Leire, azafata de vuelo

No se lo podía creer: toda la vida sin sexo, y en menos de 24 horas ya había sido desvirgada y...

LEIRE, AZAFATA DE VUELO

Pelo rubio natural recogido en un formal moño adornado por una gorra azul a juego con una falda y un chaleco. Camisa blanca, bien cuidada, rematada con una corbata roja en contraste con su atuendo azul. Grandes ojos zafiro que casi congelaban con la mirada. Carnosos labios en rojo vivo. Pose serena y confiada. Gesto amable, pero indiferente, y un cuerpo bien formado, a unas medidas de 95-62-92. Esa era la rutina de Leire, azafata de vuelo de una buena compañía comercial cuya vida se pasaba de 500 en 500 pasajeros.

Desde que era pequeña, Leire había soñado con viajar: debido a que vivía en un pueblo a pocos kilómetros de un aeropuerto, su niñez había quedado marcada por aquel ir y venir de aviones, que ella imaginaba iban a lugares fabulosos y mágicos, lejos de todo y de todos a los que ella conocía. Aquellas ensoñaciones infantiles se convirtieron al crecer en un sueño a realizar, en una obsesión por ver cumplida aquella fantasía de su infancia: la de conocer todos aquellos sitios adonde aquellos monstruos de metal y alas iban, fuese donde fuese. Así nació su vocación de ser azafata de vuelo, y no cejó hasta que por fin lo consiguió, entrando en una gran compañía aérea que cubría tanto vuelos nacionales como los internacionales alrededor de todo el mundo. Al poco tiempo, viajar era toda su vida, así como atender a los pasajeros que por sus vuelos pasaban.

A ojos de los pasajeros, era la típica tía buena que todos se comían con los ojos. De buen año y mejor herencia genética, las curvas de Leire despertaban las fantasías de los jovenzuelos adolescentes y de los maduros hombres hartos de estar casados con su mujer, locos por echar una cana al aire con ella. Ella, sabedora de los deseos que hacía aflorar en los demás, solo podía dar su mejor y más aséptica sonrisa adoptando su tono de indistinta amabilidad propia de su profesión…pero, en su interior, su cuerpo rugía de ganas por que las fantasías que despertaba se hicieran realidad, y no solo las fantasías que los pasajeros vertían en ella, si no también las suyas propias.

Su ojo experto ya había aprendido a fijarse en los pasajeros a los que atendía: no faltaba el ejecutivo agresivo pegado a su ordenador portátil, el neurótico vendedor, el estudiante jovencito dominado por sus hormonas, el madurito interesante, el anodino que pasa desapercibido, el jubilado en busca de diversión, el recién casado con deseos de ir al baño con su esposa o la pareja veterana en eterna pelea…Tantos y tantos tópicos que con el tiempo se iban acumulando y que despertaban en ella el deseo de comprobar sus diferentes maestrías en las artes amatorias. Leire conocía a los hombres, y sabía que una de sus fantasías era unirse al “club del sexo en el aire”. Club al que ella pertenecía.

Su obsesión por ser una mujer de mundo que viajase a todos los países del globo le había hecho dejar de lado toda posibilidad de vida estable en tierra. No tenía instinto maternal en toda su vida, y no estaba segura de llegar a tenerlo algún día (y de tenerlo, ya se preocuparía en ese entonces). Y tampoco tenía tiempo para novios insulsos con ínfulas de retenerla para sí mismos, pasar por la vicaría y formar más tarde una familia. Aquellas fantasías de moralidad la divertían, porqué independientemente de sus edades o su posición social, todos parecían cortados por ese patrón religioso de “mujer e hijos” que el mundo lastraba desde tiempo inmemorial. Pero eso no funcionaba. Con ella no.

Ocurrió durante un vuelo Nueva York-Nueva Zelanda. Un largo viaje de muchas horas y horas en el que la mayoría de pasajeros se aburrían o pasaban el tiempo viendo las películas ofrecidas durante el vuelo. Vicky, una compañera de trabajo, le había dicho en broma que uno de los pasajeros no la perdía de vista, insinuando que de tener la más mínima posibilidad, se la intentaría cepillar. Con disimulo, Leire observó al pasajero en cuestión: un joven con pinta de vivir pagado de sí mismo, el típico capitán del equipo de deportes, estrella en su universidad. En tanto que Vicky confesó sentir cierto desprecio por los gallitos que iban de machos, a Leire le divertía pensar hasta que punto esa suerte de autosuficiencia que exudaba el tío era real…y su mente perversa tuvo una idea.

