Legión: Reina Loba

Segundo capítulo. Durante la Era Sengoku, el fin del mundo pareció dar sablazos en un lejano y dividido imperio. Y en los albores del tercer milenio, un joven se topará con una mujer que le cambiará su vida para siempre.

Año 256 del Periodo Muromachi (15 de marzo de 1560)

La guerra civil había estallado en Japón. De un lado, el ejército imperial, y del otro, las huestes de Yoshimoto, un militar revolucionario que buscaba rearmar el imperio a su manera.

Se me había ordenado proteger la provincia de Owari, enclave importante para frenar el avance del ejército usurpador. Pero el jefe de nuestro clan, el Shógun Takeda, había firmado un pacto secreto para actuar contra nuestro emperador. Nuestra verdadera misión no era proteger, sino eliminar la resistencia de la provincia de Owari, uno de los pocos contratiempos del ejército enemigo para llegar a la capital imperial.

La estrategia del jefe del clan era sencilla: ganarnos la confianza del Daimyo Nobunaga, líder de la provincia de Owari, con la oculta finalidad de ofrecerle dicha provincia en bandeja al usurpador.

Traición y deshonor. No era el sendero samurái que tenía en mente cuando era un niño campesino. Tampoco era el mismo camino que esperaba Issan, mi amigo de infancia y eterno compañero de batallas.

—Daigo, no me agrada este lugar… Y el té, ¡es una basura! –Issan no paraba de ojear el salón ceremonial, como si irremediablemente algún enemigo fuera a abrir las puertas corredizas para detener el baile que admirábamos. Como si el dulce sonido de las flautas y el acompasado tambor se silenciarían para revelarnos incontables enemigos: la excusa perfecta para desenfundar su katana. Issan era así, un lobo listo para la batalla.

—Compórtate, Issan —respondí en tono suave, tratando de tranquilizarlo—. No puede saber tan mal

—¿Lo probaste, Daigo? Puede que tenga veneno.

—¿Desde cuándo te volviste una doncella delicada, Issan? Relájate, bebe y disfruta el baile.

—¿El baile? Somos guerreros, no visitantes ilustres, necesitamos ser agasajados como lo que somos. No quiero té, quiero sake. Tampoco quiero una danza, necesito “carne”, ¡diles a las bailarinas, Daigo, que se vengan a nuestras habitaciones esta noche!

La música paró pues el Daimyo Nobunaga entró en el salón, enfundado en su armadura samurái. Miré de reojo ese cuello que tarde o temprano debía cortar de un tajo. Se sentó en el centro del lugar sobre sus piernas cruzadas, y tras él, sus dos guardias se pararon firmes. Rápidamente me levanté y me dirigí junto al hombre.

—Daimyo Nobunaga, gracias por recibirnos.

—¿A qué han venido dos samuráis de Kioto aquí en Owari?

—Sabemos que ya está advertido de que el ejército de Yoshimoto está marchando rumbo a la capital para invadir la casa imperial y asesinar a nuestro emperador Ogimachi. Por favor, ruego que nos acepte en su provincia. Venimos para dar apoyo, tenemos en nuestras filas a quinientos samuráis bien entrenados.

—O sois muy tontos o tenéis mucho valor. El ejército de samuráis que amenaza con cruzar esta provincia se jacta de tener en sus filas a veinticinco mil hombres. Aquí no somos ni tres mil.

—Somos samuráis, juramos lealtad al emperador. Vivimos para esto. Servir, batallar, morir con honor. Es nuestra vocación.

Se levantó e hizo una seña a una de las mujeres que esperaban hacia la entrada. Una muchacha se acercó para arrodillarse frente a mí, con tetera en mano. Y mientras ella llenaba una taza, asomé un poco la mirada y contemplé a la mujer más hermosa que jamás haya visto.

Sabía que no era el momento adecuado para quedarme embelesado por esa boca sensual, por la naricita que arrugó al oler el fuerte té y por sus ojos melancólicos de color miel, ¡pero me tenía atontado! Mas el carraspeo del Daimyo Nobunaga me hizo bajar la mirada de nuevo.

—Le doy la bienvenida a la provincia de Owari a vuestro clan, siempre es un placer contar con samuráis tan ilustrados. Beba el té para cerrar nuestra discusión, Daigo.

—Sí, Daimyo Nobunaga.

Bebí el té. Issan tenía razón: era una auténtica mierda. Apenas pude disimular el mal trago. De reojo vi a la doncella que me lo sirvió, ¿se estaba reprimiendo una carcajada? El Daimyo me tomó repentinamente del hombro y me habló con un tono mucho más distendido:

—¡JA! Mi sobrina Akemi prepara el peor té de todo el imperio.

Balbuceé algo inentendible. Bajé la mirada para que no notara mis ojos lacrimosos.

—Suficiente, samurái. Puedes ir a vomitar afuera, yo lo hice esta tarde cuando Akemi me pidió que lo probara.

Y se retiró del salón riéndose a carcajadas con sus guardias. Allí estaba yo, tratando de aguantarme las ganas, retorciéndome en el suelo vergonzosamente a la vista de las bailarinas que se retiraban también. Issan se acercó para ver cómo estaba:

—¡Ese Daimyo es un bufón! ¡Ja ja!, ¡me agrada!

—Issan, ayuda a levantarme…

—Te lo advertí, ¡ese té es una basura! ¿Quién es la doncella delicada ahora, Daigo? Si no te importa, voy detrás de una de las bailarinas.

—Samurái indigno, abandonas a tu amigo por unas señoras tan feas como tu madre.

