Lavanda

Apuré el vino que me quedaba sin perderla de vista. Sonaba un piano en modo menor. Se llevó las manos al cinturón del albornoz sin dejar de mirarme, seria, con el pequeño mechón todavía sobre el rostro y la piel ocre y mi corazón que no dejaba de latir y latir.

Cuando llegué un vaho húmedo me impregnó la piel. Sólo un poco, sólo el rostro, pero suficiente para saborear el gusto de lavanda que había quedado suspendido en el aire.

"Un minuto, que ya salgo", oí de entre las paredes, justo antes de que el secador se pusiera en marcha.

Yo cerré la puerta y dejé la cazadora de cuero en la percha de la esquina. En la casa había calidez, pero dudé si realmente era la temperatura o la mesa ya puesta con las velas a punto de encenderse lo que me daba esa sensación. Las últimas luces de la tarde iluminaban servilletas cuidadosamente plegadas, copas vacías y cuatro platos que dejaban claras las intenciones de la velada. Intenciones que a nadie se le escapaban, por otra parte. Menos aún a mí, que me había pintado los labios con aquel rojo vivo para que me los resaltara y poner las cartas sobre la mesa desde el inicio. Un día es un día.

Me miré al espejo y me ordené el cuello de la blusa, blanquísima y sin barroquismos, mis cabellos de cobre alisados, mis ojos verdosos. Me vi guapa y eso me hizo sentir bien. Tenía que potenciar más a menudo mi feminidad, propósito para el verano que todavía tenía que tardar unas semanas en llegar.

De pequeña, jugando al fútbol con mis compañeros de clase, o ya en la adolescencia, saliendo a correr a solas las tardes de junio sin escuela, empecé a habitar esa tierra de nadie. Como la chica con sobrepeso en eterna dieta, así yo con pendientes, maquillajes y faldas. El esfuerzo eterno para convertirse en quien no se es.

El secador dejó de sonar y la puerta del baño se abrió a mi derecha dejando salir una niebla intensa y perfumada. María se asomó con un cepillo en la mano.

"Hola", dijo alegre.

"Te han montado finalmente la sauna turca, por lo que veo."

"Uf, ¡ojalá!", suspiró ella volviendo a desaparecer.

Yo me acerqué y me apoyé en el marco de la puerta mientras ella, frente al espejo, resolvía el laberinto de sus cabellos negros y largos, vestida aún con su albornoz también blanco.

"Vamos a juego", dijo ella como leyéndome el pensamiento.

Estaba animada y alegre, lo que siempre acababa por animarme y alegrarme a mí, por mucho que a veces adoptase esta figura de mujer seria y un poco distante que no pierde el tiempo. Porque confesémoslo, a veces también fingimos cuando no es necesario, y ni siquiera nos gusta el papel que elegimos. No hay quien nos entienda.

"He venido pronto por si había que ayudar", dije. "Pero en el comedor ya lo tienes todo."

"Ya está casi todo preparado", confirmó. "Queda adobar las ensaladas y dar un golpe de calor en las berenjenas. Me lo he tomado con tiempo porque quiero que todo salga perfecto. Miguel ha ido al baloncesto, pero me ha prometido que estará aquí a tiempo pase lo que pase, ni prórrogas ni historias… Le he dado permiso, porque como todo esto había sido idea mía… ", e hizo una pausa, como si reflexionara sobre la corrección de todo lo que había dicho. "Y en cualquier caso, que limpie él mañana", dijo haciéndome un guiño.

Yo sonreí. Definitivamente me desarmaba con aquella alegría de vivir que yo no había aprendido nunca a sentir.

"¿Y mi… partenaire ?", pregunté.

"Tu… mmmm… pretendiente", y buscó una aprobación mía con la mirada que no sé si obtuvo, "ha pasado por mi planta antes de irse a casa y me ha dicho que se había comprado camisa y corbata nueva".

"No me gustan las corbatas", dije.

"No te preocupes, no creo que te la quiera regalar. Quizás la quiere para hacer contigo otra cosa", y me hizo de nuevo un guiño y dejó el cepillo en el armario que colgaba junto espejo. Se ahuecó el cabello con las manos, y a continuación cogió un poco de laca en espray y con un sencillo y rápido movimiento circular dejó caer un poco encima.

"¿Cuántas veces te he dicho que de mayor quiero tener tu pelo?", le confesé de nuevo.

"Juraría que el primer día que nos conocimos, ya lo hiciste", contestó alegre, y apagó la luz y fuimos hasta la cocina.

