera que me prestó un poquito de apoyo moral en esas circunstancias desalentadoras. Simplemente decía que le daban asco las lesbianas y que les tenía manía.
Nunca me podrá caber en la cabeza como un bellezón como Rosa Cifuentes, que podría tener a casi cualquier chico o chica (o un harén entero si se lo propusiera) de pareja, puede dilapidar su tiempo en odiar, con lo poco provechoso y útil que es.
Pero lo peor de este episodio de la ducha no fue el insignificante castigo, sino que durante un tiempo tuve que soportar entre algunas de mis compañeras ciertas burlas, pullas y comentarios subidos de tono. Una de ellas, Esther Sanz, la payasa de la clase, se ponía un mechón del cabello bajo la nariz e, impostando una voz masculina se metía conmigo: “Me apetece empujar. ¿Hay alguna señorita disponible por ahí?” Estas actuaciones tenían mucho éxito entre las alumnas, que prorrumpían en ruidosas carcajadas. “El baño de caballeros es al fondo. Al fondo del todo.” dirigiéndose a mí con voz forzadamente grave y gutural, fue otra frase que hizo furor y despertaba una desbordante hilaridad entre mis compañeras.
Mis escasas amigas pasaron a esquivarme para no enemistarse con el núcleo de poder social de la clase. En los ejercicios por parejas en clase de gimnasia, siempre acababa poniéndome con la profesora, porque ninguna chica quería ser mi compañera. Evité las peleas, me negué a enzarzarme en discusiones y, gracias a mi actitud pacífica, gracias a que huía de los enfrentamientos, el castigo psicológico remitió poco a poco, sin llegar a desaparecer del todo. No entendía que en pleno siglo XXI, las lesbianas no fuéramos del todo normales. Y digo yo: ¿A quién hacemos daño? ¿A quién? ¡A QUIÉN!
Espero que no piensen que mi lugar de trabajo es un paraíso para una lesbiana, porque tampoco es eso. Las señoras con sus atributos en decadencia no suelen gastarse el dinero en una esteticista. Pero la tónica general eran las clientas ajadas, poco apetecibles, que provocaban en mí más indiferencia que revuelo hormonal, en lo que a sus cuerpos respecta. Las clientas solían ser señoras de entre cuarenta y cincuenta años que se hacían todo tipo de tratamientos de belleza en su lucha incesante por parecer más jóvenes. Y como también disponían de economías más saneadas, podían permitirse el lujo de pagar a una chica para que les depilase el coño, el latazo interminable de las piernas y la siempre inaccesible raja del culo. Las más jóvenes, menos pudientes, por lo general, tenían que hacérselo en casa. Aunque claro, alguna venía. Como Sara, una muchacha con la que me pegué el mayor atracón de placer que me haya dado nunca en el trabajo.
Sara tendría veintitantos, tenía un tipazo envidiable y, en una primera impresión, me pareció taciturna y distante, aunque me equivocaba. Ya sabía que la clienta venía a depilarse las piernas y a hacerse las ingles brasileñas (un inglés y muchas brasileñas, suena divertido para el británico, ¿no?), porque me lo había comunicado Susi por el interfono.
Me saludó con una voz tímida, casi inaudible.
—Hola.
—Me llamo Ana —dije antes de estamparle dos besos en las cercanías de sus carnosos labios. Me gustaba tomarme confianzas con las clientas para fidelizarlas con el centro de belleza donde trabajaba.
—Yo Sara.
—Quítate el vestido, Sara, hazme el favor. ¿Es la primera vez que vienes?
También lo sabía, pero algo tenía que decir. De hecho, todas las clientas tenían una ficha cuyos datos nos servían para enviarles felicitaciones navideñas, de cumpleaños u ofertas de servicios.
—Sí, la primera.
Ella llevaba puesto un vestido de verano. Lo dejó colgando de una percha fija instalada en la pared. Obediente, también se descalzó las sandalias, y luego se desprendió de las braguitas y el sujetador. La verdad es que era una buena ejemplar. Era rubia teñida y se la veía un poco pijotera, pues llevaba dibujitos en miniatura en las uñas tanto de las manos como de los pies. Me hubiera encantado sobarla, pero si quería mantener el puesto, debía actuar con orden y concierto, y esperar el momento adecuado como el cazador que espía a su presa.
La camilla ya estaba preparada.
