Leonor (7) Culos calientes

Con todo cariño dedicado a Slipper, A.E.C. y Mar, que siempre dan sus ánimos y sus perversas ideas que miro de ir incorporando al relato. Es la hora de los alpargatazos, del pecado y del castigo, que es en sí un nuevo pecado...

Nadie pudo ver a Leonor en su regreso precipitado a casa. Se encontró a su criada y amante dando de cenar al pobre de su marido, que cada vez era más dependiente y echaba de menos al granuja de Damián.

Con una mirada Rosita advirtió que algo grave pasaba, terminó de meter el puré en la boca del enfermo y salió detrás de su patrona sin limpiarle la boca al señor de la casa.

Con cuatro frases Leonor la puso al corriente de lo ocurrido, omitiendo detalles escabrosos, y Rosita se sentó a pensar.

  • ¿Dices que es en la casa de la Garrida, aquella mala bruja que murió este invierno?

  • Así es. El cura tenía las llaves porque administra esa propiedad.

  • Si es así, hay que darse prisa. Son las ocho y pronto lo van a echar a faltar cuando vean que no se presenta a dar misa.

Leonor llevaba un calentón del once entre las piernas. Sólo rozar los muslos con sus labios la llevaba al límite del orgasmo, pero comprendió que no era momento de solazarse con Rosita.

Con presteza pero con prudencia recorrieron las dos el camino a la casa abandonada. Entraron por la cancela abierta y se encontraron con el escenario apenas alterado. Sólo un par de velas se habían consumido.

  • Yo conozco esta casa - anunció la más joven - Mi madre venía a limpiar y me traía con ella cuando aquella miserable no estaba.

-¿Porqué hablas así de la muerta? ¿Qué te había hecho, Rosita?

  • Se portó muy mal con mi madre. Siempre le regateaba las pagas y una vez que enfermó, la sustituyó sin más y le dijo que no la necesitaba ya. Mi madre estuvo un mes sin poder comprar comida. Fue cuando me mandó a mí donde mi tío, el cabrero...

  • Bueno, eso ya es historia. ¿Qué hacemos con el fiambre?

  • Vamos a buscar una manta y un pico. El huerto es un lugar muy bueno para librarnos de él.

En efecto, con algo de esfuerzo cargaron al clérigo entre las dos e hicieron una fosa no muy profunda pero suficiente en el huertecillo. Rosita recogió plantas de raices pequeñas y las plantó sobre la tierra que cubría el cadaver. Si pasaban unos días, nadie sospecharía que había un muerto enterrado allí debajo.

Volvieron al salón para hacer desaparecer todo rastro de la fiesta póstuma que se había montado Don Santiago. Dejaron los candeleros en un cuarto lateral y limpiaron un poco las manchas de aceite.

Rosita se quedó plantada ante una librería enorme que ocupaba una pared del salón. No reaccionaba y Leonor la tuvo que advertir.

  • Amor, que van a empezar a buscar al muerto. Corre, vámonos de aquí.

  • Espera. Esa librería... Ahora recuerdo una cosa. La vieja entraba por el medio...

  • ¿Ay, qué dices? Eras muy pequeña entonces. Eso lo has soñado.

  • No, Leonor. Mi madre me hizo jurar que no lo diría, pero ahora me acuerdo. Yo estaba escondida tras esa cortina, jugando a desaparecer, y ella entró de pronto...por allí - señaló el pasillo - llevaba una bolsa. La abrió ahí mismo. Eran monedas que brillaban. Entonces abrió la librería y entró.

Rosita empezó a manipular los lomos de los libros apresuradamente. Indicó a Leonor que la ayudara y ésta lo hizo, desesperada porque salieran de allí de una vez. No parecía haber resultado alguno de la búsqueda.

Entonces, ya harta, Leonor se giró hacia su amante para exigirle que marcharan.

  • ¡Rosita! ¡Se acabó! ¡Vámonos! - y arreó un buen manotazo a la librería para subrayar su orden.

