Leo: Una suite para dos

En sólo dos segundos, puede hacerse un compromiso para toda la vida.

Leo: Una suite para dos

1 – Un encuentro

Mi chofer viajaba a gran velocidad, pero el camino se me estaba haciendo ya demasiado largo. Viajar por Castilla es gozar en cada segundo, pero yo iba a evadirme y mi vista se perdía en los amarillentos chopos que se veían en fila en el horizonte. Al fin, me dijo Gustavo que llegábamos a la capital y comencé a mirar con más interés. Era aún muy temprano y el sol estaba bajo. Los destellos de los cristales me impedían ver lo que había delante, así que bajé el cristal de la ventanilla y entró un aire gélido que me quitó el sopor del viaje. Tras recorrer una larga avenida, llegamos a una magnífica plaza que me era conocida y, al fondo, en toda su extensión, apareció el parador. El mejor del mundo para mí.

Había que llamar al timbre de algo parecido a un cajero automático y alguien hizo bajar automáticamente un pivote grande que impedía el paso de los coches. Al llegar a la entrada, asignaron a Gustavo la plaza de aparcamiento y un conserje muy amable y sonriente ordenó a unos mozos que se llevasen mi equipaje. Al entrar en el parador sentí un gran descanso por notar cómo el aire helado dejaba de secar mis ojos y me dirigí tras el conserje hasta la recepción.

Había allí un chaval – de mi edad más o menos – con una mochila grande esperando, pero me hicieron acercarme a mí antes que a él. Me volví a mirarle y encontré unos ojos preciosos, una cara redondeada, un pelo algo largo, preciosos rizos en color castaño claro y unas preciosas mejillas sonrosadas.

  • ¿No estabas antes? – le pregunté -; me parece que me he colado.

  • No, no, hombre - me dijo -, tengo que esperar a ver si hay habitaciones libres en la parte nueva. Es más barata y sólo es para mí.

Se acercó el recepcionista y me preguntó.

  • Tengo una reserva hecha a nombre de Alfonso Vicedo – le dije -; es para tres noches en la suite regia.

Tanto la cara del recepcionista como la del chaval que estaba a mi lado, cambiaron de inmediato. Estaba hablando de la habitación más lujosa y más preciosa de toda Europa. El conserje ya parecía saberlo; quizá el coche, el chofer y alguna otra cosa, le habían dado la pista. Pero el conserje no esperaba a un chico de 25 años que hubiese hecho tal tipo de reserva.

  • Tiene usted que darme ahora su documentación, por favor, señor. Enseguida vuelvo.

Miré al chico que esperaba y, viéndolo un poco asustado, decidí asustarlo un poco más.

  • ¡Oye! – le dije - ¿Cómo te llamas?

Esperó un poco para hablar y habló con timidez:

  • Me llamo Leonardo Núñez… - contestó - ¿Y usted?

  • ¿Me vas a hablar de usted? – le dije extrañado - ¡Tenemos prácticamente la misma edad, tío!

Él no sabía que contestar, así que tiré la casa por la ventana:

  • Mira tío – le dije -, he reservado la suite más cara y mejor que puedas imaginar… ¡y tiene dos camas con dosel y un enorme salón de época! ¿Te vas a quedar aquí esperando a ver si hay sitio para dormir en una de esas habitaciones modernas, cutres y que dan a la parte de atrás? Sólo tienes que decir que sí y dormirás tres días en el mejor sitio de Europa; sin nada a cambio ¿eh? No me seas mal pensado.

  • ¡No, hombre! – exclamó -, no es que sea mal pensado, pero me parece abusar.

  • Pues si no duermes tú ahí – le dije – voy a tener que pagar lo mismo ¿sabes?

Sonrió disimuladamente.

Cuando volvió el recepcionista, me puso delante unos papeles y me dijo que debería firmarlos todos y yo, con mucha naturalidad, le pregunté:

  • ¿Tanto hay que firmar?

Y señalando a Leonardo seguí mi pregunta:

  • ¿Mi acompañante también?

El recepcionista, confundido, miró en los papeles si la habitación era para dos o sólo para mí, pero no dijo nada a sabiendas de que Leonardo esperaba allí una habitación bastante más modesta.

  • Me temo, señor – dijo al poco -, que deben entregar la documentación los dos y firmar los dos. Y usted también debe dejarnos un momento su tarjeta de crédito.

