Lefa y ternura (1)

Los dos pasábamos el día empapados: a ratos de lefa, pero todo el tiempo de ternura.

LEFA Y TERNURA (1)

Carlos y yo nos conocimos en un bar, un lunes en invierno, cuando ambos teníamos 25 años. Los dos estábamos con un grupo de amigos, cada uno con el suyo, ocupando dos mesas próximas. Yo me fijé en él desde que entró al bar, pasando a nuestro lado para acceder a su mesa. Un tío no muy alto, más o menos como yo, espaldas anchas, un culazo de impresión, manos muy bonitas, con dedos largos, de piel suave, muy cuidadas. Vestía unos tejanos usados que se adaptaban a su cuerpo como una segunda piel, chaqueta también tejana, una camisa vulgar de rayitas, zapatillas deportivas, todo muy de barrio. Me lanzó una mirada al pasar junto a mi, desde arriba, yo sentada, él de pie, que me dejó enganchada a él como si me hubiera atado una soga al cuello. Tenía unos ojos grandes y expresivos, de un color miel muy oscura, brillantes, sonrientes. No era exactamente guapo: tenía la frente muy estrecha, el pelo ondulado sin llegar a enroscarse en rizos, rasgos aniñados, piel muy blanca, nariz pequeñita, y una boca enorme, con unos labios gordos y muy rojos. Se sentó contra la pared, frente a mi. Y escuché que pedían unas cañas y una ración de mejillones al vapor con mayonesa.

En nuestra mesa, por suerte, nadie me hacía demasiado caso. Estaba con unos compañeros del trabajo, y uno de ellos explicaba prolijamente no recuerdo qué intríngulis judicial. Así que no perdí ojo de Carlos. Intenté ser discreta, pero parece que no lo conseguí. Él, al principio, evitaba mirarme directamente, pero no dejaba de actuar para mí. Había apoyado el respaldo de la silla contra la pared, y jugaba a balancearse sobre las patas de atrás de la silla, con las piernas muy abiertas, marcando un paquetazo de esos que dejan muy claro que, al menos, el tío tiene los cojones grandes. Con una mano se sujetaba al borde de la mesa, para impulsar la silla hacia atrás y mantener el balanceo, y la otra mano la dejó sobre un muslo, con el pulgar hacia arriba, que pasaba cada poco por la tela de los tejanos sobre sus huevos, en una caricia suave e insinuante. Se reía todo el tiempo, mostrando unos dientes preciosos, siguiendoles el rollo a sus amigos, pero sin hacerles más caso que yo a los míos.

Yo traía una falda plisada, muy suelta, a medio muslo. Por la posición que ocupaba respecto a Carlos, él podía verme los muslos desnudos casi en su totalidad, y seguramente también las bragas justo donde los muslos acaban. No hice nada por ocultarle el panorama. Si él me ofrecía espectáculo, qué menos que corresponderle, pensé. O no lo pensé, no me acuerdo. Pero sí recuerdo que me gustó verle la mirada perdida bajo mi falda, que me sentí bien, que poco a poco un calorcito muy rico se expandió desde el centro de mi cuerpo, y que tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no llevarme una mano al coño y acariciarlo suavemente como él hacía en sus cojones.

Les trajeron las cañas y los mejillones. Él devolvió la silla al suelo, pero olvidó la mano izquierda sobre el paquete, ahora el pulgar dibujando sobre la tela más arriba de los huevos. Cogió un mejillón, lo cubrió de mayonesa y se lo llevó a la boca. Pero no lo comió. Lo dejó junto a los labios, lo rozó en el borde de la cáscara con los dientes, sacó la lengua y la pasó por el interior de la concha, removiendo la mayonesa, manchándose los labios, apretando el mejillón entre ellos, volviendo a dejarlo en la concha y recuperándolo de nuevo, con sus gordos labios vueltos hacia afuera, como si besara el mejillón, y la lengua asomando entre ellos, mojada de mayonesa, hasta que de pronto se lo tragó, succionandolo, haciendo un ruido de chapoteo al metérselo finalmente en la boca... todo el tiempo con los ojos fijos en los míos, que ya no se apartaban de él ni intentaban ocultar lo cachonda que me estaba poniendo.

Al tercer mejillón no pude reprimir un suspiro que más bien parecía un gemido. Instintivamente llevé la mano derecha al pecho izquierdo y me apreté el pezón, que me dolía de lo duro que se había puesto. Y tuve que decir a uno de mis compañeros que no me pasaba nada, que hacía mucho calor en aquel puto bar, sólo eso. Me abaniqué con una revista que había por allí. Aunque la verdad es que no acerté con la orientación: en lugar de la cara hubiera necesitado levantar la falda y abanicarme entre las piernas, que es donde tenía el problema. Intenté aligerar la tensión y me volví hacia mis amigos para seguir su conversación.