Y se obró el milagro. El golpe acertó sobre el lugar exacto, el borde de un estante que sobresalía de los otros, se oyó un crugido siniestro y el bloque central de la biblioteca giró hacia dentro dejando a la vista un espacio oscuro y frío.

Tomando uno de los candeleros, Rosita cogió un mechero de yesca que había sobre la mesita y encendió una vela. Se iluminó la sala oscura.

Como Alí Babá en su sésamo, Rosita y Leonor se recrearon observando las riquezas allí ocultas. Había joyas, candelabros dorados, vajillas finísimas, sedas, telas y un cofre. Cuando lo abrieron lanzaron un grito de sorpresa. Estaba repleto de monedas. Había allí una fortuna.

  • Esto confirma lo que siempre dijo mi madre. Esa bruja era una prestamista. Llevaba el negocio en secreto, pero todo el mundo lo sospechaba. Era muy rica, pero en el banco sólo tenía la mitad de lo que era su hacienda. Aquí está la otra mitad.

  • ¿Qué hacemos, Rosita? Podríamos ...

  • ¿Que si podríamos? Carga ese saco que yo voy a llenarme los bolsillos de monedas. ¡Rápido!

Media hora después las dos mujeres bajaban por el camino con un cesto al hombro cada una. Habían cerrado todo con las llaves que el cura tenía en los bolsillos de su pantalón y llevaban a cuestas una pequeña fortuna en monedas de oro.

Se cruzaron con un grupo de hombres dirigidos por el cabo de los alguaciles.

  • ¿Vienen ustedes del lavadero, doña Leonor?- interrogó éste a la señora.

  • Sí - contestó con un temblor en la voz.

  • ¿No habrán visto a Don Santiago, el párroco?

  • Yo lo he visto al mediodía caminando hacia el molino - Improvisó Rosita

  • Eso está en dirección contraria - comentó uno de la partida

  • Vamos a buscar por allí - ordeno el cabo - Vosotros mirar por donde dice la niña y de aquí una hora nos encontramos en la plaza.

Llegaron a casa con temblores en las piernas, pero cuando cerraron la puerta se abrazaron alborozadas mientras dejaban caer su botín por el suelo de la cocina.

  • ¡Somos ricas, mi amor!¡Somos las mujeres más ricas del pueblo! - Y Leonor introdujo llena de alegría su lengua en la boca de Rosita con una pasión desmedida.

  • ¡Ay, Leo! Que mal gusto tienes en la boca. ¿Qué has comido?

  • Mejor no te lo cuento. Venga ves a la cama que yo me he de lavar antes de acostarme. Pero no te duermas, que necesito de todo tu amor esta noche.

  • Mujer, no sé qué te coje...

  • Vengo muy caliente, cielo. Ese cerdo me hizo beber una pócima para que me chorreara la entrepierna.

  • Pues venga, que te espero.

Aquella noche se hizo muy larga, ya que la felicidad de las dos amantes era inmensa.

SIn embargo, las cosas empezaron a torcerse hacia la una de la madrugada, cuando Rosita comentó con furia:

  • Con gusto desenterraría a ese cerdo y lo resucitaría sólo para despellejarlo a golpes y cortarle sus gordos testículos para ahogarle con ellos.

  • No hables así, cariño. A fin de cuentas, ya ha pagado por sus maldades.

  • No te veo indignada con él. Y no entendí tampoco lo que pasó el otro día cuando te violaron los serradores. Gemías como si...

  • Rosita, deja eso, que es algo que me avergüenza.

  • Me parecía que estabas gozando

  • La verdad es que sí. Me corrí como una puerca.

  • ¿Pero cómo puedes decir eso? ¿No has tenido ya bastantes escarnios, palizas, humillaciones? ¿Cómo puedes excitarte con los asquerosos rabos de esos bestias?

Leonor se estaba alterando. Suspiraba y los pezones se le endurecían descaradamente. Los reproches de Rosita la ponína a cien.

