Lentamente amaneció.

Advertencia de contenido extremadamente sensible. La sodomizó sintiendo el gran placer que recibía su cuerpo, pero también la profunda tristeza de su alma

A un par de horas para el amanecer, la niebla parecía un sólido muro en las viejas callejuelas. El inquietante silencio se acentuaba en contraste con el rumor de un motor diesel. Un individuo enorme emergió tras un contenedor de basura, sosteniendo una voluminosa estufa de butano. Se acercó a la parte trasera de la furgoneta y tras descargar volvió para recoger una mecedora, con el barniz en muy malas condiciones, pero con la estructura intacta.

Cuando entró en el austero habitáculo, dieron las señales horarias en la radio: “Son las seis de la mañana, la temperatura es de dos grados y el cielo está despejado aunque una densa niebla cae sobre toda la ciudad. Continúan las reacciones ante la dimisión ayer del presidente Adolfo Suárez…”

Tras arrancar en dirección al siguiente contenedor, giró la rueda del dial buscando algo que no fuera política, esta siempre le ponía nervioso. El último éxito de Juan Bautista Humet  se podía intuir entre el ruido de estática y el molesto cimbrear de unos altavoces que agonizaban lentamente. Acompañó la canción con su voz de barítono:

“Clara,

distinta Clara,

extraña entre su gente, mirada ausente.”

Aparcó junto a la basura y bajó de la furgoneta, no sin antes mirar a su alrededor. A aquellas horas, había desalmados que aprovechaban la falta de autoridad para delinquir a su antojo y él no estaba dispuesto a ponérselo fácil. A su memoria volvió el recuerdo de una celda fría, llena de hombres burlándose de él, llamándole cosas tan desagradables como orangután, simio o monstruo. Pero volvería a hacerlo, su madre le había educado en la ayuda al necesitado, al débil.

Tan solo había pretendido que aquel macarra dejara de golpear a aquella linda muchacha. Ella lloraba y gritaba pidiendo auxilio. Aún hoy día, se preguntaba qué había hecho de malo. No suponía ningún peligro para las personas de bien, todos y cada uno de los golpes que dio, fueron merecidos. Solo quería que ella dejara de llorar, que sonriese y le mirase con gratitud, no que le mirara aterrada, abrazando a su novio, mientras a él lo introducían en el furgón policial.

Sus manos sintieron la fría humedad que cubría el contenedor. Aquel era el peor de todos, se había fundido, hacía quince días, la farola que iluminaba aquella parte de la calle. “Tenía que haber agarrado la linterna”, pensó mientras intentaba adivinar, más que ver, algún objeto que fuera de valor. Se acercó algo al rostro y lo examinó a la escasa luz que provenía de otra farola a unos veinte metros. El despertador tenía el cristal quebrado y una de las dos campanas suelta, pero él se las había visto con casos peores y no dudó en introducirlo en su bandolera junto con una chaqueta que parecía en buen estado. Aquel contenedor sombrío le asustaba por lo que continuó cantando en voz baja, para alejar sus miedos:

“Clara,

a la deriva,

no tuvo suerte al elegir la puerta de salida.”

De repente, un ruido, parecido al maullido de un gatito, le puso todo el cuerpo en tensión. Se giró para dirigirse a la furgoneta. No se fiaba de nada que pudiera acechar entre los rincones oscuros de la calle. Otra vez aquel sonido. Se detuvo sin saber muy bien por qué lo hacía y aguardó a que sonase por tercera vez.

“Y si era…, pero no podía ser…., no en aquellas calles y a aquellas horas…”, pensó, rememorando las muchas ocasiones en que había acudido al auxilio de cualquier mujer en apuros. Las ancianas eran las únicas que le habían correspondido con una cálida sonrisa y con palabras de gratitud, pero sentía que era su deber.

Con paso cauteloso, se acercó  en la dirección del último de los gemidos. Ahora no le cupo duda, se trataba de una persona en apuros. Se introdujo en el hueco de la entrada de un garaje y al fondo, apoyado contra la puerta metálica, vio un bulto informe.

