Lázaro, quédate

Un relato bastante largo. No he querido dividirlo. Es una mezcla de amor y misterio.

Lázaro, quédate

1 – Los planes

Mi jefe, como siempre, me enviaba a mí cuando había que hacer un viaje. El comercial no se enteraba demasiado bien de ciertos desplazamientos y acababa llevando las muestras al lado contrario. Esta vez había más razones; la carretera que llevaba hasta aquel lugar perdido estaba en obras. Debo de confesar que no me gusta viajar solo, pero me interesaba la parte extra que cobraría y llevaba radio además de teléfono.

  • Aquí tiene usted, Lázaro – me dijo el jefe -, el mapa con el camino trazado. Venga por la mañana temprano, a las ocho, para llegar a buena hora.

  • Imagino – le dije – que estas líneas que forman aquí una curva son el desvío.

  • Sí, sí – contestó sin mirar -, todo está señalado claramente.

Aquella tarde me fui a casa más temprano para volver por la mañana, preparé un buen traje y algunas otras cosas y me puse a repasar el mapa. No me pareció que estuviese tan claro, pero me limitaría a hacer aquel recorrido y, si no encontraba el lugar, me volvería sin molestarme demasiado.

Por la mañana hacía bastante frío y me puse una gabardina y al llegar a los almacenes entré en las oficinas mientras ponían las muestras en el maletero.

  • Haga usted hincapié – dijo el jefe – en que deben elegir en el momento y traerse todas las muestras. Cada plantón que lleva en esas cajas no tiene un precio para dejarlo de regalo.

  • No se preocupe – volví a salir de allí -, no es lo mío, pero procuraré convencerlos al momento.

  • ¡Ah! – me detuvo al salir -, recuerde que mañana no tiene por qué venir. Cada cosa tiene su recompensa.

El coche ya estaba casi preparado, así que me metí dentro hasta que terminaron la carga y me bajé luego a cerrar bien.

Mientras todo fue autovía no tuve problemas, pero viendo en el mapa que se acercaba el desvío, paré en una cafetería, pedí un café y le pregunté al camarero si el camino señalado era correcto. El hombre del bar lo miró con atención y se quedó un poco extrañado:

  • Mire, caballero – me dijo -, no recuerdo que por aquí haya una carretera. Deben haberla puesto mientras arreglan este tramo para entrar al hostal. Si no encontrase el camino, tome una carretera no muy ancha que hay hacia la derecha; esta (señaló en el mapa); observe cómo viene a salir a donde va usted.

Me pareció una alternativa buena y me sentí más seguro. Pedí otro café y me senté a mirar con sorpresa cómo comenzaba a caer una suave nevada.

Me despedí de aquel amable hombre y seguí adelante hasta que vi los avisos de un desvío. Todo parecía claro. A la derecha había una carretera de doble sentido que parecía la que estaba señalada en el mapa. Nadie iba ni venía por ella y comenzó a internarse en un bosque no muy espeso, pero todo gris. La nieve había empezado a cubrir el camino. Después de más de una hora de recorrido casi en solitario, me pareció que la carretera estaba cortada por una pila de maderos y ramas y mucha nieve. Me detuve allí y volví a mirar el mapa. Estaba en el punto en el que me había dicho el camarero del bar. A la derecha me pareció ver un cartel de un hostal y restaurante y, no demasiado lejos, por ese camino, se veían unas casas y algunas luces. Entré por allí hasta llegar a la casa más grande. Era como un hotel de madera; como una cabaña grande de montaña y parecía bastante visitada. En la puerta había cuatro coches y allí dejé yo el mío aún a riesgo de que los plantones se helaran.

2 – Un alto en el camino

El bar era muy acogedor y me quité la gabardina al entrar sentándome en una mesa cercana a una ventana desde la que veía el coche. Al momento, apareció un hombre muy amable a atenderme; me pareció el dueño del local.

  • Tomaría algo caliente – le dije -, pero ya me he tomado dos cafés. Aconséjeme.

  • Aún es temprano para el almuerzo, señor – me dijo -, pero tenemos un caldo muy caliente que puedo servírselo con unas pequeñas albóndigas.

  • ¡Vaya! – exclamé -, me abre usted el apetito. Póngame eso. Ya llegará el almuerzo.

Se fue el hombre muy rápidamente a servirme y me quedé extasiado mirando cómo caía la nieve. Supuse que la temperatura habría templado. Miré luego a la gente que estaba en el bar. Efectivamente, había cuatro familias. Unos tomaban un desayuno, otros un bocadillo… pero en una mesa había un chico leyendo un libro. Me dio la sensación de que me miraba más a mí que al libro y de que intentaba estudiar. Me miró y me sonrió. No es normal en mí, pero levanté el brazo y le saludé.

Vino el camarero con un tazón de caldo hirviendo con algunas albóndigas pequeñas. La verdad es que estaba delicioso y me hizo entrar en calor.

Cuando volví mi vista hacia afuera, la nevada se había hecho intensa. Intenté hablar con un camarero, pero no estaban allí. El chico me miraba preocupado al ver que algo me pasaba, se levantó y se acercó.

  • Hola, soy Héctor – dijo -; el hijo del señor que te ha atendido. Me parece verte preocupado.

  • Hola, soy Lázaro. Mira, Héctor, estoy preocupado – le dije -, pero sólo un poco. Es que, en realidad, ni siquiera sé dónde estoy.

  • ¿A dónde vas? – agachó la cabeza -; no quiero ser un cotilla.

  • ¡No, hombre! – le dije -. ¡Mira!, me han dado un plano para llegar a este sitio y me han dicho que tomara esta desviación, pero me he encontrado con que está cortada.

  • ¿Quién te ha dicho que tomes por ahí? – preguntó extrañado -. Esa carretera es la que está cortada. Pero siguiendo el camino que te ha traído al hostal, puedes llegar. Ahora bien, con esta nevada tendrás que subir una sierra por una carretera estrecha y, arriba, hay otra hacia la izquierda que baja hasta ese sitio. Si yo fuera tú… esperaría.

  • Verás, Héctor – no sabía como explicarme -, voy a llevar unos plantones que deben estar allí hoy y… bueno, son valiosos. Si se hielan me temo que voy a tener que pagarlos yo.

  • ¿Y no se pueden guardar en un sitio templado hasta que pase la helada? – se sentó a la mesa - ¿Valen más los plantones o tu vida?

Le sonreí y le dije que no cumpliría así mi misión.

  • Pues yo cumplo la mía aquí – dijo con naturalidad -. Debería estudiar en la ciudad, pero aquí me necesita mi padre.

  • Te entiendo – volví a mirar los copos de nieve -, pero posiblemente tenga que pagar este error.

  • ¿Error? – exclamó -. Te dicen que vayas por aquí y está cortado. No me parece que sea error tuyo.

  • ¿Piensas que tu padre sabrá alguna solución? – le dije -; no voy a volverme ahora sin entregar las cosas.

  • La solución que sabe mi padre – dijo desilusionado – es la misma que yo sé.

  • Pero… ¿Te importaría decirle que quiero preguntarle a él?

  • No te fías de mí, ¿eh, Lázaro? – me dijo dándome con el dedo en la barriga -; lo llamaré, espera.

Al poco tiempo apareció don Héctor padre, sonriente, y se acercó amablemente a mí.

  • Dice mi hijo que quiere usted preguntarme una cosa – bajó la voz -; estoy a su disposición, señor.