  • Rosita, amor mío - balbuceo - soy una puerca, una perdida. No soy digna de tu amor... Pero te adoro, haré todo lo que me digas para que me perdones. No puedo evitar excitarme cuando abusan de mí...

  • Entonces, esos juegos que me pides, que te ate y te azote con las cañas, eso que hago medio en broma.. ¿Preferirías que te lo hiciera un hombre, un energúmeno con verga de burro que te rompiera el culo mientras te arranca el pelo?.

Y diciendo esto, Rosita sujeto la hermosa cabellera de su amante y tiró con fuerza de ella. Leonor lanzó un grito de sorpresa.

  • Has sido mi patrona, mi dueña, pero eso se acabó. Ahora soy rica, no te necesito..

  • Por favor, te lo suplico..No me rechaces. Yo te adoro.

  • Eso me gusta, que me adores. Pero mientras disfrutes fornicando con los hombres que te vejan y te maltratan, olvídate de que yo te de ni un gramo de mi amor.

Aquel cambio de actitud de Rosita resultaba chocante, pero no del todo insólito. Ella tenía un caráter fuerte, una auténtica fiera si se la provocaba, pero había seducido a su patrona, sin demasiado esfuerzo, todo hay que decirlo, y parecía profesar por ella el cariño más tierno. Esto no estaba reñido con que sus celos le hicieran perder la cabeza. Por otra parte, el cambio de su suerte con el hallazgo del tesoro de la Galinda, podía haberle hecho venirse arriba.

  • ¡Castígame, haz conmigo lo que quieras, pero no me abandones..! - sollozaba la infortunada Leonor abrazada a su amante.

  • Ahora ya no eres mi patrona - anunció Rosita con gran dureza en su tono de voz - Si quieres seguir a mi lado será sólo obedeciendo mis órdenes. Olvidate para siempre de las vergas. ¿Has oído? ¡Para siempre!

  • Lo que digas, Rosita. Seré tuya y sólo viviré para darte placer.

  • Pues el primer placer que me vas a dar es recibir el castigo qe te mereces.

Leonor tuvo un violento espasmo en su vagina. El coño le chorreaba con aquel tono de voz de su amante. Hasta ese día Rosita había sido su consuelo y su dulce compañía, pero con aquella nueva actitud se estaba convirtiendo en su diosa, en el sol de sus días y la estrella de sus noches.

La joven se levantó de la cama y buscó alrededor un objeto adecuado para desencadenar su celosa furia en su sometida amante. Lo encontró debajo de la cama. Ella tenía unos pies y unas manos grandes, herencia de papá. Aunque eran alargados y bellos, sus pies calzaban alpargatas y sandalias más popios de varones. Y allí tenía un par de ellas, de esparto y cuero, gastadas por el uso, flexibles y sólidas.

Leonor retrocedió en la cama al ver las intenciones de Rosita, pero antes de que pudiera alejarse, recibió en su mama izquierda un zapatazo resonante y lanzó un grito de dolor cubriéndose el seno.

  • ¡Toma! ¡Y toma, desgraciada, viciosa, mala amiga! - los golpes, dados con un brazo poderoso, caían sobre las tetas, la cabeza y el vientre de Leonor.

-¡Para, para! Te lo suplico, no me hagas daño.

  • Eres una puerca, devota de los rabos, pero yo te voy a curar. ¡Come!

Rosita se montó sobre la cara de Leonor y le aplicó su oscura y vellosa vulva en los labios. Mientras Leonor le lamía y succionba su clítoris erecto y duro como una alubia pinta, Rosita inmovilizó con las rodillas las manos de su amante díscola y tiró de su pierna derecha hacia arriba haciéndola girar y dejar expuesto su magnífico culo.

  • ¿Estas marcas te las hizo el cura, verdad? Y seguro que disfrutaste como una loca mientras te azotaba y te follaba. ¿Es cierto? - Y Rosita estampó un alpargatazo tremendo en la nalga derecha.