La verdad es que creí que la cosa acabaría ahí. Yo salía entonces con un chico, un niño pijo, con el que follaba bastante pero al que no tenía el menor respeto. De cuando en cuando me enrollaba con otros, pero procurando no dar la nota, no desde luego en presencia de gente de la oficina y con un macarrilla con pinta medio desastrada. No me faltaban oportunidades. Perdóneseme la vanidad, pero no tengo aquí quien hable de mí, así que lo haré yo. Estaba bastante buena: ni gorda ni delgada, con las curvas muy bien distribuidas y de la proporción justa para que más de uno se diera la vuelta en la calle, piernas largas y elegantes, buen culo, pechos grandes sin exagerar, cara bonita, con los ojos azules, la boca grande, la piel muy suave, una sonrisa que una amiga definía como de muñequita zorrona, es decir, dicho más finamente, dulce y seductora. Soy morena y siempre lo he sido, nunca me he teñido, nunca me he querido parecer a las americanas de las películas. Vestía como la pija que soy, sin mirar el precio de la ropa y, eso al menos me decía todo el mundo, con muy buen gusto. Ganaba un sueldo respetable ya entonces, y además papá no tenía precisamente problemas de dinero y le encantaba que yo lo tuviera claro.

Pero la cosa no acabó ahí. Carlos se levantó y avanzó hacia mí, mirándome de frente. Aunque estaba a menos de tres metros, me pareció que tardó una eternidad en llegar a mi lado. Me asusté un poquito, no lo niego. Y si me entra en plan grosero, qué hago, después del pie que le he dado siguiéndole el juego. Qué corte. Y aunque me entre en buen plan, delante de éstos, tendré que pasar de él, no puedo darles esta imagen de puta. Joder, qué bueno está. Y qué empalme trae el cabrón, está todavía más caliente que yo. Qué paquetazo. Que morro tengo, cómo se me ocurre quedarme mirándolo de esta forma. Ya verás como se monta un lío y damos el escándalo... Pero no me dijo nada. Pasó a mi lado, rozándome el brazo con su mano, quemándome la piel con el breve contacto, y siguió adelante. Se perdió por las escaleras que descendían al fondo de la sala, bajo un cartel que anunciaba los aseos.

El tiempo se detuvo. Dejé de oír el ruido del bar y la cháchara de mis amigos. Noté perfectamente la humedad en el coño... ¿Y si lo seguía? ¿Qué podía perder? ¿Me consideraría una guarra? ¿Y qué? Si me quedaba me consideraría una estrecha y una imbécil, y eso es peor que ser una guarra. Además, si no aprovechaba la ocasión, ¿cómo haríamos para presentarnos, para relacionarnos, en la situación en la que estábamos?

–Voy un momento al baño– dije. Nadie me hizo caso. Me levanté apresurada, como si de pronto me estuviera meando, y me lancé escaleras abajo.

Lo encontré de frente al doblar un recodo que había al pie de la escalera, en un pasillo al que flanqueaban las puertas de los servicios. Me miraba con los ojos muy abiertos y brillantes de deseo, sin sonreír, con una expresión de calentura total. Frené en seco, a centímetros de su cara. Mi expresión no debía ser muy distinta de la suya.

–Hola.

–Hola.

–Me llamo Carlos.

–Yo, Guli.

–Me tienes loco desde que entré.

–Y tú a mi, cabrón.

No dijo más. Me agarró por la cintura con las dos manos, me apretó contra él, clavándome en el vientre su empalme, y me metió la lengua en la boca. Sabía a mayonesa, a mejillón, a cerveza, a tabaco... sabía gloriosamente bien, a puro sexo. Me abracé a su cuello como un náufrago al flotador. Y me entregué a su boca. ¡Ay, qué beso! Cubrió completamente mis labios con los suyos tan gordos y tan grandes, me llenó la boca de saliva, me recorrió el paladar con la lengua, me hizo cerrar los labios con los suyos y chuparle la lengua y acariciársela con la mía. Yo tenía las tetas clavadas contra su pecho, no sé como no le hice agujeros en la camisa. Tenía las dos manos en su cuello, y se lo apretaba con saña, como si quisiera estrangularlo. Él bajó una mano y me agarró el culo, me abarcó una nalga con su palma abierta, empezó a frotarme entre las dos nalgas con un dedo, sobre la falda...