  • ¡Vamos, Leonardo! – me dirigí al chico -, que tenemos que firmar los dos.

Leonardo soltó su equipaje y se acercó al mostrador a firmar entregando su documentación. Tras de él, me acerqué yo con naturalidad y firmé también aquellos papeles. Ya sabía que no iba a dormir solo en una suite más grande y muchísimo más lujosa que cualquier piso que pudiera visitarse en España. Leonardo me miró asombrado y sonriente.

2 – Un pago forzado

El conserje iba delante de nosotros con dos mozos que llevaban el equipaje hasta que llegamos a un ascensor no muy grande. Entramos y allí mismo nos dio la bienvenida y comenzó a narrarnos la historia de aquella suite. Salimos a unos pasillos muy anchos y con alfombras donde se hundían los pies. Fuimos caminando un poco hasta llegar a una puerta antigua. Leonardo me miró boquiabierto. Aquello parecía un verdadero lugar del siglo XVI. Se abrió una puerta no muy grande (pero sí muy antigua) y pasamos a un recibidor de aspecto moderno pero grande y lujoso. El conserje nos hizo pasar hacia la izquierda y entramos en un salón de castillo de tal tamaño, que dentro de él podrían construirse varias viviendas. Abrió las puertas del balcón y pudimos ver una panorámica inigualable de toda la plaza y de la ciudad. Siguió narrándonos la historia de aquel lugar y nombró a personajes muy importantes que habían estado allí. Luego, abriendo una doble puerta tallada y policromada, se presentó ante nosotros el dormitorio con dos camas con dosel. También abrió el balcón (ya entraba el sol) y me parece que yo estaba tan alucinado como Leonardo. Después de esto, nos deseó con amables palabras una buena estancia y un buen disfrute de tal lugar. Me fui detrás de él hasta la puerta y le di las gracias (que podría verlas después en su mano en forma de una buena cantidad de dinero).

  • ¡Oh, Alfonso! – exclamó Leonardo al verse allí conmigo -, esto es una maravilla que yo no puedo compartir contigo.

Le faltó preguntarme: «¿Cómo voy a pagarte esto?», pero se acercó a mí sonriente y con sus ojos brillantes. Se acercó demasiado. Y era demasiado bello. Me eché un poco hacia atrás, pero me tomó por los brazos y no dejaba que me moviese. Me relajé y agaché mi vista.

  • Disfruta de esto – le dije -, a eso venía yo, pero solo.

No comprendí lo que pasó. Miró al balcón, a la plaza, y volvió a mirarme sin decir nada. Luego, antes de que yo pudiese reaccionar, se inclinó sobre mí y me abrazó. No pude evitar acariciar su pelo, pero lo separé de mí.

  • No, Leonardo, no te equivoques – le dije muy serio -, no he hecho esto para cobrártelo, sino para regalártelo ¡Vamos! Curioseemos por los rincones y veamos el cuarto de baño y los muebles. ¡Esto no se puede ver ni en las películas!

Pero volvió a abrazarme. No pensaba soltarme, sino que puso su cara sobre mi hombro y mi mano subió sola a acariciar sus cabellos y mis dedos entraron por los bucles perfectos de su pelo.

  • No me tomes por loco, Alfonso – musitó -, pero mi ilusión era pasar una noche, una sola noche, en este parador maravilloso, pero no en la mejor suite del parador. No tengo 600 euros para pagar una estancia por noche. No pienses mal de mí; sólo hago esto porque no sé cómo agradecerte esto tan raro que me está pasando.

  • ¡Es fácil! – dije -, si estás tan aburrido como yo, acompáñame a ver cosas y comamos juntos a todo lujo. Si necesitas tiempo libre, tómatelo a tu gusto. Ya te he dicho que no quiero que me pagues nada.

  • No quiero pagártelo – siguió echado en mí -, sino que no sé qué hacer ¡Joder! ¡Vas a pensar que soy un maricón que quiero sacarte todo lo que pueda!

Se separó de mí y se fue al enorme salón a sentarse en una silla mirando hacia la plaza.

  • ¿Pero qué coño estás diciendo? – le grité bajo la bóveda - ¡Eres libre de hacer lo que quieras! Entra cuando te apetezca, come bocadillos, duerme en el sofá si piensas que voy a meterte mano. Te equivocas, Leonardo. Ha sido un impulso. Déjalo ahí y olvida que estás obligado a pasar el tiempo conmigo o a pagarme algo que ya estaba pagado y disfrútalo y, por favor, borra de tu boca la palabra maricón.

