Le vie en rose

Feliz cumpleaños, Dani querido.

Abaigeal:

Me llamabas “Bichita”.

Muchas fueron las horas que pasamos juntos frente al ordenador, cada uno en su lado del mundo. Le robábamos horas al sueño para charlar, eras un fantástico conversador con el que se podía hablar de cualquier tema.  No te asustaba mi humor negro negrito, ni yo tenía que controlarlo. Te podía soltar cualquier desfachatez, incluso sacar mis uñas y lanzarte un zarpazo, y tú lo aguantabas todo.

Nos hicimos compañía en la elaboración de nuestros relatos y nos asesoramos en cada párrafo... sobre todo tú a mí. Fuiste mi maestro, mi consejero, corrector y me enseñaste mucho de este arte de la escritura. Tal fue el vínculo que establecimos a la hora de escribir, que se te ocurrió la idea de hacer un relato con nuestros personajes, tu Micaela (Micha) de “Mousse de Mango” y mi Elena de “Hasta que llegaste”, creando “La vie en rose”, un relato que se caracteriza por la inocencia del primer amor, lleno de candidez, frescura y magia...

Me contaste la historia según se te iba ocurriendo y yo accedí con la condición de dar el visto bueno a todo lo que hiciera o pensara Elena, simplemente me dijiste: “Cómo así, Bichita, podrás hacer y deshacer en el relato lo que quieras”... Creo que, de haber sabido todos los zapes que te llevarías, me hubieses borrado de tus contactos, pero tú, con esa paciencia de santo, te reías a carcajadas. Lo cierto es que terminamos enamorados de nuestros personajes.

Cuando lo publicaste fue un éxito, como todo lo que publicabas, mi Dani querido... Esperabas ansioso la reacción de tus lectores y nada en este planeta te hizo sentir más orgulloso y feliz, que cada comentario recibido.

Decidiste retirar tus relatos de esta página por un tiempo, dejando únicamente “Tercera Llamada”, porque habías registrado tus obras para publicarlas formalmente. Sin embargo, ya no podrás volver a subir tus historias… Todorelatos pierde a uno de sus mejores escritores.

Hoy, en tu homenaje, quiero publicar “La vie en rose”, para que tus lectores nuevamente tengan  el placer de disfrutar de tu talento, así como darte su último adiós por medio de esos comentarios que tanto disfrutabas.

Con amor, Abaigeal.

PDT: Dani, muchas veces me insististe que convenciera a Vinka para hacer juntas un relato que te hiciera “dar vueltas de emoción”... En tu honor, porque será un justo tributo a quien tanto nos dio, las dos estamos encantadas de hacerlo. Y antes de pasarte con ella, que también querrá escribirte un par de cositas, deseo decirte una vez más, te quiero mucho, amiguito lindo. Feliz cumpleaños.

Vinka:

“Lo que alguna vez hemos disfrutado, nunca lo perdemos. Todo lo que hemos amado profundamente se convierte en parte de nosotros mismos.” (Hellen Keller).

Llevábamos un tiempo en esto. Estábamos preocupadas porque Dani no se comunicaba con nosotras, lo cual era bastante inusual. Finalmente, Aba descubrió el motivo y me llamó de inmediato.

Dani había fallecido.

Hoy, a un tiempo de esta dolorosa noticia, quiero compartir algunos pensamientos, a modo de exiguo homenaje a Daniel Narrador, Dani, entrañable amigo y confidente, hombre noble y culto, conocedor de las letras, aficionado a la buena comida y forjador de fieles amistades.

Muchos lo recordarán por ser un hombre que escribía historias de lesbianas (“Tercera Llamada”, “Mousse de Mango”, “La Vie en Rose” y “En el Ojo del Huracán”), sin duda, un asunto que llamaba la atención, ya que interpretaba el pensamiento femenino incluso mejor que muchas autoras. Recibió una excelente crítica y tuvo, en cada oportunidad, una altísima cuota de seguidoras. Estaba más contento que perro con pulgas. Sin embargo, no faltó la malintencionada que un día lo llamó “lesbiano” con el fin de insultarlo, asunto que nos generó hilarantes y deliciosos momentos de “bullying”, que Dani nos aguantó con paciencia de santo.

Un día, jugando, con Aba decidimos hacerle una entrevista, con la intención de publicarla más adelante, a lo que él accedió encantado (Dani apañaba en todas). Reconozco que lo hicimos sufrir un poco, pero, como era habitual en nuestras pláticas, pasamos horas riendo y filosofando de la vida.

Recuerdo especialmente una pregunta, que planteamos más o menos así:

–Dani, si nacieras de nuevo, y tuvieras la opción de elegir el sexo ¿cuál elegirías?

Y en su respuesta, se reflejó su verdadero carácter romántico y lúdico.

–¡Uyyy, qué pregunta!

Así, a "vite pronon", hombre.

Me encantan las mujeres, así que elegiría hombre. Si fuera mujer, sería lesbiana, jejeje.

Así era Daniel Narrador, una persona correcta y leal, que no dudaba en defender a sus amistades contra lo que él consideraba injusticia. Un hombre sabio con quien podía conversar de diversas cosas, desde arte, literatura, música… hasta el punto G de las mujeres, según Isabel Allende.

Te moriste, Dani querido, pelón, lesbiano… Pero sé que seguirás vivo por aquí, en el lugar que mereces entre los tesoros de mi corazón. Porque el tiempo que compartimos fue un regalo de amor y porque, sobre todo, el cariño no se acaba con la muerte.

“Un bel dì vedremo” de Madama Butterfly, de Puccini, tu aria favorita, nos acompaña en este momento:

"…un hombre, un pequeño punto, sube por la colina.

¿Quién será?, ¿quién será?

Y cuando esté aquí,

¿qué dirá?, ¿qué dirá?

Llamará: - Butterfly- desde la distancia; yo sin responder.

Estaré escondida.

Un poco por broma, y un poco, por no morir nada más por vernos…"

¡Feliz cumpleaños, mi querido Dani!

Le Vie en Rose por Daniel Narrador

¿Sería yo capaz de hacerle frente a la soledad y sobreponerme a ella con el único fin de ver consumado mi primer amor?

Miércoles 5

—Buenas noches, damas y caballeros. En nombre de Air France, el capitán de la nave y su tripulación les damos la más cordial bienvenida a bordo de este avión Boeing 747-400, para la realización del vuelo 511 con destino directo al Aeropuerto Internacional Charles de Gaulle de la ciudad de París, Francia. Nuestro tiempo estimado de vuelo será de diez horas con treinta minutos y volaremos a una altitud de crucero de 35 000 pies. Ahora, les solicitamos su atención mientras revisamos información importante y procedimientos de emergencia a bordo de nuestro avión…

Con los ojos llenos de lágrimas, dejé de escuchar el macarrónico español de la azafata francesa para concentrarme en los sentimientos encontrados que me provocaba el hecho de dejar mi ciudad, ausencia que duraría, probablemente, todo el próximo lustro. Durante años, mi más grande anhelo fue terminar el Liceo para poderme ir a estudiar la Licenciatura en Gastronomía y Hotelería en París y, posteriormente, a obtener el Gran Diploma en Cocina que otorga el prestigioso instituto francés Le Cordon Bleu . Y ahora que lo había logrado, gracias a un gran esfuerzo académico, recién subida en el avión ya echaba de menos mi casa, mi vida, mis amigos, mi padre y mi ciudad.

El avión carreteó por la pista y despegó hacia los hermosos cielos de mi amado país, iluminados por la luna, llevándome por primera vez en mi vida, totalmente sola, a una aventura desconocida a miles de kilómetros de lo que yo conocía y amaba.

Jueves 6

Horas después, un taxi Peugeot, de los que hay miles en París, me depositó, en una gris tarde de septiembre, ante la pensión de Mme. Fournier, que se pretendía fuera mi residencia en los próximos meses o tal vez años. La pensión, que estaba situada en uno de los tranquilos barrios del Distrito XIV de París y albergada en una gran mansión de arquitectura decimonónica, típica de la ciudad, había sido elegida por mi padre por su prestigio en elegancia y comodidad. Ni ahí me podría yo librar de ser su niña adorada.

Una doncella me hizo pasar y me llevó directamente hasta Mme. Fournier, una matrona imponente y amenazadora, con edad indefinida pero arriba de los sesenta años y con un austero atuendo rematado por un estirado peinado sobre su blanquísimo cabello.

—Buenas tardes, hija. Tú debes ser Micaela —dijo Madame con profunda voz en un francés educado, con acento de París—. Tu padre, el Chef Curien, me habló mucho de ti. Bienvenida a esta ciudad.

—Gracias, Madame, me da gusto conocerla —dije tímidamente en el mismo idioma, mientras extendía mi mano para estrechar la suya—. Me siento feliz de haber llegado.

—Pues debes de estar cansada, así que sólo te digo ahora que la cena se sirve a las 20:00, el desayuno a las 7:00 y el almuerzo a las 12:30. Se te pide que, si no vas a utilizar los servicios de alimentos durante un día, me avises a mí o a la encargada de cocina. No se permiten visitas después de las 22:00 y éstas no podrán entrar a las habitaciones. ¿Te queda claro?

—Oui, Madame. No se preocupe. No causaré problemas.

—Gracias. Somos famosos por el orden y esmero que ponemos en el cuidado de nuestros huéspedes y así debe seguir. Paulette te llevará a tu habitación. Tu equipaje ya debe estar ahí.

—Merci beaucoup, Madame. Lo aprecio mucho. ¿Hay algún lugar desde donde pueda llamar a casa?

—En el vestíbulo que da a tu habitación hay una mesita con teléfono. Ahí podrás recibir llamadas y hacer telefonemas locales. Los de larga distancia, deberás hacerlos a cobro revertido. Bienvenue, mon chère, deseo que tu estancia aquí sea placentera y provechosa.

Una vez que Paulette salió, dejándome sola en mi habitación, me senté en una de las dos camas gemelas y estudié el que se suponía iba a ser mi hábitat íntimo y personal a partir de aquel día.

El aposento era amplio, incluso al ser usado por las dos personas para las que estaba destinado. Yo no compartiría mi dormitorio porque Père insistió en pagar el sobreprecio para darme el cómodo lujo de tener mi propio espacio en forma exclusiva.

Las camas, con su mesa de noche compartida al centro, presidían el espacio, flanqueadas en la pared opuesta a la de las ventanas por un gran ropero de madera con grandes lunas en sus puertas. Frente al ropero, se encontraban las dos hermosas ventanas, enmarcadas con elegantes cortinas, por las que se podía apreciar el primoroso jardín público que había del otro lado de la calle. No cabía duda que Père se había esmerado para que me fuera asignada una de las habitaciones con mejor vista de toda la pensión de Mme. Fournier.

Junto a las ventanas, se encontraban dos pequeños sillones de descanso adornados con carpetas de punto y, en medio de ellos, una mesa con su respectiva silla que podía servir para comer o como mesa de estudio y trabajo. Frente a las camas, junto a la puerta de entrada, se encontraba un lindo mueble tocador con espejo. Al lado del ropero se encontraba la puerta que daba acceso al diminuto baño con ducha, el cual contrastaba, en su modernidad, con la arquitectura de la casa.

Si no fuera por mi gris estado de ánimo, hubiera podido apreciar la elegancia y comodidad de la pulcra habitación.

Con lentitud, me dirigí al vestíbulo para buscar el teléfono y así darle rápido trámite a la promesa hecha a mi padre de reportarme en cuanto estuviera instalada.

Solicité rápidamente a la operadora la llamada a cobro revertido y en unos segundos escuché el saludo de mi padre.

—¿Hola? ¿Micaela? Hija mía, ¿Cómo llegaste?

—Hola, Père, ¿cómo estás? ¿No te desperté?

—No, hija, aquí ya son las siete de la mañana. Y de cualquier manera, hace horas que esperaba tu llamada. ¿Cómo llegaste? ¿Tuviste buen vuelo? ¿Todo bien con Mme. Fournier?

—Tranquilo, Père —dije sonriendo—, son muchas preguntas a la vez. Vamos por partes.

—Cierto, discúlpame, pero es que he estado muy nervioso desde tu partida. Casi no he podido dormir.

—Tómalo con calma, Père. Tu niña ya está grande y se sabe cuidar sola —dije esto a sabiendas que era una gran mentira, pero ¿qué iba a decirle al viejo?

—¿Qué tal el vuelo?

—El vuelo, magnífico. La atención maravillosa, aunque yo casi no pude descansar, entre la falta de costumbre y los nervios. La llegada a París también fue perfecta. En el aeropuerto cambié algunos dólares por francos para tener efectivo durante estos días, en lo que arreglo los asuntos del banco. Definitivamente, contar con la Guía Michelin de Viaje ha sido mi salvación.

—Me alegro, hija. ¿Y la casa de Mme. Fournier es satisfactoria?

—Sí. Es linda y cómoda. Y ella misma se aprecia que es severa, pero me pareció amable.

—No olvides mis recomendaciones, Mika. Mañana, viernes, acude al banco a registrar tu firma y a que te den tu chequera y tu tarjeta. Ve al consulado para registrarte como nacional de nuestro país residiendo en París y, sobre todo, familiarízate con las líneas del metro y transportes para ir a tu universidad y a los sitios principales que deberás frecuentar.

—Descuida, Père, lo cumpliré al pie de la letra.

—¿Cómo te sientes tú, princesita mía?

—Pues, en realidad, no he tenido tiempo de asimilar mi nueva situación, pero yo diría que me siento sola y temerosa. La verdad, Père, te extraño mucho. A ti y a todos, a mis amigos, a Armand y hasta a Brutus.

—Él también te extraña. Me estuvo dando lata toda la noche y no ha querido comer. De hecho, la casa se siente muy vacía sin ti.

—Me imagino, Père. No te vayas a descuidar, por favor.

—Pierde cuidado, Mika. A ti es a quien te pido te cuides mucho. No olvides llamar el domingo, por la noche allá, por la tarde acá, y así instauramos el llamarnos cada domingo.

—Así lo haré, Père. Adiós. Hasta el domingo.

—Adiós, querida hija mía. Cuídate. Esperaré ese día con ansiedad. Te quiero.