  • ¡Sí, sí! - confesó Leonor que estaba a punto de correrse sin tocarse siquiera el chichi. - Me la metió y me corrí. Me corrí dos veces...

Aquello era una provocación sin paliativos y Rosita se enfureció aún más. Olvidándose de dar gusto a su propia vagina, se incorporó y dio la vuelta a Leonor para azotarle el culo con más facilidad.

Los golpes cayeron uno a uno sobre las nalgas ya maltratadas recientemente por la caña de Don Santiago q.e.p.d. El culo estaba rojo como la muleta de un matador y Leonor gemía de dolor y de placer soltando babas y mocos sobre la almohada.

De pronto Rosita paró, lanzó la alpargata contra la pared y salió llorando del cuarto. Leonor corrió tras ella.

  • Rosita, mi amor. ¿Qué tienes? No creas que te quiero ahora menos. Me has dado una lección y me la merecía.

  • No es eso - gimio la joven - es que ... yo sé que no vas a renuncir a lo hombres por mí. Aunque te arranque la piel, tu deseo es demasiado fuerte.. Y yo no podré sufrirlo porque estoy loca por tí.

Leonor abrazó a su amante y la besó con tal pasión que Rosita se relajó y le devolvió el beso estrujándola contra ella. El contacto de los cuatro pezones hinchados y duros las llevó a una excitación mayor. Leonor se había corrido como no recordaba cuando Rosita la azotaba con la alpargata, pro ya tenía ganas de un nuevo orgasmo. Se llevó de la mano a su amante al lecho, la tumbó y se colocó entre sus piernas, en aquella postura tan bizarra que habían practicado alguna vez. Sus vaginas se frotaron con ansia y lo jugos de ambas se mezclaron entre sus muslos. Leonor tomó el pie de Rosita, con su empeine marcado y sus largos dedos y lo besó y lo lamió a conciencia procurando que su amiga se corriera con ella.

Rosita explotó de placer y se precipitó luego a abrazar y besar a Leonor. Se durmieron entrelazando brazos y piernas, aunque a Leonor le costó coger el sueño porque su culo ardía como las brasas de una barbacoa.

En las semanas siguientes hubieron muchos cambios en las vidas de las dos amigas. El primero fue el traslado del decrépito Don Cosme a una residencia de monjitas, que aceptaron hacerse cargo del enfermo tras una sustanciosa donación de Leonor. La madre superiora no se mostró perpleja por el hecho de que le pagaran por adelantado en monedas de oro, al contrario, prometió extremar su celo en el cuidado del señor a la espera de recibir nuevas dádivas en las visitas trimestrales que Leonor prometió realizar.

El segundo cambio fue una profunda remodelación de su casa, pintura, muebles, incluso se hicieron arreglar una estancia más amplia uniendo dos de las antiguas y formando así el espacio para un dormitorio señorial, que empezaron a compartir.

Lo tercero y más impactante fue el cambio en las relaciones entre ellas. La que fue señora se complacía ahora en obedecer sumisamente a su antigua doncella que, a su vez, se encontraba como pez en el agua en su nuevo papel de dueña de la casa. Esto era de puertas adentro, claro está. En el pueblo todos seguían viendo a la patrona haciendo de patrona y a la criada de criada,y no advirtieron grandes cambios en la situación económica de doña Leonor, ya que Rosita se puso al mando de las finanzas y no permitió a su amante ni la mitad de los caprichos que ella hubiera realizado de no estar sometida a la férula de su antigua sirviente.

En lo íntimo, la relación se hizo más fluída y apasionada que antes. Leonor obedecía en todo a su amante, que decidía cuándo y cómo debían hacer el amor, qué ropas debía vestir Leonor dentro y fuera de casa y con qué instrumento era oportuno disciplinarla cuando se mostraba díscola o desobediente en el más minimo de sus designios.

Leonor vivia empapada en sus fluidos vaginales desde que se despertaba hasta que se dormía. Nunca hubiera imaginado tanta felicidad: Ser amada y sometida por una mujer tan hermosa y fuerte era algo que la superaba.