–Ven– me dijo, agarrándome de la mano. Abrió una puerta y nos metimos en un retrete, justo antes de que nos pillara alguien que bajaba por la escalera. En el retrete, además de la taza, había un lavabo. Me tomó con las dos manos de la cintura y me sentó sobre el lavabo. Tuve que sujetarme de su cabeza para no caerme.

–Qué haces, tío.

No dijo nada. Pero me miró con una expresión de deseo tan animal, devorándome con los ojos, como un macho mira a una hembra en celo a la que va a destrozar, que dejé escapar el segundo suspiro de la noche y sin decir nada le dejé bien claro que era suya, que era para él. Y me dejé quitar las bragas. Y me abrí de piernas y me apoyé con la espalda sobre el espejo, sin sentir el dolor de los grifos clavados en los riñones. Y le dejé poner la boca sobre mi coño y sentí su lengua entrando toda en mí, empapándose en mí, removiéndome por dentro, acariciándome el clítoris... Nunca me habían comido el coño así, con esa fuerza y al tiempo con esa delicadeza, con esa cantidad de saliva, mordíendomelo, lamíendomelo, sabiendo con tanta precisión donde apretar, donde acariciar, donde remover... Me agarré a su cabeza y lo dejé hacer, gimiendo sin control, completamente ajena al lugar donde estábamos.

No paró hasta que tuve un orgasmo salvaje, hasta que me convulsioné toda sobre el lavabo, incluso uno de los grifos me hizo una herida que no noté hasta mucho después. Grité. Y le llené la cara y la boca de mi corrida monumental. Pero él siguió allí, firme, recibiéndolo todo y volviéndome loca de gusto. No se apartó hasta que dejé de temblar. Entonces se levantó, me miró a los ojos y empezó sin prisa a bajarse los pantalones y los calzoncillos, hasta los tobillos. Se sentó sobre la taza del water y me señaló la polla con un dedo, sin apartar los ojos de los míos.

Me bajé como pude del lavabo. Estaba entumecida, pero seguía igual de caliente. Me quedé apoyada en el lavabo, recuperando la respiración y mirándolo. ¡Joder, qué imagen, qué morbo! Estaba con las rodillas separadas y los pies juntos apretados por el pantalón y los calzoncillos blancos arrollados en los tobillos. Tenía unos muslos fuertes, con una suave pelusa morena, los músculos muy marcados. Unos huevos efectivamente grandes, un poco descolgados, pendulones. Con una mano se agarraba al borde de la taza y con la otra sujetaba la polla hacia arriba, separándola de su vientre. Una polla un poco curvada hacia la izquierda, gordita, no muy larga, a punto de reventar por lo inflamada, con una vena muy marcada y un capullazo sonrosado y todo mojado, despidiendo un olor que casi me marea. Me miraba con los ojos saliéndosele de las órbitas, y los labios separados, jadeando levemente.

Avancé hacia él, ya medio agachada hacia su capullo, con la boca abierta. Pero cuando estuve a su alcance, me agarró de los brazos, cerró las piernas, me atrajo y me alzó la falda, empujándome hacia su polla. Entró de una vez. Hasta el fondo. Porque, además de su empuje, resbalé y caí sobre ella. ¡Y qué bien entró! Desde luego lubricación no faltaba, por ambas partes. Me abracé a su cuello nuevamente y ahora fui yo la que le metió la lengua en la boca. Empezó a follarme suave, suave, reteniéndome, calmándome para impedirme botar sobre su polla. Sin dejar ni un segundo de morderme los labios y meterme la lengua en la boca y lamerme la cara. Me fue abriendo los botones de la blusa, pasó las manos por mi espalda y me soltó el sujetador, y con las dos manos como dos cuencos me agarró las tetas, me las magreó, me pellizcó dulcemente los pezones. Casi no nos movíamos, su polla completamente dentro de mí, palpitando de una manera perfectamente perceptible, su lengua en mi boca y su saliva en toda mi cara, sus manos apretándome los pezones.

–Así, despacito. Que estoy muy caliente y quiero que dure.

–Sí, despacito, como tú digas.

–¿Te gusta tenerla dentro?

–Joder, tío. Me gusta con locura.

–Muévete un poquito para los lados, que te abra bien el coño.

–Ay, ay...

–Cómo te llamas, que no me he enterado.

–Guli, me llamo Guli... Ay, fóllame, ay, que gustazo, por dios.

–La tienes toda dentro, un poco más y te meto los cojones. Muévete un poquito, así, arriba y abajo, arriba y abajo... que caliente estás, quemas, Guli.