No me llegó a escuchar, oí sus pasos alejarse y al rato la puerta corrediza se cerró. Estaba solo y mareado, me erguí como pude y me recosté en la pared. El infeliz de Issan haciendo honor al animal que llevaba dentro, pensando más con la punta del nabo que con la cabeza.

Volví a oír el deslizamiento de la puerta, aún con la mirada borrosa noté que se trataba de la sobrina del Daimyo.

—Disculpe, ¿le cayó mal mi té, samurái?

—No —mentí—. Solo tengo un ligero dolor de estómago, no debí haberlo tomado. Estaba… delicioso.

Me tomó del brazo y me guió hacia afuera, donde muy para mi vergüenza, lo vomité todo bajo un árbol de flor de cerezo. Oí las risotadas de un par de guardias más al fondo mientras la joven se arrodillaba frente a mí.

—Disculpa, soy pésima preparándolo.

—No hace falta que lo jures...

Me recosté en el tronco y la contemplé mejor. Sabía que tampoco era el momento más adecuado para mirarla, pero tal vez fue el ingrediente añejo que tenía su té asesino, o tal vez la luz de la luna que la iluminaba y destacaba ese hermoso rostro blanco como la nieve.

—Akemi, ¿aquí en Owari las mujeres son tan bonitas como tú?

Arrugó su naricita y me sonrió:

—Nunca me cortejó un hombre con los ojos llorosos y la armadura sucia de su propio vómito. ¿Cómo te llamas, samurái?

—Daigo… Me llamo Daigo.

—Me da un poco de pena cómo se ríen de ti los guardias de mi tío. Vamos, te llevaré a reposar y limpiaré tu armadura. En cierta forma me siento culpable por este estropicio.

—¿”En cierta forma”? Pero qué cosas dices, maldita prepara venenos…

30 de octubre de 2016

El joven Ismael jamás pensó cómo degeneraría aquella noche de fiesta de Halloween.

En ese antro de música atronadora y luces cegadoras, en medio de los cuerpos sudorosos que danzaban entre los láseres, humo y espuma, sintió que alguien tomó de su mano y le tiró hacia afuera de la pista. No era una mano gruesa de un guardia de seguridad, muy al contrario, parecía ser grácil, femenina, por lo que se dejó guiar para ver hasta dónde le llevaría esa situación.

Cuando por fin salieron de aquel amontonamiento, contempló a la mujer más hermosa que jamás haya visto. Es que, entre tantas jóvenes vestidas de diablesas y muertos vivientes, esa madura destacaba por su disfraz de ángel. Solo le faltaba la aureola para enmarcarla.

—Madre mía, ¿es porque me puse el desodorante Axe? –bromeó Ismael.

Ella le guiñó un ojo e invitó a seguir avanzando hasta algún lugar más privado. Él pensó que tal vez lo estaba confundiendo con otro; tal vez, mientras trataba de mirarle el culo que se le enmarcaba tras la falda (las alas molestaban la visión), la mujer se daría cuenta del error que estaba cometiendo y se disculparía. Pero ella seguía avanzando, se giraba y le sonreía de vez en cuando. Ismael no lo podía creer, parecía que la mejor noche de su vida estaba comenzando.

Llegaron hasta un sofá apartado. Ella se lo señaló, y al sentarse él, la mujer se acomodó sobre su regazo mientras plegaba sus alas para que no molestaran. Le acarició la mejilla y, ladeando su rostro, besó el cuello y subió hasta el lóbulo para pasarle lengua.

—Te vi los ojos, humano. Por eso te elegí.

—Vaya lujo de alas, ¿cuánto te costaron?

Y ella lo besó. Ismael sintió la mano de aquella loba entre sus piernas, acariciándole fuerte y vulgarmente ese sexo que poco a poco crecía tras la tela del pantalón. Al despegarse de la unión de labios, con un fino hilo de saliva colgándose entre las dos bocas, él le preguntó su nombre. La loba aminoró las caricias en las partes privadas, y tras morderse la punta de la lengua, le respondió:

—Soy Regina, ángel puro de los Campos Elíseos, Ismael.

—Muy divertido… ¿Cómo sabes mi nombre?

—Porque te vi los ojos, humano.

Él estaba confundido… pero lo bastante caliente como para no importarle demasiado. Regina volvió al ataque. Se sentó a horcajadas, restregó sus senos contra su pecho: la loba quería guerra, ardía en deseo e imploraba que el chico la poseyera, que recorriera su cuerpo, que tocara cada centímetro de su cuerpo, alas incluidas.

Su cálida lengua entró nuevamente en la boca del joven y llegó hasta donde nunca una chica fue capaz. Se habían convertido en la envidia del lugar, más de una mirada indiscreta y murmullo secreto se ganaron.

Regina extendía ligeramente sus alas cada vez que suspiraba, era como si tuvieran vida propia, como si supieran cuándo acompasar sus jadeos:

—¿Me deseas? –preguntó descansando con la cara roja, repleta de vicio—. Llévame a un lugar privado.

Ismael no dudó. ¿Cómo iba a negarse a la mujer más hermosa que jamás haya visto?

—Pues vamos, “ángel de mi guarda”, ¡ja!

Regina la loba amaba a los humanos. A veces más de lo que a ella le gustaría. Pese a que los dioses hace mucho abandonaron a la humanidad a su suerte, ella aún los miraba como un tesoro divino que debía proteger en los momentos más oscuros. Se levantó y le extendió la mano:

—Guíame.