Rosita había descubierto que le ponía muchísimo dominar a su esposa, pues ya consideraba tal a Leonor en su fuero interno. Ella misma había tenido tristes experiencias, pero asumir el papel de macho dominante era una compensación gozosa por los abusos a que las habían sometido en otro tiempo.

Haciendo planes de futuro, la pareja decidió que era ya ocasión de mudarse a alguna ciudad, más o menos lejana, y empezar allí una nueva vida. Pero en esto Rosita tenía sus reparos.

  • Leonor, me da miedo eso. Apenas sé sumar y restar con los dedos, no puedo leer ni la lista de la compra y menos aún sé el nombre de cosa alguna más alla del río que recorre el pueblo y las cuatro colinas que lo rodean. Soy una analfabeta; Haré el ridículo allí donde vaya.

  • Amor mío, no hables así. Tú eres cien veces más lista que yo y es gracias a ti que mudó nuestra suerte. No creas que yo puedo enumerar más de tres o cuatro ciudades de nuestra tierra y alguna del extranjero, no me digas dónde. Aparte de aporrear malamente el piano, hasta que tuvimos que venderlo para pagar deudas, y recitar el rosario en latín, sin saber lo que recito, no estoy mucho mejor que tu, cariño.

  • Pues ya te digo que esto no va a ser así por mucho tiempo. Antes de mudarnos a la ciudad vamos a instruirnos. No quiero que demos pena a la gente.

Buscando pues algo tan noble y loable, aunque poco valorado en estas tierras, como es la instrucción, Leonor consultó al nuevo párroco, un hombrecillo inofensivo para las feligresas, aunque quizás no tanto para los monaguillos, según se murmuraba. Don Clemente la escucho con atención y respondió con su voz aflautada.

  • Yo le aconsejaría, señora, tomar un preceptor. Puede darle a usted lecciones de historia y filosofía y enseñar a su sirvienta las cuatro reglas y a leer y escribir, que poco más necesita dada su condición.

  • Y ¿Conoce usted a alguien adecuado al caso, padre?

  • Hay un joven maestro que espera destino. Es hijo de los aparceros de la hacienda de Los Algarrobos y ha vuelto al pueblo hace poco. No tiene ocupación y anda siempre falto de fondos. Se pasa el día leyendo en la terraza del café de la plaza con una infusión. El señor Manolo, el dueño del bar, lo tiene ya aborrecido. Si lo desea, yo le sondeo y se lo mando a conocerla a usted si me parece de provecho.

Así quedó la cosa y esa misma tarde sonó la campana de la flamante casa de la esuquina de la plaza.

Rosita fue a abrir y se encontró con un muchacho, año arriba, año abajo, de su edad. Era enjuto, parco de carnes y de color un punto macilento, con un fino bigotillo y antiparras quevedianas. Los ojos sí que le llamaron la atención, pues eran grandes y  soñadores, con pestañas marcadas y un magnético color cobalto que atraía la mirada.

El chico caminaba algo encorvado y traía un libro bajo el brazo. Se mostró educado con Rosita y le habló con respeto a pesar de figurar que era ella una humilde sirvienta. Esto le causó buena impresión y le hizo pasar con una sonrisa.

Leonor recibió al visitante en una especie de gabinete que habían improvisado.

  • Señora, soy Ricardo Ríos, el hijo de los Ríos. El padre Romualdo me ha dicho que...

  • Sí, sí. Andamos... quiero decir, ando buscando un preceptor, un maestro, vamos. Usted parece muy joven. ¿Qué experiencia tiene?

  • Ciertamente poca, señora, pero he terminado los estudios de letras y soy un lector empedernido de los clásicos. Estaré unos meses por aquí, a la espera de destino y podría, si llegamos a un acuerdo...

A Leonor le cautivaron los ojos del muchacho y su tono humilde y moderado. Sería una persona fácil de tratar, pensó. Sobre todo, no le daría problemas con Rosita, que no iba a soportar un macho soberbio y petulante entrando y saliendo de su casa.