Todo ordenado, todo cubierto, todo listo y todavía cálido, en la cocina los platos y aperitivos se alineaban uno tras otro. Había comido poco, consciente de que la cena sería abundante, y viendo aquellos platos me vino toda el hambre de repente. María se agachó ante el horno, dejando al aire toda la pierna, sin ni siquiera un microscópico pelo a la vista. Abrió un poco la puerta y olió aquel nuevo vapor. Cerró los ojos, y enseguida se separó.

"Me parece que me ha salido de fábula, la parmigiana ", dijo, y volvió a cerrar. Se alzó y el escote quedó ligeramente abierto. "¿Quieres algo de vino?", Me preguntó.

"¿Empezamos fuerte?"

Ella fingió pensarlo un instante.

"Sí, ¿no?", pasó a mi lado, y abrió la nevera. "Tengo que sacar el tinto ya, para la cena, que no esté demasiado frío. Pero una copita de blanco ahora sí que me la tomaría ..."

No hubo ya ninguna duda. Ni siquiera respondí. Yo fui hasta el armario superior y saqué un par de copas, mientras ella sacaba una botella de blanco y una de tinto de la nevera y acto seguido se hacía con el sacacorchos del primer cajón.

"¿Algún consejo de última hora?", pregunté dejando las copas en el único espacio libre del mármol.

"No", respondió adentrándose el bucle en el corcho. "¿Qué dicen?, ¿sé tú misma? Pues tú no, tú tienes que ser más alegre que tú misma. Como cuando vas a la playa, que te pones tan risueña. Además, como ya os visteis ese día no es una cita a ciegas propiamente dicha… es… otra cosa", y al decirlo, el tapón terminó de salir con un chasquido. Sirvió un par de generosos dedos por copa, tapó la botella, y la devolvió a la nevera. "Estoy un poco juguetona con esto. Es muy divertido."

En efecto yo no podía ser yo misma, entre otras cosas porque en realidad siempre había transitado con la pregunta de quién era en mi mochila. Con el tiempo había aprendido a convivir con ello sin dar una respuesta clara, y eso me satisfacía, porque me permitía hacer como si la pregunta hubiera desaparecido como por arte de magia, como si de repente no habitara en una puñetera (y cierta) carrera de fondo, sino en un juego de equipo (falso), con pases y complicidades aprendidas con el tiempo. Y no, yo no era demasiado divertida (sólo a veces, tan sólo un poco).

"Ya ves qué bajo que he caído, mendigando citas a las amigas", me autocompadecí.

"¿Ves?, ese es el tipo de comentarios que tienes que abstenerte de hacer en la cena", dijo. "Quino es guapo, y tú estás cautivadora."

"Cautivadora", repetí halagada, y di un sorbo a mi copa. El vino estaba bien fresco y sabroso, y me llenó la boca de un sabor dulce que agradecí al instante. Debí mostrarlo de alguna manera, porque María asintió, como si lo hubiera comprado pensando exclusivamente en mí.

"A mí también me encanta este vino", dijo, y lo probó. "Me despierta los sentidos", subrayó oliéndolo profundamente con los ojos cerrados. Separó la copa y se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja. "¿Sabes a quién vi ayer?", preguntó entonces de manera retórica. "Toni", se respondió.

No me lo esperaba.

"Ah. ¿Y qué contaba?"

"Fue curioso. Me vió él a mí, en el centro, saliendo de una tienda. Y se acercó a saludarme. Yo no sé si lo hubiera hecho", y de manera mecánica hizo bailar el vino blanco en pequeños círculos. "Y estuvo muy agradable. Muchísimo. Me preguntó por Miguel, me preguntó por cómo me iban las cosas, y me preguntó por ti, claro, y yo le dije que resplandecías, que nunca habías estado mejor."

"Y es cierto."

"Y es cierto", repitió y fingió un brindis al aire y volvió a beber un poco. Y fue sólo entonces cuando empecé a oír de fondo ese piano, una grabación casi imperceptible a ritmo de jazz. Quizás ya llevaba tiempo sonando. No sé. Era agradable, y enseguida me hizo estar más tranquila, como en casa, como cuando llego después de un día de trabajo, y con la cena en la mesa, apago la televisión y me pongo algún disco. Por un instante intenté adivinar la pieza, pero me resultó imposible.

"Y ¿sabes? Me contó algo. Me contó que se casa, el mes que viene, con una abogada. No sé si me lo dijo porque quería que lo supieras o porque estaba tan excitado que no se lo pudo callar. "

"¿Estaba contento?"