  • Ammmm, verá señor – le dije -, su hijo ya sabe cuál es mi problema

Héctor le explicó a su padre lo que me pasaba y el padre me dio la misma solución que su hijo.

  • Me parece, señor – añadió -, que se ha metido usted en un camino difícil. La única solución alternativa, sería volver toda la autovía y dar un rodeo por el norte. Supongo que llegaría usted mañana. No se lo aconsejo.

  • Entonces… - me volví a ver la nevada -, creo que me volveré.

  • No es necesario, señor – me dijo enseguida -, sé que va a perder un día, pero tenemos alojamiento. Pase ese día aquí descansando y mañana, si viene Pedro con la oruga, que le lleve. Al atardecer estará aquí y podrá volver.

  • ¿Oruga? – exclamé - ¿Me está usted hablando de que no se puede pasar en coche?

  • Me temo que no, señor – me dijo mirando afuera -, no le aconsejaría ahora ni seguir ni volver. No lo hago por ganar dinero. Estoy dispuesto a ayudarle sin compromiso. Siendo amigo de mi hijo, no voy a permitir que le pase nada.

Al oír aquellas palabras, no me pareció entender muy bien eso de «amigo de mi hijo» y miré a Héctor dudoso. Nos saludó y se marchó.

  • ¿Qué es eso de que somos amigos?

  • ¿Es que no somos ya amigos? – me dijo sonriendo -. Le he dicho que te conozco desde hace tiempo. Si necesitas quedarte y esperar, no serás un huésped más.

  • Y… ¿Por qué le has dicho eso?

  • No sé – se encogió de hombros -; me caes muy bien y no quiero que corras riesgos. Conozco esas carreteras. Lázaro… quédate.

Pensé al instante las circunstancias que me rodeaban y volví a ver cómo la nieve caía aún con más fuerza.

  • ¿Me ayudarías a subir a la habitación esas cajas de plantones? – pregunté a Héctor -. Ni traigo ropa de abrigo ni sería capaz de hacerlo solo.

  • No, Lázaro – me dijo con misterio -, las habitaciones del hotel no son el mejor sitio en este caso. Tenemos hasta cinco cabañas con calefacción y muy modernas por dentro. Pediré a mi padre que te dé una, la más cercana, para pasar la noche y poner allí esos plantones ¿Crees que aguantarán?

  • No lo sé – reí -, pero sí sé que no aguantarían toda una noche en el maletero de mi coche.

  • Yo te ayudaré – dijo seguro -, que tengo ropas de abrigo y guantes para los dos. Pondremos esos plantones en poco tiempo dentro de la cabaña.

3 – El frío que atrae

Llegaron varios coches más. Me pareció un lugar importante y muy visitado, pero quise preguntárselo a Héctor:

  • ¡Oye, amigo! - le dije a media voz - ¿Viene mucha gente por aquí?

  • ¡Jo, ya lo creo! – contestó entusiasmado -; cuando hace buen tiempo vienen para dar paseos; hay lugares cercanos muy bonitos. Cuando nieva, vienen a quedarse aquí dentro al calor de la chimenea y a ver nevar.

  • Pues me parece – le dije -, que corren el riesgo de quedarse aislados y no poder volver.

  • No, Lázaro – me miró fijamente -, es difícil que nieve mucho ¡Mira! Cada vez nieva más esta vez, por eso quizá no haya venido mucha gente.

Pero cuando decía estas palabras aparecían al menos otros cinco coches.

  • ¿Ves? – sonrió -, a la gente le gusta este sitio.

Al poco tiempo, apareció su padre muy preocupado y se acercó a nosotros hablándonos en voz baja:

  • Héctor, hijo – comentó -, Jacinto ha tocado algo del ordenador. No me preguntes, porque de esas cosas no sé, pero no se pueden registrar los huéspedes ni hacer nada. De momento, le he dicho que les haga una ficha.

  • Señor – le dije - ¿Es que no tienen un servicio de informática para estos casos?

  • Mira, hijo, y permíteme que te tutee por ser amigo de Héctor – me comentó -, si llamo ahora al servicio con el tiempo como está, me dirán que espere al lunes ¿Qué hacemos mientras?

  • ¿Le importaría que yo le echase un vistazo? – pregunté -; no soy un técnico, pero algo entiendo. Si no es cosa de alguna pieza que se haya estropeado

  • Tienes mi permiso - dijo – no sólo para mirarlo por encima, sino para lo que quieras, porque si no funciona

Me llevaron a la recepción y el tal Jacinto estaba dando paseos de un lado a otro, descompuesto.

  • Siga haciendo las fichas – le dijo Héctor -; mi amigo va a ver si encuentra el error que tiene el ordenador.

Me acerqué a la mesa y me puse a intentar abrir el programa de gestión de hostelería que tenían instalado. No se abría. No había forma de registrar nada. Pero como a uno siempre se le ocurre mirar lo más fácil cuando se presenta una avería de este tipo, me di cuenta de que alguien (Jacinto, supuse) había cambiado una sola letra del acceso al programa. El motivo por el que hizo eso no lo supe, pero pude hacer un nuevo acceso directo y apareció el programa cuando ya Jacinto había hecho todas las fichas a mano.

  • ¿Es usted técnico en ordenadores? – me preguntó el tal Jacinto -; ¡ya quisiéramos tener un servicio que arreglase los errores de esta máquina en tan poco tiempo!

Y acercándome a él un poco retirados y en voz baja, le dije:

  • No sé por qué ha cambiado usted algunos caracteres que no debería tocar, pero ya están como deberían estar.

Se quedó muy serio y don Héctor se acercó a darme las gracias muy entusiasmado. Héctor, mi amigo, me miraba con una sonrisa de satisfacción que no podía disimular.

  • No he hecho nada ¿sabes?, pero dile a Jacinto que no toque lo que no sepa cómo tocar.

Nos dijo don Héctor que preparásemos la cabaña y pusiésemos allí esa mercancía que yo necesitaba sacar del coche y que, cuando volviéramos, tendríamos una mesa especial para nosotros en el comedor. Al poco tiempo, aparecieron otros tres coches. El hostal se estaba llenando.

Vino Héctor con prendas de abrigo, botas y guantes y nos cambiamos en la habitación que había tras la recepción. Salimos luego por el restaurante y aún seguían llegando coches.

  • ¿Sabes una cosa, Lázaro? – comentó Héctor al verlos -; a veces, cuando más difíciles están las carreteras, más gente viene. Da la sensación de que nadie tiene que trabajar y que les gusta el riesgo. Una vez aquí están seguros.

  • Eso lo entiendo – le contesté -, pero lo que no entiendo es que a la gente le guste hacer un viaje un tanto peligroso para estar unos días encerrados y pegados a una chimenea para ver nevar.

  • La cabaña – dijo -, ahora lo verás, no tiene chimenea ni le hace falta. La temperatura interior puede regularse. El único problema que tiene es que si quieres algo del restaurante tienes que salir. Pero esta es la más cercana. Llevaremos el coche hasta la puerta para descargar esas cajas. Creo que la temperatura las mantendrá.

Tomamos el coche y llegamos a una cabaña grande, con porche y de aspecto lujoso. Puse el coche de forma que la parte trasera quedase lo más cerca posible de la puerta. Nos abrigamos bien y abrí el maletero.

  • ¡Joder! – exclamó Héctor -, no es que sean muchas, pero pensaba que eran dos o tres.