El chico estaba seguro de que era la mejor noche de su vida.

Año 256 del Periodo Muromachi (12 de mayo de 1560)

Dos meses pasaron desde que llegamos a Owari. Los samuráis de mi clan ya se estaban asentando en las afueras de la provincia y el día de la traición se acercaba.

Estábamos, Issan y yo, sentados bajo la copa de un árbol, descansando tras una tarde de entrenamiento con los comandantes de Owari. Era común que nos invitaran a practicar con los suyos en señal de camaradería.

Issan me golpeó el hombro con el suyo:

—Ayer por la noche fui al salón ceremonial, había dos bailarinas de lo más sensuales, Daigo. ¡Me las llevé a mi habitación, samurái! Apenas pude con ambas, deberías haber estado allí para darme una mano…

—¡Mierda, Issan! –carcajeé-. Te olvidas de Akemi…

—¡Bah! Somos guerreros, no gente noble. Deberías probar más de los amores de una noche, Daigo. Hace bien al corazón. ¿O ya no te da vergüenza? Mientras yo bebo sake rodeado de mujeres, tú estás probando ese té de mierda que prepara tu chica.

—¿”Té de mierda”? No sabe tan mal, Issan.

—Me pregunto cuántas veces has pasado vomitándolo. ¡Qué estómago tan delicado, qué té tan mal preparado! Sois el uno para el otro.

—Mira, Issan –dije enterrando la katana en el suelo, secándome luego la frente perlada de sudor-. Tiene que haber otra manera. No me veo dando sablazos a esta gente cuando llegue el día…

—Escúchame, Daigo –dijo enterrando también la suya-. Te confieso que esta misión a veces no me deja dormir… Pero decidas lo que decidas, yo te acompañaré, amigo. Y si decides matar a la gente de este pueblo, te cortaré la cabeza antes de que les pongas un dedo encima.

—Eso es lo que quería oír, Issan.

Lazos. Habíamos forjado lazos con Owari, con la florera de la esquina que nos hacía descuentos, con el vendedor que solía apartarnos las frutas más grandes, lazos hasta con el pescador y el cocinero del salón ceremonial, y desde luego formé los lazos más fuertes con Akemi. Imposible romperlos.

Entrada la noche, la visité como de costumbre, y la encontré sentada tras la mesita de su sala.

—Te he preparado un regalo, Daigo —dijo señalándome una bolsa larga y negra sobre la mesa.

—Parece una bolsa de arroz –respondí arrodillándome frente a ella—. No me gusta el arroz, me hace recordar que no estoy hecho para el trabajo de campo.

—Silencio –dijo tratando de atajarse una risa—. Te entrego este objeto como muestra de mi admiración por ti.

Abrió las telas que cubrían el regalo con delicadeza. El filo del arma asomó y reflejó las luces de las velas ante mis atónitos ojos. Era una katana. Cuando plegó más, contemplé otra arma, similar pero más pequeña.

—A esta katana, forjada por los ancestros de Masamune, la llaman “Nihonto maligno” pues su filo endemoniado parece provenir del infierno. Y esta espada corta, “Wakizashi”, la que le hará compañía. Espada grande y espada pequeña que estarán unidas a tu alma para siempre.

—¡Pero qué bellezas! –agarré el mango de la más grande y la ladeé para deleite de mis ojos. Un poco más pesada que la mía pero filosa como ninguna. Contemplé en el reflejo del filo a Akemi, quien se desnudaba los hombros al retirarse su kimono. Levanté la mirada con una gran sonrisa:

—Parece que hay más regalos para mí.

—¿Tú crees? –sonrió, arrugando su naricita.

Sin dejar de mirarme, se retiró los nudos del cabello y ladeó la cabeza un par de veces su cabeza para que cayera todo tras ella y un poco al frente. Sus insinuantes senos asomaron al ceder el kimono y esos pezones rosados me apuntaron amenazantes. Se irguió, dejando el vestido en el suelo, y revelándome cada centímetro de ese cuerpo robusto que brillaba a las luces de las velas. Con cuerpo de fuego y ojos de tigresa, me extendió la mano:

—Ven, Daigo.

Llegamos hasta su cama y disfrutamos cada segundo como si fueran los últimos. La tomé de la cintura y la acosté en un baile lento de caricias y besos que aceptó con reciprocidad. Piel contra piel, me abrazó la cintura con sus piernas, rogándome que la hiciera suya. Y el fuego dentro de mí se extendió.

Con la punta de mi sexo palpitante amagando entrar entre húmedas carnes, aparté un mechón de su frente y me perdí en sus ojos miel. “Entra” rogaba ella, restregándose contra mí. “Entra como nunca antes, porque podría ser nuestra última vez, Daigo”.

Y se la enterré. Me dejé llevar por el momento, me dejé acariciar, chupar por aquella diosa de piel color nieve en una despedida de sudor, gemidos y saliva que haría envidiar a nuestros ancestros. Hicimos el amor a orillas de una batalla, con la muerte sonriéndonos en una esquina, eterno sabedor de los secretos que me aguardaban.

Había fuego entre nosotros dos, como llamas del infierno que se tatúan para siempre en la piel y destruyen el miedo a la guerra. En el clímax de esa unión endemoniada de cuerpos, la bella Akemi me susurró que me corriera dentro mientras empuñaba mi cabello y me hacía probar sus senos. Llegados ambos, nos pasamos un breve tiempo acariciándonos bajo la manta, entre las luces de las velas y el aroma de su té asesino proveniente de la cocina.