Había oído por boca de Vicky y de otras compañeras que aprovechando que la gente estaba distraída, dormida, o un poco de ambas, algunas parejas se encerraban en el baño para darse un revolcón aprovechando la falta de oxígeno propio de un vuelo como ese, lo que intensificaba la experiencia sexual. A sus años, Leire jamás había tenido una sola relación con el sexo masculino, y el morbo de saber lo que un hombre y una mujer hacen en la intimidad comenzó a asaltarla. ¿Sería para tanto como había oído decir?. En ese momento fue cuando, llevada por una lujuria que no había conocido antes, que aquel bravucón iba a llevarse un plus extra: pasarse por la piedra a una azafata de vuelo.

Con la cortesía propia de su oficio, se dirigió a su presa, ofreciéndose con toda amabilidad para lo que él dispusiera, bien un cojín para el cuello, o alguna bebida….con la salvedad de que se había desabotonado el botón superior de su chaleco y, por debajo de la corbata, muy disimuladamente, se había soltado dos botones, dejando un escote que solo fuese visto por su especial cliente. Éste, que vio con detalle lo que se le ofrecía tan generosamente (y con curvas más que apetecibles), hizo el guiño de ojo más leve y fugaz del mundo, pero que ella captó. Le contestó con una media sonrisa pícara, y antes de que pudiera darse cuenta, aquel prepotente universitario se la estaba comiendo dentro del baño, con desaforada pasión.

Empezó con una tanda de morreos bien dados mientras sus manos iban locas por su cuerpo, descubriendo lo que aquel insulso y anodino traje de azafata ocultaba. Sobó su trasero, apretándole con fuerza las nalgas, casi intentando notar el tanga bajo la ropa. Le desabrochó el chaleco y terminó de abrir la camisa. Con furia asesina sacó sus tetas de la prisión del sujetador, lanzándose a devorarle los pezones mientras jugaba con ellos usando sus pulgares en tanto que Leire se dejaba hacer, separando sus piernas de forma casi instintiva para que él se pegase a ella. Aquel tío, cuyo nombre pudo escuchar muy fugazmente (Robert) y cuyo apellido, aunque se lo dijo, pronto se le olvidó debido a la forma tan salvaje que tenía de acariciarla por encima del tanga, calentándola por todos los medios, preparándola para el gran momento.

“Lujuria”, pensó ella, y la palabra la enloqueció. Jamás la había probado, ni tan siquiera se le había pasado por la cabeza. Enfrascada como había estado en viajar, en ver maravillas a lo largo y ancho del mundo, en cumplir su sueño, había dejado de lado todo lo demás, el sexo incluido. Ni siquiera en su adolescencia, cuando sus hormonas más revolucionadas estaban, se había dejado llevar por aquel torrente de placeres por el que sí se habían dejado llevar sus amigas, y que había llevado a algunas de ellas a ser madres jóvenes. Leire se había salido de la norma, había obviado el sexo sin pensar en ello al correr de los años…hasta ahora.

Cooperando con su inesperado amante, Leire, le abrió su camisa y el cinturón de sus pantalones para ver qué era eso que tanto atraía a las mujeres. Necesitaba saber qué era lo que tanto las volvía locas, el motivo de que, como tantas veces las había visto en las discotecas, fuesen en grupos a la caza de hombres. Era el momento, era su momento. Tenía que saberlo, necesitaba saberlo más que cualquier otra cosa en el mundo. Con las manos le bajó los pantalones…y entonces lo vio. De pequeña las había visto, sí, como un juego infantil e inocente entre ella y un amigo suyo, pero aquel entonces no le había dado mayor trascendencia. Aquello era distinto. Muy distinto.

