Leonor (6) El cura diabólico

Don Santiago se recrea con su nuevo juguete y hace sufrir a Leonor dolor y humillación extremos, más él es también juguete del destino y el destino no le va a ser propicio. Aunque eso sí, acabará feliz.

Leonor estaba durmiendo profundamente. De pronto sintió que soñaba, porque aquello era un sueño, sin duda. Miró hacia abajo y sintió el vértigo de la altura. Estaba colgada sobre un abismo. Unas correas sujetaban sus muñecas y ella pataleaba aterrorizada ante un panorama infernal. Un mar rojo como la lava de un volcán se agitaba a sus pies. Sintió que bajaba hacia el abismo de fuego sin poder evitarlo, movía las piernas inútilmente. Estaba desnuda y sus pies descalzos rozaban ya las llamas; Se iba a quemar viva...

Pero no fue así. Un fuerte tirón y subió y subió. Sintió entonces frío en el rostro, se le erizaron los pezones y se le puso la piel de gallina. Miró ahora hacia el cielo. Un paraninfo de nubes la rodeaba. Sobre ellas asomaban las cabezas de todos los santos y los mártires, las vírgenes y las santas de la iglesia del pueblo. Parecían mirarla con gestos de reprobación. Y no era para menos... Sintió un roce húmedo y caliente en su vulva, miró en esa direcciónn, y allí estaba Don Santiago, con su cabellera gris alborotada, comiéndole el chichi en presencia de toda la Corte Celestial.

Pateó con furia Leonor, intentando huir del oprobio y la vergüenza como antes de las llamas, pero su carne era débil y pronto notó que se iba a correr. Miró las caras de estupefacción de San Bartolomé y Santa Lucía, al menos ésta no podía verla, y empezó a correrse agitada, ruidosa y frenéticamente.

Pero los primeros espasmos del orgasmo le hicieron abrir los ojos, los suyos, no los del sueño, y mirar. Allí estaba Rosita que había decidido despertarla de forma tan amorosa. Su primer pensamiento fue pegar el culo a la cama para evitar que su amante viera las marcas de la caña en sus nalgas. Aún asi,  se dejó llevar y se corrió dos veces. En la segunda le vino al pensamiento la polla del cura y sus hábiles manos untando de aceite sus posaderas. ¡Qué cosa tan molesta! No se podía librar de sus inclinaciones de masoquista y sumisa. Pero lo de la tarde anterior había sido intolerable.¡Qué cabrón de párroco les había tocado! Claro que la follada doble de los dos serradores fue aún peor, y ella se había corrido igual...

Se vistió a toda prisa y se maquilló a conciencia como el señor cura le había encarecido. No vaciló tampoco en levantar y estrujar sus poderosas mamas hasta hacer reventar el escote, aunque se cubrió con un pañuelo para no dar en la calle escándalo.

Así equipada, se dirigió al ayuntamiento y entró al retén de la guardia, preguntando por el cabo Justino, un personaje que le repugnaba bastante por su baboseo continuo a la vista de cualquier moza. Pero esa mañana le iba a prestar un gran servicio. Justino abrió sus ojos, de por sí saltones, al límite, cuando se le ofreció el espectáculo de las dos esferas gemelas que Leonor descubrió en su presencia con gran teatralidad.

  • ¿Qué se le ofrece, señora? - balbuceó sin mirarla  a la cara, pues sólo tenía ojos para aquellas tetas incomparables.

  • Denunciar un robo, cabo. Me han desaparecido algunas joyas y ...-

Leonor no denunció directamente a Damián, pero dejó caer algunas insinuaciones que condujeron de inmediato las sospechas en dirección a su criado y violador.

Aún no había llegado a casa la señora, ya estaban dos alguaciles registrando el baúl de Damián en el cuartito de la carpintería donde pernoctaba. La sobrina-criada observó con expresión de triunfo el hallazgo de los guardias y salió corriendo a avisar al pobre Damián, que estaba haciendo un remiendo en la puerta de un domicilio particular, de que la justicia lo buscaba por ladrón.

El chico manchó sus calzones de miedo cuando le dijeron que el siniestro Justino venía a por él. Eran tiempos en que la autoridad aporreaba sin piedad a los sospechosos y más de uno había dado el alma a Dios en un interrogatorio de estos, así que Damián huyó, presa del pánico con lo puesto, robó una mula del hostal y se echó al monte en la confianza de que no sospecharían de su fuga hasta que tuviera tiempo de refugiarse en la sierra con sus amigos leñadores. Luego, ya vería.

-Leonor, Leonor! - Rosita irrumpió dando voces a la hora de comer.

  • ¿Qué tienes, cariño mío? - contestó la aludida que ya no ocultaba su inclinación manifiesta por su criada.