  • Lo peor no es eso – puse la mano sobre una de ellas -, es que tienen mecanismo de riego y tierra. Así que pesan un poco.

  • ¿Qué importa? – me miró sonriente -; somos dos. Tardaremos poco.

Dejamos las cajas en el lado derecho del salón y cerré bien el coche cuando me dijo Héctor que allí no estorbaba. Cerró la puerta, nos quitamos los guantes y el abrigo y se acercó a mí. Me tomó de la mano y me mostró las comodidades de que disponía. Por una puerta que quedaba a la izquierda, se entraba al dormitorio.

  • ¡Ohhh! – dije sentándome en la cama -; no puedo pagar una cosa así.

  • Nadie te ha dicho que la pagues – se acercó a mis rodillas -; disfruta de ella ¿Notas frío?

  • No – dije -, sólo el que aún siento de ahí afuera.

Y sin decir nada, me empujó lentamente hacia atrás y se fue echando sobre mí.

  • Dos cuerpos juntos – dijo luego – entran en calor antes.

No me moví ni dije nada hasta que sus manos cálidas comenzaron a acariciarme el cuello y las mejillas. Estaba pensando en qué hubiera pasado si a mí no me fuera el royo gay y, la verdad, es que me sentí incómodo. Puse mis manos sobre su pecho y lo empujé un poco para que se levantara. Se incorporó y se dirigió a la puerta del salón.

¡Héctor, Héctor! – grité y se paró de espaldas - ¡Perdóname, por favor! No sabía cómo reaccionar; en serio. ¡Vuelve, por favor!

Estuvo unos segundos de espaldas con la cabeza agachada, me miró disimuladamente pero no se movió, así que me levanté y me acerqué a él por la espalda hablándole al oído.

  • No quiero que pienses que me he molestado. Me gustas mucho, pero por un momento no sabía qué hacer.

Lo tomé por el brazo y le di la vuelta. Seguía mirando al suelo y tiré de él hacia la cama. Me senté allí tomándolo de las manos y mirándolo y le dije:

  • Por favor, repite lo que has hecho. Sigue encima de mí. Olvida lo que he hecho yo, me he equivocado.

No se movía, así que tiré de sus manos y se dejó caer otra vez sobre mí pero muy serio. Levanté despacio mis manos y comencé a acariciarle la cabeza, pero la echó sobre mi hombro. La levanté con cuidado y le miré a los ojos tristes. Acerqué mis labios y lo besé. Fue entonces cuando sonrió y volvió a acariciarme en completo silencio.

  • Perdóname tú a mí – dijo luego susurrando -; debería haberte respetado. Te vi, me gustaste, me pareciste ese chico que estaba buscando. Si te molesto quiero que me lo digas.

  • Te equivocas – volví a besarlo -, he sido yo el que no ha sabido reconocer tu comportamiento. Soy gay. Tienes un ojo clínico que no falla, pero ahora soy yo el que quiero complacerte, darte calor, agradecerte tu hospitalidad. Me gustas. No te cortes, Héctor.

Sonó la puerta y nos pareció que alguien entraba. Héctor se quedó primero pensativo y luego, me besó y se levantó para asomarse al salón.

  • Soy yo, señorito – dijo una voz femenina -, me envía su padre a ponerle las sábanas de franela. Sus favoritas.

Me hizo una señal con los ojos para que me levantase y me fui a su lado.

  • Estaba enseñando a mi amigo Lázaro la cabaña – dijo sonriente -, pero no entiendo eso de las sábanas. Las que están puestas ¿están mal?

  • ¡No, señorito Héctor! – exclamó la criada quitándose una capa con capucha -, pero si va a dormir aquí

Me pareció por su gesto que Héctor no entendía lo que pasaba y le seguí al salón.

  • Pase; pase y cambie lo que sea – le dijo a la señorita -, ya volvíamos para el hostal.

Cuando salimos de allí ya abrigados, me dijo que dejase el coche donde estaba y corrimos un poco hasta la entrada del restaurante. Jadeando, fue aclarándome alguna cosa:

  • No te asustes, Lázaro. Mi padre sabe lo mío y no es tonto. Sabe que me gustas y se ha dado cuenta de que a ti te va el rollo. Lo primero que habrá pensado es que vamos a dormir juntos. Para él eso no es un tabú.

Entrando ya en el restaurante, lo agarré del brazo y lo miré muy serio:

  • ¿Me estás diciendo que tu padre está preparando la cabaña para nosotros?

  • Me parece que sí – dijo -, pero no te asustes aunque te trate como de la familia. Algún gesto habrá visto entre nosotros. No tiene un pelo de tonto y ¿sabes otra cosa? Estoy seguro de que le has caído bien.

Pasamos un corredor hacia la entrada del hostal y allí nos encontramos a don Héctor que nos recibió con gran alegría.

  • ¿Ya tenéis todo preparado, hijos? – exclamó -; pues yo os tengo la mejor mesa del comedor reservada para el almuerzo. ¡Anda, Héctor! Sentaos allí pronto, entrad en calor e id tomando algún aperitivo. Llámame si algo no está a vuestro gusto.

Este hombre de aspecto amable siguió andando hacia otro lado y nosotros nos volvimos hacia el restaurante. Al fondo del salón, junto a la chimenea, había una mesa preparada que no sólo tenía el cartelito de «reservado», sino que estaba adornada con flores y velas chispeantes. Nos dirigimos allí y Héctor me miró un poco asustado.

  • Perdona, Lázaro – me dijo cabizbajo -, espero que no te corte esta situación.

  • No, no – le dije tomándole la barbilla -; aquí nadie me conoce y no me parece que almorzar con un tío como tú en una mesa así sea nada malo. Puede que llame algo la atención.

Nos echamos a reír hasta que se acercó un camarero y nos separó las sillas para sentarnos. Luego, hablamos mucho y de todo y me pareció que fue entonces cuando empezamos a conocernos.

4- Tras la sobremesa

Nos dijo el camarero que si nos apetecía comer el menú preferido del señorito y Héctor me dijo que, en ocasiones especiales, tomaba ciertos platos. Acepté con gusto la oferta y fue una elección acertada. Comimos y hablamos mucho y me confesó algo que no podía creer: Todas aquellas instalaciones eran suyas y las explotaba con su padre. A cambio, él vivía allí casi enclaustrado, estudiando y cuidando de su padre. Su padre era bisexual, pero… por un accidente, dejó a su madre preñada. Yo pensé que el fruto de aquella preñez había sido Héctor, pero me confesó que nació una hermana que murió con tan sólo tres años. Poco después, vino al mundo la criatura tan preciosa que tenía enfrente.

  • Eres precioso, Héctor – le dije -; aún no sé si me he enamorado de ti, pero yo diría que me gustaría tenerte a mi lado para siempre.

  • Yo tengo muy pocas posibilidades aquí – me dijo -, pero esta no me gustaría perderla. Yo sí estoy seguro de amarte hasta el límite.

  • Amémonos, entonces, Héctor – le dije -; la cabaña nos espera. Quiero también conocer tu cuerpo y cómo lo usas. Quiero saber si de verdad eres lo que espero.

  • ¿Y qué esperas de mí? – me preguntó algo dudoso -.

  • Cualquier cosa que se parezca a lo que conozco ahora – le contesté sonriendo -. Supongo que tendría que ser un estúpido para abandonarte, pero me parece que no va a ser así.

Tomamos un postre casero delicioso, nos pusieron un café (yo no quise licor) y nos fumamos varios cigarrillos.

