Lefa y ternura (2)

–Sí, cabrón, sí. Me pones más caliente que él. Pero lo quiero a él. Estoy enamorada de él– le dije muy bajito en su oreja, mordiéndosela, retorciéndome de gusto, serpenteando por la cama, meneándole la polla con una mano y desquiciada por lo que me hacía en el coño con la suya. –Qué puta eres, Guli. Me gustas. –Y tú a mí, hijo de puta. Me vuelves loca, cabrón. –Ahora vas a hacerme una mamada como la que le acabas de hacer a ese gilipollas. –Sí...

LEFA Y TERNURA (2)

Todo empezó a complicarse cuatro meses después, a comienzos de la primavera. Una noche, muy tarde, cuando ya nos habíamos dormidos los dos después de que Carlos llegara a casa y me hubiera follado un par de veces, sonó el timbre de la puerta: con insistencia, con urgencia, con chirridos repetidos y cortos, histéricos. Asustados, saltamos de la cama, Carlos se puso los calzoncillos, yo el albornoz, y salimos a abrir.

En la puerta estaba Luismi, el hermano pequeño de Carlos. Tenía un ojo hinchado y amoratado, el labio inferior partido, con una costra de sangre seca alrededor, la camisa con grandes lamparones negruzcos, de la sangre que le había arrollado desde la cara.

–¿Qué te pasa, tío? ¿Quién te ha pegado? Entra, entra. ¿Quién te ha currado? ¿Fue el puto viejo?

Carlos se puso muy nervioso. Abrazó a Luismi y lo soltó de inmediato, por el quejido, casi un aullido, que éste lanzó. Lo empujó dentro del salón y cerró la puerta. Luismi se dejó caer en el sofá, ocultó la cara con las manos y empezó a sollozar entrecortadamente, con suspiros muy profundos y temblores en todo el cuerpo. Yo me senté junto a él y lo abracé, le quité las manos de la cara y lo apreté contra mi pecho. Me dejó el albornoz hecho un cristo con los restos de la sangre.

–Habla de una puta vez. ¿Qué ha pasado?– gritó Carlos, desencajado.

–Tranquilo, por favor– le dije yo–. No le grites, joder. ¿No ves cómo está?

–Seguro que fue mi padre. Es un hijo de puta. Esta vez se ha pasado.

–Luismi, cariño, no llores, tranquilízate. Cuéntanos qué te pasó.

Pero Luismi no decía nada. Se abrazó a mi con todas sus fuerzas y se puso a llorar desconsoladamente. Yo le acariciaba la nuca y le pedía muy bajito que se calmara, a punto de llorar como él. Carlos se movía por la habitación sin parar, como enjaulado, golpeando con el puño en la pared y con los pies en el suelo. Tengo que reconocer que, un par de veces que alcé los ojos y lo vi así, en calzoncillos, con la polla bailándole de un lado a otro debajo de la tela, con todos los músculos del cuerpo tensos y en su cara de niño una expresión desencajada y rabiosa, pensé en el polvo que me estaba perdiendo con toda esa energía desperdiciada. Me entraron unas ganas locas de que se me viniera encima, de que se olvidara de su ternura y su dulzura y me agarrara del pelo y me empujara contra la pared y descargara en mi culo toda esa rabia que estaba malgastando en puñetazos y pataditas inútiles.

Poco a poco Luismi nos fue contando lo que había pasado. El padre había llegado borracho, como siempre. Él se metió corriendo en la cama cuando lo sintió entrar. Lo oyó dirigirse a la cocina y enseguida un grito de la fulana que vivía con ellos. Supo que ya le estaba pegando. Pero el ruido era mayor que otras veces, así que de puntillas y en calzoncillos salió al pasillo y miró dentro de la cocina, oculto entre las sombras. El padre había tumbado a la fulana de bruces sobre la mesa, la tenía agarrada del pelo con una mano y con la otra le había levantado la falda y bajado las bragas hasta las rodillas. Le golpeaba las nalgas desnudas con la mano abierta, y de cuando en cuando le daba un puñetazo en la espalda o en los riñones, sin dejar de tirarle fuertemente del pelo y de gritarle que era una puta, que la iba a matar. La mujer chillaba como una cerda a la que están abriendo en canal. Unos chillidos agudos y continuos, sin palabras, sólo aullidos. El padre, sin soltarla del pelo, se abrió el cinturón y la bragueta y dejó caer los pantalones, y le metió el rabo a la tía en el coño desde atrás, clavándola contra la mesa. Le soltó el pelo para agarrarla fuertemente por las caderas, pero no dejó de pegarle hostias y puñetazos por todo el cuerpo mientras la follaba. Las hostias restallaban sobre la piel de aquel culazo, y los pollazos del padre fueron empujando a la mujer, y de paso también a la mesa, hasta la pared. Ella ya no gritaba, sólo emitía una especie de estertores cuando los puños del padre la golpeaban en el costado o en las tetas. Y allí estaba Luismi, sin perder ojo de la follada, viendo el culo peludo de su padre apretándose y aflojándose con cada pollazo.

