Le hablo a mi amiga
Mi más querida amiga desapareció. Esta rueda da vueltas. Necesito volver a hablarle.
Golpeé la puerta insistentemente y no venía a abrirme, era el tercer día que esto pasaba, no quería que creyera que era un acosador, tan sólo quería que comprendiera.
–No está, salió hace unas horas –dijo la vecina asomando por su puerta al escucharme.
Internamente, lo sabía.
–¿Dijo a dónde iría?
–No, pero dijo que se iba de viaje unas semanas.
–¿Unas semanas? Vaya, muchas gracias –la despedí amablemente y salí por el blanco y pulcro pasillo, conteniéndome por no soltar un suspiro. Por un momento, me pregunté si estaría huyendo de mí, si había sido demasiado insistente con ella.
A veces hubiera preferido que esto fuera una de esas historias románticas de las películas, en que sales a la calle preocupándote de tus propios problemas, cuando de repente te detienes y, frente a ti, en medio de la multitud, esa persona que tanto añorabas aparece, ambos se abrazan y el mundo se detiene. Pero no, al mundo le gusta ser complicado, le gusta que las personas sufran por un largo trecho. De todos modos, no iba a negar que el tiempo en que había estado en su compañía se me había hecho infinito, infinitamente feliz, agradable, placentero, constructivo.
Habíamos hecho tantas cosas juntos, estudiar, trabajar, unirnos en algunos proyectos sociales, como esa vez en que, junto a un grupo de alumnos y con la ayuda de algunos profesores de la universidad, organizamos una gran colecta de caridad para reunir dinero, prendas de vestir y productos alimenticios no perecederos para repartirlos entre los más necesitados. Aquello había sido todo un éxito, habíamos obtenido tantas cosas que, después de repartirlo entre los barrios marginados, aún nos habían sobrado donativos y los entregamos a la iglesia, donde acabaron por subastarlos a su conveniencia, pero esa es otra historia, nosotros hicimos un bien.
A veces, en las tardes noches, nos reuníamos a cocinar. Bah, yo cocinaba, ella no sabía hacerlo –en realidad, creo que era falta de confianza en sí misma y falta de práctica, había probado algo de su comida y personalmente, creo que sabían bien–. Se paraba a mi lado y me observaba preparar los alimentos con ojos ávidos, me preguntaba los pasos y me ayudaba en cosas simples, mientras yo iba explicándole una a una las cosas que hacía, como en esos programas de cocina de la televisión. Ella lo disfrutaba, era muy tierna.
Es raro que una persona a los veinte años sea tierna, por lo general uno a esa edad ya está corrompido, con la cabeza en asuntos muy mundanos, porque ya ha visto la maldad del mundo y ha cometido algunos errores. Creo que esta pureza se debía principalmente a la sobre protección de sus padres, que la habían tenido durante gran parte de su vida en una especie de jaula de cristal blindado donde no recibía ninguna mala influencia o daño. Era una familia fuerte en su base y con muchos valores morales altos. Sus intenciones eran las mejores, tal vez su error fue no dejarle que aprendiera a luchar contra sus propios problemas. El resultado era este que yo estaba viviendo: cuando ella veía un problema, huía, lo dejaba todo atrás, actuaba como si nada de eso existiera, se encerraba en su burbuja de buenos deseos.
Paré un taxi y me subí para volver a casa, me froté la nuca y la base del cabello, con los ojos cerrados y relajándome un poco. Con que se había ido por unas semanas ¿en dónde estaría? Esperaba que ese tiempo le sirviera para pensar, esperaba que al menos se comunicara por sus redes sociales o por el teléfono. Mire mi celular y encontré dos mensajes de texto y tres de correo electrónico. Los cinco eran de trabajo. No, tampoco contestaba el teléfono cuando llamaba, desde hace tres días.
–Bien, deja que tu cabeza se enfríe –murmuré en voz baja mientras iba contestando a los mensajes.
No importaba qué tan tapado de trabajo estuviera, siempre me hacía un tiempo para estar con ella, porque ella siempre acababa necesitándolo. Cometí ese error que todos dicen no se ha de cometer: convertirme en el amigo o el hermanito, escuchar esa retahíla de problemas que las mujeres tienen y acompañarla en sus salidas. Me contó incluso intimidades, me contó cosas de otros que hubiera preferido no saber. Me enseñó lo que es tener una paciencia y una resistencia sobrehumana. Así de inocente era.
