Lejos de los celos (1)

Fue después de una fiesta. No sé bien cómo sucedió. Este tipo de experiencias son totalmente nuevas para mí.

La verdad es que me ha costado decidirme a contar esto. Ocurrió en las pasadas navidades y aún no me explico cómo surgió, aunque buena parte de la responsabilidad fue de mi mujer y Lara, una amiga nuestra. Desde luego de lo que estoy seguro es de que no lo planearon y por eso opino que por resultar algo espontáneo le dio más interés al asunto. Seré breve y al lector que le guste regodearse en detalles aquí no encontrará demasiado goce. Sólo pido que se publique y que por favor me de su opinión quien lo desee. Lo agradecería.

Mi mujer, a la que adoro, y eso quiero dejarlo claro desde el principio, se llama Adela y yo me llamo Bernardo. Casi hemos llegado a los cuarenta, y eso todavía lo considero ser muy jóvenes. Tenemos una hija de cinco años, vivimos bien; ni muy holgadamente ni con demasiados apuros económicos, como casi cualquier familia española de clase media: hipoteca, coche a plazos, seguro médico, televisión de plasma que te cagas, vacaciones en agosto (siempre cortas), domingos de campo…, etc.

En Noche Buena cenamos en compañía de mis suegros, en casa de estos y junto a los hermanos de Adela. La niña se divirtió con sus primos y finalmente se quedó dormida por lo que la acostamos en uno de los dormitorios de la casa de los abuelos. Estuve durante la cena valorando los escotes de las cuñadas de Adela: el vino activa en mí esa ansia natural que me conmina a celebrar la sexualidad de determinadas hembras que se congregan a mi alrededor. Lo he dicho de un modo muy elaborado, pero la mayoría de los hombres, y también muchas mujeres, me comprenderán. Intenté animar a los hermanos y cuñadas de mi esposa para salir un rato a algún local para continuar la fiesta y tomar algunas copas, pero todos rehusaron.

En fin, deseaba salir a la calle un rato y a Adela le parecía una buena idea, ya que la niña dormiría allí toda la noche, por lo que convinimos telefonear a unos amigos nuestros que también forman matrimonio por si les apetecía unirse a nosotros en eso de continuar la juerga hasta la madrugada. Lara y Abel, que así se llaman, acogieron la idea con entusiasmo; es más ellos estaban a punto de llamarnos para proponernos lo mismo.

Eran pasadas la doce de la noche. Mientras algunas gentes iban a la misa del Gallo o cantaban villancicos celebrando la venida de Nuestro Señor Jesucristo, nosotros los cuatro, nos encaminábamos alegremente en coche hacia algún garito donde se reuniese una masa humana aceptable que proclamase así también el milagro de la vida. Abel pronto lanzó el primer piropo de la noche a mi esposa. Él era así y no habíamos de sentirnos molestos. Abel es ese tipo de hombres que al hablar a cualquier mujer nunca resulta grosero. Por otro lado yo era incapaz de hacer lo propio con su esposa, Lara y no podía pronunciar algo más allá de un "¡qué elegante vas!" Yo era más tímido para esas cosas, pero Lara podía ser consciente de que me resultaba algo más que atractiva dadas las miradas que yo más de una vez le dirigía, por supuesto siempre honestas. Pocas veces he mirado desnudando descaradamente a una mujer.

Bailamos, reímos, bebimos mucho, conversamos entre nosotros y con más personas..., y pronto amanecería. Era hora de retirarse, pero Abel y yo teníamos más gana de juerga. Fuimos a un afterhours donde comimos croissants y bebimos café y después nos encaminamos a casa de Abel y Lara. Más ganas de beber las de mi amigo y las mías y nuestras esposas quejándose abiertamente de nuestra obsesión por el alcohol: Abel sirvió sendas copas para él y para mí ya en su casa. Ellas rechazaron beber; ya iban bien servidas, eso sí, aún les apetecía seguir bailando, de modo que pusieron música y frente a nosotros dos, que estábamos recostados en un sofá y con la copa en la mano, ellas comenzaron a bailar, si no recuerdo mal, salsa. No lo hacían mal, pero se les notaba la borrachera. Me solacé observándolas, pero sobre todo a Lara. Abel mantenía mi misma actitud. Era un placer beber y contemplar aquel espectáculo femenino. No residía demasiada perversidad en ello. Pero al cabo de los minutos comenzó a sonar una música lenta que condujo a nuestras chicas a adoptar una actitud en cierto modo singular: se abrazaron y empezaron a bailar pegadas, pero peculiarmente, con gestos que rayaban la lascivia. Sus cuerpos estaban unidos en el baile, y sus caras se aproximaron entre sí, tanto que los labios de ambas casi se rozaban. Mi amigo Abel se giró hacia mí y esbozó una sonrisa. Me sentí mal por un momento, a mí aquello no me hacía la menor gracia y agaché la cabeza avergonzado. Lo primero que pensé fue en responsabilizar a Lara de aquello, la consideré una cerda lesbiana, provocadora, que había seducido vilmente a Adela; pero mi sorpresa fue mayúscula cuando alcé la mirada y vi a mi esposa que cogía la barbilla de su amiga y atraía así su boca para besarla en los labios. Eschuché mascullar a Abel: Esto empieza a ponerse interesante.

Sentí una punzada en el corazón porque vi por vez primera a mi esposa como una auténtica furcia. Su rubia melena contrastaba con su elegante vestido negro y medias negras, al contrario que Lara, de melena oscura y traje claro. Empezaron a magrearse.

Los hombres sólo sabéis beber, hay otras maneras de divertirse- dijo una de ellas. Respondió Abel: Sí, sabemos beber…, y mirar.

A mi edad iba a empezar a ser un vouyerista. Intenté olvidar que una de ellas era mi esposa, pero me comía la moral que Abel la estuviese contemplando. Las tías empezaron a comerse la boca… Yo bebía el cubata con cierta ansiedad. Sus ropas sobraban, ¡Dios, lo que vi después!

Continuará