Yo estaba horrorizada. En mi vida habían pasado muchas cosas, pero nunca me había visto envuelta en una violencia tan salvaje. Tenía muy apretado contra mi a Luismi mientras nos lo iba contando. Y con el calor de su cara en mi pecho, de su nuca y su cuello en mi mano, y a pesar del espanto que me producía lo que narraba, me dí perfecta cuenta de que me estaba poniendo cachonda, de que mi coño empezaba a mojarse y mis ojos no se apartaban del cuerpo de Carlos, que seguía deambulando delante de nosotros.

Cuando el viejo se corrió, Luismi retrocedió hacia su cuarto, pero debió hacer un ruido, porque su padre se volvió de repente y se lanzó hacia el pasillo, pero cayó al suelo, atrapado por los pantalones que tenía en los tobillos. Luismi, acojonado, se encerró en su dormitorio y se tiró en plancha dentro de la cama. Unos segundos después, su padre reventó la puerta con una patada, lo arrancó de la cama con un manotazo, lo lanzó contra la pared, lo alzó del suelo y le golpeó la cara una y otra vez, partiéndole un diente y llenándole la boca de sangre. No cesaba de gritarle que no quería verlo más en su casa, que no quería tenerlo por allí atravesado enterándose de todo lo que pasaba, que se largara con el maricón de su hermano o con la puta de su madre, que estaba hasta los cojones de él... Luismi agarró como pudo la camisa, los pantalones y las zapatillas que se había quitado antes de acostarse, y salió corriendo de la casa, chorreando sangre. Se había vestido en la escalera y había venido caminando desde San Blas. Y para colmo no había pillado los calcetines y tenía una herida en un pie que le dolía más todavía que la boca.

Poco a poco me fui enterando de la existencia miserable que había llevado Carlos hasta un par de años atrás. De la huida de su madre a Barcelona con un camionero, harta de palizas. De la locura y la maldad de aquel hijo de puta que tenía por padre, un antiguo maitre de hotel que, de borrachera en borrachera, había acabado viviendo del paro, de la asistencia social y de alguna boda que esporádicamente ayudaba a servir. De cómo también a él, Carlos, una noche el padre lo había echado a patadas, después de partirle la cara una vez más, y habían sido tantas.

Espantada, pero con los reflejos propios de una buena abogada, quise llamar a la policía y presentar una denuncia formal. Acudir a un hospital para curar a Luismi. Personarnos en el juzgado de guardia y demandar a aquella bestia. Reaccionar de alguna manera contra tanta injusticia y tanta violencia estúpida. Pero ellos no aceptaron nada de todo eso. Tenían muy claro que su mundo era otro. Que nadie más que ellos mismos los podía proteger. También le eché en cara a Carlos que me hubiera ocultado todo sobre su vida. Y él se disculpó asegurando que lo había hecho para no perderme, para no asustarme. Porque él no tenía nada que ver con esa forma de ver la vida. Para él era mucho más importante el amor que la fuerza...

Con mucho cariño y delicadeza curé las heridas de Luismi, aunque poco pude hacer por su diente partido. Mientras Carlos trasformaba el sofá en cama, y le ponía sábanas y mantas, y en la cocina calentaba leche, lo llevé al baño y le limpié la cara con agua oxigenada y le desinfecté los cortes con alcohol. Lo ayudé a quitarse la camisa y los pantalones. Era un chico alto, muy delgado pero fibradito, con un cuerpo sin embargo más infantil de lo que correspondía a sus diecisiete años. Tenía la piel muy blanca, como Carlos, pero a diferencia de él, no tenía un solo pelo a la vista. Los brazos, como las piernas, muy delgados, aunque con los músculos dibujados y tensos. El pecho era estrecho, con las costillas marcadas una a una, la cintura era increíblemente fina, como la de una bailarina. Tenía unas manos tan bonitas como las de su hermano, con los dedos aún más largos. Despertaba en mí una mezcla de ternura y de excitación difícil de asumir.

