Leonor (5) En manos del cura sádico.

Don Santiago piensa que no vale la pena poner una penitencia a sus fieles, si no se le pone dura.

Durante dos días, Leonor se devanó los sesos buscando una solución. Damián no había vuelto a trabajar y Rosita y ella tuvieron que redoblar esfuerzos para cuidar del marido impedido.

Leonor pasó dos veces por delante del taller del carpintero y vio al abusador muy tranquilo, serrando listones y clavando clavos. Se había comprado un chaleco muy elegante y se paseaba con él por la plaza. Sin duda eran los beneficios de la orgía que les había organizado a sus amigos montañeses, con ella y su amante de involuntarias protagonistas.

Después de mucho pensar llegó a la conclusión de que necesitaba la protección de algún poderoso y en aquellos lejanos tiempos, en la España pre-Ibex 35, no había aliado más potente que la iglesia y sus ministros.

El ministro en cuestión era allí Don Santiago, un cincuentón de aire severo y cabellos grises, buena estatura y barriga contenta y abultada. Siempre elegante y de modales refinados, muy distinto de Don Obdulio el anciano párroco que había fallecido el año anterior.

Leonor iba a misa, casi a diario, no sabía bien a santo de qué. Era una forma de parecer respetable, buena cristiana y buena esposa quizás. O le gustaba estar tranquila media hora, oyendo latinajos incomprensibles, oliendo el incienso y fantaseando una vida mejor en compañía de aquellos santos barbudos con cara de iluminados y aquellas vírgenes y santas siempre en éxtasis, ves a saber porqué.

Y Leonor se había fijado en las miradas de Don Santiago a sus senos, siempre bien ocultos pero evidentes bajo la mantilla, cuando le administraba el Santo Sacramento de la Comunión. Son cosas que no se le escapan a una mujer tan sensual y voluptuosa. Quizás podría obtener alguna ayuda del párroco.

Se presentó en la sacristía cuando el cura estaba aleccionando a sus dos monaguillos sobre la forma correcta de ayudar en los oficios. Se giró con interés hacia ella y despidió a sus acólitos. Comprobó que la iglesia estaba vacía e hizo sentarse a Leonor en una silla muy cercana a la suya propia.

-       Usted dirá, Doña Leonor. ¿Qué la trae por aquí?

-       Es un asunto muy complicado, algo de lo que me avergüenzo profundamente, pero que me ha llevado a una situación insostenible.

Entonces estalló en un llanto nada fingido, ya que llevaba dos días haciendo de tripas corazón con su amante Rosita para no desmoronarse y manifestar su desesperación.

El santo varón la tomó de las manos y la consoló con palabras apaciguadoras y dulces. Luego insistió en conocer los detalles de sus cuitas.

Los detalles no los dio ella, por razones evidentes, pero sí contó lo suficiente para que el cura se escandalizara y mostrara una indignación algo impostada.

-       El pecado que intuyo ha cometido usted con su criada es imperdonable, terrible a los ojos de Dios, aunque no lo sea tanto al parecer de los hombres. Pero lo de ese Damián, esa es la más abyecta de las canalladas. Ese bellaco tendrá su merecido. ¡Arderá en los infiernos!

-       Ya imagino que será así padre, pero yo necesito que se queme un poco aquí y ahora. Lo suficiente para dejarnos en paz a Rosita y a mi.

-       Algo se me ocurrirá. Déjeme pensar un rato. Nos vemos aquí a las seis ¿le parece?

-       Como disponga, padre.

-       Pero Leonor – se pasó con soltura al tuteo el religioso – has de confesarte, hoy mismo. Y te advierto que cuando conozca con detalle todos tus pecados te impondré una penitencia ejemplar

-       Lo que sea, padre, lo que sea. Si usted me ayuda, cumpliré con gusto cualquier penitencia que me imponga.

Así quedó la cosa y Leonor pasó el resto del día más tranquila, comió con Rosita y hasta se sentó a leer el periódico a su marido un rato. Tenía la esperanza de que todo se arreglara con la ayuda de Don Santiago.

Éste se había movido diligentemente para cumplir su palabra. Conocía a la sobrina del carpintero, una mozuela poco agraciada que había venido a confesarse dos veces con él porque Damián había estado tocándola a escondidas y veía peligrar su virtud. No se atrevía a denunciarlo porque su tío, el carpintero, lo tenía en un pedestal y temía ser ella la expulsada de la casa donde servía como criada desde que se quedó huérfana.

La chica quería hacer desaparecer a Damián, no sabía Don Santiago si por temor a ser violada o por despecho de no haberlo sido ya, dadas sus pocas gracias. Poco importaba. Si estaba dispuesta a cumplir sus órdenes, podía decir que el problema estaba resuelto y Leonor tendría una deuda infinita con él, una deuda que se iba a cobrar con creces de las formas más diversas y excitantes.