"No lo sé. Diría que sí. ¿Importa?"

Y no dudé.

"No, ya no. Quiero decir, me alegro por él, pero no me importa ..."

"¿Recuerdas cuando contaba con voz engolada que el matrimonio hería de muerte las relaciones? Lo decía así: el matrimonio hiere de muerte las relaciones . Y Miguel y yo mirándonos."

"Me estás diciendo que no vuelva a salir con…"

"Te estoy diciendo que estés contenta, que disfrutes y que te tires a Quino esta noche. Si quieres, claro. Yo lo haré con Miguel."

Yo encogí de hombros.

"Ya veremos cómo van las cosas ..."

Tomó un último sorbo de vino, dejó la copa en el banco y se frotó las manos emocionada.

"Es hora de vestirse…", y dando un pequeño salto salió de la cocina.

Yo me quedé dudando si seguir o no. Pero a continuación vertí el vino que le había sobrado en mi copa y salí también con ella en la mano.

Ya en su habitación, iluminada sólo por la lámpara de la mesita de noche, María había empezado a revolver en el armario. Yo de nuevo me quedé en el umbral, extrañamente relajada en aquella calma antes de la tormenta. Desde allí todavía se oía con más claridad aquella música que me envenenaba el alma. Se volvió sosteniendo dos vestidos, uno rojo y otro negro. Ambos escotados y con falda por encima de la rodilla.

"¿Qué me pongo?"

"Los dos", respondí sin dudar.

"Oh", dijo, pero no la convencí, porque acto seguido los miró de nuevo, sosteniendo uno con cada mano.

"Tenía la idea de ponerme el negro… pero luego he visto el rojo y… Supongo que me he dejado influir por tu pintalabios, que te crees que no me había fijado."

"¿Sabes qué pensaba mientras venía?", lancé con mayor confianza. "Que debería robarte a Miguel, te enfadarías, claro, pero serían daños colaterales, así al menos me ahorraba este serie de citas absurdas… tanto preliminar con personas que me aburren soberanamente, a las que tengo que contar una y otra vez mi historia y aficiones, que trabajo demasiado, que salgo a correr, que no voy nunca al teatro… ya me harto incluso a mí… "

Ella dejó los vestidos sobre la cama y puso los brazos en jarra, haciendo que el escote del albornoz se abriera aún más.

"¿Y por eso me tienes que robar el novio?"

Lo preguntó sin entonación, por lo que no podía saber si me estaba siguiendo la broma o se lo había tomado mal.

"Cuando veníamos a cenar con vosotros, Toni y yo… Al final no quería que viniera él. Me aburría. Me lo pasaba mejor con vosotros dos a solas, o tomando café contigo. Además, te lo quitaría sólo un tiempo, si quieres luego te lo devuelvo… "

"Ah, no, si te lo llevas, te lo quedas", continuó todavía seria, pero ya dejando claro que me seguía el juego. "Yo a Miguel no lo comparto, al menos no de forma separada."

"Pero él a ti sí, ¿no?"

Me salió de manera espontánea, sin ninguna malicia. Creo que no había malicia, tal vez un primer efecto del alcohol. Pero como era lógico, no le sentó bien. Ahora su seriedad sí reflejaba enfado. Me miró unos instantes a los ojos.

"¿Y eso a qué viene?", preguntó.

"No sé, disculpa, se me ha escapado."

Ella dejó pasar un par de segundos. Y algún mínimo gesto con la boca me hizo pensar que se relajaba.

"Además", añadió, "lo dices como si tú no hubieras tenido nada que ver ..."

"Ya, a veces hablo demasiado. No lo puedo evitar. Lo siento."

María giró la mirada hacia la lámpara que tenuemente nos iluminaba, y el mechón le cayó de nuevo sobre el rostro.

"Va, sal, que me quiero cambiar…"

Pero yo no me moví. Con la copa en una mano y palpando de nuevo el cuello de la blusa con la otra me quedé esperando a que lo repitiera. Ella se volvió y me miró.

"¿Qué quieres, ¿ver cómo me desnudo?"

La pregunta me sonó tan natural que sólo podía responder una cosa.

"Claro."

Y apuré el vino que me quedaba sin perderla de vista. Sonaba un piano en modo menor. Se llevó las manos al cinturón del albornoz sin dejar de mirarme, seria, con el pequeño mechón todavía sobre el rostro y la piel ocre y mi corazón que no dejaba de latir y latir.

Somos el tiempo que no llenamos.