Mentalmente, me imaginé viajando a su lado, me imaginé yendo a casa, tomando ese bolso que tenía siempre preparado bajo la cama por cualquier emergencia e ir a toda prisa a la estación, darle esa sorpresa y viajar juntos. Imaginé como destino alguna de esas ciudades en que había vacacionado las últimas veces con amigos, eligiendo uno de los mejores hoteles para halagarla y luego salir a divertirnos. Tal vez si se ponía borracha, soltaría un poco la lengua y otras cosas. No, a quién pretendía engañar, si se ponía borracha, acabaría arrastrándola al hotel y dándole medicamentos para aliviar el malestar. Me diría, como otras veces, “gracias por quedarte conmigo, eres tan dulce, ojala hubiera más personas como tú”. ¡Carajo! ¿y yo que era? ¡Yo estaba aquí! ¡Siempre había estado! Y siempre quería estar. “No me dejes –me habría dicho–, me duele la cabeza, por favor, quédate a mi lado” y yo me habría quedado velando su sueño, preparándole un desayuno… ah, no, pidiendo desayuno al cuarto, si estábamos en un hotel. Sonreí ante la idea y me deprimí un poco en el fondo. Me quedé observando en silencio cómo el cielo cambiaba de los anaranjados tonos del atardecer a los violetas de la noche. Ojala hoy no fuera un día feriado, al menos tendría trabajo en el que ocuparme para no pensar ni sentir.
Hablé con el taxista del clima y de política, hablé un poco de mi trabajo, el viaje a mi edificio se hizo mucho más corto, pagué la tarifa y bajé frente a la puerta, aunque no tenía ganas de entrar. Ocho pisos de soledad, treinta departamentos de monotonía. Había gente, pero no lo parecía, tenía una buena relación con mis vecinos, pero no les hablaba demasiado. Mi mundo no estaba aquí, estaba de viaje en algún ómnibus.
–Ok, no puedes andar por la calle, a menos que quieras acabar muriendo –salió a flote un humor negro que usaba muy de vez en cuando. Entré, caminé en silencio hasta el ascensor, subí al sexto piso y puse la llave en la cerradura de mi puerta, viniéndome al instante el recuerdo de esa vez.
–¿Estás nerviosa? –le pregunté con tono sereno.
–No –contestó tranquilamente, pero era fácil notar el miedo en sus ojos, en su postura rígida y hasta en su modo diferente de comportarse.
Luego de que abriera la puerta, entró tras de mí, prácticamente pegada a mi espalda y metió la mano en el bolsillo de mi abrigo. Algo agobiante a veces, el miedo parecía una parte inherente de su vida, era su primera reacción ante todo, pero especialmente en esta situación. Si hubiera podido alargarlo un millón de años para evitarlo, tal vez lo habría hecho. “Va a salir corriendo en cualquier instante”, era mi único pensamiento, me daba un poco de gracia, aunque también me preocupaba. Cerré los dedos alrededor de su mano para darle seguridad y la miré brevemente. Su mirada era totalmente esquiva, sabía que ella era consciente de lo “ridículo” de su miedo y que de verdad estaba haciendo un esfuerzo para no huir. No en vano le pregunté como unas veinte veces si de verdad quería esto, pero se había metido en la cabeza la idea de que si enfrentaba a su miedo a la fuerza, este se iría. Interiormente, yo deseaba que esto ocurriera, pero tenía dudas. Estaba rogando que mi experiencia sirviera de algo. Mientras me quitaba el abrigo, volví a mirarla, ella buscaba con la vista algo que le distrajera, movió una de las sillas que estaba alrededor de la mesa de vidrio y se sentó con los codos sobre la pulida superficie y los dedos entrelazados, en silencio y con la vista baja. Le serví en un vaso jugo natural de naranjas, que era lo que ella siempre bebía y que le tenía preparado en una jarra en la nevera por si pasaba de visita, pero ni siquiera lo tocó.
“Saldrá corriendo o se pondrá a llorar”, pensé. No era descabellado, a veces tenía esas actitudes infantiles y más en este caso, nunca había superado ese gran trauma, ese terror a que alguien le pusiera una mano encima. La abracé por detrás del respaldo de la silla y le besé el castaño cabello ondulado. Permanecimos en silencio, me daba la sensación de que quería decirme algo, pero no se atrevía. Fui bajando con los labios hasta el borde de su oreja, su nuca y noté que dio un respingo, acompañado de una queja, se hizo a un lado y se puso de pie, respirando entrecortadamente y con una cara de consternación, abriendo bastante los ojos.