Se acercó con sigilo, pero sobre todo con temor. Cuando confirmó que se trataba del gemido de una muchacha, el miedo se acrecentó. Los múltiples desprecios, las miradas de lástima y las mofas hirientes, retornaron a su memoria para martirizarlo: Simio, orangután, bestia…, simio, orangután, monstruo…”. Por un segundo, estuvo tentado de dar media vuelta e irse de allí, pero un profundo suspiro y un castañetear, apenas perceptible le hicieron desistir de la huida; alguien le necesitaba y su deber era ayudar.

Se acuclilló delante del cuerpo posando su enorme manaza sobre la cabeza de aquel. La oscuridad era impenetrable y tan solo se pudo guiar por el sentido del tacto. No pudo ver el color pajizo de aquella cabellera enmarañada, que él se dedicó a acariciar delicadamente. Tampoco pudo ver aquellas mejillas desde las cuales corría una hilera de pecas hacia la nariz, pero pudo rozarlas con las yemas de sus dedos. No percibió la blancura de aquel cuello donde la vida palpitaba tenuemente bajo sus propios dedos. La joven abrió los ojos y aquella mirada de infinita gratitud llegó hasta lo más profundo de su atormentado corazón. Aquello era lo que tantas veces había querido sentir al ayudar a alguien, aquella candidez y bondad que transmitían sus ojos. Acarició y acarició su cuello con sus fuertes manazas. Las voces de su cabeza dejaron lugar a la melodía de la canción:

“Clara,

abandonada

en brazos de otra soledad.”

No la abandonaría. Supo lo que debía hacer, era lo mejor para aquella pobre desdichada. Reinó el silencio en la entrada al garaje. “Tranquila bonita, ya nada te atormentará, yo te protegeré.”, se repitió mentalmente mientras sentía una profunda pena por aquella juventud que se autolesionaba.

Tomó  el liviano cuerpo entre sus brazos y lo llevó hasta la parte trasera de la furgoneta, aquella muchacha necesitaba que alguien la alejase de ese entorno y él tenía el lugar idóneo.

Decidió dar la noche por concluida, los puntos que le quedaban por visitar no eran muchos y los camiones de la basura ya recorrían las calles. La joven necesitaba atenciones y protección. Encontrarse con los degenerados trabajadores de la empresa municipal era un riesgo muy alto que él no estaba dispuesto a correr portando aquella preciada carga. El ruidoso motor diésel quebró el silencio de las callejuelas mientras el conductor, mucho más feliz de lo que había estado en los últimos tiempos, comenzó a cantar muy flojito:

“Esperando hacer amigos por la nieve

al abrigo de otra lucidez,

descubriendo mundos donde nunca llueve,

escapando una y otra vez.”

La furgoneta se detuvo junto a una pequeña construcción de bloques de cemento y techo de uralita. Alrededor de esta, crecían, perfectamente alineados, cientos de olivos recién cosechados. Tras la marcha de los temporeros, tan solo debía preocuparse de podar las oliveras a medida que la primavera fuera haciendo acto de presencia. Tenía tiempo libre e intimidad, el patrón no solía molestarle y tan solo tendría que ausentarse por las noches, para ir a la ciudad a rebuscar entre la chatarra.

A las siete de la mañana había suficiente luz para que pudiera ver el rostro de la durmiente. Nada más abrir la furgoneta, se percató de que se trataba de una niña. “No debe tener ni veinte años. Esta sociedad…, esta falta de valores que todo lo corrompe, hasta lo más inocente”, pensó mientras delineaba, con sus gruesos dedos, el rostro que debía haber sido angelical y que ahora estaba consumido por la desnutrición.

La llevó al interior de la cabaña acostándola en la única cama que había en la estancia. Volvió al exterior para pelearse con el motor de la bomba de agua, que llevaba meses fallando. No quería lavarla con agua fría, pero pensó que sería lo más adecuado, calentar suficiente volumen en el pequeño hornillo llevaría mucho tiempo.