Don Santiago tenía de célibe lo que yo de obispo. En el año que llevaba en la parroquia ya se había agenciado dos amantes discretas y complacientes. Una viuda de su quinta, demasiado entrada en carnes, pero fogosa y juguetona.

Fingiendo escandalizarse por las aproximaciones y tocamientos de Don Santiago, la señora Clotilde se hacía la estrecha y el cura se encendía con ella, la sujetaba, manoseaba y desnudaba casi a la fuerza, medio en serio, medio en broma. Tras el primer encuentro tormentoso con la rolliza mujer, el sacerdote entendió que tenía ya ganada la plaza entre los opulentos muslos, pero el juego se repetía a cada encuentro, con los jadeos y protestas de la mujer y el ejercicio de sometimiento del hombre, que quemaba muchas más calorías de las que corresponden a un coito normal en cada lance.

Sin embargo, cada viernes Clotilde se acercaba al final de la misa para recordar al sacerdote que tenían que pasar cuentas de la fundación benéfica al día siguiente y que le iba a preparar torrijas y chocolate para merendar, como era su gusto.

Él le cobró afición a esa práctica entre la comedia y el estupro y pronto se aficionó también a zurrar en las grandes tetas y el desbordante culo a su amante, que no paraba de protestar, pero gozaba intensamente con aquellos juegos prohibidos.

Había también una costurera de buen ver, madre de cuatro hijos, cuyo marido la había dejado y huido a América con una cupletista. Esta mujer era una auténtica bomba al parecer de Don Santiago, que la frecuentaba ya  tanto como a Clotilde. La había visitado al principio para que le arreglara algunas prendas y había advertido que Encarnita, que era menuda y de apariencia frágil, parecía entrar en éxtasis cuando él le daba alguna orden. Al principio era sólo pedir que le tuviera la casulla lista para el domingo, pero pronto vio que la mujer mudaba de ropas en cuanto él sugería que le sentaba mejor tal o cual falda o blusa, se recogía el pelo si él se lo recomendaba y otras fruslerías parecidas.

Pero un día que iba más caliente que de costumbre se le ocurrió loar las formas de Encarnita e insinuar que sus senos debían de estar muy bien conservados a pesar de haber criado cuatro hijos. La mujer se descompuso y salió atropelladamente de la sala. Don Santiago pensó que se había pasado mucho y se dispuso a marchar, cuando Encarna volvió muy nerviosa y desnuda de cintura para arriba, mostrando dos tetas maduras pero firmes con unos preciosos pezones rosados.

Aquello fue lo que llamaríamos un punto de inflexión, el momento a partir del cual Don Santiago supo que iba a vivir experiencias alucinantes con aquella mujer.

Pronto disfrutó de contemplarla desnuda en medio del taller de costura, de recibir sus caricias arrellanado en el sillón y de sentir cómo Encarnita se la chupaba, primero torpemente y pronto con una gran habilidad y unas dotes innatas para retrasar la eyaculación, mirando lánguida y sumisa a los ojos del cura y evaluando sus expresiones para obrar en consecuencia acelerado o retrasando la mamada para dar así el máximo placer a su visitante.

Dejando volar la imaginación, Don Santiago empezó a exigir a Encarnita las más variadas depravaciones, como masturbarse abierta de piernas frente a él, tumbada en la alfombra, orinar en su presencia en cuclillas en una bacina o pasar una hora desnuda arrastrándose a cuatro patas por el taller como una perrita dócil.

Después de varios meses no habían llegado jamás in stricto sensu a follar, hablando finamente, ni tan sólo a encamarse. Era una relación puramente sexual y sin un ápice de sentimentalismo romántico, aunque de pasiones y deseo, Freud podría haber hecho un par de volúmenes si hubiera conocido el caso.

Con todo y con eso, ninguna de las dos concubinas tenía nada que ver con la lozana y voluptuosa Leonor, quizás la mujer más guapa y escultural del pueblo. Don Santiago la iba a hacer suya y además por la fuerza. Eso le ponía muchísimo. Y aquella tarde se iba a servir el aperitivo.

Cuando llegó Leonor, el cura la recibió con una amplia sonrisa que la llenó de esperanza.

-       Siéntate hija. Tengo buenas noticias para ti. Tengo alguien que nos va a ayudar. Dime ¿Tienes alguna joya, objetos de valor, cualquier cosa que pueda ser sustraída y escondida en una caja pequeña?