—No soy tonta, Daigo –dijo besando mi pecho-. Sé que las cosas no están a nuestro favor para la batalla de mañana. No te pediré que vuelvas a mis brazos, pero prométeme que lo intentarás –se acomodó y me tomó del rostro-. Asesta fuerte, mata a quien debas, pero prométeme que lo intentarás.

—No te preocupes –respondí luego de un largo y húmedo beso-. Confía en tu tío, Akemi, en sus generales. Así como yo confío en Issan, que me cubrirá la espalda mañana.

—Entonces ve, héroe, muéstrales el fuego del infierno.

Cómo dolió despedirme sin saber que podría ser la última vez. Me hubiera gustado amanecer con ella, despertarme sobre sus pechos como en otras ocasiones para luego caminar durante el amanecer en el paseo de árboles de flor de cerezo. Pero esa noche debía reunirme con mi clan para definir los últimos detalles de la traición.

Al llegar al recinto donde mi clan se asentaba, entre los caballos negros y pardos, resaltaba uno blanco que solo podía pertenecer a nuestro líder: el Shógun Takeda. Fue justamente él quien me recibió en la entrada del campamento, acariciando su barbilla y con una cara de poco amigos.

—¿Dónde estaba usted, samurái?

—Shógun Takeda –respondí con una reverencia–. No me avisaron que vendría.

—Vine para encargarme yo mismo del Daimyo Nobunaga. Mañana, cuando su ejército parta, tú e Issan me guiarán a su salón. Tengo entendido que les ha tomado mucha confianza durante estos dos meses. Será un honor cortar su cabeza para presentársela a Yoshimoto.

—Entendido, mi Shógun.

Se me heló la sangre. Tenía dos opciones y debía forjar mi camino sobre una de ellas: Deberme a mi clan y traicionar a la provincia de Owari, o ser fiel al niño dentro de mí que me rogaba que fuera el héroe que soñé una vez.

30 de octubre de 2016

Regina estaba fascinada por el pequeño departamento de Ismael. Se detenía a mirar algunos libros e historietas que veía desperdigados, curioseaba y preguntaba. Se sentó en un sillón mullido y cogió un cómic del suelo:

—¿Cómo se llama este, Ismael? Parece más fuerte que un arcángel.

—¿Superman? –preguntó quitándose las ropas—. No me jodas, ¿no lo conoces?

—Alguna vez lo vi. No sabía su nombre, me parece ridículo que sea capaz de volar sin alas. Pero dime, ¿te gustan los héroes, no?

—De niño, sí, supongo… —Se arrodilló entre sus piernas y remangó la larga falda de la madura—. Pero, Regina, al final te das cuenta de que los héroes no existen. La vida se encarga de estamparte contra la realidad tarde o temprano.

—Los héroes se forjan en las horas más oscuras, Ismael. Tal vez el destino te guarde una sorpresa.

—Sí, bueno, la sorpresa llegó y la tengo frente a mí. Quítate las alas, Regina, se nota que te molestan. Ni siquiera dejan acomodarte en el asiento.

Regina lanzó el cómic a un costado y se inclinó hacia el muchacho: —Ojalá me las pudiera quitar, Ismael.

—¿Vas a tener las alas puestas todo el rato? ¡Bah!, tampoco es que sea muy exigente. Dime, ¿de dónde eres?

—Vivía en los Campos Elíseos. Pero huí hace milenios porque las cosas no estaban tan bien allá. Ahora voy de ciudad en ciudad, mirándoles, vigilándoles, estudiándoles. A veces me cuelo entre ustedes. Aprendí que hay fechas en las que mis alas pueden pasar desapercibidas, como hoy.

—Genial, si no quieres decírmelo no pasa nada. Con decir “No es de tu incumbencia” hubiera sido suficiente.

—¡No me digas! Antes solía responder algo parecido pero los hombres se enfurecían conmigo. A veces perdían las ganas de intimar conmigo, así que aprendí a ser sincera.

—Pero, ¿quién querría dejar de intimar contigo, Regina? Eres una reina.

La mujer le sonrió, abrió las piernas y empuñó el cabello del joven para invitarlo a probar su néctar, ladeando su extraña ropa interior para que descubriera sus secretos y la hiciera gozar.

Regina la loba amaba a los humanos, pero más aún le encantaba ser amada por ellos. Se recostó en el sillón y se quejó de sus molestas alas. Nació con ellas; fue creada por los dioses para proteger a la humanidad, estaba orgullosa de portar tal misión pero a veces anhelaba la libertad de los humanos, a veces deseaba quitarse la responsabilidad de encima de la espalda.

La relación entre ella y los humanos era una extraña amalgama de amor y odio. Era una esclava con alas, un ser con cadenas en la espalda que envidiaba a quienes protegía, que odiaba a quienes amaba.

El joven subió y remangó su camisilla para poder besar el vientre, continuó plegando la tela para subir hasta sus pechos e hizo una parada para morder un pezón. Regina se sorprendió, y abrazándolo con brazos y alas, lo atrajo para susurrarle lo mucho que le agradaba la forma que tenía de tratarla.

Y lo besó mientras rodeaba la cintura del muchacho con sus piernas, invitándolo a penetrarla. Ismael no pudo creerlo cuando entró en Regina: aquella gruta húmeda y apretada parecía estimularlo como ninguna chica hizo. Balbuceaba, trataba de manosearla pero no podía controlar su propio cuerpo pues aquello era demasiado placentero.

—No me lo creo… Esto es como estar en el paraíso…  ¿Por qué me tomaste de la mano allá en el bailable?