-¡Qué noticia, mi amor!¡Qué alegría más grande! Aquel malnacido, hijo de cincuenta putas, ha huído. Los guardias han encontrado un botín en su casa y..-

Llamaron en esto a la puerta y Leonor salió a abrir anticipándose a su amante.

  • Doña Leonor - muy compuesto, el cabo - Me pregunto si son estas sus joyas...

  • Por Dios, Don Justino! ¡Qué eficacia! Me deja boquiabierta. Haga el favor de pasar. ¡Rosita! trae un vaso de jerez para el señor cabo.

  • No se moleste, señora. Tengo que volver al puesto. Claro que me gustaría venir en otro momento - esto lo dijo mirando a la perpleja y ceñuda Rosita - y explicarle en detalle todos los extremos del caso.

  • Será un gusto, cabo. Le enviaré una nota con mi criada cuando esté libre... y le recibiré con sumo placer.

Esto último lo dijo la pérfida con un tono tan lánguido y una caída de ojos tan seductora, que Justino se sintió desfallecer.

Mientras comían, Leonor puso a Rosita en antecedentes de la estratagema, aunque no le explicó las contrapartidas que había exigido el cura por su actuación y menos aún que esa tarde a las seis la estaba esperando en la casa de la viuda Garrida para seguir aplicándole las penitencias pertinentes al caso. El escozor en las nalgas le recordaba contínuamente la maldad del sacerdote, aunque también se le mojaba el coño abundantemente cuando le venía al recuerdo cómo había acabado el encuentro anterior.

Hacia las seis Leonor cogió una cesta de ropa sucia y, con la excusa de que había bajado el sol, se encaminó al lavadero dejando a Rosita encargada de cuidar de su marido.No llevaba ropa interior bajo el vestido ligero; así su culo soportaba mejor los picores y pinchazos que aún la atormentaban después de la zurra en la sacristía.

Bajando por el camino que llevaba al lavadero, Leonor miró a derecha e izquierda y se aseguró de que no había otras mujeres en las cercanías. Ya estaba casi fuera del pueblo. A su izquierda, una senda se perdía entre los algarrobos y las encinas, disimulada por una espesa maleza. Era frecuentada por las mujeres para aliviar sus vejigas e intestinos en la ruta de ida o vuelta al lavadero local. Observó que no había nadie haciendo sus necesidades en las cercanías y siguió caminando, torció de nuevo a la izquierda y fue a darse de bruces con el murete del jardín de la casa de la viuda. La cancela estaba abierta, como Don Santiago le había indicado. Al acabar de empujar el batiente, un chirrido amenazador pareció advertir a Leonor de que no debía entrar allí. Someterse de nuevo a la lascivia y la disciplina del sacerdote era un prueba demasiado pesada. Leonor vaciló. Estaba en manos del párroco siniestro...Por fin echó a andar entre los arbustos del descuidado jardín. La puerta trasera de la casa también estaba entornada. La empujó tragando saliva y entró.

El señor cura la esperaba, vestido con un hábito bien poco adecuado a su digniad, pues iba el canalla en camisa, sin pantalones ni zapatos y con un bulto que ya empezaba a formarse en su entrepierna.

  • Pasa, hija, pasa. He pensado quel a casa de la viuda Garrida sería un lugar más adecuado que la sacristía para tu penitencia. La viuda nosdejó hce unos mesesy no tenía herederos, asíque la iglesia administrará esta propiedad, según sus deseos. He estado arreglando esta sala para tí. ¿Te gusta el resultado? Mietras lo piensas, desnúdate, que ya son las seis y diez y nos espera un ejercicio largo y pesado.

Leonor no contestó y se limitó a sacarse el ligero vestido de verano por la cabeza, mostrando su complea desnudez al  verdugo. Había en la sala una mesita baja instalada en el centro y, a su arededor, haste trece candeleros que sostenían  un cirio encendido cada uno de ellos. Eran de diversos modelos, lo que parecía indicar que Don Santiago había recorrido el caserón reuniendo todos los que pudo encontrar. Las luces formaban un círculo perfecto en torno a la mesa. Sobre ella había depositado un tronco de algo más de un metro  y medio y bastante grueso y dos rollos de soga. Leonor sintió un escalofrío al ver el escenario de su próximo tormento.

  • Vamos, Leonor. Siéntate en esa mesa y pon los brazos en cruz. Seguro que has oído hablar de los empalaos de semana santa. No es costumbre en este pueblo, pero en muchos otros sí que se aplican esta penitencia los que tienen grves pecados de qué arrepentirse, o motivos de agradecimiento al Señor por alguna gracia concedida. Fíjate, ahora pondré este madero, trasunto de la cruz, sobre tus hombros. Así. Y envolveré con estas cuerdas tus brazos, hasta dejarte con estos extendidos y bien sujetos. Ahora, arrodíllate en la mesa.