-       Conservo alguna cosa, aunque en los últimos años hemos tenido que venderlo casi todo. Son cuatro adornos de oro de mi madre, una pulsera de plata y unos pendientes con brillantes. Pero es lo único que me queda. No quisiera…

-       Tranquila. No vas a perder nada de eso. Esta noche me lo vas a traer todo aquí.

-       Sí, padre. Esta noche. Voy corriendo a buscarlo…

-       ¡Eh, eh! No tan deprisa, hija mía. Primero me has de contar con pelos y señales todos tus pecados. Has de confesarte, como te dije.

-       ¿Ahora? ¿Hemos de ir al confesionario?

-       No será necesario – el cura se recostó en el sillón – Ven, arrodíllate aquí, delante de mi. Empieza por el principio. He de conocer todos los detalles.

Leonor no sabía cuál había sido el principio. Quizás cuando le pidió a Rosita que le pusiera un ungüento en el tobillo el día que se lo torció. O cuando se mojaron en el lavadero y ella le secó la espalda a su criada y sintió aquella mirada anhelante clavada en sus ojos. O la noche en que durmieron juntas porque había una gran tormenta y Leonor tenía miedo de los truenos. ¡Cómo la abrazó! Leonor había follado mucho con su marido, pero jamás había sentido la ternura de un abrazo de amor como el que Rosita le dio aquella noche.

Sin embargo no contó a Don Santiago ni una palabra de todo esto.

-       El demonio nos tentó, padre. Yo no estaba preparada, no sabía que dos mujeres podían pecar como dos … - se hizo un silencio embarazoso.

-       …Como dos hombres, quieres decir.

-       Sí, como dos invertidos. Padre ¡Pero yo no soy una invertida! A mí me gustan los hombres…

-       Tampoco eso está bien. No es propio de una mujer cristiana decir que le gustan los hombres. Sigue con tu relato, sigue. ¿Qué hacéis exactamente Rosita y tú? No puedo imaginar..

-       Pues lo normal. Besarnos, abrazarnos.

-       ¿No os tocáis?

-       Sí, claro que sí. Por eso nos acostamos juntas.

-       Os tocáis el sexo entonces… Vamos, no me intentes engañar. ¿Os masturbáis la una a la otra?

-       …Sí, a veces.

-       ¿A veces? ¿Y otras veces, qué hacéis?

-       Ella,…a ella le gusta besarme ahí, abajo.

-       ¡Qué asco! Eso es un pecado nefando. Leonor, ya he oído suficiente. Tu penitencia debe comenzar ya.

-       ¿Qué he de rezar?

-       ¿Rezar? Ni hablar de ofender al Señor con esa boca de arpía, hasta que no te hayas purificado. Tengo preparada tu penitencia y va a ser dura, contundente. De momento, nada de rezos. Quítate las bragas o las calzas, las medias y los zapatos.

-       - ¿¡Qué!? – Leonor no daba crédito a aquella demanda imperiosa del confesor.

-       Vamos, no me hagas perder el tiempo. A las ocho tengo que dar misa. Fuera esas prendas.

Sin acabar de comprender lo que estaba viviendo, Leonor se incorporó y se alejó dos pasos. De espaldas al cura se fue quitando sus pantaletas y los zapatos, ya que no traía medias debajo por el calor.

-       Ahora tiéndete en aquella mesa. Deja los pies en el suelo y las posaderas al borde.

Con ceremonia, Don Santiago abrió un armarito de donde sacó una caña de más de un metro, no más gruesa que un pulgar de su mano, pero dura y nudosa, flexible y fácil de manejar. La blandió en el aire y lanzó dos golpes a derecha e izquierda. El silbido del instrumento cortó la respiración a Leonor.

-       Tu castigo empieza ahora, mujer. Yo voy a purificarte por todos tus pecados. Empieza a hablar con detalle de todo lo que hacéis tu amante y tú. Pero antes, descubre tus nalgas y ofrécelas en sacrificio a mi caña redentora.

-       No me pegue, señor cura. Eso no es cristiano ni decente.

-       ¡Cómo osas!? Decirme a mí lo que es y no es cristiano. Si te resistes, en nada te pienso ayudar. Vete con tu criada y sigue pecando. Damián no se conformará con unos cañazos en el trasero.

Haciendo un puchero, Leonor dejó su precioso y blanco culo al descubierto, sabiendo que no lo conservaría tan blanco ni tan bello por mucho tiempo.

El primer golpe sonó seco e implacable. Leonor gimió con fuerza al notar el calor punzante cruzando sus nalgas justo en el centro.

-       Habla y sé sincera. Si callas o si mientes – un nuevo cañazo estalló un poco más abajo que el primero – no tendré clemencia

-       Es cierto – gimió Leonor – me besa el sexo y me lo lame. Me mete la lengua y eso… eso… a mí.