—Te elegí porque te vi los ojos. Porque entre todos ellos, me causó simpatía tu visión de los héroes. De esos que tienes en tu estantería, de esos que hay en tus libros y dibujos que tienes desperdigados. A veces pienso que nací porque un dios visionó a una heroína para que protegiera su tesoro divino: la humanidad. Y me enternece que tú, Ismael, en lo profundo, desees ser un héroe.

Demasiado placentero. Demasiado caluroso. Regina volvió a enterrar la lengua en su boca mientras él trataba de pensar con claridad. Se inclinó hacia adelante para extender las alas en señal de que aquello le agradaba en demasía. Describían un ligero subir y bajar, un tenue vaivén que generaba una brisa fría. Así alcanzaba el clímax Regina la loba.

Y ella sintió cómo el joven lo depositaba todo en su interior. Ese momento en donde ella acompasaba la llegada del hombre, en ese instante se sentía libre. Era una humana más, gozando de los placeres carnales que una vez le fueron prohibidos. Por eso, cada noche de Halloween, la loba salía de caza. Para disfrutar, para romper las cadenas.

Abrazada a él tras silenciosos minutos, notó que las luces de la casa se fueron. Casi al instante un ruido estruendoso provino del patio del edificio: —Quédate aquí, Ismael –susurró separándose de él, quien aún parecía tratar de recomponer su cordura.

Regina se acomodó las ropas y salió al balcón para comprobar lo que sospechaba. Tres ángeles estaban mirándola desde el jardín. Extendió sus alas y bajó elegantemente:

—No os reconozco —dijo Regina, ladeando ligeramente su rostro como una loba—. Y sin embargo lleváis alas como los ángeles.

—Hoy—respondió uno—, los arcángeles nos despertaron a todos, a los seiscientos mil de la legión, para cazar al que ayer asesinó al Arcángel Rafael. Y te vimos mientras surcábamos los cielos. No te conocemos, no estás en ningún grupo, no eres parte de la legión. Tú eres el asesino que estamos buscando.

—¿El Arcángel Rafael fue asesinado ayer? A mí no me miréis. Soy un ángel puro, no una asesina. En cambio vosotros tres… Os veo los ojos y noto que fuisteis humanos antes de convertiros en ángeles. Sois impuros.

—¡Silencio, asesina!

—Hace milenios —continuó Regina—, cuando expulsamos a Lucifer de los cielos, nos volvimos a los Campos Elíseos para observar y proteger a la humanidad. Pero cuando los dioses nos abandonaron, los tres arcángeles cedieron a la locura y asesinaron a todos los ángeles puros de la legión. Bueno, algunos escapamos de esa masacre…

—No la escuchen –cortó otro—. Ella es a quien estamos buscando. Hagámoslo, que el mundo se sienta orgullo de nosotros esta noche.

—Ya os he dicho que no he asesinado a ningún arcángel. Aunque no os mentiré, me encantaría haberlo hecho con mis propias manos. Ellos temían que un ángel de la legión se sublevara como Lucifer hizo hace milenios, y por eso decidieron asesinarnos a todos. Pero por lo que veo, ahora se han hecho con una nueva legión de ángeles. Ángeles impuros y maleables.

Uno se lanzó a por ella. Pero la loba asomó los colmillos. Más rápida que él, esquivó su ataque y lo sujetó del cuello para inmediatamente tumbarlo en el suelo en demostración de fiereza. Mientras otro se acercaba, entre el polvo levantado y el gemido de dolor, Regina extendió las alas y se sirvió de ellas para saltar y propinar una fuerte patada a la cara del sorprendido enemigo. Con ambos retorciéndose en el suelo, miró al tercer y sorprendido ángel.

—A que te pensabas que yo solo era una cara bonita.

—Puta —balbuceó uno desde el suelo—. El Arcángel Gabriel ya está advertido. Está viniendo aquí.

—¿Qué has dicho, impuro? —preguntó Regina. Cambió el aire. Levantó su mirada y vio venir algo del cielo, como un meteoro iluminando la noche y arremolinando las nubes a velocidad frenética.

—Podrás ser más hábil que nosotros, pero no te podrás comparar con el arcángel Gabriel.

—Huyan —Retrocedió unos pasos y extendió las alas—. Escapen, impuros.

—¿Huir? ¿Por qué habríamos de huir? —preguntó el otro.

—El arcángel sospechará que os he contado la verdad. Me hayan creído o no, no es importante: nos matará a todos para que no queden testigos.

El joven Ismael estaba bajando las escaleras tras haberlo visto todo desde su balcón. Pese a que no parecía necesario, quería ayudar a Regina. Apuró el paso al oír otro estruendoso sonido proveniente del jardín. Cuando llegó, quedó boquiabierto al ver a un rubio alado de fuerte contextura, levantando a dos ángeles por el cuello.

Era el arcángel Gabriel. Estampó a sus guardianes contra el suelo, y viéndoles retorcerse, desenfundó su espada de hoja zigzagueante y mató a uno. El tercer ángel estaba contemplándolo atónito y sin saber qué hacer, o rescatar al que aún no había muerto o levantar vuelo y fugarse.

En tanto, Regina se preparaba para huir, pero notó que el joven Ismael entraba en el jardín.

—¿¡Pero qué mierda pasa aquí, panda de palomos!? ¿¡Son tus parientes, Regina!?

—Ismael, ¡vete de aquí! –imploró la loba.