Mirando a los ojos de su amante, le estampó un par de morreos bien dados en la boca antes de atraerlo hacia ella y susurrarle al oído, muy suavemente, que iba a ser él el afortunado en desvirgarla. Los ojos de Robert parecieron salirse de las órbitas, y con mordaz sonrisa se arrodilló en aquel pequeño cuartucho, le sacó el tanga con tanta fuerza que casi se lo rompió…y al ver aquel coñito virgen, no lo dudó ni un segundo a la hora de comérselo todo: pasó la lengua por sus labios mayores, jugó con su clítoris, le clavó la lengua un par de veces, le dio besos…Leire creía enloquecer de pura pasión, ni en sus más locos sueños hubiese imaginado algo así…no podía siquiera describirlo, era algo embriagador, amoral, salvaje…era tan increíble, tan abrasador…

Cuando Robert estaba a punto de penetrarla, ella lo detuvo. Lo que en cualquier otro momento le hubiese parecido algo que jamás haría por mucho que se lo pidiesen, ahora era un antojo del que no se iba a privar: sintiendo la calentura de aquel hombre en sus manos, se agachó lo más que pudo y se la llevó a la boca con glotonería. No era lo más grueso del mundo, ni tampoco lo más largo (aunque se pintaba de buen año), pero eso le daba igual, lo único que quería era metérsela en la boca y devorársela hasta los testículos cual actriz porno. Por suerte para ella su amante era bastante metrosexual, por lo que estaba bien depilado incluso en sus genitales. Leire chupaba y requetechupaba como una sibarita, era la primera que saboreaba y le encantaba el sabor. Quería más.

Ya no podía posponerlo por más tiempo, tenía que ser ya mismo. Se acomodó como pudo donde estaba antes y su amante, satisfecho con la mamada que le acababan de hacer, la recompensó con una primera penetración algo dolorosa, pero a todo efecto magistral. Un primer impacto, necesario para romper el himen rápidamente y así evitar andarse por las ramas, bastó para que Leire llegase al éxtasis. Robert procuró sellar con sus labios los de Leire para evitar ser descubiertos por el resto del pasaje. Dejándola que se recrease unos momentos en ese primer instante de unión entre los dos, él comenzó a bailar dentro de ella, a moverse como experto catador de mujeres debido a su facilidad con sus compañeras de universidad, y sin duda, aquella era su mejor cata.

Leire tardó poco en rodearlo con las piernas, apoyando las manos en el techo a modo de sujeción y dejar que él, que llevó las manos a su culo para tenerla bien sujeta, empezase a follársela como le viniese en gana. La mente de Leire estaba ida, apenas era capaz de formular un pensamiento, su cordura, su conciencia, todo había desaparecido y solo quedaba el placer: real, infinito, ilimitado placer. Leire era placer, lo exudaba por los cuatro costados, por todos los poros de su cuerpo. Metió la mano por la nuca de él acariciándole el pelo, lo atraía hacia ella para que se metiese aún más fondo, estaba loca por gozar cualquier precio. En ese momento era un juguete en sus manos…y le gustaba.

Las acometidas de Robert ponían a Leire en órbita. Más que un viaje de Nueva York a Nueva Zelanda, aquello era un viaje hasta los límites de lo desconocido. Se besó con él jugando a batallar con las lenguas, en una pugna por alargar aquel momento hasta la eternidad si fuese preciso. Ahora que ya sabía lo que era el sexo, Leire no quería dejar que aquel semental se le escapara, deseaba estar siempre entre sus piernas, que él nunca dejase de follarla. ¡Que señor polvo, que ardor!. El que Robert fuese su primer hombre parecía encenderlo más aún, la idea de ser él quien le quitase la virginidad a una mujer como ella, lejos de pueriles e inocentes jovencitas con fantasías de romanticismo, era un placer extra del que Robert no se iba a privar.

Leire sabía que algo iba a pasar, lo sentía, casi lo presentía. Podía verlo reflejado en la cara de su amante, se le notaba tenso, como si estuviese conteniendo su pasión por algún motivo desconocido. Su cuerpo convulsionaba por completo mientras Robert iba y venía dentro de ella cada vez con más rapidez, como si quisiera llegar a una meta que ella ignoraba. Lo cogía de los hombres para que la penetrase más fondo, lo besaba, casi lo desgarraba a morreos…Era su hombre, su dueño, su semental, su amo…lo era todo para ella, su absoluto y señor, y podía hacer lo que quisiera, ella lo aceptaría. La riada de sensaciones iba en aumento, no paraba de crecer, bullía como una marea en pleamar que, cada vez más fuerte, la llevaba al delirio…hasta que por fin ocurrió.