  • Perdona mi impulso – dijo casi llorando -; no temas a que sea yo el que te abrace o te bese. Ha sido un impulso. Nada más.

Me acerqué a él y le sequé las lágrimas acariciándole la sonrosada mejilla parecida a la de los angelitos barrocos que hacían una piña como soporte de la enorme mesa central.

Me miró sonriente:

  • Llámame Leo.

Me agaché un poco y lo tomé por la cintura. Entonces, puso su brazo alrededor de mi cuello y, agarrados así, nos acercamos al balcón y nos quedamos embobados mirando a la plaza desde el balcón principal de todo el magno edificio.

  • ¿Eres rico, verdad? – me miró muy de cerca -; nadie puede pagar esto.

  • No, Leo, no soy rico – le dije -, es una historia larga de contar, pero quiero que sepas que tengo un dinero que pienso gastármelo en hacer todo lo que siempre he querido hacer. Puede que me sobre otro tanto, pero voy a seguir trabajado.

  • ¿Y tienes pareja – preguntó – o estás solo?

  • Estoy solo – le dije – y no me hubiese traído a mi pareja si la tuviese.

  • Yo no la hubiese traído, creo. Pero no tengo ahora tampoco.

  • Mira, Leo – le miré fijamente -, difícilmente me equivoco. En cuanto te vi, por tu aspecto, por tu mirada, me di cuenta de que eres un chico tímido pero sensible. Yo soy más extrovertido, es cierto, pero ¿sabes una cosa? Cuando uno lleva un buen fajo de billetes en el bolsillo, se quita la timidez. Es como si llevases un Colt debajo del sobaco. Si vienes con ropa corriente y esa cara de tímido, te hacen esperar a un lado. Si llegas con un traje caro, con coche y con chofer y has hecho una reserva aquí, todos son muy amables contigo. Te invito a que lo pruebes ¡Ven!

Fuimos al dormitorio y saqué una billetera negra y puse en su interior 600 euros.

  • Tu talla es la misma que la mía – le dije -; traigo muy buenos trajes y muy lujosos. Te vestirás como yo y te dejarás ver así; con tu cabeza bien alta y confianza en tus actos. No estés pendiente de que yo te invite. Este dinero es tuyo. Piensa que puedes hacer lo que quieras con él. Sentirás una seguridad en ti mismo que no vas a creerlo. Ahora, vamos a ver esa ducha, nos cambiaremos de ropa y bajaremos a dar un paseo y a conocer los rincones del parador.

  • Me asusta tu idea – exclamo -, pero me parece que tienes razón. Un hombre con mucho dinero en el bolsillo debe sentirse mucho más seguro que un pobre desgraciado que no lleva más de 20 euros.

Entramos en el baño. Era muy grande. A la izquierda había dos senos para las manos en mármol y muchas toallas nuevas. A la derecha había una bañera grande y más toallas y, al frente, había una puerta de cristal esmerilado que separaba el retrete del resto y un hueco, como una habitación pequeña, que era una ducha. Comenzamos a reírnos. Aquello no conseguiríamos ensuciarlo en los tres días.

  • ¡Vamos! – le dije -, quitémonos la ropa y duchémonos.

Comenzamos a desnudarnos, pero cuando ya estábamos en calzoncillos y me vio abrir los grifos de la ducha, se echó para atrás.

  • ¿Qué te pasa – le pregunté -, prefieres bañarte?

  • No, no – dijo con timidez -, pero ¿vamos a ducharnos juntos?

  • Yo no tengo problemas con eso – exclamé -, pero si lo prefieres, entra tú antes y luego paso yo.

  • ¡No! – contestó inmediatamente -, la ducha es enorme y cabemos los dos.

  • ¡Pues vamos!

Nos quitamos los calzoncillos y entramos allí entre risas. El agua estaba a una temperatura ideal y, cuando me di cuenta, nos estábamos enjabonando el uno al otro muertos de risa. Lo miré sin creer lo que estaba ocurriendo y dejé mis manos caer por sus costados hasta su cintura. Él me tomó por la cintura directamente. Los dos estábamos empalmados y él cerró los ojos y miró hacia arriba para que el agua cayese en su rostro. Le agarré la polla con miedo a meter la pata, pero se agarró él a la mía, abrió los ojos y me besó en los labios levemente. Pero en un segundo estábamos los dos abrazados, besándonos y acariciándonos la pollas. Nos masturbamos bajo la ducha y luego volvimos a asearnos en condiciones. Salí de allí con cuidado (el suelo resbalaba) y le di un albornoz para que se lo pusiese por encima. Yo me tapé con el otro y, tomando una toalla, le sequé los cabellos. Me miró con toda normalidad.