Cargado con un cubo repleto, detergente líquido y un pedazo de gomaespuma, se sentó en el borde de la cama junto a la joven.

Primero le quitó la chaqueta vaquera, la cual era insuficiente para protegerla del frío y además estaba sucia y raída. Luego los zapatos dejando a la vista, entre los numerosos enganchones de las medias,  unos pies ateridos por el frío que incluso mostraban un leve tono azulado. La minifalda tejana parecía que en algún momento del pasado había formado conjunto con la chaqueta, pero estaba mucho más raída y manchada que aquella.

Prefirió no quitarle los pantis, estaban tan repletos de carreras y desgarrones, que con un par de fuertes tirones logró romperlos por completo. Los forcejeos debieron ser los responsables de que ella entreabriera la boca y emitiera un profundo suspiro de lamento. Acarició sus piernas intentando calmarla. Pasó la yema de sus dedos a lo largo de aquella fina piel hasta llegar a los tobillos. Allí vio el archipiélago de pequeñas marcas que había esperado encontrar, pero que no obstante le entristecieron profundamente. De nuevo su mente evocó la canción:

“Achicando penas

para navegar...

estrellas negras vieron por sus venas

y nadie quiso preguntar.”

El suéter era demasiado fino y escotado para protegerla del frío y el sujetador rosa que llevaba bajo este, más parecía el de una chiquilla que el de una prostituta barata. Sus pechos brincaron cuando los liberó de la presión del sostén. Eran grandes y turgentes, pero en comparación con su escuálido cuerpo parecían enormes. Retiró, con mucho cuidado de no ensuciarla más, las braguitas azules. La pobre chiquilla no había cuidado mucho su higiene puesto que estaban completamente empapadas de orina, incluso de alguna otra sustancia.

Empapó la improvisada esponja en el agua fría y puso una generosa cantidad de detergente. Lo primero fue el pelo. Aquella maraña de guedejas apelmazadas por la suciedad, no hacían honor a la sedosa cabellera rubia, que fue apareciendo tras enjuagar la espuma. Luego buscaría un peine, estaba seguro que guardaba un par de ellos en algún sitio, pero ahora continuaría adelante. La esponja pasó por sus angulosos rasgos con una ternura sobrecogedora. Ella devolvió una mirada agradecida, desde sus entornados párpados,  por tan delicadas atenciones. Estaba muy contento con el comportamiento de la joven, sabía, desde el primer momento en que la vio,  que ella era diferente, no le miraría con desprecio, no huiría.

Enjabonó su delicado cuello, allí donde él la había acariciado no hacía mucho, y continuó por su torso. Aquellos voluminosos senos le atrajeron como la miel a las abejas. Dejó la esponja a un lado y extendió la espuma con sus propias manos. “No debo…, es inmoral…”, pensó mientras aquellas horribles voces le torturaban de nuevo: “Simio, orangután, bestia…”.

Abrió las piernas largas y delgadas y enjabonó la rala mata de vello de su entrepierna. Llevaba mucho rato intentando controlar su excitación, pero ver aquellos labios pálidos entreabriéndose a sus atenciones fue demasiado. La giró sobre sí misma para que aquella imagen no le turbase. Limpió la espalda y los brazos. De nuevo, su virilidad reaccionó cuando posó la esponja sobre el pequeño trasero. Separó las nalgas e introdujo la gomaespuma en la estrecha raja, limpiando en profundidad. Inconscientemente incidió en el prieto ano, provocando que la muchacha expulsase gases involuntariamente. Aquellos pensamientos que martirizaban su mente no eran adecuados, no debía hacer caso…, pero era tan deseable…