“Orgasmo”, adivinó, y no se equivocaba. Fue un éxtasis culminante, un instante para que ella recordaría toda la vida: en aquel pequeño de cuarto, toda encogida junto a un perfecto desconocido por el estrecho tamaño de su nido de amor, había entregado lo más íntimo que una mujer podía entregar a un hombre, se lo había dado gustosamente. Pareció haber una eternidad hasta que volvieron a la calma tras aquel revolcón. Todo su cuerpo se relajó, su cara brillaba de felicidad, y la de Robert más aún, parecía como si hubiese tocado el cielo con los dedos de la mano. Rápidamente y para evitar que alguno otro les descubriese, Robert se vistió rápidamente y salió de allí. Leire se recompuso como pudo, aunque no fue capaz de encontrar su tanga. Repeneinándose y vistiéndose lo mejor que pudo, Leire salió de aquel cuarto no sin antes mirar por último vez a lo que se había convertido en su lugar de desvirgación. La poca sangre fruto de su virgo había podido ser limpiada. No había rastros, era como otro baño de un avión cualquiera, y aún así…ese siempre sería su sitio. Aquel baño sería su baño.

Intentando recuperar la normalidad tras el torbellino de pasiones encendidas, la azafata de vuelo volvió con sus compañeras de viaje. Nadie parecía haberse dado cuenta de lo ocurrido, pero le pareció entender un gesto cómplice en Vicky, tan fugaz que no se atrevió a preguntarle si el gesto lo había hecho de verdad o no. Cuando el vuelo aterrizó en Wellington, la capital de Nueva Zelanda, Leire se fijó en Robert. Al pasar uno cerca del otro cuando tomaban tierra, éste señaló muy levemente a uno de los bolsillos de sus pantalones. Aunque a lo primero Leire no comprendía aquel gesto tan altivo y su sonrisa perversa, pronto se le iluminó el cerebro: ya sabía donde había ido a parar su tanga, y también sabía de las muchas noches que Robert se lo llevaría a la nariz para recordar a la mujer que, sin pudor alguno, se le había ofrecido para desvirgarla.

Al viajar de un lado para otro y de un continente a otro con tanta asiduidad, entre turno y turno de vuelo las azafatas tenían habitaciones de hotel cedidas por las diversas compañías, en caso de hacer una larga escala. Cuando Leire ya estaba en tierra junto a sus compañeras, Vicky se le acercó para decirle que la había visto meterse con Robert en el baño, y que si bien no lo aprobaba del todo (un escándalo de esos es perjudicial para cualquier aerolínea), sí le había gustado que por fin se dignase a probar las delicias del sexo, razón por la que la invitaba más tarde a una discoteca, donde todas irían para relajarse un poco antes del siguiente vuelo. Movida por la curiosidad, Leire aceptó.

El local era amplio y con mucha gente, sobre todo juventud con ganas de olvidar trabajos o exámenes. El distendido ambiente no sirvió para que ella pudiese dejar de pensar en Robert y en aquel insuperable polvo en el baño del avión. Después de tantos años sin sexo, ahora que lo había descubierto la vida ya no sería lo mismo, y sabía que no podría pasar sin ello mucho tiempo. Supuso que todo sería una cuestión de elegir al indicado, de tener buen ojo y encontrar al que supiese satisfacerla. Eso sí, su prudencial forma de ser, dejada de lado para esa primera vez, imponía tomar precauciones para así evitar contratiempos no deseados, el principal de ellos el embarazo. Levantándose de la mesa donde estaba con sus compañeras fue a buscar una caja de preservativos (o quizá dos, toda precaución era poca) para estar prevenida. Al llegar al dispensador, que estaba junto a los baños, un sonido captó su atención…y fue a indagar.

Provenía del lavabo de hombres, y pese a su miedo a entrar, aprovechó que ese baño estaba casi al final de un estrecho pasillo apartado de miradas ajenas para abrir una ligera rendija por la puerta y ver qué pasaba dentro. Lo que vio la petrificó. No podía creerlo a pesar de estar viéndolo directamente: delante de ella, con una impunidad total, vio a un hombre que parecía tener 30ytantos años, que sin misericordia alguna taladraba el culo de una chica mucho más joven. La tenía sujeta de una larga melena mientras que con la mano libre azotaba sus nalgas como si la estuviese castigando. La chica parecía ser una fiel esclava, pues no se resistía a aquella tortura que la estaban haciendo. Leire fue incapaz de dejar de mirar, quedó hipnotizada ante aquella sádica visión. Jamás había pensado que una mujer pudiese gozar de ese modo, y menos aún por aquel estéril sitio.