  • Alfredo – dijo -, eres muy guapo, la verdad.

  • ¿Yo? – me eché a reír -, ¡soy uno del montón a tu lado!

Saqué un traje azul oscuro para él y otro gris marengo para mí. Comenzamos a vestirnos y le recordé que guardase la billetera en el bolsillo de su pantalón. Cuando se miró al espejo dijo que no se vestía así desde que se casó su hermana. Lo abracé por detrás y nos miramos a través del espejo.

  • ¡Estás bellísimo! – le dije -; ahora notarás como la gente te trata de una forma distinta. Con esa ropa y siendo huésped de la suite real, te harán reverencias. No te cortes. Tampoco se trata de ser un déspota, pero siendo educado, te pondrán alfombras cuando vayas de un sitio a otro.

Me sonrió ilusionado.

  • ¡No puedo creer esto!

3 – El reparto

Bajamos a recepción y fui a dejar allí la llave de la habitación; la 306. Se acercaron dos botones y nos saludaron con una suave reverencia.

  • ¿Van a salir los señores? – preguntó uno -; puede dejar la llave sobre el mostrador. Es una llave muy grande.

  • No, no vamos a salir – le dije -, pero voy a dejarla aquí.

La tomó él en la mano y la miró y luego nos miró a los dos.

  • ¡Como ustedes quieran, señores!

  • Vamos un poco a la cafetería a tomar algo – le dije – y pasaremos luego al comedor.

Se volvió el chaval y nos indicó el camino hasta la cafetería y nos dijo que, atravesando la cafetería, encontraríamos el comedor al fondo. Me pareció que le dio un codazo al compañero y le mostró la llave. Los dos nos acompañaron algunos pasos.

Los salones por donde atravesamos nos trasportaron unos cuantos siglos atrás. Nos miramos sonrientes y noté que Leo ya había cambiado de postura. Hablaba conmigo como si me conociese de siempre y me rozaba de vez en cuando la mano o la cintura.

Nos sentamos en los taburetes de la barra, pero observamos que la cafetería era enorme y estaba llena de mesas con asientos antiguos. Al instante, teníamos delante a un camarero.

  • ¿Qué le sirvo a los señores?

  • Yo tomaré un vino de Málaga – dije -.

  • ¿Y usted, señor? – dijo a Leo.

  • Otro vino de Málaga – le contestó -.

  • ¿Te gusta también el Málaga, Leo?

  • Pues no lo sé – me dijo encogiendo los hombros -, pero me daba no sé qué de pedir una caña.

  • Pues es un vino dulce exquisito – le dije – y además te abrirá el apetito.

Luego, ante mi sorpresa (disimulada, por supuesto), sacó el billete más pequeño y lo puso sobre el mostrador. Le hablé en voz baja y disimulando:

  • Guarda ese billete – le dije -, que con cinco euros no pagas ni una copa. Pon uno de doscientos.

Me hizo caso con total naturalidad, el camarero nos trajo una bandeja con frutos secos y se llevó el billete para cobrar.

  • Verás, Leo – le dije -, mientras estés aquí dentro, no es necesario que pagues nada. Sólo con decirle el número de la habitación lo apuntan. Recuerda para la próxima; la 306.

  • ¿Y no se paga? – se extrañó -; se pagará todo al final ¿no?

  • Exacto – concluí -; termina ahora eso y vamos a comer. Tengo hambre.

Cuando pasamos la puerta al fondo de la cafetería, ya vimos el menú puesto en un atril. A la derecha estaba el comedor.

  • ¡Joder! – dijo en voz baja - ¡Es más grande que el salón que tenemos!

Empujé la puerta de cristal y se acercó enseguida un metre bajito, muy sonriente y muy amable:

  • Buenas tardes, señores ¿Adónde les gustaría sentarse?

  • Por allí al fondo – le dije -; junto a las ventanas.

Hizo una reverencia y nos dio una mesa en un sitio muy iluminado y junto a una ventana cuyo cristal llegaba hasta el suelo y se asomaba a unos jardines.