De rodillas delante de él, ya sólo vestido con unos slips con dibujitos de leones melenudos, rotos por un lateral y con la goma muy floja, con unas manchas amarillentas en la parte frontal que evidenciaban las pajas de los últimos días, le curé la herida del pie. Él se sujetaba con una mano en el borde del lavabo, para mantener el equilibrio con su pie alzado en mis manos. Me miraba desde lo alto sin perder detalle de lo que yo hacía. Ya no lloraba, pero tenía los ojos muy rojos, uno de ellos casi cerrado por la hinchazón del párpado. Me pareció descubrir en su expresión agradecimiento hacia mí, y hasta admiración. Me sentí bien pensando que quizá nadie lo hubiera tratado así de bien en su vida. Le sonreí y le acaricié la pierna con la yema de los demos. Me daban ganas de besarle el pie, a pesar de que no estaba muy limpio y olía bastante. Me sentí muy agusto de rodillas delante de él, con ganas de cuidarlo, de servirlo. Me estaba poniendo peligrosamente cachonda.

Era un chico muy guapo, aunque tenía restos de acné en las mejillas, que le daban una pinta un poco canalla a sus rasgos, por lo demás regulares y muy suaves, casi infantiles todavía, de niño bueno. Tenía los ojos del mismo color miel que su hermano, quizá un poco más claros, pero su manera de mirar no era igual: mucho más dura, más firme. La boca, como Carlos, también la tenía grande y con labios gordos y muy rojos, aunque sonreía de medio lado, sin mostrar del todo los dientes, descuidados y amarillentos. Traía el pelo, algo arrubiado, muy cortito, rapado a máquina.

Mientras le curaba la herida del pie, lo miraba de cuando en cuando y le sonreía. Él me devolvía las sonrisas. Me di cuenta de que, en la postura en la que yo estaba, le enseñaba mis tetas en su totalidad por la abertura del albornoz, incluso los pezones, que los tengo grandes y mucho más oscuros que el resto de mi piel. No me importó. No me tapé. Desde abajo, con mi cara a la altura de sus muslos, podía ver, cuando alzaba los ojos para mirarle los suyos, el bulto de sus cojones allí al lado. Y fui viendo, con todo detalle, cómo su polla fue creciendo poco a poco, como fue enderezándose bajo la tela del slip, desplazándose en diagonal en dirección a la cinta de goma medio floja. Tenia ganas de besarle los cojones, pero me reprimí, aunque por un momento estuve cerca y les lancé mi aliento caliente. Los pezones se me endurecieron escandalosamente, y él lo notó, y dibujó una sonrisa de triunfador.

Había terminado de limpiarle la herida, pero seguía con su pie en mis manos, acariciándole la pantorrilla, apretando el pie contra mi, dentro del albornoz, contra mis pechos, hundido entre ellos, rozándome los dos. Y le miraba alternativamente a los ojos y a la polla, fascinada por la satisfacción que veía en su cara, por los latidos con los que su polla palpitaba debajo de la tela, por la suma de olores fuertes que me llegaban a la nariz, el olor de sus pies, el del semen reseco de los lamparones en los calzoncillos, el de su capullo, que estaba dejando una mancha de humedad viscosa sobre la tela. Separé los labios y gemí suavemente. Y noté una gotita de fluido arrollándome por un muslo. Tenía ganas de ese chaval. Me sentía dominada por la fuerza que emanaba de su cuerpecito en apariencia tan débil, por la seguridad que mostraba en su manera de mirarme.

Empezó a mover su pie desnudo entre mis pechos, arañandome con las uñas largas que tenía. Enredó una mano en mi pelo y tirando de él fue levantandome la cabeza. Nos miramos fijamente a los ojos, él con su sonrisa torcida, yo con la boca abierta y jadeando un poco. Entonces soltó un hilo de saliva que me cayó directamente entre los labios, saliva un poco roja de sangre que entró en mi boca y que yo mezclé con la mía y tragué sin dejar de mirarle a los ojos. Tiró otra vez de mi pelo, haciéndome daño, y arrastró mi cabeza hacia sus cojones. Me pareció todo normal. Aunque yo fuera la novia de su hermano, no dejaba de ser una tía de veinticinco años con unas tetas grandes y turgentes y unos labios gordos y húmedos. Era normal que su instinto de macho lo llevara a mirarme con la autoridad con que me estaba mirando, lo llevara a tirarme del pelo, escupirme en la boca y apretarme la cara contra su polla empalmada. Aunque él fuera el hermano de mi novio, no dejaba de ser un gayito chulo y guapo de diecisiete años, uno de esos cabroncetes que toda la vida me habían hecho perder los papeles, un tío con la polla dura y los cojones cargados. Era normal que mi instinto de hembra me llevara a aceptar su autoridad, a calentarme como una perra con el daño que me estaba haciendo en el pelo, a lamerle la polla sobre los calzoncillos y mordisqueársela un poco...