—Yo a ti, Père.

Cuando corté la llamada, mis ojos estaban inundados de lágrimas. Corrí por el pasillo hasta mi habitación, donde me arrojé en la cama a llorar desesperadamente la terrible soledad que me golpeó inclemente.

Ulteriormente, gracias al cansancio del viaje y a no haber dormido durante el vuelo, caí en un sueño profundo. Cuando desperté, la habitación estaba completamente a oscuras y, seguramente, ya había perdido la hora de la cena. Sin embargo, mi cuerpo no había asimilado el cambio de horario, por lo que no tenía ganas de continuar durmiendo. Pero mi estado de ánimo no había cambiado ni un ápice, así que me senté durante horas sobre la cama, sin desvestirme, sin abrir las mantas y sin encender la luz, a contemplar las extrañas sombras que la noche urbana proyectaba sobre las cortinas y a lamentar mi desamparo. Las luces del amanecer se empezaban a perfilar cuando pude caer dormida, con la incómoda sensación subconsciente de que mi equipaje permanecía intacto, todavía en sus maletas.

Viernes 7

Después de dormir un par de horas y de pasar someramente por el bufet con el que se cumplimentaba el desayuno en la casa de Mme. Fournier, salí a realizar los pendientes que tenía para ese día. Mi estado de ánimo no había cambiado mucho y la falta de sueño y la nublada mañana parisina no colaboraron mucho a mejorarlo. Salí porque las gestiones que realizaría eran vitales para mi estancia en Francia y porque así se lo había prometido a mi padre.

La belleza urbana parisina, que me hubiera deleitado en circunstancias normales, ese día me pareció sumamente hostil, ya que me recordaba mi condición de extraña y desarraigada e incrementó mi sensación de soledad.

Con la lentitud propia de aquella que no conoce el terreno, fui realizando mis actividades programadas. A la hora del almuerzo, comí un croissant de jamón y queso acompañado por un café en un pequeño bistró a orillas del río. Este bocadillo, que siempre me había parecido delicioso, ahora me supo a cartón.

A media tarde, abordé un atestado metro para dirigirme a la pensión, en donde pasé las siguientes horas tratando de convertir mis aposentos en un lugar habitable y mi equipaje en un menaje útil y permanente.

Durante la cena, tuve oportunidad de conocer a varios de mis compañeros de pensión. Por mucho, yo me convertí en la mascota de la casa al ser la más joven de todos y la única extranjera. La mayoría estaba formada por estudiantes de posgrado, de ambos sexos, aunque había algunos ejecutivos jóvenes. No había ningún estudiante más de licenciatura. Todos fueron muy agradables conmigo y me dieron cordialmente la bienvenida, pero poco a poco fueron acudiendo a sus actividades cotidianas, dejándome nuevamente rumiando mi soledad. Me retiré temprano y gracias a la falta de sueño acumulada, pude pasar una noche descansada.

Sábado 8

Al día siguiente, sábado, amaneció un lindo día en París así que, después de desayunar, me forcé a salir a pasear para no encerrarme en mi propia melancolía. Como era lo que se esperaría de mí, enfilé mis pasos hacia la torre Eiffel.

La línea 6 del metro me llevó directamente hasta la estación Bir-Hakeim desde donde caminé muy lentamente por los jardines adyacentes al Campo de Marte hacia el extraño monumento que era la torre misma. Entre mi malogrado ánimo y mi sensibilidad estética, la famosa Tour Eiffel me pareció, más bien, un montón de hierros viejos. Sin embargo, al llegar a su base y ya que estaba ahí, pagué los 50 francos que costaba el ascenso y el acceso al mirador.

Ya estando arriba, observé que el piso estaba lleno de grupos de turistas de diversas nacionalidades, que viajaban en las postrimerías del período vacacional de verano. Reconociendo mi propio idioma, advertí un escandaloso grupo de españoles de ambos sexos, aproximadamente de mi misma edad, seguramente tránsfugas del bachillerato. Entre ellos, destacaba por su preciosa voz de mezzosoprano y su altiva presencia, una chica alta, con un lindo cuerpo, luminosos ojos de miel, cabello hasta los hombros de color castaño claro y con un bronceado de anuncio de revista. Vestía unos vaqueros entallados, que hacían destacar sus amplias caderas y duros glúteos, y una suelta blusa de tirantes que, al llevarla sin sostén, dejaban adivinar sus proporcionados pechos. Unas zapatillas Converse y una cinta para el pelo completaban el armonioso conjunto.

Como siempre que me gustaba el aspecto de una chica, mis sentimientos entraban en conflicto. Desde hacía varios años que sabía que los varones no me atraían en lo más mínimo, pero no alcanzaba a asimilar ese incomprendido gusto por las chicas como una preferencia sexual definida.

Con los conocidos sentimientos de rechazo a mis emociones e insatisfacción causada por mis inseguridades, me alejé del grupo para salir a otear la ciudad desde la plataforma exterior, a 275 metros sobre el suelo.

La visión panorámica de la metrópoli me hizo pensar en mi madre. Casi no la recordaba, pero sabía que ella había amado esta ciudad desde que Père la trajo de luna de miel en el primer viaje que ella hacía al viejo continente. Sé que anhelaba profundamente venir conmigo y ser ella misma mi guía de La Ville Lumière. Por eso me pudo tanto contemplar la gran urbe así, en toda su extensión, incluyendo el río y los monumentos históricos que alcanzaba a divisar. Ese pensamiento, más la incertidumbre, la soledad y la percepción de París como mi nueva cárcel más que El Dorado soñado, hizo que una aniquilante morriña invadiera mi espíritu. El sentimiento fue tan fuerte que ya ni llorar pude, sólo un gigantesco puño me atenazó el pecho y la garganta.

Volví al interior y puse mi mochila sobre el piso, ahí junto a otras, me senté abrazando mis rodillas y escondí mi cara entre ellas. La algarabía del grupo de españoles logró que mis ojos empezaran a humedecerse y que mi pecho iniciara una secuencia de espasmos sollozantes.

—Elena, apúrate ya, que vamos tarde —escuché gritar a uno de los muchachos.

—Ya voy, Amir —contestó la hermosa voz de mezzo—, sólo espera a que esta franchute llorona me permita tomar mi mochila.

Su comentario me hizo volver la cara hacia ella mientras acumulaba bastante furia en su contra.

—¡Franchute llorona, tu abuela! —le dije, clavando sobre su hermoso rostro mi mirada de reproche.

En un principio, la mezzo se desconcertó por mi respuesta, pero rápidamente se repuso y estalló en una alegre carcajada.

—¡Ah, de América! Disculpa, pensé que eras extranjera... o sea, quiero decir, que no eras hispana... de haberlo sabido no lo hubiera dicho... sólo lo hubiese pensado —encima se hacía la graciosa y, la verdad, tuve que hacer un esfuerzo para no contagiarme de su risa y permanecí seria—. ¿Me permites coger mi mochila?

Con parsimonia, me hice a un lado para abrirle espacio hacia sus cosas. ¡Por Dios, qué agradable y fresco aroma irradiaba!

—Gracias —me dijo cuando alcanzó sus pertenencias—. Perdona que me entrometa, pero ¿te encuentras bien? ¿Necesitas ayuda?

—No, gracias. Estoy perfectamente.

—Bueno, adiós. Y disculpa mi comentario anterior.

Dijo esto y se fue, dejándome nuevamente sola conmigo misma y mi empantanado estado de ánimo, sin saber qué hacer y hacia adonde moverme, en ese momento en particular y en mi vida en general.

Minutos después volví a escuchar la voz del tal Amir.

—Está bien, Elena, si eso quieres —dijo molesto.

—No te preocupes, Amir, nos vemos por la noche en el hotel —contestó mi admirada voz de mezzo.

—Procura llegar temprano. Sólo recuerda que nuestro tren a Niza sale a las seis de la mañana.

—No sufras, Amir. Ahí estaré.

Lentamente, Elena se acercó hasta donde yo estaba y percibí, más que ver, cómo se sentó junto a mí, sin decir una sola palabra. Recargó la cabeza en la pared, mientras era obvio que disfrutaba de la música que escuchaba a través de auriculares, desde un discman adosado a su cintura. Después de varios minutos, sacó una tableta de chocolate de su mochila y la desenvolvió.

—¿Quieres? —me dijo, ofreciéndome.

—Gracias —contesté mientras aceptaba su invitación —. ¿Qué escuchas?

—¿Conoces a Edith Piaf?

—¡Huy, sí! A mi abuelo le encantaba, aunque yo no estoy muy familiarizada con sus canciones.

—Escucha —dijo, y me pasó uno de los dos auriculares para que pudiéramos compartir la música.

Cuando reconocí la canción, no pude evitar sonreír. Eran los sonidos de mi infancia.

—Te ves más linda sonriendo que llorando —me dijo Elena amablemente—. ¿De qué te ríes?

—Ésta era la canción favorita de mi abuelo. La Vie en Rose : La Vida en Rosa.

—También es mi favorita de la obra de Piaf. De hecho, apenas ayer compré el CD, aquí. En mi pueblo nunca lo pude conseguir.

—¿De dónde eres? —pregunté tímidamente.

—De Tenerife, en las Islas Canarias. Un grupo de amigos y yo estamos viajando para celebrar que terminamos el Bachillerato. Mañana nos vamos a Montecarlo y, de ahí, a Italia. ¿Tú sabes qué dice la canción?

Cuando me toma en sus brazos y me susurra con su voz profunda, veo la vida en rosa —traduje, mirándola directamente a los ojos—. Me dice palabras de amor y, con mi corazón en medio, convierte las palabras cotidianas en un pedazo de felicidad.

—Qué lindo texto.

—¿Y por qué te separaste de tus amigos? —pregunté.

—Ashhh. Ellos van hasta Versalles y me da flojera. Yo tengo cosas más personales que conocer en París —y tras una pausa de algunos segundos, me preguntó—: ¿Te gustaría acompañarme?

—¿Yo? —mi corazón empezó a sentir un agradable calorcillo—. ¿No te importará pasar el día con una loca depresiva?

—Estoy segura que no será así. Es más, ya volviste a sonreír. Te prometo que te divertirás.

—Acepto, pues. Pero será bajo tu propio riesgo —dije, ya francamente contenta.

—Hecho. Elena Machado, para servirte —se presentó extendiéndome la mano.

—Micaela Curien, a tus órdenes —le respondí, en reciprocidad.

—Mucho gusto, Micaela. Vámonos, no perdamos más tiempo.

Y con una agilidad sorprendente, se puso de pié y me ofreció su mano para ayudarme a hacer lo mismo. Con trabajos pude recoger mi propia mochila, porque Elena me tomó de la mano y me haló, impaciente, hasta el acceso a los elevadores.

Una vez a nivel de piso, mientras Elena analizaba su mapa, no pude dejar de fijar mi mirada en sus luminosos ojos y en sus deseables labios. “Dios mío, ¿qué me está pasando?”, pensé. Elena propuso un itinerario.

—Una de las cosas que más tengo ganas de conocer, es el Bosque de Boulogne. ¿Te interesa? —propuso, clavando su profunda mirada en mí.

—Claro, con gusto —contesté, un tanto desubicada en mis emociones.

—Pues vamos allá. Según mi mapa, son sólo cinco estaciones del metro y luego transbordar otras dos.

Al entrar al bosque, caminamos un poco por uno de los numerosos paseos, conociéndonos, disfrutando de nuestra compañía y deleitándonos de la peculiar naturaleza del extenso parque. A poco, la inquieta curiosidad de Elena descubrió un kiosco de alquiler de bicicletas, lo que hizo que su espíritu aventurero comenzara a guiar sus acciones.

—Micaela, ¿sabes montar en bicicleta?

—Por supuesto, ¿por quién me tomas? —contesté, retadora.

—¿Qué te parece si…? —me dijo, señalando pícaramente con la mirada hacia el kiosco.

—Ya dijiste… —acepté, echando a correr con alborozo hacia el viejo encargado, todo un personaje parisiense surgido de un cuadro impresionista.

Alquilamos las bicicletas y dimos un paseo encantador, hasta que nuestras frentes perlaban de sudor, nuestros rostros estaban rojos por el sol, el aire libre y las risas, y la sed nos obligó a tomar una necesaria y rehidratadora pausa.

—Micaela —me dijo Elena mientras tomábamos un refresco en unas adorables mesitas bajo la sombra de árboles centenarios—, tú sabes que Edith Piaf es una de mis cantantes favoritas.

—Así es, me lo comentaste hoy por la mañana.

—Me gustaría ir a conocer su tumba. Dicen que está en el cementerio más bello de París. Es un lugar tan hermoso, que los parisienses acuden a él hasta para pasear. Además hay muchos otros personajes famosos sepultados ahí.

—Me parece muy bien. Si deseas ir, vamos. ¿Dónde está? —Elena me lo señaló en el mapa—. ¡Huy, queda del otro lado de la ciudad!

—Si quieres, lo dejamos.

—No, mujer. Está perfecto. No tengo nada mejor que hacer y así me familiarizo con el transporte parisino.

Para entender a ciencia cierta el concepto de “La paz de los sepulcros” es necesario conocer el cementerio Père-Lachaise en París. Desde su austero pero imponente arco de entrada, su mezcla infinita de estructuras arquitectónicas de los más diversos estilos, hasta la multitud de senderos y callejuelas, que descubren espacios pintorescos, hicieron que este lugar impactara con su belleza mi anterior percepción sobre la muerte. Con gran ilusión, pero profunda solemnidad, buscamos la tumba de Edith Piaf, proceso que nos permitió recorrer grandes secciones del cementerio.

Cuando encontramos la sepultura, entendí por qué el lugar es un cementerio vivo. El austero monumento, rotulado con letras de bronce sobre mármol negro “Famille GASSION-PIAF”, estaba cubierto en su totalidad por flores frescas, depositadas el mismo día por muchas manos anónimas.

Elena, en silencio y con ceremonia, me pasó uno de sus auriculares y puso su CD de Edith Piaf y, en grave actitud, escuchamos una canción como solemne homenaje hacia el sepulcro. Al terminar la canción, se limpió con el dorso de la mano una solitaria lágrima y se echó a andar por el apacible camino hacia la salida del cementerio.