—¿Mande? ¿Crees que te voy a abandonar tras el discursito del “héroe del destino” que te gastaste?

—¡No, Ismael, huye!

Año 256 del Periodo Muromachi (12 de mayo de 1560)

Me estaba enfundando mi armadura dentro de la tienda, con Issan haciendo lo propio a mi lado. El silencio era sepulcral, supuse que era lo normal considerando que estábamos preparándonos para la traición más deleznable. El ejército de Owari ya había partido rumbo a la batalla, esperando a nuestro clan en los montes de Okehazama para dividirnos en varios grupos de infiltración. Pero no iríamos, estaríamos demasiado ocupados incendiando su propio pueblo.

Issan se colocó el casco con cuernos para posteriormente cubrir su rostro con la máscara del guerrero: pardo con rayas negras que se asemejaban al semblante de un lobo. La mía era blanca con ráfagas de llamas: “Ignis”, como me bautizó el español Francis Xavier en Kioto, debido a mi velocidad y fuego interior que explotaba en el campo de batalla.

Nuestro Shógun, Takeda, ya se había pertrechado y nos esperaba afuera. Todos los samuráis de nuestro clan esperarían nuestra orden antes de atacar al pueblo; primero debíamos asegurarnos de cortar la cabeza del Daimyo Nobunaga.

Fuimos los tres, con Takeda al frente, hasta el salón ceremonial. Dos guardias resguardaban la entrada y, al ver que hacíamos caso omiso a sus consultas, amagaron atacarnos. Desenfundé mis nuevas katanas y las inauguré con ellos. Probaron el fuego del infierno que emanaba el filo y cayeron inertes en cuestión de segundos. Entramos en el salón donde, sentado sobre sus piernas, nos aguardaba el Daimyo Nobunaga con otro par de guardias más.

Vino uno directo a por mí, pero logré sujetar la muñeca que sostenía su katana para que él mismo se la enterrara. Issan por su parte asestó tres sablazos rápidos que ni siquiera le dieron oportunidad de reacción al otro guardia.

El Daimyo Nobunaga estaba impertérrito. Nos vio llegar a los tres frente a él.

—Qué raro –dijo Takeda—. No sabía que el Daimyo Nobunaga fuera tan anciano.

Pasé al frente, desenfundé mis dos espadas y me giré para clavárselas a Takeda, quien no se esperó una traición de mi parte. Murió como el deshonroso samurái que era.

Issan y yo nos arrodillamos frente al anciano y nos retiramos las máscaras para revelarnos ante él. Más al fondo, los guardias se levantaban del suelo pues ya estaban advertidos de antemano de nuestro verdadero plan.

—Dime, cocinero, ¿el Daimyo Nobunaga huyó hacia los cerros?

—¡Joven, casi creí que me iba a matar! Me puse un par de bandejas bajo mis ropas, por si acaso…

—¿No te había dicho cuánto te admiro, viejo cocinero? –carcajeó Issan—. Ojalá mi abuelo tuviera tus pelotas, ¡ja ja!

El primer paso del plan había salido bien. Pero faltaba el más difícil de todos y debía hacerlo solo. Tomé a Issan del hombro y le entregué una carta. Su rostro sonriente se oscureció.

—Issan, si no regreso, entrégasela a Akemi. Voy a cortar la cabeza de Takeda y se la llevaré al clan. Déjamelo todo a mí, verás cómo les convenzo de no cometer una locura contra el pueblo de Owari.

—Que te la entregue el cocinero, iré contigo.

—¡No! Necesito que pienses con la cabeza, Issan. Ni con el nabo ni con el corazón. Ten honor y hazme el favor de entregarla tú.

—Un samurái no abandona el campo de batalla, Daigo. No te irás solo.

—Pues esta no es tu batalla. Ayuda a los guerreros de Owari contra Yoshimoto, yo trataré de salvar al pueblo… Mierda, Issan, ¿estás lagrimeando?

—Claro que no, ¿quién te crees que soy, Daigo? –dijo secándose las lágrimas.

—Issan, las mujeres te amansaron, ¿no es así? Cuando esto termine, volveremos a casa, a la isla de Kyushu. ¿Recuerdas cuando salimos siendo niños con el sueño de servir a los samuráis?

—Es que no estábamos hechos para el trabajo de campo.

—Ni para la pesca. Ni para el mercado. ¡Éramos unos buenos para nada, Issan!

—Mierda, Daigo, el viejo cocinero ha traído cebollas, no me lo explico…

—Hasta Kyushu, amigo –sacudí su hombro con una sonrisa.

—Hasta Kyushu, necio.

30 de octubre de 2016

Regina la loba estaba triste. Desde que huyó de los Campos Elíseos supo que tarde o temprano debía enfrentarse a uno de los arcángeles. Pero no sabía que sería una tarea tan difícil; era demasiado rápido, demasiado fuerte, nunca tuvo oportunidad. Los tres ángeles impuros yacían moribundos y con las alas arrancadas.

La tomó del cuello y la levantó. Regina estaba desconsolada y rendida pues también perdió sus alas y algún hueso de la pierna se había roto. El arcángel Gabriel no era el mismo que aquel que les guió en la batalla contra Lucifer. Algo cambió en él; se había vuelto vicioso, había cedido a la locura.

—Dime, Gabriel —dijo débilmente con esa boca adornada con un golpe—. ¿Por qué en tu nueva legión hay humanos convertidos en ángeles? ¿Qué habéis hecho?