No debía ser todo tan normal, pues yo me levanté de un salto y él se giró de golpe cuando Carlos se acercó a la puerta del baño diciéndonos que ya estaba lista la cama, que ya le había calentado leche para que se la tomara con dos aspirinas, que por qué coño no se estaba duchando ya.

Ya duchado, le serví la leche que Carlos había calentado, y rebusqué por los armarios unas galletas y un par de magdalenas. Estaba sofocada, medio ruborizada, me temblaban las manos mientras vertía la leche en un tazón. Estaba completamente mojada y con unas ganas locas de que alguien me montara de una puta vez. Le dije a Carlos, cuando me preguntó qué me pasaba, que me había impresionado ver tan de cerca las cosas que ocurrían en el mundo, que no estaba acostumbrada a estas situaciones. Y él me creyó, claro. Luismi, sin embargo, estaba muy tranquilo. Me miraba de frente a los ojos, con la misma franqueza de siempre, aunque con un aire de chulería que no me ayudaba a calmarme. Con su hermano estaba de lo más cariñoso.

Luismi se acostó en el sofá y Carlos y yo regresamos a nuestra cama. Eran las cuatro de la madrugada. Carlos se quedó dormido nada más cubrirnos con el edredón, pegadito a mí y abrazándome. Yo tenía el coño encharcado, temblaba de excitación. Intenté animarlo, frotando las nalgas contra su polla y ronroneando como a él le gustaba. Medio se despertó, pero volvió a dormirse enseguida con un dedo dentro de mi coño y la polla morcillona entre mis nalgas. No podía aguantarme, así que, usando sus dedos y también los míos, me masturbe en silencio, hasta que tuve un orgasmo feroz, que le cayó en toda la mano a Carlos, que ni por esas despertó. Me quedé en un duermevela las tres horas que tardó en sonar el despertador.

No me salté el ritual. Al contrario. Le puse más entusiasmo que nunca. Descendí por el pecho y el vientre de Carlos y le lamí el capullo con mi lengua estropajosa por las emociones de la noche. Y bajé un poco más. Pasé un rato largo con mis labios en sus huevos, mojándoselos, dejándolos entrar en la boca uno a uno, chupándoselos lentamente, adorándolos, con los ojos cerrados y el convencimiento de que eran los cojones de Luismi. Cuando regresé a la polla, ya estaba dura y crecida, y Carlos ya emitía gemiditos casi inaudibles y me enredó los dedos en el pelo. Me la metí en la boca entera, pero al contrario que otros días, se la chupé con fuerza, adentro y afuera, adentro y afuera, apretándola con los labios y chapoteando en su capullo con la lengua, abrazada a sus nalgas, arañándoselas, pellizcándoselas, gimiendo y haciendo crujir el somier con tanto ajetreo. Y ni siquiera cuando se corrió y me inundó la garganta y la boca, ese momento hasta entonces tan especial y tan tierno, dejé de pensar ni un segundo en los calzoncillos inflamados de Luismi, ni dejé de tener en la nariz el olor de su polla babeante.

Carlos se durmió de inmediato, descargadito y relajado. Pero yo estaba con ganas de bramar como una vaca en celo, desesperada de calentura. Me puse por encima el albornoz manchado de sangre, sin calzar las mangas, y salí al salón. Luismi me miraba desde el sofá con un ojo muy abierto, el otro lo tenía aún más entumecido que hacía unas horas.

–¿Qué haces despierto? Son todavía las siete de la mañana– susurré acercándome.

–No puedo dormir. Me duele mucho la boca.

–En cuanto salga de la ducha te caliento leche y te tomas otras dos aspirinas. Luego a media mañana me acerco a buscarte y te llevo al dentista.

Me agarró una mano y estuvimos un momento en silencio, allí a oscuras, escuchando los ligeros ronquidos de Carlos, él tumbado en la cama abierta del sofá y yo en cuclillas a su lado. Me habló muy bajito, apenas un susurro:

–Guli.

–Qué, L:uismi.

–Gracias.