—Elena, ¿tú eres religiosa? —pregunté, después de dar unos pasos apresurados para alcanzarla.

—No, yo no. A diferencia de mis padres, que sí lo son —respondió Elena con seriedad—. Sin embargo, sustituyo mi falta de religiosidad por un profundo arraigo por las tradiciones y los simbolismos. Y hay rituales que me gusta celebrar. Creo que mucho de la convivencia humana se basa en el respeto por esas cosas y desgraciadamente, creo que se está perdiendo. ¿Tú sí eres religiosa?

—No, para nada. Trato de ser muy tolerante a las ideologías ajenas, pero yo no me adhiero a ninguna idea confesional. Y mi familia tampoco me ha inculcado ninguna. He estudiado historia de las religiones y su influencia social, sólo por amor a la cultura. Y, por otra parte, detesto el fanatismo en cualquiera de sus formas.

—En eso estoy de acuerdo contigo. Si creíste que vine a rezar, estás equivocada —Elena rió con soltura al decir esto—. Mi cantante favorita es Edith y vine a rendirle homenaje, pero no religioso, más bien muy humano; a decirle que anhelo lograr su grandeza en lo que pienso hacer y a darme fortaleza para no dejar que mi vida se hunda en la miseria como lo fue la suya. Haz de decir que estoy loca.

—No, ¿cómo crees? Me encanta que alguien piense así y lo lleve a la práctica.

—Gracias por acompañarme, Micaela.

—Y, a todo esto, ¿no tienes hambre, Elena?

—¿La verdad? ¡Estoy famélica!

—Ah, pues ahora es mi turno. Vamos a comer a un bistró de postín en la zona del Jardín de Luxemburgo. Dice mi padre que es el mejor lugar para disfrutar cocina provenzal en París. Yo invito, pero con una condición: elijo el menú.

—Eso es trampa —me dijo Elena, haciendo un pucherito encantador—. Pero acepto, vamos.

Ya instaladas cómodamente en un bistró con vista al Jardín y habiendo ordenado descorchar una botella de vino y sendos vasos de agua mineral helada, procedí a estudiar la carta.

—¿Sabes lo que son los “escargot”?

—¿Caracoles? —aventuró Elena.

—Exacto. ¿Los has comido?

—Dos o tres veces. Hay un restaurante francés en Tenerife que los sirve con mantequilla de hierbas. Deliciosos. La preparación a la española no me gusta mucho.

—Pues aquí los comeremos como te gusta, en su expresión más clásica. Escargots a la Bourguignonne. Después, una sopa de cebolla gratinada.

—Mumm. Perfecto.

—Y como plato principal, una terrina de Foie Gras.

—¿Hígado? —preguntó Elena con cara de pocos amigos.

—De ganso, el mejor del mundo —contesté con deleite.

—Es que… a mí las vísceras no me gustan mucho.

—Bueno, es que no has probado ésta, te lo aseguro. Te daré un poco de la mía— le dije, guiñando un ojo—. Esta vez te perdono. ¿Qué tal un magret de pato? Pechuga en su jugo.

—Suena delicioso, pero vaya que la traes contra los pobres patos —dijo riendo y contagiándome de su risa.

Una vez que el camarero hubo levantado nuestro pedido, Elena se me quedó viendo con curiosidad.

—Hablas muy bien el francés —dijo, al fin.

—Gracias, pero es prácticamente mi segunda lengua. Mi abuelo nació en Francia, en La Lorena para ser más precisos, y nunca permitió que se perdiera el idioma. Mi padre y mis tíos lo hablan a la perfección y en mi casa se practica cotidianamente.

—Además, sabes mucho de cocina.

—Eso es lo mejor de todo —contesté riéndome—. Crecí en este medio. Mi padre es chef y dueño del más prestigioso restaurante francés de mi país. De hecho, ésa es mi pasión y estoy aquí para estudiar gastronomía.

—Ja. Ya decía yo. Seguro que lo harás muy bien. Se te nota el ímpetu en tus ojos y se ve que lo disfrutas.

—Gracias por tu opinión, Elena.

En ese momento fueron traídos los caracoles, de los que dimos buena cuenta, casi en silencio, por el apetito que nos atenazaba. Una vez terminado el primer tiempo, continuamos nuestra conversación.

—¿Y tú? ¿A qué piensas dedicarte? —pregunté, curiosa.

—Yo quiero ser oceanógrafa —me contestó, con orgullo.

—¿Oceanógrafa? Qué interesante. ¿Por qué?

—Por varias razones —me explicó Elena, entusiasmada—. Vivo en una isla, el mar es el centro de mi vida y el eje rector de la sociedad a la que pertenezco. Además de que el océano es mi delirio, será una manera de contribuir a un desarrollo realmente pertinente de mi comunidad. Al mismo tiempo, así podré conjugar dos de mis pasiones: la aventura y la ciencia.

—¿Dónde estudiarás? ¿En Canarias?

—No. Estoy matriculada en la licenciatura en Ciencias del Mar en la Universidad de Cádiz. Empiezo en tres semanas. Regresando de Italia, llegaremos en tren a Madrid para volar, desde ahí, a Tenerife. Apenas dispondré de una semana para prepararme y despedirme de mi familia antes de partir a Cádiz.

La soupe gratinée aux oignons, la terrina y el magret, cumplieron todas mis expectativas. Mientras el maître nos preparaba unas crêpes Suzette al más puro estilo, seguimos platicando sobre nuestros anhelos y planes de vida.

Mientras degustábamos sendos y deliciosos cafés noisette, me atreví a hacerle la pregunta que me había estado rondando todo el día.

—Elena, ¿Puedo hacerte una pregunta personal?

—Por supuesto, Micaela, con toda confianza —me respondió con una sonrisa, tanto en sus labios como en sus ojos.

—¿El tal Amir es tu novio? —pregunté sin atreverme a mirarla a los ojos y a sabiendas que su respuesta era importantísima para mí, incomprensiblemente, ya que las probabilidades de volver a ver a mi nueva amiga eran muy remotas.

—¡No! Tonteamos, nada más —dijo riéndose alegremente—. Ya quisiera él, por supuesto. Y yo he tratado, de verdad, convencerme de aceptarlo. Me gusta un poco, hemos sido muy buenos amigos, lo quiero, es guapo, es perfecto. Pero no me acaba de atraer como pareja, por más esfuerzos que hago.

No sé por qué, pero su respuesta me alegró. No, miento. Sí sé por qué. Me estaba yo enamorando de esta chica. Hermosa, divertida, inteligente y aventurera. ¿Qué más atributos podría desear?

Pagué la consumición y comprendí que había llegado el momento de la despedida. Elena, en su esplendor, había llegado a mi vida sólo para irse nuevamente. Su beldad, su encanto, su frescura y su delicadeza de espíritu, pasarían a ser un solo instante en mi vida. A ella también se le ensombreció la mirada, según pude percibir, y guardamos un hierático silencio durante varios minutos. Luego, intercambiamos direcciones y salimos a la calle.

—Bueno, creo que es el momento de decirnos adiós —dije, emocionada y triste.

—¿Te puedo acompañar a tu casa? Así me familiarizo un poco más con el París cotidiano y conozco una pensión francesa elegante, de niñas ricas y afectadas —dijo, burlándose de mí.

—¡Oye! —le contesté, fingiendo enojo—. Yo no soy así, babosa.

—Pues eso está por verse. Y la última en llegar a la escalerilla del metro, paga los helados —casi no pude oír su perorata, porque ya se había echado a correr a la mitad de su frase. Elena tenía mucha mejor condición física que yo, así que cuando la alcancé en el barandal de la escalera, me encontraba sin aliento.

Cuando llegamos frente a la fachada de la casa de Mme. Fournier, veníamos taciturnas, comiendo nuestro helado de chocolate blanco. Al llegar a la puerta, Elena se despidió, solemne.

—Adiós Micaela, no olvides escribirme. Gracias por tu compañía.

Yo no resistí el impulso de limpiar, con la yema de mi índice derecho, un delgado hilo de helado que adornaba su labio superior. El contacto me hizo estremecer y estoy segura que, para Elena, el gesto no le fue indiferente, porque durante el mismo cerró los ojos más allá del tiempo normal de un parpadeo e hizo el ademán de decir algo, pero se arrepintió.

—Adiós, Elena. Gracias por invitarme a compartir este día. Lo pasé maravillosamente. Por supuesto que nos escribiremos —y, con circunspección, nos dimos sendos besos en las mejillas, después de lo cual ella se giró y caminó lentamente hacia la avenida.

Cuando se perdió de vista, entré en la casa, presa de una furia incontenible. ¿Qué demonios estaba yo haciendo ahí, rumiando mi soledad en una ciudad extraña, lejos de todo lo que amaba y lejos, ahora también, de Elena? ¿Cómo fui tan soberbia en creer que esto era la ambición de mi vida?

Subí a toda velocidad, sin ninguna discreción, azotando la puerta y haciendo gran escándalo, hasta alcanzar la mesilla del teléfono. Con suma grosería solicité la llamada con mi padre.

—¿Hola? ¿Micaela? Creí que hablaríamos hasta mañana domingo. Hoy es sábado. ¿Te pasa algo?

—Père, por favor, ya no aguanto un minuto más aquí. Ven por mí, te lo suplico. Quiero regresar a casa.

—Princesita querida, ¿Qué te sucede? ¿Tuviste algún accidente?

—No, Père, nada de eso. No te preocupes. Estoy bien. Sólo me di cuenta que me equivoqué al venir. No me gusta estar aquí y ya no quiero estudiar. Con lo que me puedas enseñar tú, será suficiente. Sácame de aquí, por favor.

Mi padre hizo una larga pausa, en su gran sabiduría, seguramente planeando una estrategia.

—¿Sigues ahí, Père? —pregunté.

—Sí Princesa, aquí estoy. Escúchame bien. Es imposible que use mi teletransportador para estar ahí en la próxima hora. En el mejor de los casos, tardaré de 48 a 72 horas en llegar. Así que te propongo un trato.

—A ver, dime.

—¿Estás de acuerdo que ya se ha invertido bastante en esta aventura?

—Sí.

—¿Estás de acuerdo que, una vez que has tomado la decisión de regresar, el futuro no se ve tan amenazador como antes de tomarla?

—Siempre y cuando regrese a casa, sí, estoy de acuerdo con eso.

—Bien, Princesa, dentro de dos semanas es tu cumpleaños. Regálame esa fecha como plazo límite. Vive en París de aquí a ese día, tal como lo tenías planeado. Ve a matricularte a la Universidad el martes y haz todo como si pensaras quedarte. Aprovecha mi experiencia: la vida puede dar una inflexión sorpresiva. Inicia tus cursos la siguiente semana y evalúa realmente tus opciones. ¿Me harías ese favor?

—Pero, Père… —comencé a protestar.

—¿Me harías ese favor, hija mía?

—Sí, Père —dije, no muy convencida.

—Tal vez, Princesa querida, cambies de opinión durante estos días. Ya sabes que más sabe el diablo por viejo…

—Ay, Père…

—Te prometo que si para tu cumpleaños sigues deseando regresar, yo estaré ahí para traerte a casa.

—Gracias, Père. De verdad, cuento contigo. Me siento agobiada.

—Te puedo asegurar que es pasajero, Mika adorada. Ya lo verás. Pero si no, mi apoyo es tuyo, incondicionalmente.

—De verdad, te lo agradezco.

—Ahora, descansa tranquila. Llámame mañana, de cualquier forma, para saber cómo te sientes.

—Así lo haré. Gracias por todo. Saludos por casa.

—Hasta mañana, Princesa mía.

Cuando corté la llamada, me sentí más tranquila porque, a fin de cuentas, había tomado una decisión y, en dos semanas máximo, regresaría a casa.

Me dirigí a mi habitación y me acosté a soñar con el ángel fugaz que respondía al nombre de Elena, no sin antes meditar mi actual situación, estando plenamente consciente de la importancia que tendría en mi vida la decisión que estaba por tomar en los siguientes días...

Domingo 9

Al día siguiente, fui despertada intempestivamente por Paulette.

—Despierte, mademoiselle —gritaba, al mismo tiempo que propinaba impetuosos toques a la puerta—, Mme. Fournier la solicita abajo.

—¿Qué pasa, Paulette? —le pregunté, todavía medio dormida y entreabriendo la puerta.

—Madame requiere su presencia urgentemente en la planta baja. Atienda inmediatamente.

Con bastante angustia, acabé de despertar. Rápidamente me enfundé en una bata, me puse unas zapatillas y bajé a ver la causa de tanto escándalo.

Cuál no sería mi sorpresa y mi alegría al ver a Elena, quien estaba sentada en una de las sillas estilo Luis XV que adornaban el vestíbulo de entrada, con la mochila apoyada en sus piernas y, al lado de ella, en el suelo, tenía una gran bolsa de lona con zíper y asas. Mi amiga miraba con carita indiferente cada detalle de la decoración, mientras Mme. Fournier la miraba con el entrecejo fruncido.

En ese momento, Madame me percibió bajando la escalera y puso una cara de alivio que no pudo dejar de causarme risa.

—Micaela, qué bueno que llegas —me dijo, apurada, en su pulcro francés—. Tengo entendido que conoces a esta señorita que, hasta donde entiendo, quiere hospedarse aquí. ¿Serías tan amable de explicarle que esto no es hotel?

—¡Micaela! —exclamó Elena, casi simultáneamente, al percatarse de mi presencia—, vine a pasar aquí estas próximas dos semanas y parece que esta señora no quiere entender que necesito que me alquile una habitación. ¿Podrías pedírselo, por favor?

Mi corazón se desbocó de júbilo al escuchar las razones para la presencia de Elena en la casa, así que corrí a saludarla con un beso y un abrazo, que ella respondió con alegría. Cuando recuperé la compostura, Mme. Fournier nos observaba con severidad, mientras Paulette sonreía divertida ante la escena.

—Bonjour, madame —dije, abochornada, a la matrona—. Disculpe usted el alboroto. Mire, le presento a mi amiga, Elena Machado. Ella es española, está en París de vacaciones y, por el momento, no tiene dónde quedarse. Ella sabía que yo estaba aquí y creyó que podía solicitar hospedaje estas dos semanas.