Tuve otro orgasmo brutal, que le empapó la polla y los huevos con mis jugos. Pero no me dejó acabar. Me levantó de repente y empezó a soltar chorros y chorros de lefa que me pusieron perdida la falda. Yo seguí corriéndome sobre él, allí de pie, con las piernas separadas, agarrada a su pelo y a su cuello, volviendo a gritar como una posesa.

Cuando por fin me calmé, me senté de nuevo sobre sus muslos desnudos, la piel de los dos untada en líquidos pegajosos, su polla todavía dura alzándome la falda por delante. Nos estuvimos besando largo rato. Besos tranquilos, muy cariñosos, como si nos conociéramos de años.

–No quiero perderte, Guli, por favor.

–Ni yo a ti. Algo así no pasa todos los días, ¿sabes?

–¿Tienes novio?

–Sí

–Pues qué putada....

–No me hagas caso, dentro de unos días estaré segura... Pero creo que después de esto voy a pasar de él.

–Ojalá sea verdad. Quiero follarte horas enteras, tía. Toda la vida.

–Ay... Ahora tenemos que regresar, Carlos, la gente de arriba nos va a dar el cante.

Me puse las bragas y me arreglé un poco la ropa y la cara. Él se subió los calzoncillos y los pantalones y me abrazó desde atrás, mirándome a los ojos en el espejo. Tenía una expresión tan desolada, tan triste, tan dulce, tan tierna, que me giré entre sus brazos y lo besé en la boca otra vez.

–Voy a decirles a esos que estoy mala y que me largo a casa. Te espero a la salida del bar, ¿quieres?

–Sí, tía, claro que sí. Me invento algo y salgo enseguida.

–Tengo que irme pronto, pero por lo menos quedamos para otro día, si quieres, claro.

–Joder, como no voy a querer... si me he quedado colgado de ti como un gilipollas.

–Anda, no exageres.

–Oye, ¿tu novio está ahí arriba?

–No, qué va. Son gente del trabajo. Él está fuera de Madrid estos días.

Cuando salimos del retrete nos dimos de morros con uno de mis compañeros, precisamente el que más ronroneaba alrededor mío. Así que mi disculpa en la mesa sonó tan falsa desde el principio, que ni me molesté en acabarla. Además, desprendía un pestazo a sexo tan obvio, que hasta el más pardillo hubiera tenido claro que me acababan de follar. Me levanté y me fui. Al día siguiente en la oficina todo el mundo supo que me había metido en un retrete con un chaval de pinta zarrapastrosa al que no conocía de nada. ¿Y qué? ¿A quien cojones tenía por qué importarle? No pasó nada, desde luego. Un par de imbéciles se me insinuaron con más descaro del habitual, pero les di tal corte que se olvidaron enseguida del acoso.

Aquella noche la pasé en su casa. Un apartamentito interior en la calle San Bernardo. Pequeño, pero muy acogedor. Con un salón en el que apenas cabía un sofá, un estante y la televisión, con un ventanuco al patio de la manzana; un dormitorio sin ventanas que parecía un armario y en el que la cama hubiera impedido abrir la puerta si ésta no lo hiciera hacia afuera; una cocina diminuta y, al fondo de ella, un baño con un plato de ducha, la taza y un lavabo. Me folló toda la noche. Un polvo interminable, encadenadas las corridas sin solución de continuidad. A veces nos quedábamos dormidos, alguna de ellas con su polla dentro de mi, hasta que uno de los dos se movía y el polvo volvía a rodar, como si nunca se hubiera detenido. Me llenó de lefa hasta desbordarme por todas partes, ya sin preocupaciones, cuando supo que estaba protegida. Aspiró con su boca el aire de mis gemidos y me ahogó los gritos de placer infinito con sus besos tan llenos de saliva....

A l os tres días abandoné el piso que compartía con dos amigas en la calle Goya, y me fui a vivir con él, previo depósito en casa de mis padres de una parte sustancial de mis ropas, libros, discos... que hubieran abarrotado el pequeño apartamento sin dejarnos siquiera entrar. De hecho, con las pocas cosas que me llevé, ocupé por completo todos los huecos disponibles, me apropié de la casa de Carlos, apretando sus cosas contra las esquinas. Por teléfono, y de manera radical, diciéndole que había encontrado al hombre de mi vida y que no quería dar ni una puta explicación más, corté con mi novio de entonces. Y empecé a vivir la etapa más tierna de mi existencia, quizá la única que mereció hasta ahora ese calificativo: tierna.