—Túmbate —le indiqué. Ya tenía las bandas de cera caliente preparadas sobre una mesa de acero inoxidable que había a mi izquierda.
—¿Quieres que te depile haciendo que ponga “Bienvenidos” o algo por el estilo en el felpudo?
Se rió con jovial sonoridad. Era una tontería que solía decir para aligerar el ambiente que, a veces, funcionaba.
Me puse unos guantes de látex y empecé a aplicar una banda en su zona genital no muy poblada, pero si descuidada y que afeaba su imagen. Era importante seguir una técnica para que la depilación fuera impecable. Para hacer chapuzas ya está la casa de cada una. Con los dedos pulgar e índice de la mano izquierda tensaba la zona de la piel que iba a depilar y con la derecha aplicaba la banda con la cera. La banda, que usaba todas las veces que podía, debía colocarse en la dirección de crecimiento del vello y el tirón de la banda debía ser seco y a contrapelo para extraer completamente los pelos. En una papelera metálica iba tirando las bandas cubiertas de pelos, que quedaban impracticables para efectuar nuevos tirones.
En uno de los tirones que hice junto a los labios superiores de su vagina, Sara, que hasta entonces había soportado estoicamente el dolor que le infligía, limitándose a hacer alguna que otra mueca, emitió un grito.
—Duele un poquito, ¿verdad, cariño? ¿Quieres que paremos un momentito?
—No —se negó tajantemente—. Sigue, por favor. Acabemos cuanto antes esta tortura china.
Terminé con sus partes pudendas y pasé a las piernas, aplicándole cera líquida directamente sobre el cuerpo y arrancándola directamente de la piel con papel. En las piernas es mejor así. O al menos, eso es lo que me han enseñado.
—Ahora ponte a cuatro patas y saca el culito un poquito hacia fuera, como te pondrías si tu chico te fuera a hacer el perrito.
Era arriesgado decir eso porque no a todo el mundo le gusta hablar de asuntos personales con desconocidas, pero había que tantear el terreno. Además, si el lenguaje solo se utilizara para lo estrictamente necesario, haría mucho tiempo que solo nos comunicaríamos por gestos y señas.
—No tengo ningún chico —replicó—. Ese es el problema. No encuentro ninguno que valga la pena.
—Pero eso no es ningún problema —dije concentrada en ponerle un pegote de cera en el perineo, una vez se hubo colocado en dicha postura—. Con lo bonita que te vamos a dejar, ya verás que no encuentras forma de quitártelos de encima.
—No caerá esa breva —se lamentó con jovial pesadumbre—. Los que valen la pena están ya pillados. Y la escoria que queda no la quiero ni regalada.
Pensé que parecía que estaba adorando a Afrodita, postrada como se encontraba. También pensé, porque mi mente no hace más que pensar cosas, casi todas tonterías, que a lo mejor no caería esa breva, pero las brevas que ella tenía tampoco.
—Hay que buscar, cariño, hay que buscar. Las cosas que merecen la pena no se consiguen de la noche a la mañana.
Pegó un respingó ante un tirón que le di en su firme cachete izquierdo, que estaba empezando a quedar enrojecido por efecto de la extracción de su vello, como si una institutriz victoriana le hubiera pegado una azotaina. Sara siguió hablando:
—A veces pienso que ninguno se merece todos estos sacrificios. Son tan simples. Solo están pendientes del fútbol y de cuatro tonterías más. No saben cómo tratar a una mujer.
Fui dando los últimos retoques a mi obra maestra viviente quitando pelos acá y acullá y dejándola tan impecable que se podría haber puesto a desfilar con lencería o a tomar el sol en la playa de Copacabana sin ningún problema. Mediante una indicación mía se dio la vuelta, quedando boca arriba y yo me dispuse al magreo, quiero decir, a aplicarle la crema hidratante en la zona enrojecida para aliviar su escozor.
—Mujer: ¡alguna compensación sabrán darte! Tú ya me entiendes.
La chica hizo un mohín de disgusto.
—A veces ni aun eso.
Entonces Sara me miró deseosa de hacerme partícipe de sus confidencias más íntimas con esa facilidad pasmosa que a veces tenemos todos para hablar libremente con perfectos desconocidos, lo que nos cuesta revelar a las personas más cercanas.