—Pues explícale cómo funciona esta casa, que sólo trabajamos bajo contrato y que apreciamos mucho la exclusividad del lugar. Así qué tendrá que marcharse.

—Elena… —comencé a decir con tristeza y sin saber a ciencia cierta cómo darle la mala noticia.

—No, si no tienes que explicar. No entiendo el francés, pero distingo muy bien cuando no me quieren en alguna parte —dijo esto mientras recogía su pesada bolsa—. Dile a Brujilda que disculpe las molestias, que lamento haber alterado un lugar tan exclusivo y selecto, que ya la libro de mi presencia de simple plebeya... ¿Te espero en el café de la esquina?

—Espera, Elena… —y dirigiéndome a Mme. Fournier, cambiando de idioma al francés—: Mme., por favor, le pido que permita a Elena quedarse conmigo estas dos semanas. Yo tengo espacio, usted lo sabe bien, y le cubriríamos la cuota proporcional de sus alimentos. Le prometo que no daremos problemas.

Mme. Fournier evaluó mi propuesta durante varios segundos, en los cuales yo contuve la respiración. Volteó a ver alternativamente hacia mí y hacia Elena, quien la miraba fijamente, también esperando, ansiosa, la respuesta.

—Está bien, Micaela —dijo al fin Mme. Fournier—, pero es una decisión que tendré que consultar con tu padre para ver si otorga su permiso. Y a la primera cuestión que no me parezca, se tendrá que ir. ¿Estás de acuerdo?

—Oui, madame. Merci. Merci beaucoup —dije atolondrada, pero sonriendo. Y dirigiéndome a Elena—: ¡Te puedes quedar! Dijo que te puedes quedar conmigo.

—Gracias, Señora, muchas gracias —dijo Elena en español y riendo con alegría. E, impulsivamente, se acercó a la dueña y le dio dos sonoros besos, asestándole, en el ínterin, tremendo golpe en las rodillas con su pesada bolsa, que aún sostenía entre sus manos.

Con rapidez tomé una de las asas de la talega de mi amiga y la guié rápidamente hacia el piso superior, dejando a Mme. Fournier con la boca abierta y en estado cataléptico.

Una vez en mi habitación, le señalé a Elena cuál sería su cama.

—Dime, amiga, ¿qué haces aquí? —le pregunté, ansiosa.

—Pues comprendí que me gusta mucho París y que todavía tengo muchas cosas por conocer. Así que pensé que Montecarlo e Italia podían esperar a un futuro viaje y, tomando en cuenta lo bien que lo pasamos ayer, decidí quedarme aquí las dos semanas que restan de mis vacaciones. Claro, pensé que si estábamos en la misma pensión sería más sencillo para organizarnos y disfrutar juntas los días que puedas y quieras acompañarme —hizo una pausa, apenada—. Pero no quiero ser una molestia para ti, si esto te va a traer problemas con Brujilda o con tu padre, yo busco un hotel modesto. Lo menos que deseo es incordiarte.

La carita de Elena denotaba expectación y notaba que hacía un tremendo esfuerzo por controlar su voz. Mi corazón se llenó de ternura.

—Elena, ¿te parece o te doy la sensación de no estar feliz que estés aquí? Es la mejor idea que has tenido en tu vida. Me parece maravilloso. Estoy encantada. ¿Cuándo te vas?

—Estaré aquí hasta el sábado 22 —dijo, recuperando ya su natural alegría.

—¡Nooo!

—¿Qué pasa con eso?

—¡Es el día de mi cumpleaños! —le dije, olvidando que, precisamente esa fecha era la programada para mi regreso a casa—. Si te vas, lo pasaré sola.

—No te preocupes. Lo celebramos el día anterior y te prometo una fiesta histórica. ¿Cuántos cumples?

—Dieciocho.

—¡Qué pasada! Pues vas a tener una entrada inolvidable a tu mayoría de edad. De eso, yo me encargo.

—Gracias, amiga. ¿Qué tienes en mente hacer hoy?

—Quiero tomar un crucero por el Sena, ¿qué opinas?

—Me parece perfecto. En lo que me doy una ducha y me visto, ve acomodando tus cosas. Hay suficiente espacio libre en el ropero y en el tocador.

—Hecho.

—Posteriormente, bajamos a desayunar y nos vamos.

—Estupendo —y, después de una pausa—: Muchas gracias por recibirme, Micaela.

Con el corazón cantando, entré al cuarto de baño para prepararme a pasar un día maravilloso.

A las 10:00 de la mañana, contentas y eufóricas, abordamos el pintoresco bote de los que hacen un recorrido guiado por el río Sena. Elena admiraba cada icono parisino que veíamos en el recorrido y me contagiaba su entusiasmo. Cada puente y cada edificio hizo el deleite de mi bella amiga, hasta que divisamos la majestuosa Cathédrale Notre Dame, la cual le quitó el aliento y la dejó sin palabras, debido a la carga histórica y artística que representaba y, sobre todo, porque al contemplarla así, se sentía ella misma parte de la historia universal.

—Ésta es, sin lugar a dudas, la ciudad más bella del mundo —dijo, emocionada—. No sabes cómo envidio el que residas aquí.

—Elena… —dije abochornada—. No me quedaré. Voy a regresar a casa después de mi cumpleaños.

—¿Cómo? —preguntó con incredulidad.

—Sí. Creo que me equivoqué al venir. No estoy hecha para estar sola y desarraigada. Echo mucho de menos mi casa.

—¿Sabes qué? Estás loca. Ahora es, precisamente, cuando te estás equivocando. ¿Vas a dejar escapar la oportunidad de estudiar lo que te gusta porque tienes miedo a estar sola? —me hablaba muy seria y en sus ojos se vislumbraba tristeza—. Pensé que eras más luchadora, fuerte, independiente... pero ya veo que me equivoqué, sólo eres una niña de papá, sobreprotegida.

Recibí sus palabras como una dura bofetada, a sabiendas que tenía razón. Elena se había convertido en un bastión fundamental para mantener la promesa hecha a mi padre y, ahora, la había hecho sentir mal. Sin contar con mis sentimientos personales, los cuales nacían tumultuosos hacia su hermosa persona. Taciturna y cabizbaja, me alejé de ella y dejé de disfrutar el resto del paseo.

Cuando el crucero arribó al muelle terminal, me apresuré para ser de las primeras en bajar. Ya sobre la avenida, junto al río, había algunas bancas con vista al mismo, por lo que me senté en una de ellas para analizar mis opciones, mientras esperaba a Elena.

—Michela, ¿me perdonas? —escuché decir a la grave voz de Elena, mientras se sentaba junto a mí—. Estoy de acuerdo que me pasé. Te conozco de solamente dos días y ya quiero sermonearte y dirigir tu vida. Discúlpame por favor. Tu amistad ha sido muy valiosa para mí y no tengo por qué juzgarte. Si es tu decisión final, te apoyaré en todo.

Como toda respuesta le di un cálido abrazo. Elena me abrazó también, y así nos quedamos por varios minutos, sumidas en nuestros pensamientos. El aroma que despedía y el contacto con su piel llenaron mi alma de una calidez imposible de definir. Sus senos, chocando con los míos, me enviaron señales muy intensas que no pude descifrar, pero que me hicieron sentir un nudo en el estómago

—De verdad que lo siento, Michela, no fue mi intención hacerte sentir mal. Perdóname, ¿sí? —me dijo, mientras me daba un dulce beso en la cabeza y tiraba con ternura de mi oreja—. ¿Podemos hacer de cuenta que este incidente nunca pasó?

—Podemos, demonio de españolita, siempre que tú invites los refrescos, porque estoy muerta de sed— dije, así que, huyendo de las intensas sensaciones provocadas por su contacto, eché a correr juguetonamente hacia el puesto de bebidas situado a unos metros de distancia.

Sin embargo, la semilla de la duda acerca de lo acertado de mi decisión sobre mi vida futura, había sido sembrada.

Esa noche, la llamada a Père la manejé rápida y expedita.

—Mika, hija querida, ¿cómo te encuentras?

—Bien, Père, gracias. Mucho mejor que ayer.

—Eso me alegra mucho, Princesita. ¿Tiene algo que ver con la mejora de estado de ánimo tu nueva amiga española?

—Ja, Mme. Fournier no perdió el tiempo ¿Verdad?

—No, me habló temprano por la mañana para plantearme la situación y pedir mi opinión.

—¿Y cuál es tu opinión, Père?

—Pues en un principio me preocupó que, impulsivamente y como consecuencia de tu soledad y morriña, te relaciones con personas inconvenientes. Y más, que les permitas la entrada a tus habitaciones.

—Père, Elena sólo tiene dieciocho años, es de buen nivel cultural y tiene mucha educación. Como dirían, “es de muy buena familia”.

—Por eso me bajó la preocupación, hija. Conozco tu capacidad para evaluar a las personas y casi nunca te equivocas. Así que tengo la seguridad de que la chica es confiable. Y, además, Mme. Fournier tiene la misma impresión. Así que, adelante. Nada más te pido que actúes con prudencia.

—Claro que sí. Si algún día tienes oportunidad de conocer a Elena, te va a encantar.

—Por lo pronto, envíale un saludo de mi parte. ¿Tú sigues con la idea de regresar a casa después de tu cumpleaños?

—En principio sí. Pero ya veremos, ya veremos. Por el momento, París ya no me parece tan hostil.

—Bueno, eso es un avance en la dirección correcta.

—¿Tú cómo estás, Père? ¿Cómo están todos?

—Todo muy bien, niña mía. No te preocupes por nada.

—Pues te mando un beso gigantesco y otro a Brutus. Cuídate mucho.

—También recibe un beso, Mika adorada. No olvides llamarme el próximo domingo.

—Adiós, Père, te quiero y te extraño —dije, antes de cortar la comunicación.

Al ingresar a la habitación y ver a Elena lista para dormir, en braguitas y con sólo una camisetita de algodón, mis hormonas se aceleraron en caída libre. Ahora ya no era la admiración y amor de mi espíritu por una diosa, sino que un intenso deseo empezó a estrujar mi cuerpo.

Temblando, me quedé en silencio temiendo delatar mi condición si alguna palabra o algún gesto escapaban a mi control.

—¿Qué te pasa, Michela? —me preguntó Elena, con seriedad—. ¿Sigues molesta conmigo?

—¡No, no pienses eso nunca! —contesté, con la boca seca.

—Es que te noto seria.

—Sólo estoy algo cansada —mentí—. Sin embargo, estaba pensando en la extraordinaria suerte que tuve al encontrarme contigo.

—Yo pienso lo mismo —me dijo Elena, regalándome una de las maravillosas sonrisas que llevaban dos días derritiéndome el alma—. ¿Sabes qué?

—Dime, Elena.

—En el tiempo que llevamos de conocernos, he descubierto en ti a la personita más linda y maravillosa que haya conocido. Te has convertido en mi mejor amiga y…

—¿Y?

—Te quiero, Michela, de verdad —diciendo lo cual se acercó y me dio un beso y un abrazo que me dejaron congelada—. Gracias por tu amistad.

—Te la has ganado tú por lo mismo, Elenita, linda —alcancé a decir.

Con rapidez, Elena se retiró de mi lado y se metió entre las sabanas de su propia cama.

—Buenas noches, Micha querida —me dijo Elena y se volteó precipitadamente hacia el otro lado, dándome la espalda y aprestándose a dormir.

“¿Me está coqueteando esta niña?”, pensé para mí misma. Mi corazón perdió el paso y mi estomago se retorció al considerar esa posibilidad. “¿Será posible?”

En lugar de pasarnos horas charlando hasta la madrugada, como suelen hacer dos amigas de nuestra edad y más, cuando están consolidando la amistad, Elena había cortado la plática sin más ni más, y ahora dormía o fingía dormir. ¿Estaría mi amiga pasando por el mismo dilema y padeciendo las mismas tensiones que yo o me estaba imaginando cosas presionada por mis propios anhelos?

Admirando su perfil, desde el hermoso cabello que apenas cubría su desnudo hombro, su sensual brazo y el voluptuoso contorno de su cintura, caderas y piernas que insinuaban las sábanas, quise creer que mis sentimientos eran, de alguna manera correspondidos. Y presentía algunas sutiles señales, pero no podía estar segura.

Suspirando porque mis suposiciones y afanes fueran realidad, el cansancio me fue venciendo poco a poco y caí en un sueño profundo, pero ilusionado.

Lunes 10

Al día siguiente, lunes, fuimos de compras. Yo necesitaba algunos suministros esenciales de higiene personal y de ropa, y Elena quería comprar recuerdos y regalos para sus padres y algunos amigos. Y no había nada más atractivo que conocer la amplia promesa que, en esta materia, podía ofrecer la ciudad de París a dos jóvenes como nosotras. Por supuesto que fuimos a La Place Vendôme y a las Galerías Lafayette, pero sólo a inhalar el olor a lujo y grandeza que se respira ahí. El comprar algo de lo que exhibían en esos elegantes aparadores y que nos hacía suspirar, estaba totalmente fuera de nuestro alcance, lo que no impidió que volviéramos locas a dos o tres vendedoras mientras nos probábamos, con pomposidad y muertas de risa, algunos vestidos y sombreros, momentos que quedaron inmortalizados por la cámara de Elena.

En la casa Cartier, situada en La Place Vendôme, me enamoré de unas pulseritas de plata de diseño refinado y modernista, con una placa para grabado visible del nombre del propietario, pero cuya adquisición, aunque al alcance de mi cuenta bancaria, sería irreflexiva, en el mejor de los casos.

En nuestra Guía Michelin de Viaje nos informamos que el famoso Mercado de las Pulgas de Saint-Quen, además de los fines de semana, también abría los lunes, así que consideramos que era la oportunidad ideal para que Elena adquiriera sus regalos. Alborozadas como éramos, nos dirigimos hacia allá y recorrimos sus miles de metros cuadrados buscando algo lindo que Elena pudiera regalar. En un puesto repleto de muñequitas de trapo hechas con preciosura, mi amiga decidió regalarle una a su mamá.