Se alzó con brusquedad y corrió hasta el armario del fondo donde, posiblemente, estarían los peines. Encontró uno que le pareció lo suficientemente limpio. Regresó a la cama y sintió cómo su entrepierna volvía a reaccionar ante la visión de la muchacha completamente en cueros. Sin soltar el peine, comenzó a andar en círculos recorriendo todos los rincones de la única estancia. Intentaba alejar los pensamientos pecaminosos de su mente, pero cada vez que se acercaba al catre, una fuerza invisible tiraba de él hacia el trasero que tan expuesto había quedado. Gritó, se golpeó, maldijo su falta de entereza y finalmente, sucumbió. Se arrodilló a los pies de la cama y aferró una nalga con cada una de sus enormes manos. Hincó el rostro en el culo y se deleitó con la suavidad de la piel y el olor a detergente. Lamió el prieto anillo hasta que se quedó sin saliva. Colocó una almohada bajo el vientre de la muchacha y se despojó a toda velocidad de los pantalones y los calzoncillos. Con las últimas reservas, escupió en el glande y enfocó este hacia la puerta trasera de la chiquilla.

Estaba estrecho, mucho más prieto de lo que él había imaginado. Le dio miedo dañarla, pero cuando vio que toda su cabeza entraba sin que mostrase incomodidad alguna, se decidió a clavarle el resto de su estaca.

La sujetó con firmeza de las caderas y comenzó a penetrar su culo con años de deseo acumulado. “Es preciosa… y tan complaciente…”, pensó mientras derramaba su leche en las entrañas de aquella a quien se había prometido cuidar.

Volvió a lavarla mientras la culpa iba abriéndose camino en su alma. La tumbó de espaldas y al ver aquel rostro sereno, sin malicia alguna, se dejó llevar por los remordimientos. La abrazó cubriendo su rostro de besos y lágrimas por igual. Le había tentado con aquellas carnes, pero él había sido débil y se había dejado arrastrar por la lascivia. Ella era el pecado, pero él el pecador que había sucumbido a la carne. Ella una presa, él el animal que se estaba negando en su conciencia. “Simio, orangután, bestia…”, de nuevo aquel coro en su cabeza.

Angustiado por la culpa y la vergüenza se quedó dormido abrazado al cuerpo desnudo que le incitaba tanta lujuria.

Despertó cuando la noche ya había caído. Entre sus brazos estaba el cuerpo desnudo, que debido al frío, estaba completamente aterido. Se cercioró de que tan solo se trataba de una rigidez pasajera y la dejó en paz para que pudiera continuar descansando.

La noche, recorriendo contenedores de basura,  se le hizo eterna. Su mente no dejaba de evocar el cuerpo desnudo de la rubia. Llevaba varios años sin estar con ninguna mujer y mucho menos con una tan complaciente como aquella. “Realmente se está portando de maravilla”, pensó mientras la culpa volvía a invadirle. Se repitió una y otra vez que solo se debía encargar de cuidarla, no debía sucumbir al pecado por mucho que ella lo tentase.

El alba le sorprendió aún dentro de la furgoneta. Llevaba más de media hora mirando la casita de bloques de cemento sin atreverse a entrar. Decidió que trabajaría en el exterior, debía clasificar toda la chatarra que había recogido aquella noche, y aunque hacía muchísimo frío, no se atrevía a mirar a la cara a aquella joven, no después de la infamia que había cometido el día anterior.

El suave sol de invierno apenas caldeaba, pero él se sentía arder por dentro. No podía evitar desviar la vista cada poco tiempo hacia la puerta metálica que le llevaría junto a aquella muchacha escuálida que a él le parecía la más bonita del mundo. Sabía que no eran pensamientos puros, pero su cuerpo no compartía aquellos sentimientos de culpa.

La canción que tanto le recordaba a la joven volvió a sonar en su cabeza y es que la veía allá donde posase la vista, todo le recordaba a ella:

“Clara

se vio atrapada,

abandonó el trabajo,

se vino abajo.”

A media mañana ya no pudo controlarse más y se dirigió con paso incierto hacia la casita. Entró sigilosamente, con el temor de que ella no estuviese, que se hubiese marchado y le hubiera dejado solo.