–No hay de qué.

–Eres muy buena conmigo. No me lo merezco.

–Claro que te lo mereces. ¿Por qué dices eso?

–Yo sé porque lo digo.

–Bueno. Intenta dormir, que ahora te doy las aspirinas.

–No puedo dormir. Y no es por el dolor.

–¿Qué te pasa?

–Estoy muy caliente.

–Porfa, Luismi. Carlos está ahí al lado...

–Pero está durmiendo. Ayer estaba bien despierto y no te cortaste tanto.

–Soy su novia, tío. No seas cabrón– e intenté levantarme y soltarme de su mano, pero él tiró de mi y me hizo sentarme en el borde de la cama.

–Te quiero mucho, Guli. Más todavía que a mi hermano.

–No digas gilipolleces. Suéltame la mano, que tengo que ducharme o llegaré tarde a la ofi.

–Estás muy buena.

–Tío, porfa...

–No te enfades.

–No me enfado, pero suéltame, por favor.

–¿Te puedo hacer una pregunta?

–Sí, pero suéltame, anda.

–¿Eso que tienes en la boca es la corrida de mi hermano?

–Joder, Luismi. No tengas morro.

–Oye.

–Qué.

–Ya me he hecho dos pajas por tu culpa. Y no se me baja.

–Joder....

–Guli.

–Qué.

–Tócame la polla.

–Se lo voy a decir a Carlos.

–Mira como la tengo, tía, por tu puta culpa.

–Por favor, Luismi. Soy su novia. Soy la mujer de tu hermano.

–Sí, pero te gusta mi rabo.

–No, no me gusta. Tú alucinas.

Me soltó la mano, pero antes alzó una suya y me agarró con fuerza del pelo, y me arrastró la cara hasta la almohada.

–Suéltame, cabrón, me haces daño.

–Calla, zorra– me dijo, con sus labios en mi oreja, mordiéndomela un poco y empapándomela de saliva. Metió la otra mano en mi albornoz y me pellizcó con fuerza un pezón. Se me escapó un gemido.

–Lo tienes duro, estás caliente.

–Por favor, Luismi. Me estás haciendo daño.

–Ya. Pero eso te gusta. ¿O no?

–No, no me gusta. Eres un hijo de puta.

Sin darme cuenta había alzado un poco la voz. Carlos dejó de roncar y los dos nos quedamos inmóviles, escuchando. Pero no me soltó, ni el pelo ni el pezón. Siguió tirando y pellizcando, aunque algo más suave, y lamiéndome el cuello. Hasta que los ronquidos de Carlos volvieron a oírse.

–Reconoce que estás caliente– me susurró, con los labios rozándome la oreja.

–Eso a ti no te importa–. Se lo dije muy suave, queriendo decirle que sí, que estaba muy caliente, que me tenía entregadita a él, como él bien sabía. Se lo dije pegando mis labios también a su oreja, lamiéndosela, con la punta de la lengua recorriendo sus pliegues.

–¿Estás así por la mamada a la polla de Carlos o por estar aquí conmigo?

–No te importa– repetí, sin dejar de lamerle la oreja. Entonces me pellizcó muy fuerte el pezón. Tuve que abrazarme a él y apretar la boca contra su cuello para no gritar. Alzó la mano y me dio una hostia en la mejilla que restalló en el silencio de la casa como un tiro. Los dos aguantamos la respiración, pero Carlos seguía roncando.

–Contesta. ¿Por qué estás tan caliente?– susurró él otra vez.

–Es por la mamada– le mentí. E introduje una mano bajo la brazada y le agarré la polla. Era grande de verdad, por lo menos cinco o seis centímetros más que la de Carlos, y estaba muy dura y muy calentita, y pegajosa por todas partes.

–No te creo, puta– y me soltó el pelo y bajó la mano por mi cuerpo, tirando al suelo el albornoz. Sentí su mano deslizarse sobre mi piel como un acto de posesión, cada centímetro que avanzaba era tierra conquistada, era suyo.

–Tienes el coño como un bebedero de patos.

–Ay, Luismi, no puedo más, me estás volviendo loca.

–¿Te gusto más que mi hermano?– me preguntó mientras me pellizcaba el clítoris.

–Sí, cabrón, sí. Me pones más caliente que él. Pero lo quiero a él. Estoy enamorada de él– le dije muy bajito en su oreja, mordiéndosela, retorciéndome de gusto, serpenteando por la cama, meneándole la polla con una mano y desquiciada por lo que me hacía en el coño con la suya.