—Michela, ¿podrías pedir esa muñequita por mí, por favor? ­—me pidió al mismo tiempo con su profunda mirada y con un suave toque en mi hombro. Poco a poco estábamos perdiendo la necesidad de comunicarnos con palabras

—¿Por qué no lo haces tú? Yo te digo cómo: Je peux montrer cette petite poupée de chiffon, s'il vous plaît?

Aunque la marchanta no pudo reprimir el esbozo de una sonrisa, Elena pudo llevar la negociación a feliz término.

—¿Por qué se rio de mí? —me preguntó molesta, cuando nos alejamos del puesto.

—No sé —contesté, riéndome a mi vez.

—Dime. Y no te rías tú también —dijo, amenazándome con su dedo índice.

—Es que era poupée y dijiste pupet .

—No es cierto. Lo dije bien, dije pupet .

—¿Ves? Pupet —dije sin poderme aguantar la risa—. Eres una pupet irredenta.

Y apenas pude esquivar el bolsazo que me quiso asestar en plena cabeza, ya francamente las dos ahogadas en carcajadas.

Cuando salimos ya era tarde y me tuve que conformar con hacer una compra rápida de los artículos más necesarios para mí en una gigantesca tienda C&A.

Llegamos exhaustas y felices a la pensión. Después de una deliciosa cena, nos acostamos y Elena cayó en sueño profundo instantáneamente. Yo me quedé contemplando su plácido y hermoso rostro, admirándome del giro que había tomado mi vida en solamente dos días. París, la cárcel sin barrotes de hacía 72 horas, se empezaba a mostrar como una verdadera madre luminosa. Y a mi lado dormía la chica más hermosa, por dentro y por fuera, que me hubiera podido encontrar. Por ella sería capaz de vencer mis propias limitaciones, para mostrarme a sus ojos como ella quería que fuera. Así de simple. Por primera vez en mi vida lo asumía y estaba feliz de hacerlo. Tal vez, y sólo tal vez, estaba siendo salvada, gracias a ma petite poupée , mi muñequita.

Martes 11

—Buenos días, Pupet —dije burlona, a una Elena recién despertada.

—Buenos días —gruñó, al mismo tiempo que escondía la cabeza bajo la almohada.

—Escucha, dormilona, hoy tengo que hacer acto de presencia en la universidad. Los estudiantes extranjeros tenemos que reportar nuestra llegada, confirmar nuestra matrícula, recoger horarios y todo eso. Creo que hasta tengo entrevista con el decano de la Escuela de Gastronomía. No sé con exactitud a qué hora terminaré, pero calculo que será cerca del mediodía. Si quieres, fijamos un lugar y una hora para almorzar juntas.

—Michela… —dijo Elena tímidamente, retirando la almohada para mostrar su linda carita— ¿te podría acompañar?

—¿Te interesará? Por mí, encantada que me acompañes, pero temo que te aburras.

—No, qué va. Por eso no te preocupes. Me fascinará conocer una universidad aquí, en su funcionamiento cotidiano —me dijo Elena, emocionada—. Además, me sentiría muy solita sin ti. Prefiero estar contigo, aunque me aburra.

Este último comentario de mi amiga hizo que mi corazón perdiera el ritmo. Nuevamente me surgía la duda acerca de si yo representaba algo más para ella que una simple amistad. “No, seguramente estoy vislumbrando ilusiones distorsionadas por mis propios anhelos”.

—Pues entonces, levántate ya, floja, que se hace tarde.

Las gestiones en la universidad fueron ágiles y satisfactorias. El campus era hermoso y el personal y los alumnos me hicieron sentir bienvenida. Sentí orgullo por haber sido aceptada en tan prestigiosa institución y cierta tristeza y aprensión al recordar que no me quedaría.

El kit de bienvenida que me fue entregado, venía primorosamente impreso y contenía toda la información que requería saber un alumno de primer ingreso. Sin embargo, un gran escrúpulo me sobrevino cuando me entregaron la lista de los uniformes y el material y equipo que requeriría durante mi primer semestre. La duda sobre la pertinencia de hacer la inversión para solamente permanecer una semana en las aulas, apagó todo mi entusiasmo.

—Michela —me dijo Elena, tomándome las dos manos y clavando en mis ojos su profunda mirada—, ven. Te invito un café.

—Mira, Micha querida —me dijo Elena, una vez que estuvimos sentadas ante sendos expressos, una frente a la otra y sin tocarnos, en una mesa de la semivacía cafetería de la universidad—, no sé cómo decirte lo que quiero decir. Es más, tal vez te enojes y hasta pierda tu amistad, pero no puedo quedarme callada.

Un frío temor se instaló en mi pecho ante las palabras de Elena.

—Sé que no es sencillo, ni para ti ni para nadie, estar lejos de todo aquello que nos da seguridad —continuó Elena, sin apartar su mirada de mis ojos—. Comprendo muy bien todo lo que estás sintiendo en estos momentos, pero hay varios puntos que me parece que estás apartando de tu cabecita por el miedo a enfrentarte sola a lo que tanto has soñado. Echas de menos a tu familia, a tus amigos, por no hablar de la comodidad del hogar. Piensa en la suerte que tienes de poder hacer realidad tus sueños. Hay montones de chicos de nuestra edad que no tienen la oportunidad que se nos está brindando a nosotras, no disponen de los medios económicos y ni de unos padres que los apoyen a lograr sus metas.

»No estás teniendo en cuenta el gran esfuerzo que supone para tu padre, y no te hablo sólo del esfuerzo económico, sino de lo que sentimentalmente significa para él tenerte lejos. Estoy segura que si él aceptó y te apoyó, ha sido porque conoce tu gran potencial, por la confianza que tiene en ti, porque te sabe capaz de lograr todo aquello que te propongas en la vida... y yo también lo creo. Pero tienes que recordarte a ti misma que tú puedes. No estarás sola Micha, harás montones de amigos que te apoyarán y te cuidarán. ¿Qué vas a lograr en el futuro si hoy no eres capaz de enfrentarte al mayor de tus sueños? ¿Lograrás vencer a todo lo demás? ¿Dejarás escapar siempre las oportunidades que te presente la vida porque te llenas de morriña?

No pude contestarle ninguna de sus preguntas, por lo que agaché mi mirada, que se perdió en el café que se enfriaba sostenido por mis manos como único asidero que me quedaba.

—Además, como mujer, tendrás que esforzarte más —prosiguió mi amiga al observar mi silencio—. En teoría, esa desventaja de género ya quedó en el pasado pero, en realidad, ¿cuántas chefs famosas hay en tu país? Porque en el mío, no hay ninguna, que yo recuerde. Si quieres ser verdaderamente triunfadora, deja de ser niña hoy y asume tu potencial. Lo tienes, sólo que el miedo no te deja verlo en estos momentos. Ese debe ser tu primer logro, tu primera victoria, destruye ese miedo, no dejes que sea más fuerte que tus anhelos. Hazlo por ti, únicamente por ti. Los demás ya sabemos lo que eres y lo que eres capaz de lograr. Cree en ti, Micha.

Con lentitud, alcé la mirada hacia su rostro, coloreado por la pasión de lo que acababa de expresar.

—Y ya, no volveré a tocar el tema. Discúlpame por entrometerme, pero te quiero demasiado para quedarme cruzada de brazos. Tener amigos tiene sus ventajas, como que te hagan reír... pero también sus desventajas, el que metamos las narizotas donde a veces no nos llaman —terminó Elena, y se tomó su café de un trago.

Como única respuesta, me levanté de la mesa, le di un beso en la frente y la tomé de la mano.

—Vayamos por esos uniformes, querida Pupet —le dije sonriendo.

La compra de los uniformes fue sumamente divertida. Elena me hizo probar cuanto gorro de cocinero había, aunque estaban fuera del protocolo de la universidad, y me fotografió con todos ellos, así como con quién sabe cuántas casacas. Debe haberse gastado una millonada en rollos de película.

Sus hirientes burlas no cesaron sino hasta que, en la tienda a la que acudimos a comprar mi equipo, estaba probando mi flamante juego de cuchillos de cocina de acero alemán y la amenacé con el cuchillo de chef de 12 pulgadas.

—¡Síguete burlando! Toma nota que ya estoy armada —le dije con cara de Jack el destripador.

—No, pues así por las buenas, mejor me callo. ¡Chacha, cómo te pones por una risita de nada! —contestó, muerta de risa. Y aún así, me volvió a fotografiar mientras la amenazaba.

Llegamos a la pensión, exhaustas pero felices, cerca de las 15:30. Cuando Paulette nos abrió la puerta principal, se le veía muy excitada.

—Rápido, mademoiselle, algo raro está pasando y todos están en la sala de televisión. Se cayeron unos aviones o algo así y todos están muy asustados y…

Ya no escuché más a la doncella, dejé todos los paquetes en el vestíbulo y tomé de la mano a Elena, que no había entendido nada de la perorata de Paulette y la conduje a la sala de estar de la pensión.

Al entrar, vi a Mme. Fournier y a otros cinco o seis huéspedes horrorizados ante la imagen que proyectaba el televisor que, cuando la vi a mi vez, me sobrevino un ataque de náusea. La pantalla mostraba a las dos majestuosas torres gemelas del World Trade Center de Nueva York, con sendas columnas de humo en su cúspide, indicativas de dos incendios monumentales. La narración explicaba que una hora antes, un avión, de naturaleza desconocida, se había estrellado en los pisos superiores de la torre norte. Todos supusieron un fatal accidente hasta que, veinte minutos después, un segundo avión impactó la torre sur, por lo que se temía, con bases muy sustentadas, un ataque terrorista. Con estupefacción e incredulidad, le fui traduciendo a Elena los comentarios del periodista de la televisión francesa que narraba los acontecimientos en vivo desde Nueva York.

Esa tarde la pasamos viendo con verdadero horror los acontecimientos, incluyendo el ataque al Pentágono, el derrumbe de las torres, las noticias de los secuestros y la declaratoria del presidente Bush de “Alerta Máxima” en todos los Estados Unidos. Poco a poco se fueron incorporando más huéspedes a la audiencia.

Durante la cena, el ambiente fue sumamente solemne, casi fúnebre, aunque no faltó el analista improvisado dando su, según él, sapiente comentario.

Elena y yo nos retiramos poco después de la cena y comentamos durante un par de horas los terribles acontecimientos. Le platiqué, con añoranza, mi viaje a Nueva York el verano pasado y mi ascenso al mirador en el piso 107 de la torre sur. Después, el cansancio nos fue venciendo paulatinamente.

Nadie lo sabía aún, pero yo ya había resuelto afrontar mi destino con valor para hacerme digna a los ojos de Ma Petite Poupée y a los de mí misma. Antes de quedarme dormida, no pude dejar de pensar que, ese día, tomé la decisión de cambiar mi mundo para siempre. Pero, por lo visto, ese día el mundo entero cambió para siempre.

Miércoles 12 al sábado 15

Los siguientes días, aunque la noticia del ataque terrorista era el tema de todos los corrillos, la vida siguió su curso en Paris. Ni el famoso titular del periódico Le Monde Nous sommes tous Américains, Somos Todos Estadounidenses, publicado el trece de septiembre, ni la declaratoria del presidente Jacques Chirac de poner a Francia en alerta, como miembro de la NATO, para asistir militarmente a los Estados Unidos y a los 19 estados miembros en caso de ataques terroristas, fueron suficientes para apagar nuestro entusiasmo juvenil.

Elena y yo disfrutamos plenamente de París: Las Tullerías, el Museo del Louvre, Los Inválidos, Champs-Élysées, Montmartre y Sacre Coeur pero, sobre todo, de nuestra mutua compañía. Yo era consciente de que estábamos creando vínculos especiales que, en mi caso, trascendían por mucho los alcances de una simple amistad. Sin embargo, no estaba segura de que mis sentimientos fueran correspondidos, aunque existían señales, algunas sutiles, otras más claras, que Elena pasaba por similares emociones.

El viernes, Elena propuso ir a Versalles.

—Micha, me muero de ganas de conocer el Palacio de Versalles. ¿Vamos hoy?

—Creí que te daba flojera ir hasta allá.

—Eso fue el sábado pasado. Aquel día tenía cosas más importantes que conocer en la ciudad. Bueno… no precisamente cosas. Más bien, a una linda personita rubia, con los ojos azules más maravillosos que haya yo visto y que se veía levemente desamparada —me dijo, mientras me veía fijamente.

Nuevamente, las señales. Nos estábamos diciendo las cosas muy claramente, pero mi total inexperiencia, las secuelas persistentes de los resquemores hacia el hecho de amar a una persona de mi mismo sexo y el profundo temor a ser rechazada, me impedían manifestar mis afanes y mis deseos y terminar así con la tortura que me consumía, así que sólo agaché mi cabeza, abochornada.

—Vamos pues, Pupet. No perdamos más tiempo —alcancé a decir.

De esa forma pasamos un día maravilloso visitando el espectacular Palacio de Versalles. El sábado volvimos a salir de la ciudad para visitar el Parc Asterix, donde sufrimos una severa regresión a nuestra infancia.

El turismo era genial, pero hacerlo con la visión, la cultura y la alegría de vivir que aportaba Elena, era magnífico. Sin embargo, sentía que el tiempo se me escurría de las manos sin poder retenerlo. La partida de Elena se acercaba cada vez más y yo sabía que tendría que forzarme a mí misma a dar el gran paso. No podía creer que tomar la decisión de quedarme sola en París me costó menos arrojo que el que me estaba costando decir un “Te amo”. Mi cobardía me estaba causando ya mucho dolor y no quería que Elena se fuera sin que yo lo hubiera intentado. No deseaba que partiera dejándome con la incertidumbre más grande de mi vida.

Domingo 16

El domingo, nos quedamos descansando en la pensión ya que yo tenía que prepararme para, al día siguiente, asistir a mi primer día como estudiante universitaria. Los nervios me tenían el estómago más revuelto que lo que habían logrado las ocho veces que nos subimos a la monumental montaña rusa del parque Asterix.

Por la noche, me comuniqué a casa.

—Hola, Père, buenas noches.

—¿Cómo está mi linda Princesa?