–No me mires como si fuera a comerte viva –le dije en broma, acercándome.
Rió un poco, forzadamente. Me hubiera gustado poder meterme en su cabeza, explicarle de algún modo que ese monstruo al que tanto temía no era tan grande como ella quería creer, era más, ni siquiera era un monstruo, era algo agradable, algo bueno. Le pasé una mano y la tomó, abrí la puerta de mi habitación y la guié dentro, tratando de no jalarla. Yo estaba alerta, esperando incluso que reaccionara violentamente, me había tomado el trabajo de leer un poco lo que les pasaba a las personas que tenían estos traumas. Para la mayoría de nosotros tener todas esas reacciones sonaba agobiante, molesto, incluso ridículo, pero para ellos, para ella, no era un chiste ni un juego, lo consideraba una agresión verdadera y hasta de los chistes verdes huía. Ella había sacado a patadas a más de un varón con poco tacto y había generado en muchos ignorantes la idea de que era lesbiana –es más, creo que casi la habían convencido de que lo era, pero yo sabía que no, en su computadora había fotos de hombres, no de mujeres–. Sabía que actuaba como un hombre para protegerse, a veces hasta hablaba como uno, pero yo le recordaba “eres mujer” y buscaba hacerla reír. Su rudeza no era constante, como dije antes, era tierna, a veces abrazaba a la gente, pero ella tenía que comenzar las muestras de afecto, si alguien intentaba dárselas –y en especial si ese alguien era hombre–, entonces se ponía esquiva.
Se sentó en la cama sobre el edredón verde, sacó el celular de su bolsillo y se puso a mirar algo, me senté a su lado, con las manos apoyadas sobre el edredón, la miré desde arriba y le pregunté qué hacía. Jugaba uno de esos juegos que se descargan por internet y me cuestioné si así seguiría. Tomé aire, me subí a la cama y me tendí en el colchón, con los brazos tras la nuca, observándola mientras ella seguía entretenida, sentada en el borde. Le dije que se tendiera y después de mirarme dudosa un momento, se tendió de espaldas, quedando más o menos apoyada sobre mí. No era raro, a veces nos recostábamos con la notebook a ver películas de miedo o de acción. Esta vez no le puse ninguna de esas porque sabía que usaría como excusa el miedo que sentiría. No, a diferencia de lo que cualquiera pudiera pensar, ella reaccionaba ante esos miedos con pánico y no permitía que se le tocara ni un pelo. Actué como si no le prestara atención, estaba tensa, pero noté cómo se iba relajando.
–¿No quieres ver algo más? –le susurré en un tono divertido, le gustaban los chistes porque me tenía confianza.
Ella sonrió con vergüenza y se dio la vuelta quedando de frente a mí, de modo que yo no podía ver lo que había en su pantalla, aunque sabía que estaba mirando porno, y del pesado. Aparentemente, desde la infancia tenía ese gusto morboso por la violación, no sabía si eso había contribuido a su trauma o si el trauma era la causa de que mirara eso, como una especie de proyección psicológica. Cualquiera que fuera el caso, parecía avergonzada de que yo supiera lo que veía. Era raro, pero no tan raro. Le mordí el borde de la mano, no me importaba que tardara un rato en hacerse a la idea, en algún momento tenía que soltar el celular y tenerla tan pegada a mí me puso duro, no era el único, pude sentir que se calentaba y adquiría ese aroma tan típico y atrayente. Le pasé un brazo sobre la cintura, apoyando la mano en la base de su columna y presionando un poco hacia mí. Soltó un quejido y mantenía la vista por debajo de mi cuello, pero no se quitó como antes. Le vi morderse el labio levemente, tal vez se lo estaba imaginando. Era un tic que tenía a menudo cuando le hacía algún chiste verde –sólo de los míos no huía–. La vi bajar una mano “discretamente” a su entrepierna y la presioné más hacia mí, ansiando que me pidiera que le masturbara yo. Bajé un poco el rostro a la altura de sus ojos y me dirigió la infame pantalla con su acalorado contenido. Alcé las cejas, sonriendo un poco y apretando más sobre la base de su columna. Era raro el video, pero instintivamente excitante, en un modo bajo, sucio, me cuestioné si ella diferenciaba el placer del sufrimiento –era llorica, no aguantaba bien el dolor de ninguna clase–, no creía que le gustase vivir lo que estaba viendo.