No nos veíamos mucho, desgraciadamente. Yo me levantaba todos los días a las siete de la mañana, para poder presentarme a las ocho y media en el bufete donde había empezado a trabajar en cuanto acabé la carrera. Y no volvía a casa hasta después de las siete de la tarde, muy cansada y loca por verlo. Él trabajaba de camarero en una cervecería de la Plaza de Santa Ana. Empezaba a las cuatro de la tarde, y casi ninguna noche llegaba antes de las dos o las tres de la madrugada. Para colmo, los fines de semana él tenía que trabajar, y los lunes, que descansaba, yo tenía una reunión fija de formación con los abogados más veteranos, hasta las diez de la noche.

Pero aún así vivimos aquel tiempo con mucha ternura y no poca felicidad. Me acostumbré a chupársela todos los días al despertar, antes de irme a la ducha. Eran unas mamadas muy tranquilas, muy intensas, como casi todo con él. Cuando sonaba el despertador me deshacía de su abrazo, pues jamás dormí con él sin que me tuviera envuelta en sus brazos, y me deslizaba sobre su pecho, sobre su vientre, tan suave su piel, aspirando su olor. Normalmente me encontraba su polla dormidita, y era un gusto tan grande sentirla crecer en mi boca... Se la chupaba despacito, lamiéndola en redondo sobre el capullo, tan sabroso a esas horas, dejándola entrar toda, hasta que la sentía en la garganta, reteniéndola allí, mucho rato, quietecita, pasándole el calor de mi boca y recibiendo el suyo, apretándola apenas con los labios, ascendiendo luego hasta casi dejarla escapar, rozándola un poquito con los dientes, tragándomela otra vez hasta el fondo... con una mano en sus huevos o acariciándole el interior de los muslos.

Siempre se corría en mi boca. Y ese era quizá el mejor momento del día. Cuando su polla empezaba a palpitar y poco a poco, chorretón a chorretón, perfectamente diferenciados, me llenaba de lefa, que en parte se perdía directamente por mi garganta, pero en otra mucha parte se quedaba en mi lengua, en mi paladar, entre mis encías, alguna vez derramándose por mis labios... Como me gustaba su lefa. Qué bien sabía, tan espesa, tan pastosa. Nunca me lavaba los dientes por la mañana, ni desayunaba casi hasta el medio día, para conservar el sabor en la boca el mayor tiempo posible.

Luego me duchaba apresuradamente, vestía mis caros trapitos de ejecutiva y me quedaba un rato mirandolo dormido. Después de la mamada y cuando yo salía de la cama, solía girarse boca abajo, abrazando la almohada, seguramente sustituyéndome con ella. Levantaba una pierna en ángulo y la otra la dejaba estirada sobre la cama. En la puerta, con la poca luz que entraba desde el salón, yo suspiraba mirándole las preciosas piernas peluditas, tan fuertes, con aquellos muslazos de futbolista. Y los cojones tan grandes, asomando en el ángulo de los muslos, bajo sus nalgas infladas como globos, con una línea de pelos negros que se perdían entre ellas.

Por las noches era yo la que dormía cuando él llegaba. Casi nunca lo sentía entrar en casa. No me daba cuenta de que estaba hasta que lo tenía en la cama y me abrazaba, siempre con la polla dura, creo que nunca entró en la cama sin estar empalmado. Yo tardaba en despertar todo lo que podía. Me gustaba sentir el roce de su piel por todas partes, y sus manos que me acariciaban las tetas desde atrás e iban bajando hasta meterme los dedos en el coño, y sus labios y su lengua mojándome el cuello y las orejas, y su polla deslizándose entre mis nalgas...

Me daba la vuelta y me montaba, besándome en la boca, metiéndomela poco a poco, dejando que entrara más bien, dejando que mi coño la absorbiera, los dos siempre tan mojados. Pero una noche pasó una mano desde atrás entre mis piernas cuando yo estaba ya chorreando, y me mojó el culo con mis propios líquidos, y empezó a abrírmelo con sus dedos, hasta que me metió la polla. Desde esa noche se acostumbró a darme por el culo. Aunque generalmente era sólo un trámite antes de girarme y clavarmela como siempre.

Me enamoré de él desesperadamente. Por primera vez en la vida, dejé de tontear con otros, incluso dejé de soñar con otros. Y él estaba igual de colgado conmigo. O más todavía, si cabe. Fuimos muy felices. Todo en nuestra existencia estaba impregnado por la ternura que nos envolvía y nos empapaba como una niebla espesa y amodorrante. Hasta que todo empezó a complicarse...

Guli

(Continuará...)