—Muy bien, Père, muy bien. Hemos paseado mucho.

—Me alegro mucho, Mika querida. ¿Ya estás lista para mañana?

—Sí, ya. Tengo listos mis uniformes y todo. La universidad es linda.

—¿Y qué has decidido sobre tu regreso a casa?

—Escucha, Père, mis temores y sentimientos continúan igual, pero he decidido luchar contra ellos. No sé si lo lograré, pero haré todo lo que esté en mis manos. Me quedo, Père. Espero estar haciendo lo correcto y espero no flaquear en mi decisión.

—Te felicito, hija mía. Me siento muy orgulloso de ti. Por supuesto que lo lograrás, ya lo verás. Eres más fuerte de lo que crees.

—Gracias por tu apoyo y por todo lo que representas en mi vida.

—Mika, te deseo lo mejor en tu entrada a clases. No sólo por lo importante que será mañana, sino por lo que constituye para tu vida futura. Será una experiencia maravillosa. Confía en tu padre.

—Gracias por tus buenos deseos, Père, pondré lo mejor de mí misma.

—Llámame mañana para que me platiques cómo te fue, ¿sí?

—Lo haré, no te preocupes. Hasta mañana.

—Adiós, Princesa hermosa.

Lunes 17 al jueves 20

Mientras terminaba de arreglarme, poco antes de las siete de la mañana, Elena me veía desde mi cama. Tenía la costumbre de cambiarse a mi cama, nada más levantarme yo... cosa que me encantaba que hiciera.

—Nos vemos, Pupet querida. Deséame suerte.

Rápidamente, Elena se levantó de la cama para correr a abrazarme. Como ya se había vuelto costumbre, su aroma y el contacto con su cuerpo, me descompuso a pesar de los nervios que sentía ante mi inminente entrada a clases.

—Claro que sí, Micha, te la deseo con todo mi corazón —me dijo, emocionada—. Pero no la necesitarás. Tienes la madera para llegar a ser la mejor chef del universo, y lo serás, te aseguro que lo serás —se colocó detrás de mí y me giró hacia el espejo—. Mírate, nada más, vestida así, lo pareces. Y si no la mejor, la más hermosa ya lo eres —concluyó, entrelazando sus dedos con los míos mientras rodeaba mi cintura con ambos brazos al mismo tiempo que fijaba su mirada en la mía a través del espejo.

Me dio dos sonoros besos y me fui a vivir la aventura de mi vida, con la fortaleza infundida por su abrazo y envuelta en la miel de su mirada.

Los primeros días fueron una vorágine. Nuevos profesores y nuevos compañeros que conocer, rutinas a las cuales adaptarse, la perspectiva de una profesión que supera, en la realidad, las expectativas creadas, los primeros trabajos escolares. La locura, en fin. Elena pasaba por mí a la salida de mis clases y pasábamos el resto de la tarde juntas, terminando de conocer los atractivos de la ciudad. Llegábamos a la pensión muertas de hambre y de cansancio, pero felices.

Yo, a mi vez, empecé a ser optimista respecto de mi futuro. La universidad me gustaba y ahora tenía en Elena una amiga incondicional que, aunque sabía que pronto se iría, su alejamiento sería solo geográfico y siempre estaría en mi corazón. Pero necesitaba decírselo y no encontraba la manera.

Elena me avisó, el miércoles por la mañana, que la celebración de mi cumpleaños estaba lista. Que me preparara para el viernes a partir de las siete de la tarde, con vestido de cóctel. Ella había visto mi guardarropa y sabía que tenía uno muy adecuado, pero como ella no, dedicaría esa mañana a recorrer tiendas para adquirir el suyo.

—¿En qué consistirá la celebración, querida Pupet? —pregunté curiosa.

—Ah, eso no te lo voy a decir. Será una sorpresa. Yo te prometí algo espectacular y lo cumpliré, pero, por hoy, no sabrás más.

—Dime, Lelena, por favor —insistí, mimosa.

—Dije que no. No seas curiosa.

Y de ahí no la saqué. En mi fuero interno, deseaba que “Lelena” hubiera planeado una celebración más tirando a lo romántico que a lo festivo, porque, en ese momento, tomé una resolución: mi auto-regalo de cumpleaños sería vencer mis miedos ante Elena y declararle mi amor. Ya sería cuestión de ella si me aceptaba o no, pero yo no dejaría pasar la oportunidad. Claro que una cosa es pensarlo y otra hacerlo, pero… ya se me ocurriría cómo lograrlo sin perder la cordura en el intento.

Viernes 21

El viernes llegó por fin. Cuando vi a mi ángel arreglada con su vestido nuevo, peinada con su cabello suelto sobre los hombros, ligeramente maquillada y sostenidas sus espléndidas piernas por dos hermosos zapatos de tacón, estuve a punto de morir de un infarto.

El vestido, color hueso con ribetes dorados, delineaba con precisión su perfecta figura; sus proporcionados pechos, su esbelta cintura y sus magnificas caderas se dibujaban con finura gracias al corte de la prenda. El diseño básico, estilo topless, era roto intencionalmente con una sugerente banda de tela amplia que rompía totalmente el trazo, desde el hombro derecho, en diagonal hasta la cintura, dejando desnudo y a la vista el dorado hombro izquierdo de mi amada. El vestido alcanzaba a cubrir sólo hasta la mitad de sus esculturales muslos, dejando a la imaginación placeres insospechados. Elena, además, portaba el atuendo como una diosa, dejándome sin respiración.

Yo, tampoco me veía mal, debo reconocerlo. A donde tuviera pensado mi Pupet llevarnos, íbamos a causar sensación.

—Estás guapísima, Pupet. A donde vayamos, vas a causar furor —le dije, admirándola con amor.

—Tú no te quedas atrás, Michela, te ves espectacular —me contestó, también con galantería—. ¿Estás lista? Paulette me hizo favor de pedirnos un taxi.

—Vámonos pues —dije emocionada.

—Al Hotel Ritz en La Place Vendôme, s'il vous plaît —ya en el taxi le dijo Elena al chófer, en un francés bastante aceptable.

“¿Al Ritz?”, pensé ilusionada, “Es la catedral de la alta gastronomía francesa. El legado viviente de Auguste Escoffier, el chef más famoso de la historia. ¿Que tendrá en mente mi muñequita?”

Poco tiempo después, entrábamos por la legendaria puerta giratoria del Ritz París, lo que para mí significó entrar en un mundo de fantasía. Elegancia y refinamiento se sintetizaban discretamente en una atmósfera cálida e íntima. Con toda seguridad, ostentándose como absoluta conocedora del terreno, mi Pupet me condujo hasta la clásica, elegante y luminosa sala, situada bajo un inmenso techo con efecto trompe l'œil, que alojaba el Restaurante l’Espadon. “Dios mío, el templo del mismísimo Escoffier.” Definitivamente, Mi Muñeca no pudo elegir mejor lugar para celebrar mi cumpleaños.

El distinguido mâitre del lugar nos recibió con elegante cortesía.

—Good evening, Miss Machado, welcome to The Ritz. Your table is already waiting for you.

—Thank you, very much, monsieur —contestó mi Elena, en perfecto inglés, revelándome una faceta desconocida de su personalidad.

Fuimos conducidas por el mismo mâitre a una primorosa mesa para dos personas, con sillas de brazos.

—Dime si no se parece a Pepé le Pew —comentó Elena, divertidísima—, el zorrillito francés de los dibujos animados, que vivía eternamente enamorado de la gatita negra.

—No tienes perdón, amiga —contesté, muerta de risa, sobre todo por lo atinado de la observación—, nadie escapa a tu mirada crítica.

El mismo Pepé le Pew nos trajo los fastuosos menús. Sin preguntarnos, haciendo gala del servicio inigualable que caracteriza al Ritz, a Elena le trajeron la carta impresa en inglés, mientras que a mí me la ofrecieron en francés. A diferencia de lo que podría esperarse, la cantidad de platillos ofrecidos era muy reducida, pero sumamente selecta.

—Es diferente a lo que comimos el otro día en los Jardines de Luxemburgo ­—me comentó Elena sin despegar la vista de su carta. Yo sólo tenía ojos para admirarla.

—Ciertamente —le contesté—. Aquella es la típica cocina provenzal. Aquí encontrarás lo que se conoce como cocina clásica francesa o haute cuisine , o sea cocina de autor.

—¿Qué cenarás, Micha linda?

—Mira, no creo poder comer mucho, así que me limitaré a un plato principal —le contesté sin confesarle que las mariposas que revoloteaban en mi estómago difícilmente me permitirían ingerir algo más—. Los Tournedos Rossini, creación de mi ídolo Escoffier, serán mi selección. ¿Qué tienes en mente para ti?

—Yo también optaré por un sólo plato, pero yo prefiero pescado. Creo que elegiré el lenguado a la mantequilla.

Cuando el mâitre d’ hôtel se retiró con nuestra orden, no pude dejar de pensar, con orgullo, que mi querido Armand Dubois, el mâitre del restaurante de mi padre, no le pedía nada a éste en distinción, cortesía y vocación de servicio.

Pero, rápidamente dejé de pensar en otra cosa que no fuera la beldad que tenía enfrente. Elegante, dotada de una hermosura indefinible, con la mirada más estremecedora de cuantas haya yo conocido y con los labios más besables del universo. Me encontraba observándola embelesada, cuando dirigió su mirada de miel hacia mí, pillándome infraganti en su contemplación.

Durante algunos instantes, me miró reflexiva y cariñosa.

—¿Estas satisfecha, Michela? —preguntó, tomando mi mano—. ¿Es más o menos lo que esperabas para celebrar tu cumpleaños?

—Es mucho más, Pupet querida —le contesté, cálidamente emocionada—. Es maravilloso que me hayas traído aquí, de verdad. ¿Cómo lo lograste? “—pregunté, sorprendida, a sabiendas de lo difícil que era conseguir una reservación en esas fechas en el prestigioso lugar.

—Huy, tú déjame en un lugar donde hablen inglés o español, y yo siempre podré —expresó con entusiasmo, guiñándome un ojo.

—Pero, ¿cuánto te está costando todo esto?

—Ja, eso no te lo voy a decir —me contestó, juguetona—. ¿Qué te importa a ti ese dato?

—Pues sí me importa, porque te debes de estar gastando una pastota, por lo que me siento incómoda.

—Por eso no te preocupes, Micha querida. Cerca de mi casa, se encuentra uno de los jardines zoológicos más importantes del mundo, el Loro Parque, que es todo un concepto de parque temático. Llevo ya dos veranos trabajando en su delfinario, así que tenía mis ahorritos para este viaje, no te creas.

—¿Delfines? ¡Qué pasada! —exclamé, percatándome de estar usando expresiones aprendidas de la misma Elena—. ¿Tú los entrenabas?

—Nooo. ¿Cómo crees? Eso me gustaría mucho —me contestó Pupet, riendo con esa alegría que me liquidaba—. Yo estaba en atención a visitantes y en venta de suvenires. Donde me necesitaran. Pero me hice amiga de la entrenadora en jefa y, cuando no había función, muchas veces me dejó nadar con los delfines.

La alusión a la amistad con la entrenadora de delfines, la que imaginé joven, de buen cuerpo, bronceada y vestida permanentemente con bañador de fantasía, no dejó de ponerme celosa.

—¿Y cómo es convivir con delfines? —pregunté, tratando de desechar mis torvos pensamientos.

—Es hermoso. Son los animales más listos y simpáticos que hayas conocido —explicó, con gran entusiasmo.

—Dicen que son más inteligentes que los primates.

—Bueno, sí. Un pelín más y casi serías tan inteligente como ellos. Lo de simpática, eso sí, como que te falta un trecho— dijo, arrugando su naricita en señal de duda.

—¡Óyeme, tarada! —reaccioné, fingiendo enojo y amagándola con una bofetada.

—¡Auch! Con la ventaja de que los delfines no tienen brazos ni manos para tirar cachetes— siguió Elena la broma.

—Ya te visualizo sudando la gota gorda, enfundada en una botarga de terciopelo en forma de delfín, mientras que el termómetro marca 30º C a la sombra, pregonando tu mercancía: “Lleve su delfinito de plástico de recuerdo. Llévelo. Sólo cinco duros” —me burlé, sosteniéndome el estómago por la risa que me provocó el cuadro imaginado.

—Pues para que lo sepas —reviró Elena, muy digna—, mi uniforme consistía en una minifaldita y un topcito muy sexy que me quedaban divinos. Recibí más proposiciones este verano que las que tú recibirás en tu vida.

—No lo dudo, Pupet. Me hubiera encantado verte —le contesté, ya con seriedad—. De verdad que aprecio con toda mi alma que hayas destinado tu personal esfuerzo para agasajarme así.

—Y espera a que veas tu sorpresa —añadió, sonriendo con picardía.

—¿Otra sorpresa? ¿Qué es? —pregunté ingenuamente, a sabiendas que no me diría nada. Sólo me contestó con una sonrisa y un pucherito enigmático.

La cena transcurrió en forma encantadora. El deleite gastronómico, el legendario ambiente, el seductor romanticismo aportado por la belleza del lugar, por la iluminación, por la música, por todos los detalles y, sobre todo, la presencia de Elena, hicieron de esa velada el mejor cumpleaños de mi vida.

Mi nerviosismo inicial impuesto por lo que sabía no podía posponer después de hoy, se desvaneció ante la consciencia de que, definitivamente, no deseaba estar en ninguna parte que no fuera ahí, ni con nadie más que no fuera ella .

Cuando los camareros retiraron los platos, Elena sonrío enigmática y me dijo:

—Aquí está tu sorpresa.

Un atento, y hasta guapo francés, vestido de Chef de Cuisine y ostentando varias condecoraciones, se acercó a nuestra mesa.

—¿Micaela? —dijo, dirigiéndose directamente a mí —. Muy feliz cumpleaños, te deseamos todo el personal que trabaja en las dependencias de cocina de El Ritz París. Soy Michel Roth, Chef Ejecutivo del Hotel.