No tomamos el menú porque a ninguno de los dos nos hacía mucha gracia comer garbanzos fritos con gambas, así que le dijimos que comeríamos a la carta.

Durante el almuerzo, hablamos mucho pero sin levantar la voz y nos reímos de bastantes cosas. Sus piernas se estiraron hasta entrelazarse con las mías y comenzábamos a parecer un par de tortolitos recién enamorados.

  • ¡Oye, Alfonso! – me dijo en cierto momento - ¡Estos platos son enormes!

  • Sí, enormes – le dije -, pero además están puestos sobre un guardamantel mucho más grande. Parecen dos plazas de toros sobre una mesa.

Comimos espléndidamente. Me di cuenta de que Leo había repartido ya las funciones entre los dos como si fuésemos iguales y eso, me hizo muy feliz. Llamé al metre.

  • ¿Desean algo más los señores?

  • No, muchas gracias – le dijimos -.

  • ¿Les ha parecido todo bien?

  • Exquisito – dijo Leo -. Muchas gracias. Traiga la cuenta, por favor.

Le di dos patadas por debajo de la mesa y le dije que me dejase pagar a mí la primera vez. Cuando vino el metre con la bandeja y la factura, la firmé y le dije: 306.

Se ve que estaban muy acostumbrados a disimular. Tomó la factura y esperó a que nos levantásemos y nos acompañó a la puerta pidiendo nuestra opinión sobre el comedor y el servicio y, sobre todo, nos aconsejó que visitásemos ciertas partes del parador.

Al salir de allí, me miraron esos ojos brillantes y sonrientes.

  • ¿Qué vamos a hacer ahora, Alfonso?

  • Podemos ojear el claustro, que es muy bonito – le dije -, pero en pocas horas me has vuelto del revés, así que me encantaría «descansar» un poco en la habitación.

  • Pues me has quitado la idea de la cabeza – dijo casi riéndose -; hay mucho día y mucha noche para ver «otros» monumentos.

Pedí la llave en recepción y los que estaban alrededor, efectivamente, parecían mirarnos sonrientes y agachaban un poco la cabeza. Subimos a la habitación (abrazados dentro del ascensor, claro) y dimos la vuelta en el pasillo hasta llegar a nuestra puerta. Le entregué la llave y le pedí que abriese él. Cuando entramos, vi que se agachaba y me tomaba por las piernas.

  • ¿Qué haces?

  • Quiero llevarte hasta la cama en brazos – me dijo - ¿Me dejas?

  • Sí, por favor. Me encanta la idea – eché la cabeza atrás -, pero no me choques con las puertas que tengo la cabeza muy dura.

Fue fantástico. Me llevó hasta la cama y comenzamos a quitarnos toda la ropa hasta vernos desnudos el uno frente al otro. Ya estábamos empalmados, así que podíamos comenzar el juego más bonito que conozco. No podíamos dejar de movernos, de rodar por las camas, de acariciarnos, de besarnos… hasta que abrazado a él, noté que me la cogía y la metía entre sus piernas. En poco tiempo, estaba él con las piernas levantadas y mi polla iba entrando sin problemas. Tuve una idea que después me pareció tonta o imposible: me había enamorado de Leo y no lo conocía de nada. Pero Leo tiraba de mí con fuerzas y yo iba haciéndole una paja. Cuando comenzó a llegarle el gusto, se levantaba de la cama y comenzó a decirme: «¡Te quiero, te quiero!».

Ya en la ducha, y con un tanto de timidez, me dijo que sentía algo especial y que no sabía si había dicho que me quería por verdadero amor o simplemente por el placer que estaba sintiendo.

  • ¿Tienes dudas? – le pregunté -; piénsalo bien, no hay prisas.

  • Es que no tengo otra cosa que pensar – me contestó -, sólo en ti, aunque estuviésemos en una choza.

  • Meditemos estos días – le dije en serio -, pero me parece que ya no voy a poder vivir sin ti.

4 – Ya no somos dos

Seguimos por la tarde en el salón y me senté en el sillón bordado de la mesa de despacho. Aquella mesa donde tal vez un día estuvo sentado el General Franco, o el Rey o quién sabe qué otro personaje. Tenía mi barbilla apoyada en la mano y la mirada perdida al fondo, en otra puerta que daba acceso directo al salón. Se acercó Leo y se quedó mirándome mientras pasaba su mano por mis cabellos.

  • ¿Te pasa algo, Alfonso?