En los días siguientes, Ricardo visitó puntualmente, todas las tardes la mansión de Leonor y Rosita. Primero daba clases a la joven criada, que mostró grandes progresos en poco tiempo. A la hora de la merienda, le tocaba el turno a Leonor, que no estaba tan interesada en aquella actividad y se distraía bastante durante las explicaciones del maestro.

Empezó a hacer calor y las ganas de estudio decayeron aún más en la dueña de la casa, que notaba la falta de machos en el entorno. No había situado en ese grupo a Ricardo por su juventud y sus aires de poeta transnochado, pero esa tarde empezó a mirarlo de otra manera. Es el caso que, por el calor, Ricardo pidió educadamente licencia para quitarse la americana, cosa a la que Leonor accedió. Resulta que sin americana ni corbata, al subirse las mangas y desabrocharse dos botones de la camisa, Ricardo ganaba bastante. Tenía unos antebrazos potentes y unos pectorales firmes y lampiños que se dibujaban bajo la tela. Leonor se había vestido bastante fresca a su vez, con una bata escotada y muy amplia y notó las miradas furtivas de Ricardo hacia sus bellas y voluminosas mamas. Es más, en un cambio de postura del chico le pareció advertir los clásicos gestos masculinos para disimular una erección. Todo esto la empezó a calentar más que la bochornosa tarde. Aunque había prometido fidelidad a Rosita y, sobre todo, huír de los rabos masculinos como de la peste, lo cierto era que esa palabra le resultaba difícil de cumplir, sobre todo con ese calor y la presencia de aquel muchacho que aparecía ahora mucho más atlético y varonil que unos días atrás. Y eso sin contar la circunstancia de que Rosita hubiera salido a lavar la ropa y estuvieran peligrosamente solos en casa los dos.

Lanzada al juego, Leonor se inclinó a coger un imaginario objeto del suelo, con tan mala fortuna que el escote se deslizó por el brazo, dejando un bellísimo hombro y una turgente teta a a la vista del docente.

  • ¡Ay, disculpe usted! Vaya descuido ¿Qué va a pensar de mí...? - se excusó mientras se tapaba sin demasiada diligencia.

  • No se apure, Doña Leonor. No estaba mirando - mintió él con poca convicción y la boca hecha agua.

  • Es que con este calor... Iría una desnuda por la casa. ¡Ay, qué ocurrencia! No sé porqué he dicho eso.

  • Tiene razón, no crea. Es insoportable este bochorno.

  • Mire - añadió pérfida estirando una pierna y subiendo la falda de la bata hasta la rodilla - yo voy descalza y sin medias. Se nota mucho el fresquito en los pies. Es que a mí me sudan mucho - añadió frotándose el pie desnudo con la mano, motivo por el que tuvo de nuevo que inclinarse y ofrecer una deliciosa panorámica de sus abruptas colinas mamarias.

  • Qué pie tan bonito - balbuceó el profe incinándose como si quisiera acariciarlo.

  • ¿Le parece a usted? - Y, ya con descaro, Leonor depositó la planta de su pie en el regazo de Ricardo, palpando sin recato su erección, que alcanzó características equinas con la maniobra.

Él acarició el pie presionando sobre su verga erecta y subió la otra mano pantorrila arriba en busca del tesoro escondido bajo la falda de la señora.

Justo en el momento en que sus dedos acariciaban el vello de la ingle, se oyó la puerta de la calle abrirse, dio Leonor un respingo y saltó él como un resorte, retirando la mano.

Rosita entró con el cesto de la ropa. Se había puesto a llover y había decidido posponer el lavado. El pobre Ricardo se arrugó como pudó para disimular su excitación y Leonor se cubrió sus encantos en un segundo, pero la presteza de los movimientos evidenció aún más que allí había gato encerrado y Rosita sintió crecer en su pecho la justa ira de la amante burlada

  • ¿Vas a negarme que estabas acariciándote con ese petimetre? - Rugió la muchacha cuando Ricardo salió precipitadamente murmurando unas frases de despedida.