La vio allí tumbada, arropada por la manta que él mismo le había puesto la tarde anterior. Le pareció un ángel, tan indefensa e inocente, mirándole con los ojos muy abiertos. Si no había huido significaba que le perdonaba, que no le guardaba rencor, Clara era especial.

Retiró la manta y se consoló con la contemplación de aquel cuerpo tan frágil y que tantas sensaciones le despertaba. Apoyó su mano sobre el empeine y sintió la rigidez de las extremidades. “La pobre se ha quedado helada.”, pensó volviéndola a cubrir muy a su pesar.

Bruscamente, la breve tarde dio paso a la noche cerrada. Aún le quedaban varias horas para recorrer las solitarias calles en busca de algo útil en los contenedores de basura, pero decidió que aquella chiquilla era más importante que una jornada de trabajo. Dio varias vueltas a la casita estrujándose los dedos de las manos y sintiendo una palpitación en su bajo vientre. “¿Seré capaz de cuidarla sin sucumbir a los placeres carnales?”, se preguntaba una y otra vez, pero debía entrar, ella le necesitaba. Además no le temía.

Continuaba como la había dejado por la mañana, cuando tan solo se había atrevido a tocarle un pie. “Es tan hermosa.”, se dijo sintiendo como su erección crecía bajo los pantalones. Se sentó en la cama con el firme propósito de tan solo admirarla, pero sus manos desobedecieron sus órdenes.

Recorrió con las yemas de sus dedos aquella pequeña nariz, los pómulos afilados y la entreabierta boca de labios pálidos. Introdujo un dedo en su interior sintiendo la sequedad y el leve calor que reinaba dentro de aquella cavidad. Se vio a sí mismo, alojando su duro miembro entre aquellos labios y la lascivia le dominó, no aguantó más y comenzó a desnudarse a toda prisa, mientras se esforzaba por enviar aquellas voces a lo más profundo de su mente.

Se tumbó junto a ella, ocultando su timidez bajo la gruesa manta. El cuerpecito huesudo no había sido capaz de caldear el ambiente allí dentro, pero la excitación impidió que sintiera el agudo frío.

Besó la boca, lamiendo los finos labios, mientras sus manos la aferraban del talle. Buscó con su lengua la de ella, saboreándola con más cariño que pasión. Acarició su vientre plano y ascendió hasta aferrar uno de sus pechos. Se sentía en la gloria, si no fuera por la imperiosa necesidad que palpitaba entre sus piernas.

Echándose la manta sobre los hombros, se colocó a horcajadas sobre los voluminosos senos. Acercó su miembro a aquellos labios, que le habían besado segundos antes, y lentamente, fue introduciendo la punta. El roce hizo que se estremeciera de placer. Estuvo tentado de comenzar a mover las caderas con violencia, pero ella no se merecía aquello. Con delicadeza, tomó la cabeza, acariciando la rubia cabellera, y la movió lentamente de adelante hacia atrás como si asintiera a una pregunta muda. Intentó ser delicado, por nada del mundo quería dañarla, pero sus ansias se antepusieron a su cordura y comenzó a follarle la boca con la intensidad de varios meses de abstinencia.

Apenas tardó en derramar su esencia en la garganta femenina. Mientras el semen brotaba espasmódicamente, vio la gratitud reflejada en aquellos bonitos ojos azules.

Se recostó junto a ella para recuperar fuerzas. Inició un lento camino de besos a lo largo de la fría piel. Besó su cuello, con la sensualidad de un enamorado, lamió sus pechos con glotonería y succionó sus pezones como si quisiera alimentarse de ellos. No había terminado de besar el vientre cuando su hombría dio nuevas muestras de vida.

Bajó hasta colocar la cabeza entre los muslos. Ayudándose de los dedos, abrió el tesoro más preciado para él y lo saboreó con fruición. Lamió y lamió hasta que la intimidad femenina rezumaba de la cantidad de saliva que había recibido.

Lentamente se colocó sobre ella, no deseaba aplastarla con su enorme cuerpo y mucho menos atemorizarla, no era ningún animal. Volvió a besar su rostro y su boca, mientras una mano dirigía su miembro al interior de la muchacha.