  • Nadie dice nada – aclaró Héctor -, aquí fuma todo el mundo.

Nos pusimos nuestra ropa de abrigo y salimos caminando hacia la cabaña. Parecía que, al haber amainado un poco el viento, se notaba menos frío. Cuando entramos allí, le vi quitarse el abrigo y los guantes a toda prisa.

  • ¡Vamos! – dijo - ¿A qué esperas? Tenemos que quitarnos el frío uno al otro y conocernos como hasta ahora no nos hemos conocido. Te ayudaré a desnudarte.

En poco tiempo estábamos los dos en calzoncillos y me tomó de la mano llevándome al dormitorio.

  • Este es mi cuerpo – dijo quitándose los slips -.

Me quité los míos frente a él y le dije:

  • Este es el mío y, desde ahora, el tuyo.

  • ¡Vamos a la cama, que hace fresco! – gritó -.

Y levantando la colcha, nos metimos entre las sábanas de franela; cálidas, suaves.

  • Abracémonos.

Todo comenzó con abrazos suaves y acabó en dos polvos seguidos. Advertí que había encontrado al ser más amable y más placentero que había conocido jamás. Su cuerpo era terso, pero estaba cubierto de vello dorado, casi inapreciable. Sus delicadas manos eran capaces de hacer una caricia casi tímida, o de apretar con fuerzas mi cuerpo en un éxtasis.

Acabamos abrazados y dormidos, pero desperté antes que él, que seguía en profundos sueños. Aún había luz que entraba por la ventana y me levanté con cuidado, tomé la ropa y me salí al salón a vestirme. Abrí la puerta con cuidado y me dirigí al coche. Abrí despacio el coche y arranqué con dificultad. No quería que el motor se quedase parado demasiado tiempo. Pude arrancarlo y salí despacio hacia la entrada de la carretera. Cuando llegué al tramo que estaba cortado a la derecha, torcí hacia aquella parte. Un rimero de árboles, ramas, palos y mucho hielo parecía cortar aquella carretera, pero al acercarme a la zona cortada, descubrí que había un desvío hacia la derecha que rodeaba un gran hundimiento. Entré por ese desvío y observé que venían coches del otro lado. ¿Qué es esto?, me pregunté, ¡La carretera no está cortada! Miré inmediatamente el mapa de mi jefe que estaba guardado en la guantera y, en cierto lugar de aquella desviación, había una marca que señalaba también aquel pequeño rodeo. Me asusté y me puse a dar la vuelta. En esos momentos, se acercaron tres coches. Uno de ellos llevaba encima un anuncio muy extraño de unos almacenes. Los dejé pasar y me quedé pensativo. Poco después, volví al hostal y paré en la puerta de la cabaña.

Cuando apagué el motor, se abrió la puerta y apareció Héctor envuelto en unas mantas.

  • ¡Dios mío! ¡Héctor! – le grité al bajar del coche - ¡Entra en la cabaña que hace mucho frío!

Corrí hacia él y lo encontré casi llorando y restregándose los ojos como ese pequeño que despierta y encuentra que no hay nadie en casa con él.

  • ¡Amor mío! – lo abracé - ¡Vas a resfriarte! Pasemos al dormitorio y entremos en calor.

Mientras tanto, me fui quitando la ropa, le quité aquellas mantas y volvimos a la cama. No hablaba nada. Me abrazaba en llantos.

  • Me he despertado aún de día y he dado una vuelta al coche – le dije -; necesita calentarse. Como nosotros ¡Vamos, sonríe!, que ya está aquí la persona que echabas de menos.

Pasamos abrazados un buen rato hasta entrar en calor y comenzó a hablar mirándome a los ojos:

  • No te vas a ir, ¿verdad?

Lo abracé aún con más fuerzas y comencé a balancearlo como si lo meciera en mi regazo.

  • No, Héctor – lo besé -, no voy a irme y, si alguna vez me fuera, sería contigo.

Me sonrió y estuvimos abrazados y acariciándonos un buen rato hasta que le propuse que nos duchásemos y volviésemos al restaurante para tomar un café caliente. Nos duchamos juntos y todo pareció volver a la normalidad entre besos y risas.

Me dio ropa suya y nos pusimos encima la de abrigo para salir. Comenzamos a andar en silencio agarrados por la cintura y me miraba de vez en cuando sonriendo. Al acercarnos al hostal, vi el coche con el anuncio de los almacenes encima del techo. El desvío, que a su vez tenía un desvío, llevaba otra vez a la autovía. Por allí tenían que haber entrado aquellos coches. Alguien no estaba muy interesado en que yo me fuese del hostal.

5 – Un café cargado

Nos acercamos a la barra y nos atendió un camarero joven y muy simpático. Los dos le pedimos un café y agua y, sentándonos en una banqueta, comenzamos una extraña conversación.

  • ¡No lo entiendo! – exclamé -, ahí afuera hay coches aparcados que vienen del lugar hacia donde yo voy.

  • Habrán arreglado ya el corte en la carretera – se extrañó Héctor -. Yo sólo sé lo que me dijo mi padre. Pensaba que estaba cortada.

  • He movido un poco el coche – le dije – para que se caliente el motor. Yendo hacia la carretera por donde entré, había un gran obstáculo de maderas y nieve. Por eso entré hasta aquí. Pero ahora me he acercado mucho más con el coche y ¿sabes lo que hay?

Me miró asustado.

  • ¡Hay un enorme socavón que corta la carretera!, es cierto, pero también hay un desvío pequeño que le da la vuelta y vuelve a la autovía ¿Sabes qué significa eso? Significa que a estas horas ya hubiera llegado a mi destino y estaría en casa.

  • ¿Intentas decirme algo? – preguntó asustado -; yo te dije lo que me había dicho mi padre. Él debería estar muy seguro de que por ahí no había salida cuando habló incluso de que Pedro te llevase mañana con la oruga.

  • Quiero que sepas primero, Héctor – le tomé la mano -, que no dudo de ti, pero me sorprendió verte como a un crío llorando porque se ha ido su papá y lo ha dejado solo.

  • Es cierto – me dijo -, cuando desperté y no te vi a mi lado, me cubrí con unas mantas, pero al abrir la puerta de la cabaña y no ver el coche

  • Te entiendo – le razoné - ¿Piensas que ahora me apetece quedarme sin ti? ¿Piensas que me iría sin más, sin despedirme? ¡No, Héctor! En ese aspecto no me conoces, pero tampoco conoces mi reacción cuando alguien intenta engañarme. Tengo mi trabajo, mis obligaciones, mi familia. No digo que lo hayáis hecho de mala fe, pero he perdido un día, aunque lo he ganado contigo.

  • ¡Te quiero, Lázaro! - me miró con los ojos húmedos - ¡No te haría eso! Te prometo que averiguaré cuál ha sido la confusión.

  • No voy a cambiar mis planes – le dije muy serio -; voy a seguir aquí toda la noche contigo pero, sabiendo que el camino a mi destino está abierto, mañana, sin falta, voy a ir a entregar esas muestras.

  • Pero ¿volverás? – dijo contento -; me lo prometiste.

  • Sin duda, Héctor – apreté su mano -, ahora soy yo el que no quiere perderte. Si quieres y puedes, te vienes conmigo a llevar las muestras.

  • ¡No! – contestó asustado -, de momento no puedo salir de aquí. Vuelve tú cuando acabes ¿vale?