  • Ha sido un momento, sólo, amor. Te juro que no me ha llegado a tocar.

  • Porque he llegado a tiempo. Esto es lo que me temía yo. No puedes tener cerca un hombre. Eres una puerca caliente. Pero me las vas a pagar.

Rosita se vino en dirección a su amante y le dio tal bofetada que la pobre Leonor sintió enrojecer la mejilla y rodar una  lagrimila que le humedeció la cara, aunque más se le estaba mojando otro sitio con el maltrato de su dueña.

  • No te libras esta vez. ¡Ven aquí, zorra! - Y Rosita se quitó la alpargata y obligo a tenderse sobre sus rodillas a Leonor, como si fuera una niña pequeña.

  • ¡Esto por prometer en falso! - exclamó dando un primer golpe sobre el culo de Leonor, sin apartar la tela de la bata - Y esto por ser una calentona - Lanzó por segunda vez la zapatilla contra la otra nalga. - Y ahora dime ¿Le provocaste?

  • No, no, fue él que quiso aprovecharse.

  • Levántate la falda - ordenó la tiránica criada - vamos. Y bájate las bragas. Ahora seabremos si mientes.

Cuando la pobre Leonor obedeció, Rosita introdujo dos dedos entre sus carnosos muslos, apartó la negra mata de pelo y exploró a conciencia la gruta del placer de su amiga.

  • ¡Perra! ¡Estás chorreando como una perra! ¡Has sido tú la que lo ha provocado! - y cuatro zapatillazos subrayaron sus frases, ahora ya sobre el culo desnudo y expuesto de Leonor, que empezó a cambiar de color aceleradamente. Ella gimió de dolor, aunque más dolor le produjo que Rosita retirara los dedos del estratégico lugar donde los tenía un segundo antes.

  • No es bastante castigo éste para ti. No te voy a tocar en un mes. Dejaré que vayas caliente como una plancha todo el dia y toda la noche. Y me lo vas a comer dos veces al día mientras te azoto con la fusta.

Aquello de la fusta había sido una ocurrencia de la misma Leonor, que se la había regalado a Rosita por su santo, aunque era ella la que disfrutaba más del obsequio en sus posaderas.

Pero esa noche, enlazadas entre las sábans todo empezó a valorarse de forma un poco distinta.

  • ¿Te gustaba ese hombre?

  • No como tú, cielo mío - afirmó Leonor - Sólo es que me excito, no puedo evitarlo. Y es un chico tan majo, tan formal...

Rosita se quedó pensativa. ¿No sería mejor táctica aceptar cierto desahogo de su amante con un hombre fácil de controlar como aquel muchacho? Ahora era tarde, pero tendría que pensarlo.

A la tarde siguiente llamaron a la puerta y Rosita fue a abrir. Se quedo con la boca abierta al encontrarse a Ricardo muy formalito con un ramo de flores en la mano.

  • He traído estas flores para doña Leonor.

Por algún motivo el detalle vegetal aplacó un poco la ira inicial de la joven.Tomó el ramo  de un zarpazo e hizo señal de que se sentara al maestro.

Leonor compareció muy modosa Y Rosita se puso a fregar los platos dejando claro que iba a presenciar la entrevista en la que, según habían dispuesto, Leonor debía despedirlo irrevocablemente.

  • Ricardo, es mejor que no vuelva usted. Le pagaré por estos días, pero hemos decidido... he decidido que no quiero seguir con las clases.

  • No me haga esto, doña Leonor, Necesito este trabajo. Le suplico que lo reconsidere. Si la ofendí de alguna manera pídame la reparación que estime oportuna, pero no me eche, se lo ruego

Rosita miró con gesto neutro a su amante, pero no abrió la boca.

  • Realmente fue usted muy atrevido ayer...