Mientras su video avanzaba, con movimientos lentos empecé a subir y bajar la mano de la mitad su columna a su redondo culo y como noté que se tensaba, le pasé el otro brazo bajo el hombro para poder rodearle. Pegué un momento mi frente a la suya, murmurándole que pensara en cosas bonitas, que no se asustara –por Dios, que bajara el celular de una vez–, que no tenía nada que temer, si yo estaba allí con ella. Bajó el celular dejándolo sobe la mesita, entonces aproveché para voltear despacio sobre ella de modo que la cubriera y en ese momento también se incorporó apartándome, diciendo “espera”.
“Sí, va a salir corriendo”, pensé en ese momento mientras dejaba que se levantara. Sabía que ni sueños húmedo tenía, puesto que cuando iban a comenzar, alguien aparecía por la puerta imaginaria, interrumpiendo a su onírica pareja. No hablaba mucho de eso, le daba pena también. Sabía que estaba muy caliente, ansiosa y confundida cuando me pidió que la follara –por eso me lo pidió a mí– y que ahora no sabía cómo lidiar con la situación. Tenía que evitar que se auto compadeciera y sobre todo, que huyera. Fui a traerla del baño, donde se había encerrado y lavado la cara, la senté en la cama y le besé la frente, mientras le pasaba la palma de la mano por la espalda. Empezó a decir “lo siento, lo siento”, como si hubiera cometido un pecado grave, lo cual sería raro, porque no era religiosa.
Ok, esto le incomodaría, le pregunté si se tocaba, escondió la cara en mi hombro contestando con voz de hilo un tímido “sí”, dijo que lo hacía con frecuencia. Como lo pensaba, no era ese el problema. Se quedó quieta y en silencio, me dio la impresión de que había quedado en shock, seguía acariciándole la espalda y volví a tenderla como estábamos antes, se acopló a mi cuerpo y dejó que le pasara el brazo sobre la cintura y de nuevo con la mano cerca de su trasero. Me pregunté si se dormiría –a veces, si no respondía las llamadas de la tarde, era porque se había dormido de tristeza o de miedo–. Liberé mi erección del pantalón, la apreté contra su vientre y tomé su mano para enseñarle cómo masturbarme. Estaba algo tensa, pero cedía, sus manos eran cálidas, suaves y ligeras, iba poniéndome más duro y algo ansioso, que bueno que a esto no le temiera. Tenía ganas de que me probara con esos labios de rosa, pero tal vez era pronto para pedírselo. Solté su mano para que ella siguiera sola y hurgué bajo su camiseta, masajeando sus senos, que pronto se pusieron duros y tibios, bajé el rostro y, sobre la tela, le apreté los pezones con los labios, sacándole unos gemido, era más sensible de lo que creía. Liberé sus jeans, se los jalé para ayudarle a que se los quitara, llevando también las bragas y la puse boca arriba. Tenía ojos de miedo ¿creería que era muy pronto? Levanté con la palma de la mano la parte inferior de su camiseta a la altura de su ombligo y hundí el rostro entre sus piernas separadas, en el acto se incorporó.
–¿Qué haces?
–Tú recuéstate –poniéndole una mano en el hombro, la empujé hacia atrás con la suficiente fuerza para que no se resistiera y quedando así para que no se levantara, probé con la lengua su salado sabor. Noté que se relajaba primero y se tensaba después, empezando a jadear y a mover levemente las caderas.
Traté con los dedos y noté que se revolvía un poco, se quejó de dolor, así que volví a lamerla mientras se iba abriendo para mí. Los quejidos pasaron a jadeos y éstos a gemidos, su vaivén de caderas se volvió más enérgico mientras me ponía las manos en los hombros, me hubiera gustado que no se contuviera. Seguía poniendo mi mano en su abdomen para evitar que se levantara.