Las cosas ahora no cuadraban ¿Por qué Héctor, supuesto dueño del hostal, no podía salir de allí? ¿Por qué su padre (supuestamente) me había mentido sobre el corte de la carretera? Los gestos y las miradas de Héctor eran de preocupación; en ningún momento me pareció que ocultase algo y mis sentimientos por él no cambiaron, pero alguien estaba preparando algo y me propuse descubrirlo.

6 – Tras la cena

Hablamos de muchas cosas más y nos fuimos conociendo en otros aspectos. Reímos y bebimos hasta la cena. Nuestra mesa especial estaba preparada y el comedor estaba casi lleno de gente. Noté, en algunos momentos, que la mirada de Héctor se clavaba en el mantel y se quedaba inmóvil; pensativo, Pero le hablaba de cualquier cosa y volvía a sonreír.

La gente seguía allí, pero nosotros decidimos retirarnos a la cabaña. Héctor avisó a su padre, nos abrigamos muy bien y volvimos a nuestro nido abrazados y besándonos en la penumbra de las luces que llegaban desde el hostal.

Cuando entramos, encendió la luz, nos quitamos la ropa enseguida y nos sentamos un buen rato en el sofá. Como era de esperar, ni vimos la tele ni leímos, sino que nos abrazamos y nos acariciamos hasta saciarnos. En un cierto momento, me tomó Héctor de las manos, se levantó y tiró de mí hacia el dormitorio. Dijo que estaba muy cansado pero que no pensaba dormirse sin follar conmigo hasta caer rendido.

Así fue. Las caricias se fueron convirtiendo en apretones, besos desesperados y cuerpos que se unían de una forma y otra hasta llegar al máximo placer. Se quedó mirándome sonriente pero se le cerraban los ojos y, cuando me di cuenta de que aún estaba empalmado, bajé mi cabeza hasta su polla. Primero se estremeció como si le hiciera cosquillas, luego abrió las piernas y comencé a chupar y a acariciarle los huevos pero, poco después, comenzó a perder su erección; poco a poco. Volví a ponerme a su lado y vi que se había quedado dormido.

Desde que anocheció, sobre las seis, hasta entonces, habían pasado muchas horas. El día había sido agitado. Entendí su cansancio, lo tapé muy bien y me quedé despierto mirando al techo e intentando averiguar qué estaba pasando. Y como soy un poco cabezotas, salí al salón y le cerré la puerta. Desnudo, me senté allí a darle vueltas a la cabeza hasta que decidí vestirme y volver a comprobar que aquella carretera estaba abierta.

Ya vestido y bien abrigado, apagué la luz del salón y salí de la cabaña. Saqué las llaves del bolsillo del chaquetón y abrí la puerta sin hacer mucho ruido. Esperaba que el motor no despertase a Héctor, así que dejé caer el coche hacia atrás girando hasta enfilar la carretera de salida. Arranqué y esperé un poco. Quería asegurarme de que la luz del dormitorio no se encendía. Hacía demasiado frío, así que puse el coche en marcha y pasé con cuidado por delante del hostal, que aún estaba lleno. Me paré tras un árbol y volví a mirar atrás. Las luces de la cabaña seguían apagadas. Comencé a desplazarme con cuidado hasta el cruce y tomé hacia la derecha. Frente a mí estaba la pared que tapaba el hundimiento y tomé por el corto desvío que lo rodeaba. Algunos metros más adelante encontré carteles amarillos que avisaban de que iba a incorporarme otra vez a la autovía. Aceleré un poco y seguí adelante. Habían quitado la nieve, pero la helada hacía peligroso desplazarse a mucha velocidad. Era la autovía que debería haber tomado por la mañana. Seguí avanzando unos cuantos kilómetros hasta que encontré un cambio de sentido y di la vuelta para volver al hostal. Iba conduciendo bastante asustado; no podía olvidar que Héctor dormía solo y necesitaba no entretenerme demasiado. Curiosamente, había una señal para el hostal que señalaba hacia la derecha. Entré por allí y recorrí unos metros por una carretera estrecha que acababa girando a la izquierda por un túnel que pasaba al otro lado de la autovía y, al salir de aquel solitario trayecto, me encontré otra vez en la carretera cortada dando la vuelta al socavón. Respiré profundamente y aminoré la marcha hasta llegar al cruce. Girando a la izquierda, volví a entrar hacia el hostal. Al fondo podía ver con claridad nuestra cabaña totalmente apagada. Volví a pasar con cuidado junto a los coches aparcados y paré otra vez en la puerta.

Entré con mucho cuidado en la cabaña y encendí la luz del salón. Me quité la ropa de abrigo y me senté un buen rato en el sofá para que la temperatura de mi cuerpo se amoldara. Cuando noté que me vencía el sueño, apagué el salón, entré en el dormitorio cerrando la puerta y volví a estar junto a mi niño, que seguía durmiendo plácidamente. Poco después, me quedé dormido.

En cierto momento, sentí que la cama se movía bruscamente y desperté. Héctor se había levantado y se dirigía a la ventana.

-¡Lázaro, Lázaro! – me llamó a gritos - ¡Alguien merodea alrededor de la cabaña!

Di un salto y fui a mirar con él. No se veía a nadie.

  • No abras la ventana – le dije – hace mucho frío. Estaremos pendientes, pero quiero que te metas en la cama y procures dormir.

Se volvió y me abrazó nervioso.

  • ¡Vamos, tranquilo! – lo acaricié -; acostémonos y, si quieres, hablamos un poco.

Fuimos casi a oscuras hasta la cama y me di cuenta de que por debajo de la puerta entraba luz del salón.

  • Así, así – lo arropé -, ahora voy a apagar la luz del salón. Estaremos más cómodos.

No entendía lo que pasaba. Recordaba perfectamente haber apagado aquella luz antes de echarme a dormir. Me acerqué a la puerta y abrí despacio. Miré a un lado y a otro. La puerta de salida estaba bien cerrada y no había nadie. También me asomé al baño y miré por la ventana que daba al lado contrario. Entré en el dormitorio metiéndome en la cama y abrazando a Héctor, que temblaba.

  • ¿Has encendido tú el salón? – le pregunté -; yo lo apagué antes de echarme a dormir.

  • No, no la he encendido – me dijo -; ni siquiera me he levantado a hacer pis. La gente suele dejarla encendida toda la noche y entra algo de luz en el dormitorio.

  • Pues yo te digo que la apagué antes de dormir – insistí -; te quedaste dormido antes que yo y pensé que estarías más cómodo. Tranquilo, cariño, no pasa nada… que yo sepa. Pero quiero que me digas cosas que me estás ocultando.

No contestó, se levantó, y dejó la puerta del salón entreabierta. Volvió a la cama y me abrazó.

  • Tal vez lo que tengo que decirte no tenga nada que ver con todo esto – comenzó a hablar en voz baja -, pero sé que no eres tonto y que te extrañará que yo esté en esta época aquí encerrado. Todo lo que hay por los alrededores es mío. Cuando murió mi tío, hermano de mi padre, me lo dejó todo a mí. A mi padre no le hizo gracia, claro. ¡Todo es mío!, pero mi padre se encargó de impedirme salir de aquí.

  • ¿Qué dices? – exclamé incorporándome - ¡Eres mayor de edad! ¿Qué le da poder sobre ti?