La chica (¿10ymuchos, 20ypocos?) le recordó a ella por la cara de placer que le podía distinguir a pesar de la distancia. Ignoraba todo de ella excepto el goce que sentía mientras le daban por el culo. Por su cara resbalaban algunas lágrimas que ella no sabía si eran de dolor o de otra cosa, y desde luego no iba a entrar a preguntárselo. No podía dejar de mirar como aquel energúmeno de ningún tacto ni consideración se lo pasaba en grande a costa del culito de una nena que pese a todo casi parecía pedir que le rompiese el culo en dos. Tenía que verlo hasta el final, quería ver como ella gozaba, necesitaba el ver a aquella chica derretirse mientras el fuego líquido de su amante opresor era dejado dentro suyo…y perdida en sus fantasías, notó una mano que se posaba en su culo.

Cuando se giró, se encontró a un chico algo más joven que ella, que rápidamente se puso el dedo en los labios como señal de cómplice silencio entre los dos. Leire quedó tan anonadada por la situación que no supo como reaccionar ante lo que estaba pasando. La mano de aquel chico no solo se había posado en su culo, si no que en un arrebato de osadía, se coló con fuerza por debajo de la falda para sobarle el trasero por encima del tanga…y después de su primera experiencia aérea, el cuerpo se le había quedado con un poco de ganas de más diversión. Dejándole hacer para ver hasta donde se aventuraba, la azafata volvió a la vista a la escena que ocurría dentro del baño, y el chico que le estaba metiendo mano también vio lo que pasaba.

Durante unos minutos que se hicieron interminables, el ejercicio de voyeurismo mantuvo en vilo a Leire solo por el simple deseo de escucharla gozar. Quería ver como aquella enculada chica se corría mientras se la trajinaban de semejante manera. En tanto ella estaba perdida viendo aquello, por dentro estaba igual de acorralada al sentir como aquel chico, sin cortarse lo más mínimo, se las había ingeniado para bajarle un poco el tanga y comenzar a meterle dos dedos impunemente dentro de ella…y de qué manera la estaba calentando. Al igual que con Robert, aquel imberbe sabía lo que se sabía, tenía la clásica prepotencia propia de la edad, y la altiva autosuficiencia de quien se considera un maestro en las artes amatorias…y esa sensación de verse dominada la encantaba.

El juego tuvo un giro inesperado: tras presenciar como la chica en cuestión por fin gozaba y su cuerpo convulsionaba en un gigantesco orgasmo espasmódico, el que hasta ahora había sido un enculador la cogió y se la llevó a la puerta para deshacerse de ella como quien se deshacía de un trapo viejo. Entonces todo se precipitó, y al mismo tiempo se detuvo. En cuanto la puerta se abrió del todo y la chica salió rápidamente, el enculador se quedó mirando a aquellos extraños que le habían estado observando. Leire estaba muerta de miedo por la situación: resultó que el enculador era dueño de un señor pollón, un arma de tal calibre que ella no se podía creer que la chica hubiese salido de una pieza tras recibir en su culo semejante armatoste. Tan solo hicieron falta dos gestos por parte del chico que le metía dedos para que la cosa se saliera de madre: mirando al enculador, hizo un leve alzamiento de cabeza guiñando un ojo, para luego ladearla hacia Leire. Y establecida la complicidad, los dos se la llevaron adentro del baño.

Entre magreos y besos varios Leire apenas podía pensar claramente. Como en el caso de Robert, apenas pudo captar unas pocas palabras, una mínima presentación entre ellos, indicando que de nada se conocían: Stephan, supo que se llamaba el enculador, y le pareció entender que el otro era Drazic, o algo así. Poco le importaba a ella como se llamaban, pues lo que le hacían era lo que la tenía caliente. Nada más entrar al baño, y ya tenía las tetas afuera, bien visibles y bien comidas por ambos, como si fuesen buenos amigos de toda la vida. La mano izquierda de Stephan y la derecha de Drazic, siguiendo esa complicidad, se disputaban su intimidad a cada momento, intentando ver cual de los dos era el siguiente en buscar su conejito o encontrar su clítoris y acariciarlo. Leire no se lo creía: toda la vida sin sexo, y en menos de 24 horas ya había sido desvirgada y estaba en su primer trío.