Por supuesto que me quedé sin habla, por lo que M. Roth prosiguió:

—Sé que te encuentras en nuestro país estudiando gastronomía y quieres llegar a ser una gran chef, por lo que tu amiga, Mlle. Machado, consideró oportuna una visita guiada a nuestras instalaciones. Créanme, pocas personas tienen ese honor, pero si así contribuyo a que una futura colega logre ser una artista en este ramo, será para mí un privilegio el ser su guía. ¿Gustan acompañarme? —preguntó, ofreciéndonos galantemente sus brazos.

La visita duró un poco más de media hora y para mí fue como visitar el cielo. Una vez terminada, el propio Chef Roth nos acompañó directamente hasta nuestra mesa

—Encantado de conocerlas, señoritas —dijo, haciendo una ligera reverencia—. Micaela, aquí siempre tendrás un amigo, así que la ayuda que necesites, académica o gastronómica, no dudes en acudir a mí. Aquí tienes mi tarjeta. En unos momentos les traerán una charola de frutas y quesos y una copa de champagne para cada una, cortesía de la casa. Feliz cumpleaños nuevamente, Micaela. Sigan disfrutando de su permanencia en El Ritz Paris. Buenas noches.

Me quedé totalmente alelada viendo el pedacito de cartón que acababa de recibir. Una vez que recuperé el habla, me vino el efecto contrario: me puse hablar como loquita y sin parar acerca de la experiencia vivida.

—¡Qué felicidad haber vivido esto, Pupet! ¡Es una de las cocinas más importantes del mundo! ¿Te fijaste cómo está distribuidos los espacios y cómo están organizados los procesos? —y empecé a atosigar a Elena con detalles técnicos, ininteligibles seguramente para ella, presa de mi infinito entusiasmo.

Mi querida amiga me miraba con profunda satisfacción, seguramente percibiendo que sus esfuerzos no habían sido en vano y que si había deseado hacerme feliz con un obsequio original, lo había logrado con creces.

—Cuando regrese al restaurante de Père voy a tratar de instrumentar todo lo que he visto aquí —continuaba mi cháchara, cuando, apenada, me di cuenta de lo extremo de mi proceder— Ya me callo, ¿verdad? Discúlpame, Pupet, pero es que estoy demasiado emocionada y en extremo feliz.

—De eso se trataba, Micha, de una celebración espectacular. Estoy tan contenta de haberte dado este momento de felicidad.

—Gracias, Pupet, muchísimas gracias —dije, emocionada—. Eres maravillosa. Cuando dijiste que tú siempre podrás, lo decías en serio, ¿verdad?

—No sabes lo que me costó camelarme a Pepé le Pew para lograr el acceso a Monsieur Roth —platicó Elena, con cara de angustia fingida.

—Eres una verdadera maga al haber logrado todo esto sólo para mí. Te lo agradezco infinito.

—No tienes nada que agradecer, Micha. Es apenas lo que merece una entrada a la mayoría de edad y una pequeña muestra de todo lo que la vida tiene, en el futuro, para ti.

Antes de que pudiera darle el abrazo al que mis impulsos me arrojaban, fuimos interrumpidas por el camarero que trajo la fruta y los quesos para dar paso, inmediatamente, al sommelier en jefe que nos sirvió sendas copas de champagne.

—Salud, Michela —dijo Elena, solemne, una vez que nos quedamos solas—. Brindo, no por tus dieciocho, sino por los muchos que vendrán a partir de hoy en los que, estoy segura, forjarás una vida maravillosa. Ya lo empezaste a hacer, continúa poniendo tus metas altas y consíguelas.

—Yo brindo por haberte encontrado. En ti hallé a la mejor amiga que he tenido, a la persona más hermosa en cuerpo y alma que haya conocido y que ha logrado salvarme de mí misma. Gracias, querida Pupet. ¡Salud!

Después de chocar nuestras copas y de dar un sorbito al espumoso vino, Elena sacó de su cartera un hermoso estuche con los colores y el logotipo de la Casa Cartier, situada a unos cuantos metros en esa misma plaza.

—Te tengo otro regalo —dijo, apenada, deslizando el estuche hacia mí.

—¿Otro regalo? Pupet, no merezco tanto. ¿No crees estar exagerando?

—Bueno, este regalo es para las dos. Ábrelo.

Con cierta certeza acerca del contenido, abrí con lentitud el lujoso empaque. Sorpresivamente, no me encontré con una pulsera como la que había admirado días antes en los aparadores de la joyería, sino que hallé dos de ellas, idénticas, apoyadas sobre su cama de terciopelo. La única diferencia entre ambas era el nombre grabado en la placa destinada para ello: Micha , decía una, Pupet , la otra.

—Micha —dijo Elena, ruborizada—, estas dos semanas he aprendido también a valorar tu amistad como una de las mejores cosas que me han sucedido. Mañana me voy, pero no quiero que esto que hemos construido y que siento precioso en mi corazón, se pierda como recuerdos de un nebuloso verano. Quiero que estas pulseras simbolicen la solidez de nuestra amistad. Una es para ti y la otra es para mí. Elige la que prefieras.

Un choque eléctrico sacudió mi espíritu. Elena, en su perfecto papel de hechicera, me estaba tendiendo una trampa. O eso quería yo creer. Si consideraba su amistad como eso, nada más, elegiría la pulsera Micha , que era la que lógicamente me correspondía. Por el contrario, si mi corazón sentía una inclinación más allá de la amistad, optaría por Pupet , pero ello me delataría. Si mi impresión era correcta, Elena arriesgaba mucho, pero me estaba forzando a mostrar mi juego.

Yo, por supuesto que hacía días que anhelaba este momento, así que, con el alma henchida de gozo, resolví meterme de cabeza en su trampa.

Pupet —le dije, mirándola a sus temerosos ojos y tomándola de la mano— Yo no puedo andar por la vida ostentando el nombre de alguien que no me ama en la misma forma que yo. Así que antes de resolver qué pulsera conservaré, necesito saber si tú me amas, como yo te amo a ti. Debes saber que estoy perdidamente enamorada, de tu mente, de tu risa, de tu bondad, de toda tú. Llevo días sin dormir pensando cómo decírtelo y ahogada en dudas sobre si sería remotamente correspondida y si podría luchar contra Amir por un pedazo de tu corazón. Ya había decidido que no podía dejar que te fueras sin decírtelo. Si te he ofendido, discúlpame. No lo volveré a mencionar y mi amistad seguirá incólume.

Con lágrimas en los ojos, mi Pupet sonrió y con delicadeza, tomó la pulsera marcada con Pupet y la puso con suavidad en mi muñeca izquierda. Luego, procedió a ponerse a Micha en la suya propia.

—Te amo, Micha –me dijo, con la voz casi colapsada por la emoción—. Por supuesto que te amo, con todo mi corazón.

—Vámonos, Ma Petite Poupée —le dije mientras, con suavidad, depositaba fugazmente mis labios sobre los suyos.

El regreso en taxi a la pensión lo hicimos en absoluto silencio. La magnitud de las emociones vividas, adicionada de nuestra total inocencia e ingenuidad, nos dejaron sin palabras. Sólo nuestras manos, entrelazadas, transmitían la intensidad de nuestra excitación, la cual se percibía absolutamente llena de dicha.

Ya en nuestra habitación, Elena se quitó sus elegantes zapatos de tacón, se dirigió a la ventana y entreabrió la cortina para otear hacia el infinito. No pude determinar quién estaba más nerviosa de las dos.

Yo me senté en mi cama con la boca seca, el corazón latiendo a mil pulsaciones por segundo y con temor de arruinar el momento. Quería que fuera perfecto. Contemplé la escultural figura de Pupet enfundada en su vestido nuevo, con su castaño cabello cayéndole hermoso sobre su espalda, pero dejando a la vista sus sensuales hombros desnudos. Su espalda hacía línea de continuidad con sus caderas y nalgas perfectas, dando nacimiento a sus espectaculares piernas, cubiertas hasta medio muslo por su sexy atuendo. ¡Cómo la amaba y cómo la deseaba!

—¡Pupet, amada mía! —le dije, temblando de excitación—, ven y siéntate junto a mí.

Con lentitud, Elena se giró hacia mí y me dedicó la más seductora sonrisa de todas aquellas con las que me había conquistado durante estos días. Caminó sensualmente hacia mi persona y al encontrarse a mi alcance, me tendió su mano mientras su rostro mostraba un indudable gesto de adoración. Se sentó junto a mí, con su cadera haciendo contacto con la mía, sin soltar mi mano y sin retirar la profundidad de su mirada de mi rostro.

—Pupet, hermosa, ¿te digo un secreto? El beso que te di cuando salimos del restaurante, puede decirse que fue mi primer beso.

—¿De veras, Michela? —preguntó Elena con escepticismo.

Con la cabeza, reforcé afirmativamente mi dicho, lo que provocó una gran sonrisa en ella.

—Pues yo opino —continuó mi Pupet con picardía—, que ese no vale. Fue muy fugaz para ser un verdadero beso.

Hecha un manojo de nervios, fui acercando mi rostro al suyo y acercando mis labios hacia los entreabiertos objetos de mi deseo que eran los suyos propios. Sólo se escuchaban nuestras respiraciones y, antes de cerrar mis ojos, pude apreciar cómo mi amada hizo lo propio. Disfrutando de su aliento, por fin apoyé mis sedientos labios sobre la boca más sensual de lo que había yo imaginado en mi vida, estremeciéndose mi cuerpo con el choque provocado por las sensaciones de besar al fin a Ma Petite Poupée.

Al principio, fue solamente un leve toque, pero poco a poco se fue intensificando la presión y el roce, perdiendo mi conciencia el control de mis acciones. Después de un tiempo infinito, me separé de ella para poder sentir su mirada. Cuando abrió los ojos, lo que pude apreciar en sus cristalinas profundidades me lleno de emoción. Mi Muñequita, estaba segura, me amaba tanto como yo a ella.

—¿Habías besado a una chica alguna vez? —pregunté curiosa.

—Nunca, Micha querida —me contestó, viéndome amorosamente, y con apenas un susurro.

Y cambiando de posición para colocarse directamente frente a mí y con la boca entreabierta, se apoderó de mis labios, mientras con una mano acariciaba mi mejilla y con la otra abrazaba mi espalda atrayéndome hacia ella como para no dejarme ir nunca. Nuestras lenguas salieron a conocerse, tímidamente al principio pero, una vez acreditadas, nuestra pasión acumulada las hizo enfrentarse en una erótica danza sin fin.

—Micha, Micha, te amo. Te amo, no sabes cuánto.

—Pupet, mi Pupet.

Con precaución, como si quisiera tantear un terreno desconocido, fui haciendo realidad mis fantasías de las últimas semanas; mis manos temerosas experimentaban, por vez primera, las delicias que proporciona acariciar la piel de otra mujer, conocer su textura y su calidez. Con timidez, acerqué mi mano a uno de sus pechos y lo toqué, apenas, a través del vestido. ¡Qué sensación, Dios mío! Superaba, con creces, todo lo que yo hubiera podido imaginarme acerca de palpar un cuerpo femenino. Su reacción fue instantánea, suspiró intensamente y acercó su cuerpo para incrementar el contacto. Al mismo tiempo, asumo que sus deseos se encontraban en línea con los míos, porque Pupet venció también sus escrúpulos iniciales, e inició sobre mí una palpitante exploración.

El contacto del cuerpo de Elena con el mío me encendía cada vez más. Las sensaciones se acumulaban y yo no podía procesarlas. En todo momento creía que mi nivel de excitación había llegado a su punto máximo, cuando al minuto siguiente sus manos, sus pechos, su lengua, sus labios o su aliento, enviaban una señal más a mi apremiada libido.

La sacudida superlativa vino cuando, con voluntad propia, mi mano libre se apoyó en uno de los muslos de Mi Muñequita, cuyo vestido dejaba al desnudo. Esos muslos se habían convertido en mi obsesión, ya que con la costumbre de Elena de usar vaqueros todos los días, a todas horas, sólo los podía vislumbrar fugazmente cuando veía a Pupet en braguitas, poco antes de dormir. Así que ahora, el contacto me estremeció. Su piel era suave y cálida y trasmitía intensos relámpagos de erotismo que invitaban a seguir acariciando tal maravilla. Evidentemente, lo que yo sentía tenía su eco en Elena, porque su respiración se volvió entrecortada y sus besos eran cada vez más demandantes.

Mi mano adquirió vida propia y recorrió la erótica vía hasta casi la rodilla, para luego regresar, acariciando sólo con yemas y uñas, la cara interna de ambos muslos hacia la tierra prometida. Simultáneamente, tomé con mi otra mano a Elena de su espalda y empecé a besar con locura y fruición sus mejillas, sus orejas, su cuello y su hombro desnudo. El aroma y suavidad de su piel casi me vuelven loca de voluptuosa embriaguez.

Cuando mi mano alcanzó su monte de Venus, cubierto apenas por la delgada tela de sus ya húmedas braguitas, apoyé mi palma en toda la extensión de su sexo, lo que provocó un dulce gemido de mi diosa. Como respuesta, volví a besar su boca e inicié un sensual masaje a través de su prenda íntima con la única intención de darle placer, supliendo mi inexperiencia por mis instintos aguzados por mi propia excitación.

Con delicadeza, pero presa de un ardor incontrolable, retiré la tela de la braga para tener acceso directo al sexo de mi amada. ¡Dios, mío, qué sensación! La calidez y suavidad del húmedo templo me hicieron temblar. Totalmente depilada, la zona genital de Elena era el pináculo soñado. Sin disminuir la intensidad de mis besos, recorrí con dos dedos sus labios mayores y los abrir para dejar al descubierto el capuchón de su rosado botoncito. Cuando lo empecé a masajear, Elena nada más se estremeció, lo cual me impulsó a continuar por lo que me aventuré hacia la entrada de su vagina.

— Mich —me dijo mi amada, interrumpiendo el beso y mirándome a los ojos—, ésta sería mi primera vez.

—¿Eres virgen, Ma Pupet? —pregunté con ternura.

Elena sólo asintió con la cabeza.

—Yo también, amada mía, yo también —le dije, con la sonrisa más delicada que pude lograr—. Prometo no hacerte daño.

—No me tienes que prometer nada, amor mío. Yo soy tuya, totalmente tuya.