Regina la loba gritó de dolor pues sintió la hoja zigzagueante atravesarle el estómago. Al ladear su cabeza vio a Ismael, postrado en una esquina de su jardín, esperando su muerte pues también saboreó el acero del arcángel. Su divino tesoro estaba marchitándose.

—Gabriel —dijo agarrando la espada que se enterraba en ella—, ayer un ángel impuro asesinó al arcángel Rafael, ¿no es así? ¿Por eso habéis despertado, esta mañana, a vuestra nueva y durmiente legión? ¿Para cazar al asesino?

Un derruido ángel impuro se levantó del suelo, temblando, parecía querer seguir batallando contra su líder. El arcángel lanzó a la loba al suelo, quien quebrándose en llanto, empuñó el gramado del suelo con sus sangrantes manos:

—¡Huye, impuro, por lo que más quieras!

El Arcángel preparó su espada. Lo iba a matar sin piedad. Tal vez los dioses tuvieron sus razones para abandonar a la humanidad. Tal vez la tierra se había convertido en un infierno. Tal vez los héroes murieron hace rato para no volver.

Regina la loba perdió toda esperanza.

Año 256 del Periodo Muromachi (12 de mayo de 1560)

Sabía que no habría palabras suficientes en el mundo para convencer a mi clan. Fui hasta el campamento montado en el caballo blanco, y nada más llegar, les lancé la cabeza de nuestro líder Takeda con una gigantesca sonrisa esbozándose en mi rostro.

Y huí galopando como pude mientras ellos desenfundaban sus katanas y subían a sus caballos a mi caza. Me interné en los bosques para usar los árboles como escudos contra sus flechas y lanzas. Tras casi veinte minutos de huida, guíe a mi colérico clan hasta la batalla contra Yoshimoto, sin ellos haberse dado cuenta.

Salté de mi caballo. Nunca en mi vida estuve en una situación como aquella: frente a mí, el numeroso ejército de Yoshimoto que bajaba del monte. Detrás, los de mi clan venían de entre los bambúes pues querían arrancarme la cabeza. Me coloqué mi máscara: “Ignis”. Desenfundé mis katanas mientras los músculos se tensaban; apreté los dientes pues uno siente que cuando la muerte asoma, la vida se enciende como llama desde el interior. Y el fuego se expande.

Honorable Daimyo Nobunaga. Le escribo esta carta porque debo confesar que me han pedido que sea parte de una traición contra la provincia de Owari. Le ruego que huya hasta los montes con su guardia, y que avise al general de lo siguiente: Atraeré a mi clan para una batalla frontal contra Yoshimoto, a modo de distracción. Son bravos y durarán mucho. Aprovechen e infíltrense hasta donde Yoshimoto descansa para tomar su cabeza ”.

El filo de mi arma irradiaba. Los enemigos lo vieron también; era el fuego del infierno lo que portaba en mis manos. Quien quisiera batallar contra mí, ardería. Y vino uno, lo esquivé justo a tiempo, lo suficiente como para percibir el aliento frío de la muerte tras la nuca, y rápidamente asesté un sablazo que le cortó el cuello. Y llegó otro cuyo corazón probó el acero forjado por Masamune en un baile endemoniado de sangre y gritos.

Danzas y cantos mortales en el bosque que se teñía de rojo.

Daimyo Nobunaga, encontré mi camino samurái. Y en él, estoy seguro, está mi muerte ”.

La llama de mi interior crecía y no quería aminorarse. Se partían las katanas que buscaban enterrarse en mis carnes; así era el filo de las armas de Masamune, capaz de doblegar el acero y las voluntades. En ese momento no había dolor, el cuerpo y mis armas se habían convertido en un ente con sed de sangre. Cayeron siete, ocho, nueve samuráis, mezclas del clan Takeda y del ejército de Yoshimoto. Conocieron la llama del infierno. Potente, radiante, invencible. Como fuego que destruye ejércitos y divide imperios.

¡Este es nuestro sendero samurái! Cuando hayamos cumplido nuestros objetivos, nos resignaremos y encontraremos la paz en el otro mundo ”.

La sangre se escurría de todo mi cuerpo debido a los cortes. Arrodillado ante una docena de enemigos caídos, miré al sol colándose entre los bambúes. Irónico que me haya sentido tan vivo en el momento que la muerte pareció tomarme del hombro.

Empuñé la katana de color rojo oscuro de la sangre de mis víctimas. A lo lejos se percibían a más soldados viniendo a por mí, pero con la vista borrosa no supe si eran los de mi clan o los de Yoshimoto. Aunque ya no importaba, me enterré la espada en el estómago.

Al final no hay imperios, no hay clanes. Solo queda el hombre. Solo quedo yo. Mi camino, mis decisiones forjadas con fuego. En mi muerte les demostré mi libertad pues seguí mi propio sendero.

“Hasta Kyushu”.

30 de octubre de 2016

En los ojos de Regina la loba se reflejó un brillo infernal. Aquel tercer y desconocido impuro había recuperado sus alas. Pero había algo demasiado extraño. Ella pensó que estaba alucinando a orillas de la muerte pues no podía creer que él estuviera extendiendo unas imponentes alas de fuego. Y además parecía empuñar dos katanas que brillaban como si hubieran salido del mismísimo infierno; como si aquellas armas hubieran estado unidas a su alma desde tiempos inmemoriales.

Le vio los ojos. En vida, ese impuro fue un guerrero. En vida, aprendió a no someterse a los líderes, aprendió a forjar decisiones con libertad. Esa libertad que ella anhelaba desde que fue creada.