Stephan se puso en pie y le acercó su herramienta para que Leire la bendijese con su lengua. Al principio se asustó por el grosor, pero luego eso la envalentonó. Saber que eso se había colado por un estrecho culito la encendía, y como Stephan había tenido el detalle de habérselo hecho con condón, no había problemas de chupar algo que fuese desagradable. Drazic se fue más abajó para devorarle su almejita mojada, y se pasaron así varios minutos. Leire, por su parte, se encontraba con su mente en blanco: no podía pensar, su mundo era aquella enorme polla, su boca estaba llena de ella. Ni siquiera fue capaz de escuchar lo que se decían Stephan y Drazic para sí mismos. De haberlo sabido, quizá la historia hubiese sido diferente, y quizá no hubiese pasado lo que pasó.

Porqué lo que pasó fue que, colocada en posición idónea una vez Stephan quedó sentado en uno de los retretes, Drazic hizo que ella se sentase encima de él, clavándose poco a poco aquel miembro que ella deseaba poseer (no sin antes ponerse los mismos preservativos que ella misma había comprado minutos antes). Casi no logró su objetivo, pero una vez pudo clavarlo, la sensación era fantástica, su vulva se había adaptado con toda naturalidad al tamaño de su nuevo ariete. Estaba asombrada de que su cuerpo fuese capaz de asimilar algo así, pensaba que aquello no acabaría nunca…y justo cuando ella inició el bombeo sobre Stephan, sintió que su culo era sobado de nuevo, con la salvedad de que esta vez, no era una mano lo que estaba haciendo contacto con su ano.

Presa del pánico quiso soltarse, escapar de allí, pero estaba bien aprisionada por Stephan de un lado y Drazic de otro. La habían cercado entre ambos en aquel retrete y ahora iba a pagar las consecuencias: con algo de rudeza sintió su ano explorado por un dedo fino y largo que pretendía ver hasta donde podía entrar, para ser luego sustituido por algo más grueso. Por mucho que lo intentó, le fue imposible impedir que Drazic le follase el culo. Logró metérsela de una estocada un tanto ruda, dejándola paralizada a la par que dolorida. Luego, fue cuestión de encontrar un ritmo común de penetración, una sintonía a la cual moverse al mismo tiempo. Leire era poco más que un juguete para los dos hombres, un simple instrumento para su placer, y lejos de sentirse sucia por ello, lo cierto es que Leire estaba haciendo lo mismo con ellos. No iba a compartir su vida con ellos, ni a comprar un perro a medias, ni a casarse, y tampoco los volvería a ver: en ese caso, ¿porqué no pasárselo en grande a su costa?.

Mientras ellos se regalaban palabras mutuas de lo zorra que era ella y de lo bien que se la estaban cepillando, Leire comenzó, lenta pero de forma inexorable, a disfrutar de aquella experiencia. Distinta de su desvirgación, sí, pero mucho mejor, de eso estaba bien segura (a pesar de que faltaba una pizca para ser perfecta…pero no sabía cual). El trío que se había montado le empezó a gustar, y no tardó en sentir que, por primera vez en toda su vida, no solo era mujer, se sentía mujer. Mujer en todos los sentidos, una mujer fuerte, poderosa, una mujer que conociendo los límites de su propio cuerpo y del poder que este ejercía sobre los hombres, podía dominarlos a su antojo. La sensación de ese poder en sus manos le hizo meter la directa…y mover el culo para que Drazic no se detuviese ni un solo momento en su enculada.

En tanto que se ocupaba de que Drazic trabajase su ahora desvirgado culito, de ella se encargaba Stephan con unas acometidas criminales, la penetraba de tal manera que parecía intentar partirla en dos…y con ese instrumento estaba segura de que lo iba a  conseguir. Los hombres habían logrado alcanzar un ritmo común y eso hacía que Leire lo tuviese más fácil a la hora de moverse para gozar con ellos. Stephan tenía la postura justa para comerle las tetas y eso hacía, alternaba de una a otra al mismo tiempo que su culo era azotado por Drazic o manoseaba la teta que Stephan dejaba libre, acariciándola con firmeza y jugando a apretarla y soltarla. Parecía estar amasando pan. Leire no podía sentirse mejor: su cuerpo era explorado y deseado por aquellos dos extraños quienes le hacían ver las estrellas, y que la hicieron encadenar orgasmo tras orgasmo hasta que al fin ellos se descargaron, saciando del todo su sed de mujer…o eso pensaba ella.