Ella no se quejó y la virilidad entró hasta el fondo con facilidad. Aguardó unos segundos sin moverse, deleitándose con la sensación de la presión de la vagina sobre su carne. La cadencia fue pausada al principio, pero poco a poco la excitación ganó terreno a la sensualidad. Aferró el culo de la chiquilla con ambas manos y aceleró el ritmo aún más.

Aquellos labios junto a los suyos, aquellos tiernos senos, aprisionados bajo su torso y el roce de sus intimidades le llevaron al paraíso. Descargó emitiendo un grito gutural, como si fuera una bestia que estuviera en celo.

Ahora sí, pudo tumbarse junto a su amada, para dormir abrazado a ella alejando cualquier pensamiento pecaminoso. La colocó de lado, con las nalgas sobre su miembro ahora fláccido y perfectamente encajados la abrazó por la cintura al tiempo que le daba un beso de buenas noches.

-O-

Estaba contento, muy contento, al fin sus cuidados iban dando resultado y la muchacha estaba algo más llenita, ya no se marcaban sus huesos con tanta claridad.

“Clara

languidecida

perdida en un camino de ansiedades y ambrosías”.

No, su Clara no languidecería, él la cuidaría tanto como fuese necesario. La colocó boca abajo, para volverle a curar aquella ampolla de la parte baja de su espalda. Mientras limpiaba los humores que fluían de la herida, no pudo evitar pensar en lo redondeado y blandito que se le estaba poniendo el trasero. No pudo aguantar mucho tiempo con el algodón en la mano y al poco tiempo abría las nalgas con sus manos, escupiendo una gran cantidad de saliva en el ano.

La sodomizó sintiendo el gran placer que recibía su cuerpo, pero también la profunda tristeza de su alma, porque sabía que pronto llegaría el momento de la despedida. “No soy un animal, no soy un animal…”, se repetía una y otra vez.

-O-

“Clara

no dijo nada

y un día desapareció.

Recorriendo aceras dicen que la vieron

ajustando el paso a los demás,

intentando cualquier cosa por dinero

para hincarse fuego una vez más.”

Había alejado aquel fuego para que no la torturase, pero había sido tarde. Aquella ponzoña estaba muy dentro y ni con todos sus cuidados fue capaz de devolverla a la vida que se merecía.

--Clara…, Clara…

La tomó entre sus brazos y la alzó en vilo. Lentamente se dirigió a la puerta y salió a la fría alborada. Anduvo hasta la parte trasera de la casita, donde tres grupos de preciosas flores del amor comenzaban a reverdecer en el final del invierno.

Miró su rostro entumecido y no pudo reprimir las ansias de besar aquellos labios por última vez. Con los ojos anegados por las lágrimas se agachó depositando a su amada en una profunda zanja en el terreno. No tardó en cubrir el cuerpo con tierra fresca.

Se arrodilló y rezó una plegaria por aquella a la que había amado profundamente. Del interior de su bolsillo sacó un bulbo y lo introdujo en la tierra fresca hasta que tan solo la punta quedó fuera. Se abrazó y rompió a sollozar como un niño desconsolado, mientras se balanceaba adelante y atrás. De lo más profundo de su garganta brotó un grito desgarrador, un aullido de lamento y tras este, las voces volvieron con fuerza: “Simio, orangután, bestia…”.

No, no, él no era nada de todo aquello, él la quería de verdad. La noche fue dando paso a la mañana, mientras continuaba de rodillas sobre la tierra fresca.

“Esa madrugada

Clara naufragó,

tenía el mar de miedo en la mirada,

las ropas empapadas

y el suelo por almohada,

y lentamente amaneció.”

Este relato es fruto de un reto que me lanzaron hace un par de años, hace unos días se me ocurrió una historia y he intentado que fuese lo menos desagradable posible. Desde luego debo dar la razón a Moonlight de que se trata de la categoría más complicada de tratar. No es necesario comentar y se puede valorar todo lo negativamente que queráis.