  • El hostal, el restaurante y las cabañas ya funcionaban muy bien, pero invertí mucho más para que fuese un lugar de lujo. Mi padre entró en el despacho un día y comenzó a gritarme. Pensaba que yo iba a gastarlo todo en mí y que ellos se quedarían tirados en la calle, así que le di un buen puesto de trabajo a cada uno; los dos llevarían las cocinas. Pero se levantó, se acercó a mí y sacó de detrás de su espalda una pistola y la puso en mi frente. Me dijo que aceptaba lo del puesto de trabajo, pero que si salía de aquí, iría a buscarme y a matarme aunque lo metiesen en la cárcel. Mi madre siempre se ponía de mi parte cuando discutíamos. ¡Lázaro! Si muero, todo esto será suyo.

No pude contestar nada y fui a por una jarra de agua.

  • ¡Toma, cariño! Bebe un poco y olvida eso ahora – le dije temblando aún por dentro -; ya entiendo por qué quiere que me quede, pero eso no va a ser así ni para mí ni para ti.

  • ¡Ja! – me volvió la cara - ¡No conoces a mi padre! ¿Has visto alguna vez a mi madre? ¿La has visto salir de la cocina para conocerte y saludarte? No, nunca la verás. El hostal tiene una puerta trasera de carga que da a un camino que sube entre los árboles hasta una pequeña altiplanicie. Allí está mi madre. Enterrada, claro. Ella me defendía siempre; de cualquier forma. Un día desapareció y otro día encontré su tumba. No hace más de un año de todo esto. Pero aquí nadie dice nada; nadie pregunta… ¿dónde está la señora Esperanza? Mejor callados que enterrados ¿no?

  • Lo siento, Héctor – le volví la cara y le miré seriamente -, yo he venido a enseñar unas muestras en un lugar al que se puede llegar. La suerte me trajo aquí. Diría que es muy buena suerte por haberte conocido, pero es muy mala suerte, porque conocerte no me sirve de nada si no eres más que un prisionero de este lugar. Siento decirte, que aunque te disguste o te asuste, vas a venir conmigo a la ciudad y vas a contar a la policía todo lo que me has contado. Mi padre es policía; tu padre ha pinchado en hueso esta vez. Cuando vengan, ya sabrán la historia y dónde está cada cosa. No te niegues a venir porque no va a pasarte nada. Y yo, como es lógico, no voy a quedarme aquí contigo para siempre. Antes de que tu padre se acerque a ti, tendrá que acercarse a mí y a mucha más gente.

  • Me asusta lo que dices – me abrazó - ¿Cómo vamos a salir de aquí?

  • ¡En el coche! – exclamé - ¿Cómo quieres que salgamos? ¡Vamos, vístete rápidamente! Y prepárate. Cuando te montes en el coche, si quieres, agáchate, pero no es esta una buena hora para que nadie esté vigilando si entramos o salimos ¡Vístete! Hay que salir antes del amanecer ¡Déjame ayudarte que es la única forma de que podamos vivir juntos y en paz!

Nos vestimos, apagué la luz y nos abrigamos bien, pero en la oscuridad del salón descubrí que no tenía ni las llaves ni el teléfono en el abrigo.

  • ¡Héctor! ¡Héctor! – dije en voz baja - ¿Nos hemos cambiado de abrigo?

  • No sé, cariño – dijo casi llorando -, nunca llevo nada en los bolsillos. Enciende la luz.

  • ¡No, no, Héctor! – exclamé -, yo llevaba las llaves del coche y mi móvil. ¡No están!

Era muy extraño, pero alguien había entrado en la cabaña mientras dormíamos y se había llevado todo lo que tenía en los bolsillos; pero dejó la luz encendida. Empecé a comprender hasta qué punto me enfrentaba a un hombre peligroso.

  • Cariño – le dije con calma -, siempre hay una solución para todo. No te preocupes. Ahora, lo único que necesito es que me digas si hay una pala o algún instrumento para llegar al coche.

  • ¿Una pala? – preguntó casi desesperado - ¡Esta cabaña no tiene chimenea!

  • ¡Vamos! – lo cogí de la mano -, nadie nos va a dejar aquí. Ayúdame a bajar la barra de hierro de las cortinas.

  • ¿Qué dices? – se acercó a mí - ¿Qué piensas hacer?

  • No puedo decirte todo lo que pienso hacer en un momento – le dije - ¿Quieres estar conmigo siempre? ¡Vamos, responde!

  • ¡Sí, por supuesto!

  • Pues haz lo que yo te diga – le acaricié las mejillas – y nadie más va a impedirlo.

Se agarró a mi mano y fuimos a oscuras hasta la ventana. Pusimos dos sillas a los lados y tiramos de la barra. Tenía algo más de un metro de larga (sin llegar a dos). Le dije que se sentase en el sofá bien abrigado y sin moverse pasase lo que pasase. Abrí un poco la puerta y me eché al suelo. Arrastrándome, fui con la barra hasta el coche. La puerta del conductor quedaba hacia el hostal, así que me fui por el otro lado; seguí arrastrándome, hasta llegar a la otra puerta. Agarrando la barra por uno de sus extremos, golpeé con fuerzas el cristal hasta que se partió y levantándome poco a poco me introduje en el coche. La radio funcionaba; sólo tenía que buscar la frecuencia de mi casa. Fui enviando mensajes de alerta mientras miraba hacia el hostal por si se acercaba alguien. Finalmente, se oyó lejana la voz de mi padre.

  • ¿Pero qué haces a estas horas llamando por la radio?

  • ¡Papá, papá! – grité - ¡Situación de peligro! No quiero policía con uniformes. No pidas explicaciones. Urgente a la Cabaña de Héctor. Repito: Urgente a la Cabaña de Héctor. No entrar. Estoy en el coche a unos 30 metros pasado el hostal ¡Urgente! Vida o muerte.

  • Entendido – contestó claramente -; Cabaña de Héctor. Una hora para llegar.

¡Una hora!, me dije a mí mismo golpeando la tapicería; ¿Qué va a ser de nosotros?

Volví a salir del coche helado y me arrastré otra vez hasta la cabaña con la barra. Héctor me ayudó a entrar y me dio unos masajes en la cara y en las manos para entrar en calor. Si subía la temperatura del recinto, se registraría en el hostal.

  • ¡No, no la toques! – le dije -; prefiero pasar mucho frío a morir. Tenemos que esperar ¡Escúchame! He avisado por radio. El aviso será dado al lugar más cercano, no pueden venir con coches de policía escandalosos, sino vestidos de paisano, habrá que esperar una hora.

  • Lázaro, cariño – me abrazó -, dime qué tramas. No entiendo esto.

  • Tanto mi padre como yo sabemos lo que nos decimos – le expliqué -; le he dicho que estoy en una situación de peligro, pero que no quiero uniformes de policías. Con eso sabe que no me he caído por un barranco; es lógico. Le he dado la dirección de este lugar, pero le he advertido que no entren en el hostal, que busquen mi coche algo más adelante ¡Van a venir a salvarnos, mi vida! Tengamos paciencia.

  • Mi padre ya se habrá ido al mercado a hacer la compra. Siempre sale a las seis en punto. Esperaremos. Te haré un té o un café muy caliente – se levantó del sofá -; yo tomaré té; esperaremos mientras.

  • ¡Buena idea! – exclamé -, pero no enciendas ninguna luz.