Cuando ya pensaba que aquello se habría terminado y que la dejarían en paz, el bueno de Stephan la sujetó para no dejarla escapar y le dio la vuelta. Drazic sonrió con tanta malicia que la Leire le dio una ligera taquicardia del susto. Era evidente lo que le pasaba por la cabeza: si antes ella estaba mirando a Stephan encular a una chica…¿Por qué dejar escapar la ocasión de ser ella misma la siguiente en disfrutar ese manjar?. Ella se resistió. Una cosa era verlo, pero ya hacerlo…y aún así, y en cierto modo dándole un agradecimiento a Drazic por desvirgarle el culo antes, resultó más fácil de lo que pensó en un principio cuando Stephan logró encularla, y Drazic pasó a saborear su coñito rico que ya se había comido antes y que preparaba para el segundo asalto.

Leire temía agotar los preservativos de su casa, pues cuatro ya los había gastado con ellos y temía que siguieran con fuerzas de más, pero no fue así: tras el segundo trío, en el que ambos cambiaron de agujero, los dos se dieron por contentos y la dejaron ir de nuevo a la discoteca. El tiempo parecía haberse volado, ya ni sabía donde estaba o lo que hacía antes de aquella loca aventura. Lo que más le impresionó fue lo sencillo que le resultó fingir ante sus compañeras que al ir al baño se había sentido algo mal y había esperado a estar mejor para volver con ellas. Solo Vicky parecía no creerla del todo tras girar la cabeza y, en medio de la pista de baile, vio a Stephan y a Drazic, quienes desde allí miraban a Leire con lujuria. Ésta logró mantener la compostura en todo momento, por lo que Vicky, esta vez, no supo interpretar lo que había ocurrido. Cuando más tarde ya volvían a su cuarto para dormir, Leire apenas pudo conciliar el sueño, pues había un destello que cruzaba su mente: el momento en que, justo cuando ella había llegado al orgasmo, ellos la habían obligado a abrir la boca, corriéndose no solo en su cara si no también en su boca, haciéndoselo tragar…y no le había desagradado.

Aunque los siguientes días transcurrieron como si nada hubiese pasado, la mente de Leire estaba más que quemada por los recuerdos de sus tres amantes…buscando ese aliciente, esa cosa que distinguía a uno de los otros dos. No fue hasta transcurrida casi una semana que entendió lo que había ocurrido: que si bien el trío con Stephan y Drazic había sido algo fenomenal, no había sido a bordo de un avión. Había comprendido que para bien o para mal, su cuerpo solo podía gozar al 100% dentro de un avión, a más de siete mil metros de altura. Si su pasión era viajar de lado a lado del mundo, ¿por qué no follar mientras viajaba de lado a lado del mundo?.

Lo que más le llevó aprender fue dos cosas: la primera, tener siempre un condón a mano en caso de necesidad, o mejor aún, llevarlo muy escondidamente para que nadie lo viese. Lo segundo, aprender a distinguir potenciales amantes entre sus pasajeros. En cierto momento dado, no le era difícil imaginar que todo el pasaje se convertía en una suerte de “avión del placer” en el que incluso los pilotos participaban una vez dejasen el avión con el piloto automático. En cada vuelo había, diferentes posibilidades, infinitas variedades de relaciones: el equipo de fútbol o baloncesto viajando para un torneo, o el de chicas en busca de unas vacaciones locas…un equipo entero de ejecutivos agresivos viajando en clase business con sus respectivas secretarias…el grupo de divorciados en busca de carne fresca para probar…o maridos que hartos de la misma mujer quisieran ir a la busca de carne fresca con la que deleitarse. Tantas posibilidades…

Una vez más, todo era una simple cuestión de elegir: el momento, el lugar, y el elegido adecuado. Una serie de sencillas condiciones para que el encuentro resultase de lo mejor. Además, había un aliciente extra: estaba deseando volver a tener sexo. No era que de pronto se hubiese convertido en una ninfómana insaciable, si no la ansiedad de resolver una duda que atenazaba su cabeza: ¿volvería a sentir alguna vez lo mismo que sintió cuando se lo había montado con Robert?. Con Stephan y Drazic, pese a lo vicioso y depravado que fue, no tuvo ese punto que ella había sentado en su primera. ¿Quizá por ser la primera vez había sentido esa cosa especial (que no sabía definir pero que sabía que ahí estaba) y jamás volvería a sentirla?. Muchas dudas para una cabeza que, si antes era de lo más taimada y centrada, ahora iba camino de enloquecer.