–Qué puta eres, Guli. Me gustas.

–Y tú a mí, hijo de puta. Me vuelves loca, cabrón.

–Ahora vas a hacerme una mamada como la que le acabas de hacer a ese gilipollas.

–Sí...

–¿Tienes ganas de mamarme el nabo?

–Sí, Luismi.

–¿Y te vas a tragar hasta la última gota de lefa?

–Sí, te lo juro... Por favor, déjame chupártela ya.

Apartó de un manotazo las mantas, y una vaharada de olor a polla me llenó la nariz. Me bajó hasta ella arrastrándome por el pelo y me la metió en la boca, hasta el fondo, hasta atravesarme la glotis. Me mantuvo un buen rato la cabeza apretada contra él, hasta que me acostumbré a tener su capullo en la garganta y dejé de tener arcadas. Entonces me agarró con una mano en cada oreja, tiró de mi cabeza hacia arriba y volvió a hundírmela hasta que ya no pudo entrar más adentro, mi nariz apretada contra sus cojones, mi barbilla restregándose contra los pelos de su pubis, escasos pero duros como alambres, mis orejas ardiendo de dolor, yo de rodillas sobre la cama, con el culo y el coño chorreante frente a su cara, completamente humillada, entregada, disfrutando como hacía muchos meses que no disfrutaba... Así una y otra vez, hasta que se corrió, no sé si mucho o poco, porque descargó directamente en mi garganta.

Cuando por fin me encerré en el baño, estaba ardiendo. En la ducha me pajeé desesperadamente, casi toda la mano dentro del coño, cosa que no había hecho desde que vivía en aquella casa. Y cuando me vino el primer orgasmo no paré hasta lograr el segundo. Joder, joder, joder... como me gustaba ese puto crío. Tenía todo lo que siempre busqué, lo que algunas veces había encontrado pero Carlos desde luego no me daba. Pero todo se iba a ir a la mierda. Era irremediable. Otra vez estaba igual, otra vez en manos de un cabrón que me trataba como a una puta arrastrada, y otra vez yo me dejaba llevar, no podía evitarlo. Pero qué gusto, por Dios, qué gusto. Qué gusto que otra vez me doliera la cabeza por los tirones de pelo, que otra vez alguien me hundiera la polla en la garganta hasta más adentro de la glotis, que otra vez alguien me hiciera sentir que era una hembra, no una mujercita delicada...

A media mañana regresé a casa para acompañar a Luismi al dentista. Le pagué la consulta y le di además cincuenta euros, que me pidió sin más explicaciones. Nos fuimos a una terraza de la Plaza Mayor y tuvimos una conversación muy seria. Dejamos las cosas claras. Quedó establecido que Carlos no tenía que enterarse de lo que había pasado ni de lo que pudiera pasar en el futuro. Yo lo quería y él a mi, y Luismi no se metería por el medio. Viviría con nosotros y se comportaría lo mejor que pudiera. Nos agradecía mucho que lo acogiéramos, no nos íbamos a arrepentir. Era buena gente y lo iba a demostrar.

De mí no quería nada. Sólo darme rabo cuando le saliera de los cojones. Sólo eso. Yo seguiría durmiendo y follando con Carlos, como si él no estuviera con nosotros. Pero mandaba él. Él era el macho de la casa. Y yo su hembra. Lo obedecería en todo, aunque delante de Carlos eso no tenía por qué evidenciarse. Me ocuparía de cuidarlo, de prepararle la cena, de lavar su ropa, de cambiarle las sábanas y hacerle la cama todas las noches. Y a cambio él me daría toda la caña que necesitaba una puta como yo, según sus palabras literales.

Todo claro, nos fuimos a Zara, su tienda predilecta, y le compré un montón de ropa, porque no pensaba volver a casa de su padre a recoger nada. Pero no le gustaron los calzoncillos que había en Zara, ni el calzado. Así que nos metimos en El Corte Inglés de Preciados y eligió unos cuantos boxer carísimos, todos de marca, que siempre había querido tener y nunca se lo había podido permitir. También le compré allí dos pares de zapatillas deportivas, demasiado llamativas par mi gusto, pero que le quedaban francamente bien.

Y los días empezaron a pasar uno detrás de otro como siempre, pero ahora todos distintos, mucho más emocionantes. Se acabó la tranquilidad y el orden en mi vida. Se acabó la rutina. Cuando salía de la oficina nunca sabía lo que me iba a encontrar cuando llegara a casa...

Guli.

(Continuará...)