  • Sí y no – le dije - ¿Sabes? Cuando te vi por primera vez esta mañana ahí abajo esperando un tanto desesperado, pensé que te gastaba una broma diciéndote que te vinieras conmigo; metiéndote en un compromiso. Pero ahora veo que el resultado de esa broma es lo mejor que me ha pasado hasta ahora en mi vida.

  • ¿Intentabas mofarte de mí? – preguntó desilusionado -.

  • Te equivocas – contesté pellizcándole la mejilla -, no me fijé en si eran verdes o azules o marrones o grises, sólo supe que eran los ojos más bonitos que había visto jamás. Ahora los tengo aquí siempre delante mirándome.

  • Son grises, creo – me dijo cogiéndome de la mano -, pero no te quepa la menor duda de que ya son tuyos. Yo me miro en el cristal de tus ojos y los siento como míos.

  • El día que salgamos de esta choza, quiero invitarte a venir a un apartamento que he encontrado. No tengo a otro sitio a donde ir; pero me voy a ver muy solo si no te vienes conmigo.

  • Mis padres me toman por hippy inútil – contestó -, no te preocupes. Los mandaré a tomar por el culo y convertiremos ese apartamento tuyo en una suite como esta. Soy decorador ¿sabes? Será pequeña, pero acogedora. Sólo para ti y para mí. Todo lo pagaremos a medias; todo lo haremos a medias. Siempre viviremos en una suite.

  • ¡Ay, Leo! – dije meditando en voz alta -, imagino que hubieras sido hetero. Quizá me hubieras hecho sufrir aquí tres días sin poder ni rozarte. Me hubiera salido la broma muy cara. Pero… ¿Tú te has dado cuenta de cómo ha empezado todo este rollo? ¡Si esta mañana no te conocía!

  • ¡Qué lindo eres! – dijo -. Siento decirte que esta mañana ya me imaginaba yo que te iba. Y a mí se me iban los ojos detrás de ti. Pienso que si yo hubiese sido hetero no hubiese aceptado la invitación.

Cambié de tema.

  • Mira esa mesa con mantel que está en ese rincón. Tiene un cesto encima con fruta, pero me apetece una buena merienda ¡Pidámosla!

  • ¿Nos pondremos algo encima antes, no?

Merendamos muy bien servidos y nos sentamos en el sofá que, como decía Leo, debería tener un autobús para irse de un extremo a otro. No nos soltamos las manos para nada y él me hacía cosquillas en los pies con los suyos. No era una cuestión de estar follando todo el tiempo, sino de disfrutar ambos de estar en un sitio así unidos como uno solo.

Volvimos luego a ducharnos y a vestirnos y a cenar y sólo tuvimos que deshacer una cama aquella noche.

5 – Gateando

Transcurrió la mañana placenteramente. Bajamos a desayunar a un bufete que ponían en un amplio y precioso salón de la primera planta y salimos (con algo de frío) a dar un paseo por la ciudad. Leo me miraba a veces con la intención de cogerme por la cintura y besarme, pero yo le ponía la mano en el pecho, lo retiraba y le sonreía. Llegamos al parador un buen rato antes del almuerzo y subimos a descansar un poco. A Leo se le ocurrió darse una ducha y me puse a desnudarme con él.

  • ¡Ah, pillo! – me dijo -, ya quieres ducharte otra vez conmigo.

Ya totalmente en pelotas, salí corriendo hacia el salón y él vino detrás a cogerme. Se podía correr por allí como por un campo de fútbol, aunque había que tener cuidado con el mobiliario. Nuestros pies desnudos se hundían en el grosor de la alfombra y, viendo que me daba alcance, me eché al suelo y me puse a gatear hacia debajo de la gran mesa central. Venía tras de mí diciéndome cosas y tratando de cogerme por un pie. Me entró la risa y me quedé inmóvil mirando a los angelitos de la peana de la mesa. Se acercó a mí como un gato y noté sus labios besando mis nalgas. Me agarró por la cintura y me besó apasionadamente todo, hasta donde llegó por debajo de mis piernas.

  • Supongo que la ducha debería haber sido antes – le dije.

  • No – respondió -, la ducha después para quitarnos las manchas.