Leonor se vio sujeta con los brazos unidos firmemente al leño. Éste era algo nudoso y las sogas, ásperas, así que pronto sintió un fuerte picor en los brazos y mil alfileres parecieron clavarse en su piel. Sus manos, que habían quedado libres, adquirieron un tono azulado al cabo de unos minutos en la postura. Al arrodillarse en la mesa el cura tomó un cabo de la soga y se lo ciñó al cuello, tirando hacia atrás de él hasta obligarla a sentarse sobre sus talones. Luego ató el extremo a una de las patas y se alejó dos pasos para contemplar su obra.

Era un espectáculo grotesco y excitante; Leonor estaba inclinada hacia atrás por la tensión de la cuerda y con los brazos en cruz, así que sus senos se poyectaban hacia delante con descaro. Su rostro reflejaba la angustia y el dolor que aquel castigo le producía, aunque no le dio al clérigo el placer de oírla suplicar o quejarse.

  • Encantadora. Lástima no tener uno de esos daguerrotipos ahora tan de moda para conservar esta imagen. Leonor, ya sé que no es apropiado lo que voy a hacer ahora, pero debo reconocer que hay algo demoníaco en tus encantos, puesto que no consigo resistir la tentación de pecar con tu cuerpo. MIra, este aceite será muy útil el día de hoy

La mujer vio como el cura cogía una botella de un líquido untoso y oscuro y se acercaba a ella. Vertió un chorro generoso sobre su busto y empezó a aplicarle un masaje profundo y vigoroso en las tetas para extender el mejunje. Lo hacía con parsimonia y detenimiento,  no dejando un centímetro sin embadurnar. Luego se quitó la camisa, cuidando de no mancharla en exceso con sus dedos pringosos, y dejó a la vista su carajo, que parecía a punto de explotar por la excitación.

  • Voy a gozar de tus maravillosos pechos, hija mía. Esta es una práctica que me enseñó cierta prostituta y reconozco que cuando una mujer posee unas mamas como las tuyas, el placer que proporciona envolver con ellas el miembro hasta hacerlo reventar de gusto, es comparable al  coíto.

Y así diciendo, Don Santiago se deleitó hundiendo su polla en el pofundo y ahora resbaloso valle, presionando con fuerza los dos senos entre sí, para proporcionarse el mayor estímulo posible, ajeno a la expresión de dolor de su prisionera, ya que aquellas manipulaciones la estaban agitando, de manera que sus bazos sentían ahora la mordedura cruel de las sogas con más intensidad y su cuello padecía el estrangulamiento de la cuerda.

Durante cinco inteminables minutos, el cura disfrutó de darse aquel placer, que se incrementaba cuando miraba la expresión de angustia de Leonor, su rostro congestionado por la asfixia y sus dedos morados por la falta de sangre.

Finalmente se corrió con un gemido ronco y un chorro de semen bañó los pechos deLeonor, mezclándose asquerosamente con el aceite.

El cura retocedió extenuado y se sentó en un sofá a observar a la cautva, que había recobrado un poco el aliento.

  • Eres algo increible, Leonor. No me voy a cansar nunca de disfrutar de ti. Mira, para aumentar mi placer he conseguido un brebaje que fabrica con hierbas del campo una curandera que conozco. Dicen que resituye en unos minutos el vigor en los hombres y hace lubricar como perras a las mujeres. Vamos a probarlo los dos. Venga, no te resistas y bebe. ¿Quieres que te rocíe con cera candente ese culito desollado? ¿O que te aplique la llama a estos pezones viciosos?

Ante la amenaza de tan crueles castigos, Leonor dio un trago del brebaje, mientras don Santiago apuraba a su vez la botella.

  • He notado, hija mía, que pareces gozar sexualmente cuando te castigo y más aún si te penetro, como hice ayer. Dime ¿Eres msoquista acaso? ¿Te excita el dolor y la humillación? Así lo sospecho  y es por eso que he pensado en formas de castigarte y gozar yo sin que tú puedas hacerlo. Mira, mi verga gotea semen y está bien empapada del aceite de tus pechos. Pondremos un poco más.

Tomando restos de su propia corrida que se escurría entre las tetas de Leonor y una buena cantidad de aquella grasa, el cura se embadurnó los testículos yel pene, que con el toqueteo de las tetas y las fricciones, empezaba a estar tan duro como hacía un rato.