—El último novio que tuve era tan manazas que en los cuatro meses que estuvimos juntos nunca llegué a notar nada. Cuando follábamos…, bueno, más bien, cuando intentábamos follar, la polla se le bajaba cada dos por tres; de tamaño no estaba mal pero no había forma humana de que se le mantuviera tiesa. Al final, la que no le dejó erección a él fui yo. Lo dejé.
Celebre con risas un poco forzadas su juego de palabras con erección y elección. Ella siguió desquitándose con su ex, poniéndolo a caer de un burro.
—Como su polla se hinchaba y se deshinchaba sin ton ni son, tenía que conformarme con pedirle que me metiera el dedo, una práctica para la que también resultó ser nefasto. ¡Tan difícil es hacer esto!
Y entonces, la chica que al principio me había dado la sensación de que era un poco paradita y callada, la típica mosquita muerta que a capa y espada defiende su virtud de ser autosuficiente en lo que al sexo respecta, se colocó un dedo en su recién pelada zona genital y se puso a moverlo para estimular el clítoris. Supongo que no me habría atrevido a hacer nada si ella no me hubiera dado tales indicios con el índice (y valga la redundancia).
Como colofón a aquella depilación me conformaba con sobar su cuerpo recio y sentir su maravilloso tacto, pero aquello se estaba animando tanto, que no pensaba desperdiciar la ocasión. A la ocasión la pintan calva, es decir, sin pelos.
Quise demostrarle mi maestría, pues no hay nadie que conozca mejor el cuerpo de una mujer que otra. Dejé de embadurnarla con crema, me quité los guantes y la interrogué antes de ponerme manos a la obra.
—¿Te importa?
Sara reaccionó riéndose. De repente, le hacía gracia la situación. Supongo que si yo hubiera sido una mujer un poco más mayor, le habría dado más apuro. Pero resulta que no había cumplido ni los veinte.
—Adelante, tía. No te cortes.
Le froté el clítoris a toda pastilla con los dedos índice y corazón unidos, demostrando que mis muchas horas de prácticas en soledad, habían acabado por convertirme en una experta en aquel terreno. Sara, que al principio debió de pensarse que aquello no iba a durar, pasó del asombro inicial por cuanto acontecía, a optar por relajarse, reclinándose contra la camilla, que estaba inclinada por la parte de atrás.
—Ay, sí… joder, qué bueno…
Pasé luego a meterle dos dedos en la parte interna de sus labios mayores buscando en la parte superior, el punto g. Guiándome por los gestos de su cara, no tardé encontrarlo y entonces, mis manos acostumbradas a trabajar rápido para no desesperar a las clientas, le demostraron mi destreza con las falanges. Al principio, me miró boquiabierta, luego pasó a echar la cabeza hacia atrás soltando bufidos, mientras me agarraba los brazos por tener un punto de apoyo. Pero aquello fue “in crescendo” y al poco tenía a Sara gimiendo con la boca entreabierta y sacudiéndose como a impulsos internos descontrolados.
—Aaaagggg…, no pares, por favor…
El sonido ligeramente acuoso de sus partes dio paso a uno de chapoteo contenido y el líquido semitransparente de su cuerpo salió entre gruñidos y espasmos que le recorrieron el cuerpo y le hicieron tensar los músculos de las piernas y mover los pies.
La prueba más clara de que había vivido un orgasmo es que había agitado los pies. De viva voz se pueden fingir muchos orgasmos, pero los pies no engañan.
Sara no estaba dispuesta a que yo no me llevara mi parte del botín del disfrute. Por eso me hizo tumbarme boca arriba en la camilla, me desabrochó la blusa y se puso a chuparme los pezones, ya excitados. Luego se subió en la camilla e hizo que entrelazáramos las piernas, para luego frotar su vagina contra la mía, haciendo unas tijeras que me hicieron fruncir mucho la cara y que me supieron a gloria bendita. Pensé en la vergüenza que pasaría si alguien apareciera por la puerta, pero nadie nos importunó.
Cuando nos hubimos repuesto del encuentro sexual, se dirigió a mí con admiración:
—Ha sido increíble, tía.
Fui a coger un trozo de papel para limpiarme las manos, pegajosas a resultas de la penetración que le había hecho con los dedos.
—Gracias. Ni yo misma me lo habría hecho mejor —insistió ella.
—No hay de qué. Ha sido un placer.
—El placer ha sido mío —dijo ella sonriente.