En un intento de aplacar sus ganas de sexo, decidió darse un respiro al siguiente vuelo que tomó, solo que esta vez, y lanzada a explorar su sexualidad, aprovechó que el recorrido era muy largo para irse a la parte trasera del avión, en donde nadie solía estar (más o menos como suele ocurrir en los barcos), y buscar un hueco para ella sola, algún recoveco donde llevar a cabo su pequeña malicia. Una vez dio con él, fue solo esperar al momento idóneo…y bien acomodada en un baño de allí, con la ropa medio quitada, sus manos iniciaron el primer contacto con su propio cuerpo, explorándose ella sola en una búsqueda del propio placer personal. Unos inicios torpes, una ignorancia neófita que al cabo de poco tiempo desaparecía para dar paso al experto conocimiento. Ladeando la cabeza de puro placer, empujó su mano derecha un poco más hacia dentro suyo en tanto la izquierda retorcía uno de sus pezones, se lo apretaba con ganas como Stephan había hecho antes. Recordar el salvajismo con que la había tratado sirvió para excitarla.

Sentía una necesidad urgente y casi histérica de volver a gozar, de sentir en sus entrañas esa feliz dejadez. Los dedos en su coño (dos, para ser exactos, y con ánimo de ser tres) iban directos al grano, abrían sus labios mayores para introducirse todo lo que podían y excitarla. Mientras iba deprisa y corriendo rumbo al primer “autorgasmo” de su vida, no dejaba de preguntarse como era posible haber estado tanto tiempo sin toda aquella riada de placeres. La rapidez de su mano iba in crescendo al mismo ritmo que la otra mano iba de teta en teta para endurecer sus pezones como si estuviese con alguien obseso de chupar pezones. Pensando en lo rico que sería hacérselo en su casa con más calma (o en una de las habitaciones de la compañía donde solía alojarse), finalmente fue presa de un delicioso orgasmo que terminó de relajarla por completo. El resto del viaje se lo pasó mirando a sus compañeras, pensando en sí ellas habrían hecho alguna de las cosas que ella hizo…y pensando también en el siguiente “acto de malicia”…

Después de más de tres semanas de vuelos de un lado a otro del planeta, había llegado el momento de volver a sentir a un hombre entre sus piernas, y el elegido fue un tremendo negrazo que parecía luchador de lucha libre. Le costaba imaginar como algo tan grande cabría en uno de los baños del avión, pero era algo que quería comprobar…y virgen misericordiosa, que amante había elegido. Aquel fornido negro de nombre raro (Djimun), calvo y con gafas le echó un polvo que la dejó con las piernas temblando, se la había cepillado con un garrote de tamaño industrial que la puso en órbita…y le hizo sentir lo mismo que le había hecho sentir Robert, ese punto especial que no tuvo con Stephan y Drazic. Cuando Leire salió del baño, lo hizo feliz como una niña con muñeca nueva. Ese punto especial no había sido por la primera vez si no por follar en un avión y de ahora en adelante es lo que siempre iba a hacer. Malévola, inició su lista de posibles amantes: quizá algún cliente habitual de la compañía (incluso en los vuelos había gente que viajaba muy frecuentemente), algún marido que quisiese echar una cana al aire en pleno vuelo, algún madurito con ganas de reverdecer laureles, puede que alguno de esos bravucones con aires de casanova…y, por qué no, quizá con alguna mujer, si detectaba en ella un interés más allá de lo meramente formal…había tantas posibilidades…

Asimilada aquella nueva faceta de su vida, e incorporada con mucha cautela para no dejarse llevar por ella ni tampoco obsesionarse (ella era una señora mujer, no una de esas “princesas de saldo y esquina”, que una vez había escuchado a un cantante del que recordaba su nombre), Leire se sentía plena y satisfecha consigo misma a todos y cada uno de los niveles de su ser. A raíz de aquel lejano incidente, su vida (laboral, sexual) le había mejorado enteros y estaba radiante por dentro, todo estaba en su sitio y todo era como debía ser. Sabedora de que por siempre ella iba a pertenecer al club del sexo en el aire, le encantaba dejarse llevar por sus ensoñaciones, imaginar a la primera clase (o a la clase turista) convertida en una vorágine de cuerpos desnudos en busca de placer, o ir por los pasillos del avión de turno, seleccionando a su siguiente amante entre aquel mar de caras. Solo uno sería el elegido, uno por vuelo, uno y nada más. Para los demás, y así ella lo quería, era un inalcanzable objeto de deseo, el cotilleo de los hombres que se la comían con la mirada, era el sexo hecho mujer: ella era Leire, azafata de vuelo…