  • La medicina hace efecto. Estoy preparado para correrme de nuevo, pero lo haré ahora en tu boca pecadora. Este aceite, querida, no es precisamente de oliva, sino de ricino. Verás que su sabor es repugnante. Sin embargo tú vas a lamer y a chupar mis genitales hasta que me corra en tu boca. Porque es la única forma de que yo te libere del suplicio de las sogas. Empieza por aquí, preciosa. Mira, yo mismo me aparto la verga para que puedas pasar tu lengua por mi escroto. El sabor es asqueroso, pero si salivas bastante lo soportarás mejor... y a mí me darás más placer, claro está. ¡Ah! Por cierto, procura no tragar el aceite, o los intestinos te van a explotar antes de que acabemos .

Leonor empezó a obedecer las órdenes, sacando un chorro de babas para diluír el nauseaundo líquido. Aún así, su lengua parecía quemarse con el sabor de aquella porquería. Como pudo limpió los huevos del cura hasta dejarlos relucientes. Pero entonces don Santiago decidió que era el momento de tragar polla y empezó a embestir la boca de la chica, que babeaba a chorros para reducir el amargor del mástil que la taladraba.

  • Este ungüento es fantástico para la piel y el cabello.... Se te van a poner unas tetas.... que vas a.... alucinar.

El cura hablaba cada vez más entrecortadamente i un temblor febril se extendía por su cuerpo. Sintió una opresión en el pecho y un hormigueo en el brazo izquierdo, pero su excitación era mucho mayor que su malestar, así que siguió bombando en la boca de la prisionera. Una catarata de saliva caía sobre las tetas de Leonor que se bamboleaban al compás de las sacudidas del clérigo. Los brazos de la mujer eran ya una pura agonía y no se sentía las manos. Además los vaivenes de la cabeza tensaban el lazo del cuello asfixiándola.

Pero aún así, no pudo dejar de notar la congestión que se estaba produciendo en su vulva. El líquido brotaba de ella abundantemente y sentía mojados los muslos. El efecto del brebaje de la curandera estaba presente ya y era un tormento más, ya que Leonor se moría por estar desatada pero más aún por tener un buen rabo dentro de su coño efervescente.

El orgasmo de don Santiago llegó abruptamente. Un chorro de leche caliente impactó en la garganta de Leonor y estuvo a punto de acabar de ahogarla. Tosió y tosió escupiendo semen, aceite, babas y no se sabe cuántas cosas más. El hombre extrajó la verga aún tiesa y retrocedió llevándose la mano al pecho. Ahora sí que notaba el dolor y éste era lacerante. Se puso pálido e intentó decir algo, pero cayó hacia atrás con los ojos en blanco y sufrió un par de sacudidas, para terminar quedando tieso sobre la alfombra.

Leonor siguió escupiendo aún un rato sin comprender lo que pasaba. Luego abrió los ojos y vio clara la situación. Estaba atada como una pieza de lomo al horno, dolorida y babeante, con el coño en llamas y el cadáver de un sacerdote desnudo y aún con la polla tiesa ante ella.

Con gran esfuerzo y a riesgo de estrangularse, bajó de la mesa. Las manos estaban ya moradas y no las podía mover. Miró alrededor buscando una solución. Las velas. Esa podía ser la forma de salir del aprieto. Se estiró hacia el candelero más próximo e intentó acercar a la llama la soga que la constreñía el brazo derecho. No parecía que pasara nada, excepto que el olor a quemado se extendia por la sala. Al fín, un hilo de humo salió de la soga. Era una esperanza e insistió, aunque parecía que se le iba a romper el cuello, sujeto a la mesa por la soga.

Después de diez minutos las llamas cogieron fuerza. Con un poco de suerte se romperían las ataduras y con menos, se quemaría viva, pero no veia otra alternativa. Golpeó contra el suelo la punta del madero atado a su brazo y notó que las cuerdas cedían. Pronto su brazo emergió entre las vueltas de soga quemada. Apenas lo podía mover, colgaba del hombro, muerto y amoratado por la cuerda.

Después de diez minutos empezó a mover los dedos y en diez más pudo intentar soltar los nudos del otro brazo. Finalmente consiguió desatarse el cuello y quedó libre. Se sentó en el suelo y observó el cadáver del cura. ¡Menudo fregado! No sabía cómo iba a salir de ésta. Se limpió con la camisa de don Santiago los pechos y la boca y escupió restos de ricino y saliva en la cara del desalmado que había pagado tan cara su libidinosidad.

Luego se puso su vestido y sus zapatos, recogió el cesto de la ropa y salió corriendo de la vieja mansión. Necesitaba a Rosita, necesitaba su consuelo y sus consejos y tampoco le iba a ir mal que le hiciera un buen trabajo entre las piernas, porque el efecto del jarabe no se pasaba ni por éstas.