Sentí sus fluidos, abrí su rosada vulva y noté lo pequeña que era por dentro, le dije cuánto le ansiaba y le mostré mis dedos humedecidos en ella para que notara que sentía lo mismo. Me subí de nuevo sobre ella para cubrirla, apoyando las manos a los costados y percibí de nuevo esa reacción de pánico. Si dejaba que se llevara por él, esto sería interminable, le quité la camiseta por sobra cabeza y me apoyé en las manos de nuevo para empujar dentro de su sexo.
–Soy bastante grande, va a dolerte hasta que se rompa –le advertí a sabiendas de que era virgen–. No me hagas fuerza.
Cerró los ojos y empezó a gemir de dolor, mientras trataba de empujarme por las caderas con ambas manos.
–Para, me duele… me duele, por favor, para… para… –casi lloraba.
Me apoyé sobre los codos, quedando más pegado a su cuerpo y comencé a susurrarle obscenidades bonitas para que se relajara un poco e iba preguntándole cómo se sentía. Su cuerpo disfrutaba, pero su cabeza parecía ida, lejos de mí, creí descubrir finalmente de qué se trataba. “No te veas a ti misma, no me veas a mí tampoco”, pensé mientras le pedía que se diera la vuelta, dándome la espalda. Quedó tendida de vientre, con las caderas levantadas y el rostro sobre el edredón, cubierto por su pelo. Luego de desnudarme, me incliné sobre ella, amoldándome a su cuerpo y sujetándola por la cadera hacia mí. Tomó un aire pasivo y tranquilo, el temor parecía haberse ido y gemía y jadeaba en voz baja y acompasadamente una vez que retomé las embestidas.
Era tan apretada y cálida que me corrí mucho antes de lo que me hubiera gustado. Ella no parecía haber llegado a un orgasmo, pero sí haber disfrutado lo suficiente, o al menos esperaba que así fuera. Ese pelo, no me dejaba saber si sonreía, si lloraba, si había cambiado… se lo puse tras la oreja, sujetándoselo sobre la nuca y con la excusa de besarle, aproveché para ver… que sonreía. Ah, qué bien. Se suponía que esto no se hacía entre amigos, ¿verdad? Pero asimismo, entre amigos había más confianza más… ¿intimidad? Le solté algunas bromas mientras le abrazaba quedando en posición de cucharas ¿estaba bien? ¿sentía dolor? Estaba mucho más relajada que cuando había entrado aquí.
Me dijo que se le hacía tarde y era hora de irse, no quería que se marchara y le insistí para que se quedara a cenar. Aceptó, pedí una pizza simple y comimos casi en completo silencio. Se atrevió a decir que le había gustado sentirme en su espalda que, como lo pensé, le daba seguridad. Miramos algún programa televisivo ligero, más cercanos físicamente que en otras oportunidades. Cuando el programa acabó, lo hicimos otra vez, y otra. Nos miramos otro video porno en la red, esta vez escogido por mí, algo muy de su estilo, algo… romántico. Y lo hicimos otra vez, le duré más y logró correrse, realmente lloró de gozo. Y eran como las seis de la mañana del sábado y lo hicimos otra vez, unas cinco veces. Frente al espejo, ella encima de mí, le enseñé unas cuantas posiciones, en su posición favorita le enseñé a tocarse.. Fue muy divertido descubrirle, se estremecía tan fácilmente y respondía tan bien… salvo cuando estaba de frente. De verdad prefería darme la espalda. Me provocaba una sensación sublime de respeto y unos finales luminosos. Y volvimos a vernos el miércoles, luego el viernes y el siguiente sábado, y el otro sábado. Salíamos a fiestas y luego volvíamos a mi casa con ganas de… hablar, hablar de cerca. Tenía alguna duda que consultar sobre sus estudios, lo hablábamos, tenía problemas con su familia lo… hablábamos. Así durante tres meses.
Me hallé boca arriba en la cama, masturbándome con el recuerdo, medio en la penumbra, como ella prefería. Luego de dejarme ir, de ver la luz, reconectarme y volver en mí, analicé la situación. Tres meses hasta que dejó de hablarme, primero dejé de verle hacía algo de una semana, luego, dejó de contestar las llamadas y desapareció de las redes. Tres meses, desapareció. Tres meses. Desapareció. No podía ser que la hubiera dejado embarazada ¿o sí? Le cuidaba. Iba a regañarme a mí mismo, cuando sonó mi celular. Era ella, mi más querida amiga, se oía sonriente y animada, me llamaba para darme la dirección de su hotel, por si quería ir con ella para volver a… “hablar”.