Me tomó el cuerpo y le dio la vuelta. Quedé apoyado en los angelitos (que estaban un poco duros, la verdad) y levantó mis piernas con el máximo cuidado. Se acercó a mí bajo la enorme tapa redonda de cristal y comenzamos a hacer el amor. Efectivamente, lo puse de leche hasta las cejas y él necesitaba limpiarse un poco el miembro, así que nos fuimos abrazados y besándonos a la ducha. Abrí los grifos (primero el de agua caliente) y regulé la temperatura. Seguimos en un abrazo que parecía que nunca se iba a terminar.

  • Ahora, querido Alfonso – me dijo -, ya podemos bajar a reponer fuerzas para luego.

  • ¿Tú crees que alguno de estos personajes famosos habrá hecho algo así en ese salón? – le pregunté -. Quizá sean tan poco imaginativos que no lo hayan hecho nada más que en la cama.

  • ¡No! – dijo -, la gente importante es tan guarra como nosotros. Si ese salón tiene unos cuantos siglos, calcula unos cuantos miles de polvos divertidos en él.

  • Tú debes saber más de eso que yo, decorador – le tiré de los cabellos -, que además de haber estudiado todo sobre mobiliario y alfombras y esas cosas, imagino que sabrás bastante de las costumbres antiguas.

Salimos de allí riéndonos de toda clase de personajes famosos y nos secamos el uno al otro hasta que pareció que comenzaba a ponerse otra vez el ambiente un tanto caldeado. Pero fuimos a vestirnos. Él se puso otro traje gris que yo llevaba y yo me puse uno azul con la botonadura dorada. Cuando bajamos, nos saludó el personal amablemente y muy sonriente. Hablamos con ellos un poco (los chavales eran muy guapos) y pasamos a tomarnos nuestro vino de Málaga y, más tarde, al comedor.

6 – La despedida

Así, entre bromas y polvos medievales en los sitios más curiosos del salón, pasó la tarde y el día siguiente. Cuando bajamos ya para irnos, nos esperaba el pobre chofer en el lobby sentado en un butacón, pero al levantarse para hablar conmigo, se llevó la sorpresa de que iba acompañado. Prudente, no dijo nada. Le presenté a Leo y hablamos con el personal un poco. Me dio la sensación de que, aunque trataban de forma especial a los huéspedes de aquella suite, nosotros éramos para ellos algo aún más especial. Nos gastamos bromas y Leo parecía conocerme ya de toda la vida.

  • Querido Leo – le dije al salir de allí -, un día volveremos; para recordar estos tres maravillosos días.

  • ¡Tres! – me dijo -; tres días volveremos para recordarlos y conmemorarlos, que creo que es lo mismo.

Hicimos el viaje abrazados en el asiento de atrás y casi dormidos, pero le dije a Gustavo que parase a mitad de camino para tomar algo. Así fue. Estábamos los dos dormidos cuando nos despertó un movimiento raro del coche. Seguimos luego hasta donde vivía Leo, que no era mal sitio, y me invitó a conocer a sus padres sólo un momento. Pero su madre, al abrir la puerta y vernos aparecer, no sólo no lo besó, sino que dijo con cara de asco:

  • ¡Vaya!, ya está aquí el del viaje corto; y «con amiguito».

Me volví inmediatamente y me fui a bajar por las escaleras. Leo corrió detrás de mí y me alcanzó y, a la vista de su curiosa madre, me abrazó apasionadamente y nos besamos. Dejé a aquella terrible señora profiriendo improperios a su hijo y me fui a casa. La despedida de Gustavo fue más sencilla. Se bajó el hombre del coche y me ayudó a llevar el equipaje, me dio la mano sinceramente y le dije que iría a la agencia a pagar algún resto, si lo había. Le di una buena propina y salió de allí muy agradecido.

Leo ya tenía mi teléfono apuntado en el suyo como «rico rico» y yo le tenía a él como «gatito». Me llamó por la tarde y, aunque ya estaba más que invitado a mi casa, se invitó él mismo. Me sentí lleno de ilusión y pensé en la sorpresa que iba a llevarse, pero la sorpresa me la llevé yo. Cuando llamó a mi puerta y le abrí, traía puesto un traje muy elegante y traía su equipaje para quedarse. Me besó sin ver lo que había dentro de mi apartamento, pero se separó de mí boquiabierto y entró mirando a todos lados. Mi apartamento, sin duda, era modesto, pero yo había heredado todos los muebles antiguos de mi tía Rosa y su dinero. Se sentó sorprendido en el sofá.

  • No me habías dicho que ya tenías una suite para nosotros.