Arrancó la mortal batalla, el ir y venir del fuego entre el revoloteo intenso de las plumas, entre la sangre salpicando y el sonido del acero chocando. La noche se tiñó de dorado y rojo oscuro, adquirió tufo a muerte y a piel chamuscada. Aquellas llamas que desprendían los filos de las katanas impactaban y ennegrecían la espada de hoja zigzagueante, resonaban y chispeaban en una danza nociva.

El ángel impuro era hábil y sus espadas abrasaban la piel del arcángel cada vez que lo rozaban. Regina admiraba el brillo infernal de aquellas alas y armas que parecían provenir del averno: potentes, radiantes, invencibles. Como fuego que doblega a dioses y destruye legiones.

“Asesta fuerte, mata a quien debas. Ve, héroe, muéstrales el fuego del infierno”.

—“Ignis” –susurró Regina la loba.

Y las katanas se enterraron en el pecho del arcángel al tiempo que aquella espada de hoja zigzagueante se hundía en el estómago del guerrero. Ambos cayeron al suelo. Pero solo uno aún respiraba.

Ignis, con sus pocas fuerzas, logró levantarse y contemplar al arcángel derrotado. Se acercó a Regina la loba para arrodillarse ante ella, como ante a una reina a la que pedía perdón, una reina a quien le reconocía su honor. Pero no hubo necesidad de palabras pues ella lo vio en sus ojos orientales.

—Descansa –dijo la loba, extendiendo su ensangrentada mano para acariciar su mejilla—. Descansa, Ignis, fuego del infierno.

Y las llamas de sus alas se esfumaron. Sus espadas también. Cayó muerto el guerrero samurái. Regina la loba, con ríos en las mejillas, se volvió y abrazó con fuerza al joven Ismael.

—Regina, me creí la puta historia del héroe del destino… ¡Bah! Te lo dije, tarde o temprano la vida te estampa contra la realidad –dijo tocándose su mortal herida.

—Óyeme, Ismael, no sabes cuánto lamento haberte arrastrado hasta aquí. Pero necesito que me escuches pues este es mi último acto para salvar la humanidad: te convertiré en un ángel impuro, así que cuando mueras, despertarás en los Campos Elíseos —dijo débilmente, acariciándole la mejilla—. Toma mi lugar en la legión, Ismael, y adviérteles a todos: diles que los tres arcángeles han enviciado, que dos han muerto y que aún queda uno. Corre la voz, humano, y salva tu mundo.

—Regina —La tomó de la mano, enredando sus dedos entre los de ella—. Soy un puto bueno para nada… ¿Qué mierda ves en mí?

—Te veo los ojos, Ismael. Te elegí a ti. Muéstrales el héroe que tienes escondido.

Regina la loba se debilitó, abrazada a ese tesoro divino abandonado por los dioses. Ni siquiera ella sabía qué le esperaba tras la muerte, pero sentía que ya era hora de partir, de abandonar sus alas, de romper esas cadenas fundidas en su espalda. Le llegó la hora de despedirse para siempre de aquella humanidad que juró proteger y amar.

Regina la loba murió con una sonrisa esbozándose en su rostro, pues en ese momento en el que, aún en vida, se contempla lo que hay en el más allá, pudo sentir por fin su anhelada libertad.

Y la Reina Loba, por fin, fue feliz.

Año 256 del Periodo Muromachi (12 de mayo de 1562)

La provincia se vistió de fiesta pese a la inminente tormenta. Por las calles revoloteaban las hojas de los cerezos, entre los retumbes de los tambores y el sonido dulce de las flautas. Los samuráis de Owari habían regresado de la batalla antes del atardecer, tras una épica proeza que perduraría en la historia pues tomaron la cabeza del general Yoshimoto, líder de la rebelión, con tan solo tres mil efectivos contra veinticinco mil enemigos.

Alejada del jolgorio y el clima de fiesta que teñía la provincia, la joven Akemi aguardaba el regreso de su héroe bajo la copa de un árbol de flor de cerezo. Y pasaron los minutos, los cánticos, las flautas y los tambores. Pero el guerrero no venía.

Issan llegó junto a ella, abriéndose paso entre el gentío que lo abrazaba y tiraba flores. Secándose el rostro perlado de sudor y tratando de recuperar su respiración, se arrodilló sobre una pierna y la miró a los ojos.

—Era un gran guerrero —dijo él, retirándose el guante para revelar una carta guardada—. Pero sobre todas las cosas era un gran amigo y confidente. Estoy seguro de que piensas lo mismo, Akemi.

—Issan —respondió desdoblándola con las manos temblando—. Esperaba que regresaran juntos.

—Lo siento —dijo con un tono dulce que revelaba su corazón noble de lobo.

Akemi. No pude cumplir mi promesa de volver junto a ti. Pero sé que en el campo de batalla moriré feliz porque elegí mi sendero sin ceder a los opresores ni sus siervos, porque no me arrodillé ante nadie que no lo merezca.

Los héroes nos forjamos en los momentos más oscuros. Sonríe, diosa de nieve, pues mi sangre se derrama por ti y por el pueblo de Owari. Este es mi camino samurái y moriré orgulloso al final de él. Y por favor, no vuelvas a preparar té el resto de tu vida ”.

A lo alto, algo detuvo la tormenta inminente. Y las nubes se abrieron paso a la luz. Potente, radiante, invencible. Como fuego que calma a los ejércitos y une un imperio.

De alguna manera supieron que el guerrero volvió a casa. Y esta vez, para quedarse para siempre.

LEGIÓN: REINA LOBA