El tercer golpe sacudió los dos hermosos globos con más furia que los dos primeros.

-       ¡Pare, pare! ¡Se lo estoy contando todo, padre, se lo juro!

-       No pares ni dudes. Detalles, mujer. Quiero los detalles.

-       Me la pasa por los labios y por arriba, donde da más gusto. Y me mete los dedos en la raja mientras chupa. Y yo me muero de placer cuando lo hace… Sé que no está bien, pero

-       ¡Toma cínica! – La caña volvió a cimbrear contra la carne ya enrojecida por el castigo – Yo te diré lo que está bien y lo que no…

-       ¡Por Dios, padre! Tenga compasión. No soporto el dolor. Le contaré todo pero no me pegue más.

-       Dime lo que le haces tú a ella.

-       Yo la acaricio, también le beso el sexo y lo chupo. A ella le gusta, se corre en mi boca mientras me estruja las tetas.

-       ¿Lo hacéis a la vez o por turnos?

-       No entiendo. ¡¡Ay, Ay!! Pare, pare. Sí, sí. De ambas maneras – continuó entre sollozos – a la vez, por turnos…

El clérigo se acercó a observar su obra. Los golpes habían dibujado una figura de líneas casi paralelas. Por la prominencia de las nalgas había un buen trecho sin marcar, en las proximidades del ano y más abajo.

-       Bien, hija mía. Has empezado bien tu penitencia. Por hoy basta de castigo, pero pronto continuaré contigo. Hasta que purgues esos pecados y jures ante Dios que no volverás a cometer estos actos impuros, debo seguir administrando las sanciones que me parezcan apropiadas. Pero tus nalgas están en carne viva. Espera.

El párroco se había desabrochado la sotana y mostraba los calzones blancos y un bulto considerable que abombaba la bragueta. Se acercó de nuevo al armario y extrajo una botellita.

-       Este aceite balsámico te va a aliviar, hija mía. Vamos, tiéndete y levanta bien la falda, no vaya a mancharla. Yo mismo te lo aplicaré. Observa – añadió pasando las dos manos untadas de aceite por las voluminosas e inflamadas esferas – que además de castigarte, puedo también ser clemente contigo.

Las manos de Don Santiago eran fuertes y muy cálidas. Sabía acariciar con firmeza y ternura a la vez. Leonor sentía su respiración caliente, cada vez más cerca del agujero anal, que se abría y se cerraba por efecto del masaje circular. Pronto un pulgar y luego el otro recorrieron el agujero prohibido y fue entonces Leonor la que empezó a lanzar gemidos de placer.

-       ¿Te alivia?

-       …Ssssi, si, padre. Siga. No pare por favor…

Los dedos bajaron entre las ingles y frotaron los labios y el clítoris, en una maniobra muy diestra, que aquel bellaco parecía dominar con soltura.

-       Pero ¿Qué es esto? ¡Si estás mojada! Esa caña te ha excitado.

-       No, no. Lo juro – mintió Leonor – son sus manos. ¡Lo hace tan bien…! Meta los dedos, se lo ruego. Estoy….estoy muy nerviosa, no sé lo que digo.

-       Cierto, hermosa mía. No son unos dedos lo que tú necesitas aquí.

Y sin más preliminar, Don Santiago le hincó su polla, nada despreciable en grosor y longitud, hasta el fondo de la gruta. Empezó a moverse con habilidad y fue subiendo el ritmo. Leonor se corrió. No pudo ni quiso evitarlo. Aquel hombre era un demonio.

El castigo de la caña y la verbalización simultanea de sus pecados la habían hecho mojarse más aún que cuando la violaron los tres serradores en su casa hacía poco. Y aquel clérigo del demonio sabía follar. Era un amante magnífico.

Cuando el pene del cura empezó a vibrar y sus gemidos de placer llenaron la sala, Leonor se volvió a correr echando atrás las caderas para hacer durar más la penetración. La leche del sacerdote se derramaba entre los labios de la penitente y él seguía bombeando aferrado a las laceradas nalgas.

Cuando la polla perdió volumen y salió de su cubil, el hombre recogió con la mano su simiente y la extendió sobre el culo de la pobre Leonor.

Antes de que ella se diera la vuelta, sintió las manos que la sujetaban y la boca del religioso recorrió su pringoso coño, succionando y lamiendo. Luego notó cómo la lengua exploraba su ano con ansia.

El cura se demoró aún unos minutos en su acto de adoración rendida, aunque luego se irguió y hablo en tono autoritario.

-       Es tarde. Ponte los zapatos y vuelve a tu casa. No, la ropa interior déjala aquí. Quiero oler despacio tus humores para imaginar tu próximo castigo.