  • Yo creo, señora, que es buena idea escarmentarlo pero no hace falta despedirlo si usted desea que siga viniendo... dijo bajito Rosita.

Leonor miró con ojos de infinito amor a su pareja, que parecía mostrarse ahora un poco más comprensiva con su desviado gusto por los machos.

  • ¿Que sanción sería oportuno aplicar en este caso? - preguntó Leonor con los labios ya entreabiertos.

  • Si no quiere perder su empleo, yo propongo que sea azotado.

  • ¿Pero qué dices? ¿Qué locura es ésta? - se escandalizó el muchacho.

  • No es desvarío, señor licenciado - explicó Rosita - es costumbre nuestra utilizar algunos castigos físicos para aplacar la ira del ofendido y hacer rectificar al ofensor. Nada demasiado pesado. Con algunos azotes en el culo doña Leonor se dará por satisfecha en su honor ¿No es cierto, señora?

Ricardo no daba crédito a aquella propuesta insólita, pero pensando en su trabajo, aceptó finalmente ser castigado de la forma que Leonor dispusiera.

  • Le daré cuatro alpargatazos en sus nalgas y eso será suficiente - anunció Leonor mirando a Rosita.

Ricardo se inclinó sobre la mesa tras despojarse de la americana.

  • Sea, pero que conste que nunca más toleraré este oprobio.

Leonor se quitó la zapatilla y se posicionó en perpendicular a las nalgas de Ricardo. La verdad es que el zapatazo no sonó enérgico ni produjo dolor alguno. El segundo tampoco pareció hacer mella en el hombre.

  • Si me permite señora- intervino Rosita - Yo creo que es mejor aplicar así el castigo - y con acelerada habilidad, dejó al aire las nalgas de Ricardo, que resultaron ser fuertes y armoniosas, como también lo eran sus brazos y su pecho. Inevitablemente, el pene de Ricardo quedó a la vista, manifestando una erección evidente.

  • Yo le daría así - dijo la criada, quitádose una alpargata y propinando un golpe sonoro y potente en el culo del pobre Ricardo.

  • ¡Ay, cuidado! - se quejó él al encajar ahora un castigo mucho más severo.

Por cinco minutos Ricardo recibió el tratamiento elegido por Rosita. Fueron hasta veinte zapatazos distribuidos por los muslos y las nalgas, que dejaron bien roja toda esta parte de la anatomía del profesor.

Pero la verga resistió la prueba con entereza y aún pareció cobrar dimensión y dureza a medida que se acumulaban los alpargatazos.

Leonor estaba a punto de desfallecer. Mantenía apretados los muslos imaginando que algo se metía entre ellos. Miró con angustia a Rosita, casi suplicando un alivio a su excitación.

  • Ya está bien. Ha sido suficiente, aunque veo que sigue empalmado y eso debe resolverse - Observó Rosita, que acababa de tomar una decisión heroica.

Tomó de la mano a Leonor y de la polla a Ricardo y tiró de ellos hasta la alcoba.

  • Ahora vamos a follar los tres - anunció solemnemente - Pero que conste que tú, Leonor, podrás holgarte con él pero él no me tocará a mí ni un pelo. Deberás darme tú placer mientras él te lo da a tí.

Ricardo no entendía nada, pero tampoco hizo ascos a la propuesta, y menos cuando vio a las dos mujeres desnudas y enlazadas, besándose con la mayor pasión y ternura.

Rosita dirigió las operaciones. Primero puso a Leonor espatarrada en la cama y montó sobre su boca, ofreciéndole la vulva, mientras Ricardo se afanaba a desnudarse y penetrar a Leonor en un misionero clásico.

Leonor era feliz con la verga dentro y el coño de su amor en la boca. Rosita estaba haciendo un esfuerzo para mantener su excitación mientras aquel machito taladraba a su amante, pero la quería tanto, que podía soportar aquello para verla feliz... Aunque ya estaba imaginado el castigo que les aplicaría a los dos por gozar de aquella manera.