7 – El salvamento

Hizo Héctor dos buenas tazas de té muy caliente y las trajo al sofá. Mirábamos a oscuras al televisor, echados el uno en el otro y saboreando el té hasta que comenzó a hablar:

  • Sólo conoces la cara teatral de mi padre; la de hostelero. Su misión es la de que la gente esté cómoda y sea feliz y esté bien atendida. Su misión oculta es muy distinta, cariño. Vigila constantemente con quién hablo, de qué hablo… No me faltan libros para estudiar, pero los trae él. Intenté salir una vez pensando que no estaba pendiente de mí, pero al llegar al cruce, lo encontré, me abrazó, me preguntó «cariñosamente» a dónde iba y puso el cañón helado de su pistola en mi vientre. Decidí buscar una ocasión mejor, es decir, la ocasión perfecta… Cuando tú llegaste, creí que había llegado el momento, pero enseguida comprendí que también a ti te había metido en mi jaula de oro. Yo ya sería feliz; tenía a un compañero con quien compartir mi vida… pero aquí; siempre aquí.

  • Pues mucho me temo, mi vida – lo besé y abracé -, que esta vez se ha equivocado. Tal vez, más tarde o más temprano hubieras escapado o hubieras aceptado este encierro hasta que él muriera ¿Quién sabe? Ahora no, Héctor; ahora me tienes para ti, pero no aquí encerrados como dos pájaros que, aparentemente, parecen felices ¡Quedémonos aquí para siempre!... pero sólo si nos apetece.

  • ¡Dios te oiga! – contestó soplando -; no sé si eres creyente, pero hace falta un milagro para salir de aquí.

  • Soy creyente, cariño – le dije -, y creo que el milagro viene en camino.

Hubo unos instantes de silencio absoluto. Héctor me miraba de vez en cuando hasta que comenzó a hablar:

  • ¡Oye, Lázaro! – dijo - ¿Cómo has conectado con tu padre y la policía?

  • ¿No lo has visto, cariño? – me extrañó la pregunta -; he ido al coche porque tengo una radio de la empresa. He conectado con mi casa… y he hablado con mi padre. Creí que lo sabías.

Me quedé un poco pensativo y le pregunté:

  • ¿Quién tiene llave maestra de esta cabaña?

  • Bueno… - dijo un tanto dudoso -, las llaves maestras pueden cogerse en la misma recepción. No entiendo tu pregunta.

  • Es fácil – le dije -; cuando yo he salido a ver cómo estaba la carretera, tú dormías. Volví a la cabaña y me acosté contigo hasta que me despertaron tus gritos. Alguien, con una de esas llaves maestras entró aquí mientras dormíamos los dos y se llevó las llaves de mi coche y mi móvil; pero olvidó que no todo el mundo deja la luz del salón encendida.

  • Debe ser eso – dijo indiferente -.

Pasó un buen rato y me pareció oír el ruido de un coche a velocidad muy lenta. Debería traer las luces apagadas pues no se veía nada por las ventanas. Héctor se había quedado dormido sobre el brazo del sofá y me levanté despacio para ver quién era. Abrí la puerta con cuidado y vi un coche que daba la vuelta para encaminarse a la salida. Era un coche moderno, grande, negro y me era imposible ver quién venía dentro. El cristal delantero bajó y un brazo me hizo señas para que me acercara. Al instante, se abrió la puerta trasera y apareció una placa brillante de policía. Me acerqué al coche con cuidado y alguien desde dentro me dijo que subiera atrás. Le dije que tenía que llevarme a Héctor y sólo contestó: «¡Tráelo, cierra la puerta de la cabaña y subid deprisa al coche! Tu padre está en el hostal, Lázaro». Me volví a por Héctor que había despertado y no sabía dónde se encontraba.

  • ¡Lázaro, Lázaro! - dijo al verme -, no puedo quedarme con la luz apagada.

  • ¡Vamos! – tiré de su brazo - ¡Abrígate bien! Nos vamos.

Me siguió sin decir nada más, cerré la puerta de la cabaña y corrimos al coche. Al subirnos allí encontramos a tres hombres. El coche se puso silenciosamente en marcha y nos dirigimos al hostal.

  • ¡No! – grité - ¡Que no entre la policía en el hostal! ¡Puede estar el padre de Héctor!

Héctor me miró triste y cogió mi mano:

  • No, Lázaro – me dijo -; son más de las seis y estará en el mercado haciendo las compras.

8 – La investigación

La policía no hizo comentarios, sino que se dirigió hasta la puerta del hostal.

  • ¿Desean ustedes un café? – preguntó Héctor -; hace frío.

  • No gracias – dijeron aquellos tres hombres -.

Al acercarnos a la recepción vi a mi padre hablando con el conserje e intenté correr hacia él, pero el policía que estaba a mi lado me cogió por el brazo: «¡Carreras no!».

Al llegar a la recepción me abracé a mi padre muy alterado, pero él me dijo algunas cosas para darme tranquilidad.

  • Vienen ahora algunas preguntas – nos dijo a Héctor y a mí –. Tendréis que hacer memoria. Cuando llegue don Héctor habrá más preguntas. Lo siento, chicos, esto es así.

Nos miramos todos asustados y se acercó mi padre más a mí:

  • Nadie llama en plena noche por radio porque haya visto una cucaracha – me dijo - ¿Qué has visto tú?

  • Tuve que llamarte por la radio, papá – le dije -; rompí un cristal del coche. Alguien había entrado en la cabaña y me había robado las llaves y el móvil. Pensábamos escapar de aquí, pero no tenía ni las llaves ni el teléfono.

  • ¡Ven conmigo! – me cogió de la chaqueta y me llevó hacia la salida -; tienes que contarme más cosas. Olvida cuestiones afectivas, que esas me las imagino.

Le conté todo lo ocurrido y no sacó otra conclusión que la de que alguien tenía que haber entrado con una llave maestra. Esa persona no quería que nos fuésemos del hostal; pero encendió la luz del salón y la dejó encendida.

  • Algo no me cuadra, hijo – me miró con resignación -, si yo hubiese entrado en la cabaña sabiendo que estabais allí dentro durmiendo, no hubiera encendido la luz.

  • Ya lo sé, papá – le contesté -, pero esta gente tiene la rara costumbre de mantener esa luz siempre encendida. Yo creo que la encendió por instinto.

  • Vamos a la cabaña y salgamos de dudas.

Abrí la puerta, encendí la luz y miramos todo. Mi padre se acercó al dormitorio.

  • Esta es la cama donde… habéis dormido ¿no? – preguntó. Desde la cama no se ve la puerta de entrada

Comenzó a registrar en los cajones y miró bajo la cama. Salió al salón y observó mis cajas de plantones. Me preguntó si esa era la mercancía que tenía que haber llevado y me acerqué a ver si aún estaba sin deteriorarse. Él siguió abriendo cajones y miró en el baño, pero, en cierto momento, se fue hacia la pequeña cocina que se cerraba con unas puertas de celosía, las abrió y miró cuidadosamente por todos los rincones, pero al abrir uno de los cajones, comenzó a sacar servilletas de tela y papel.

  • ¡Voilá! – exclamó -; las llaves y el teléfono no están en el hostal.

Y levantando una mano me mostró mi llavero y mi teléfono, que había sido apagado. Me quedé de piedra. Si alguien hubiese entrado, se hubiera llevado ambas cosas; si seguían allí… ¡Oh, no! ¡Tenía que haber sido el propio Héctor!

  • Vamos, hijo – se sentó mi padre en el sofá -, calculemos las horas que estuvisteis aquí. No me ocultes lo que hicisteis en la cama porque si no, nunca llegaremos a saber la verdad.