Y diciendo esto, se puso de pie ante de mí y, en un acto de total entrega que me dejó extática, se despojó ceremoniosamente de su vestido y de sus bragas, quedando totalmente desnuda permitiéndome admirar, por primera vez, la verdadera magnitud de su belleza.

La tomé de la mano y tiré de ella hacia mí para acostarla en mi cama como una verdadera ofrenda en el altar del amor. Me puse de pie a mi vez y en reciprocidad a su gesto, me quité el vestido, quedando en sujetador y tanga. Me recosté junto a ella y con mirada, ya de lujuria total, la besé con una pasión incontenible. Mi pequeña Muñequita recuperó la pasión instantáneamente y respondió a mi beso con intensidad, abrazándome con sus dos manos. Nuestras pieles, ya en contacto directo, ardían enfebrecidas.

Yo aproveché su desnudez para empezar a besar cada parte de su cuerpo. Su cuello y sus hombros fueron blanco de mis besos. Sus pechos, firmes, hermosos, perfectos, me atrajeron como las flores a las abejas. Con ambas manos los acaricié hasta alcanzar las rosadas aureolas y los erectos pezones a los que me deleité dando delicados pellizcos hasta que fueron alcanzados por mis labios y fueron besados, lamidos y sorbidos. Elena, con los ojos cerrados, sólo movía su carita y se mordía los labios acusando el placer que estaba sintiendo.

Lo que me faltaba de experiencia, lo suplí con imaginación y las expresiones, gemidos y jadeos de mi Pupet me indicaban que lo estaba haciendo bien. Como si de ello dependiera mi vida, me concentré en el placer de Elena. Besé y lamí su vientre y su ombligo sin dejar de acariciar sus senos. Olí su vulva al pasar en mi viaje hacia sus muslos, los que besé y acaricié hasta que Elena los abrió, como involuntariamente, dándome acceso al maravilloso templo de su placer. Yo nunca había visto algo tan bonito como el pubis de mi amada, totalmente depilado, con el sexo rosadito, con los labios carnosos y sensuales, con un aroma que me encendió aún más, si eso era posible.

Con delicadeza abrí los labios mayores y apoyé mi boca en su vulva, deleitándome con las sensaciones. Recorrí con mi lengua toda la zona, desde el perineo hasta el clítoris, arrancando de Elena suspiros de placer.

—Mich, Mich, por favor no pares.

Obediente, continué sin detenerme hasta que, apretándola por las nalgas con mis dos manos, concentré mis orales esfuerzos en el erecto y sensible clítoris.

—Mich, Micha, Michela, amor mío. Sigue por favor. Ahí, sí —gritaba mi amor, hasta que obtuvo, en forma apoteósica, el primer orgasmo de su vida conseguido por la intervención de una persona diferente de sí misma.

Emocionada hasta casi las lágrimas por haber logrado el clímax de Pupet, me incorporé y me recosté a su altura, quedando mi cara a pocos centímetros de la suya. Con los ojos cerrados y sin haber recuperado plenamente la respiración, ella era la viva imagen de la sensualidad. Podía ya haber permanecido así, eternamente contemplándola, pero al sentir mi presencia a su lado, Elena abrió los ojos y me fulminó con una mirada de adoración infinita.

—Mich, te amo, no sabes cuánto te amo —me dijo con su hermosa y profunda voz de mezzo—. ¡Dios mío! Qué placer me has dado. ¿Por qué no lo hicimos antes?

—Tienes razón, amada Pupet —le contesté abochornada, mientras acariciaba su carita—, pero ¿te confieso una cosa? No estaba lista aún. Tuve que pasar un proceso complicado para llegar hasta aquí.

—Cierto. Me sucedió lo mismo. Tuve que obligarme a fijar el día de hoy como plazo límite —me dijo, pícaramente.

—¡Qué casualidad! Yo hice lo mismo, con profundo temor de que no sintieras lo mismo por mí de lo que yo siento por ti.

—Pues qué ciega eres, Michela adorada. Qué corta de vista, realmente. Ven acá.

Y ya no me dejó argumentar, porque estrechó mi espalda con ambos brazos y tiró de mí hacia ella para darme el beso más apasionado de todos los que me había proporcionado. Besamos y acariciamos nuestros febriles cuerpos por varios minutos. En un momento dado, casi al azar, mi Pupet soltó el broche de mi sujetador y se tomó el tiempo para, lentamente, dejar mis pechos al alcance de su dilecta mirada.

—Eres hermosa, Mich, me fascina tu cuerpo, me fascinas toda tú —me dijo mientras apoyaba mi espalda en la cama, invirtiendo nuestras posiciones.

Con intenso ardor, se avocó a la tarea de darme placer, recorriendo con su boca, lengua y manos todas las zonas sensibles de mi cuello y torso. Mis pechos y mis rosados pezones fueron la prioridad de los eróticos esfuerzos de mi Muñequita, que poco a poco fue bajando sus puntos de interés hacia mi hinchado sexo, aún cubierto por mi tanga de encaje, totalmente empapada.

Yo la dejaba hacer. Al principio la veía, fascinada de su belleza, pero después las oleadas de placer que me estaba provocando me obligaron a cerrar los ojos para concentrarme en las múltiples sensaciones táctiles que mi cuerpo ignoraba que existían.

Elena, ulteriormente, se atrevió a meter sus finos dedos entre los elásticos de mi tanga para tirar de ellos y quitarme la última prenda que me quedaba. Yo abrí los ojos y la ayudé, levantando las caderas. Su tierna mirada admiró mi zona púbica y puso la palma de su mano sobre el arreglado triángulo de vello rubio que la cubría.

—Qué preciosidad —dijo, embelesada—. ¡Es como seda dorada! Y su tacto es también como ella, sólo que cálida y húmeda.

Y sin decir más, empezó a oler y a besar todo mi monte de Venus hasta encontrarse directamente con mi ansioso clítoris que ya no hubiera resistido más la tensión de la espera. A partir de ahí, sus labios y su lengua se esmeraron en recorrer toda mi zona genital para acercarme paulatinamente a la frontera con el placer máximo.

—Ahhhh, Pupet de mi vida, por favooor…. —alcancé a murmurar, entre gemidos y suspiros.

Mi amada, obediente, atendió a mis ruegos intensificando sus esfuerzos. La punta de su lengua se convirtió en un incansable estilete, cuyo único objetivo era darme placer. Con mis puños tuve que estrujar las sábanas mientras mordía mi lengua para controlar, con escaso éxito, los gritos que proclamaban mi advenimiento a la culminación del éxtasis.

—Elena, mi Pupet, mi Muñequita, ¿qué me has hecho? —alcancé a preguntar, todavía sofocada por mi reciente orgasmo.

Como única respuesta, se replegó hacia mi cara nuevamente para darme a probar mi propio sabor en la copa de sus hermosos labios. En un momento dado, continuó acariciando mi sexo con toda su mano, recorriendo labios, y clítoris.

Yo, por mero acto reflejo, seguía aferrada a las sábanas y con los ojos cerrados y todavía sin fuerzas, así que me dejé hacer y mi cuerpo empezó a animarse nuevamente. Como respuesta, empecé con mis caderas a seguir su ritmo, buscando intensificar la estimulación.

Poco a poco, acarició mi vulva entera con su dedo índice, hasta que decidió, audazmente, iniciar una discreta penetración en mi lubricada vagina.

—Continua, Pupet, por favor. Se siente delicioso… Ahhhhhhggg —suspire, interrumpiendo momentáneamente nuestro eterno beso.

Apoyada en mis tobillos, levanté mis nalgas para darle a mi cuerpo la flexibilidad que necesitaba el ritmo que Pupet imponía. Ella sincronizó sus acciones como si sus pensamientos y sensaciones estuvieran acoplados a los míos, por lo que supo el instante preciso en que debía introducir un segundo dedo.

—Te amo, Mich, con todo mi corazón —dijo, dejando de besarme y viéndome dulcemente con sus ojos de miel.

Sólo sentí una pequeña molestia cuando la Luz de mi Vida aumentó la presión de sus dedos y mi himen fue rasgado. Después, mi Pupet se dedicó a dar masaje simultáneo a mi clítoris con el pulgar mientras friccionaba mis paredes vaginales, incrementando paulatinamente mis sensaciones hasta que no pude más y, arqueando todo mi cuerpo, estallé en un clímax saturado de gozo.

—Pupet, Pupet, Elena, amada mía… —alcancé a decir antes de caer rendida de placer.

—Te quiero, te quiero, te quiero —murmuraba Elena junto a mi oído.

Durante varios minutos permanecimos abrazadas, besándonos intermitentemente, con ternura, disfrutando del contacto de nuestros cuerpos desnudos y tratando de recuperar el ritmo normal de nuestra respiración.

—Te tengo un regalo —dije, rompiendo el abrazo y girándome hacia la mesa de noche. Del cajón saqué una cajita que le entregué emocionada.

—Para ti, Ma Petite Poupée, con todo mi corazón.

Con curiosidad, mi amada Elena abrió su regalo y extrajo el contenido: una cadena con un dije en forma de corazón, grabado con las palabras La Vie en Rose .

—No había querido entregártelo hasta estar segura de que me amaras como yo a ti —le dije, tomándola de las manos—. Ahora que lo sé, te digo que cada vez que oiga La Vie en Rose , tú estarás presente en mi corazón. Será nuestra canción.

Elena no dijo nada, sólo me besó con ternura infinita.

—Permíteme colocarlo en tu cuello, mi amor.

Una vez ubicado, el dije hacía que los hermosos senos de Pupet resaltaran, por contraste, en su deslumbrante desnudez, por lo que, presa de la pasión, me volví a perder en ellos, abalanzándome a besarlos y acariciarlos, lo que volvió a encender el fuego de la lujuria, tanto en ella como en mí.

—Mich —me dijo mi Mezzo, con la voz entrecortada por la excitación—, por favor, hazme tuya ya. Te lo suplico.

Epílogo.

Sábado 22

Con un desvelo monumental por haber pasado la noche en nuestros deliquios amorosos, y con el corazón saturado de tristeza, llegamos a la Gare d' Austerlitz, la estación desde donde partiría el tren que se llevaría a mi amada a Madrid.

Durante la mañana, mientras preparábamos el equipaje de Elena, habíamos llorado como magdalenas ante la inminente separación. Nos besamos, nos abrazamos y nos prometimos amor eterno. Después, el dolor fue tan intenso que ya no hubo espacio para manifestarlo. Cada una conocía la magnitud del sufrimiento de la otra y acordamos respetarlo sin hacer aspavientos.

Por ello, casi en silencio, caminamos por el andén cargando entre las dos su bolsa de viaje. Al llegar al vagón que le correspondía, dejamos las cosas en el piso y nos quedamos viendo fijamente durante varios segundos.

—¿Me vas a escribir, Pupet? —pregunté, tomándola de las manos.

—Por supuesto, amor mío. Y te llamaré cada que me sea posible. Pero prométeme que abrirás tu cuenta de Hotmail y conseguirás acceso a un ordenador con Internet para comunicarnos con frecuencia.

—Así lo haré, sin falta, vida mía.

—Perfecto, amor, yo lo realizaré llegando a la universidad.

—Seguramente en mi universidad también encontraré posibilidades para efectuarlo ahí.

—Adiós, Micha, amada mía. Júrame que verás hacia adelante sin sentirte derrotada.

—Te lo juro, Pupet. Tu amor me dará fuerzas. ¡Tengo tanto que agradecerte! —dije ya con lágrimas en los ojos.

—Sin llorar, Mich. Lo prometimos.

—Pupet, el próximo verano tengo planeado conocer La Lorena, la tierra de mi abuelo. ¿Irías conmigo?

—Pensé que no me lo pedirías, malvada Michela —me contestó sonriendo—. Por supuesto que vendré. Y si puedo alguna otra fecha, vendré también.

—Yo igualmente buscaré todas las oportunidades posibles para visitarte en Cádiz.

—Usaré las vacaciones de primavera para trabajar y ahorrar mis pesetas para poder pasar juntas todo el verano.

—Ya serán euros, Pupet querida. Ya el próximo año compartiremos moneda y no perderás en el cambio.

—Cierto, se me olvida todavía esa circunstancia.

—Y si vas a trabajar en el delfinario, te prohíbo intimar con las entrenadoras guapas y seductoras —le dije, fingiendo rudeza.

—No te preocupes. La única mujer en mis pensamientos serás tú, Michela. Eres lo mejor que me ha sucedido en mi vida, eres la mujer a la que amo —y, después de una larga pausa, añadió—: Adiós, Micaela Curien. Sé feliz.

Y sin decir más, nos abrazamos fuertemente durante varios minutos, me dio un cálido beso en la boca y abordó el tren casi corriendo. El nudo que oprimía mi garganta, me impidió expresar nada.

Me quedé en el andén con los ojos empañados, hasta que el tren se perdió de vista. Después, salí de la Gare d' Austerlitz por el lado del río.

Caminé sin rumbo definido por la ribera del Sena, inhalando el fresco aire de un sábado parisino. Me sentía triste, sí, pero paradójicamente sentía el corazón lleno de optimismo.

Elena me había enseñado que la vida no tenía control sobre mí, yo era quien tenía control sobre mi vida. También, me había mostrado el camino para descubrirme a mí misma. Todavía me faltaba mucho, pero ya sabía hacia dónde ir. Y, lo más importante, me había revelado el camino del amor y, no sólo eso, me amaba. Todo lo cual era suficiente para ver el futuro con nitidez.

Disfrutando esa convicción, seguí el río por un largo trecho, deleitándome con una ciudad que había empezado a querer. Casi involuntariamente, comencé a cantar.

Quand Il Me Prend Dans Ses Bras,

Il Me Parle Tout Bas

Je Vois La Vie En Rose

Il Me Dit Des Mots D'amour

Des Mots De Tous Les Jours,

Et Ca Me Fait Quelques Choses

Il Est Entre Dans Mon Cœur,

Une Part De Bonheur.

Cuando me toma en sus brazos y me susurra con su voz profunda, veo La Vida en Rosa . Me dice palabras de amor y, con mi corazón en medio, convierte las palabras cotidianas en un pedazo de felicidad.”

Fin