No sabía qué decir ni por dónde empezar.

  • Estuvimos… despiertos por la tarde – le dije –; bueno, ya sabes… hasta no muy tarde. Héctor estaba muy cansado y se quedó dormido, así que aproveché para vestirme y salir con cuidado de la cabaña. Las llaves estaban en mi abrigo. Fui en coche a cerciorarme de que la carretera estaba cortada y descubrí que me habían mentido. Asustado, volví al poco tiempo. Me fijé en que las luces de la cabaña estaban todas apagadas.

  • ¿A qué hora pudo ser eso? – preguntó mi padre extrañado -.

  • No estoy seguro, papá – le dije -, pero no era demasiado tarde. Al anochecer. El bar estaba lleno y había muchos coches en la puerta.

  • Eso no es demasiado importante – continuó -, pero dime ahora a qué hora saliste por segunda vez.

  • Cuando llegué la primera vez – le dije -, encontré a Héctor liado en mantas en la puerta y muy asustado. Se dio cuenta de que me había ido y de que el coche no estaba, pero lo convencí de que no iba a dejarlo más solo. Él mismo pudo ver cómo volví. Después de hablar un rato en la cafetería, volvimos a dormir. Vale, estuvimos un buen rato despiertos, pero ya muy cansados; se durmió primero Héctor y luego yo. De pronto me despertaron sus gritos diciendo que alguien merodeaba por los alrededores de la casa. Lo tranquilicé y conseguí convencerlo de que nos iríamos en el coche con cuidado. Nos vestimos para irnos, pero fue entonces cuando descubrí que no tenía las llaves. Con una barra de hierro de unas cortinas rompí el cristal del coche y te llamé por radio. Esa es la barra.

  • Mucho me temo, Lázaro – me dijo -, que nadie ha entrado a quitarte las llaves. Imagino que Héctor pensó que acabarías yéndote y, viéndote dormido, encendió la luz del salón y guardó las llaves y tu teléfono debajo de las servilletas de ese cajón.

Mi vista se perdió en la pared. Héctor me había dicho que la carretera estaba cortada, pero sabía que había paso; temió que me fuese sin él y escondió las llaves del coche. Ahora bien, hizo un buen papel cuando le dije que nos iríamos, nos vestimos y no encontré las llaves. Me ayudó a coger la barra de hierro para ir al coche, pero no sabía a qué iba yo al coche.

No hablamos nada más. Salimos de allí y cerré la puerta. Volvimos al hostal y encontré a los policías hablando con el conserje y a Héctor sentado y cabizbajo. Cuando me vio llegar, ni siquiera se levantó a saludarme, sino que me envió una mirada triste que se clavó en mis ojos.

  • Bien – dijo mi padre -; sabemos que alguien pudo entrar con una llave maestra y llevarse las llaves del coche de mi hijo y su móvil… - miró entonces inquisitivo a Héctor -, pero he aquí las llaves y el teléfono, porque nunca salieron de la cabaña. La puerta no se abrió entre media noche y las 6 porque alguien desde dentro escondió muy bien estos objetos; no se los llevó.

  • ¡No, señor! – le gritó Héctor - ¡Yo nunca haría una cosa así!

  • Demuéstrame entonces de alguna forma – le dijo -, que alguien entró allí a esa hora.

Se levantó Héctor con enfado y mi padre le siguió. Fue a mirar el lugar donde se colgaban las cinco llaves de la cabaña. Pensó que su padre tuvo que entrar antes de irse a la compra y se las habría llevado con él. Pero estaban allí.

  • ¡No puede ser! – rompió a llorar Héctor echado en la pared -.

Todos nos quedamos mudos hasta que se dirigió al conserje:

  • ¡Usted, usted tiene que saber si alguien ha cogido alguna de esas llaves!

  • No, señor Héctor – dijo el conserje -, a esas horas salgo bastantes veces hasta la furgoneta a ayudar a su padre. No pude ver si las cogió o las volvió a colgar ahí.

Muy nervioso y pensando que Héctor podía estar metido en un lío, el conserje miró a mi padre y comenzó a hablar despacio:

  • Perdone, agente, hay un registro de sucesos de las cabañas en el ordenador que memoriza todo eso. Incluso sabemos si se ha quedado una luz encendida y a qué hora se encendió.

Y dirigiéndose mi padre hacia él decididamente, le gritó:

  • ¿Y por qué coño no ha dicho eso usted antes?

El conserje, muy asustado, miró primero a Héctor y luego a mí y, a continuación, dijo con un hilo de voz:

  • La casa me prohíbe que hable de ese registro a no ser que lo pida un juez.

  • ¡Pues imagine que soy el juez! – le gritó mi padre -; ahora no está usted hablando solamente con un policía, sino con el padre de un joven que ha pasado toda una noche aquí cautivo por no sé qué capricho. Puedo denunciarle por encubrir datos, así que dígame a qué horas se abrió la puerta de esa cabaña esta madrugada.

Entró tras el mostrador y fue mirando con el empleado. Allí estaba registrada exactamente una entrada a las 5:48, cuándo se encendía la luz, y una salida rápida muy poco después.

  • ¡Antes de las seis! – gritó mi padre - ¿No es esa la hora a la que sale don Héctor a las compras? Le esperaremos para saber por qué quiere hacer a su hijo culpable del delito que está cometiendo él. Este chico no pudo hacer eso; hubiera tenido que salir por una ventana con reja, tener la llave maestra y entrar. Después tendría que haber hecho el recorrido contrario. Eso es imposible. En todo caso, podría haber entrado usted, señor conserje.

El conserje se echó para atrás aterrorizado:

  • Yo nunca haría eso, señor – le dijo a mi padre -; don Héctor llegará dentro de poco. Seguro que hay alguna forma de averiguarlo.

Yo me había sentado con Héctor y lo había abrazado hablándole con cariño en voz muy baja. Mi padre se sentó a mi lado:

  • Chicos – nos dijo -, vosotros no tenéis ya nada que temer. Esta pesadilla se ha acabado.

Unos segundos después, se oyó un disparo por la parte de atrás del edificio y la policía corrió a ver qué ocurría.

Pasó un buen rato hasta que volvieron y le dijeron algo a mi padre en un lugar apartado.

Se acercó a nosotros y nos acarició las cabezas. Se agachó delante y nos miró con tristeza:

  • Habrá muchas preguntas, hijos, pero esta cárcel ya no tiene carcelero.

Héctor se quedó mirando al frente sin gesto alguno y, de sus ojos, comenzaron a caer lágrimas:

  • Lázaro… quédate.

9 – Epílogo

Muchos otros sucesos se precipitaron en pocos días. Héctor y yo no volvimos a separarnos, pero dentro y fuera del hostal. Vivimos situaciones muy tristes. El cadáver de su padre, que se suicidó poniendo el cañón de su pistola en su boca al verse atrapado, fue hallado junto a la tumba de su esposa, que fue exhumada para las investigaciones.

Sembramos los plantones entre el hostal y la cabaña después de pagarlos y despedirme de la empresa. Todos se habían salvado con el calor de la cabaña. Me quedé con Héctor una larga temporada encerrado en el hostal hasta que fuimos saliendo poco a poco y cada vez más lejos; pero siempre juntos. Nuestro hogar se estableció en una habitación muy lujosa que tenía el hostal al efecto y ambos nos dedicamos a mejorar los servicios y a mantener tanto al personal como al público contentos, pero ya no éramos esclavos de aquel lugar.