Y de pronto aquel tiempo se rompió. Un zumbido y una luz del móvil comenzaron a hacer bailar el móvil sobre la mesita del otro lado. María volvió a respirar y se cerró el albornoz que aún no se había abierto, y sin dejar de mirarme bordeó la cama, pasando a medio metro de mi cuerpo, dejándome sentir de nuevo el olor a lavanda que impregnaba sus cabellos.

Al llegar al móvil escrutó la pantalla, y me volvió a mirar.

"Hola, ¿ya ha acabado el partido?", respondió. "Ya está todo preparado… Tendrás que ducharte cuando llegues, ¿no?... Sí, ya ha venido Helena… Sí… Ha venido muy guapa, se ha arreglado para la ocasión…"

Ella continuó hablando. Yo dejé la copa vacía sobre la cómoda, la miré a los ojos, y me despasé el primer botón de la blusa.

"¿Cómo vienes al final?... Ah… ¿Y no te puede llevar nadie?"

Entonces María, con la mano que tenía libre, volvió a buscar el cinturón y asintiendo alguna explicación, con un suave movimiento se abrió el albornoz como la piel de una fruta limpia, dejando camino abierto desde la boca al sexo. Estaba completamente rasurada.

"Ya… Ya… Estoy preparándome… No tardes, cariño…", y colgó.

Sin perderla de vista me despasé también yo el cinturón y el botón de los vaqueros. Ella se mordió el labio inferior. Con un movimiento de caderas me ayudé a bajarlos y me los quité, primero un camal y después el otro.

"Miguel estará aquí en quince o veinte minutos", me advirtió.

Yo me adelanté un par de pasos. Quise sentir el alcohol recorriéndome las venas y el miedo no existía. Me detuve. De nuevo alguna nota de música llegó hasta nosotras.

"Tendrá que esperarse en la puerta si no hemos terminado."

Me bajé las bragas. Se las mostré y las lancé al suelo. Yo también me había depilado, y sólo un estrechísimo rectángulo de vello adornaba mi sexo.

María se deshizo del albornoz, que cayó a plomo, dejando a la vista su cuerpo cálido y perfecto. La rodonor simétrica de sus pechos grandes, las caderas generosos, la difusa marca de nacimiento en el lado izquierdo.

Vino hasta mí, y con el índice jugó con el primero de los botones de mi blusa. Comenzó a despasarla. Mi pecho se llenaba de oxígeno y de sed.

"Tenías tantas ganas como yo ...", murmuré.

"Tú siempre me tienes ganas", dijo. "No te creas que no lo sé…", y entonces se me acercó al oído. "Y me acabo de hacer un dedo en la ducha pensando que venías."

Aquellas palabras me encendieron.

"Entonces tú ya estás servida ..."

"¿Por qué no lo compruebas para salir de dudas?"

Mi mano la buscó entre las piernas. Ella se abrió con un suspiro. Estaba húmeda como el mar. Repasé su textura. Me retiré y le di a probar el dedo corazón. Ella me acarició con la lengua. Acto seguido lo llevé a mi boca. Ligeramente ácido, aquel sabor me trasladó ocho meses atrás, en el apartamento cerca de la playa donde por fin nos atrevimos.

"Es un momento para ti y para mí", me dijo besándome suavemente las mejillas, la comisura de los labios, el cuello… Un escalofrío recorrió mi cuerpo. "Pero tendremos que hacerlo rápido."

No pude esperar más y me lancé sobre ella. Con los ojos cerrados y siguiendo con ansia su lengua, ávida de saborearla toda de nuevo.

"Necesitaba esto", dije. Sentía la pasión tranquila de quien se encuentra por fin en casa. "Pero tú me preparas citas con tíos para que me los tire, en lugar de abrirte de piernas", le recriminé cayendo ambas sobre la cama.

"Tenía celos de él", confesó, "y estaba caliente, caliente de imaginar que te lo follabas toda la noche".

Las dos nos pusimos de rodillas sobre el colchón. Entrelazamos nuestras manos y continuamos besándonos, con mucha lenguahaciendo jugar nuestras lenguas al ritmo del deseo.

"Seguro que no es el primer dedo que te haces pensando en mí", dije buscándole de nuevo el sexo. Ella me abrazó dejándose hacer.

"¿Quieres saberlo?"

"Seguro que de vez en cuando, mientras estás duchándote, a solas, piensas en mí y me disfrutas…"

"A veces cuando me come Miguel me imagino que eres tú. Y se lo digo, y el cabrón se pone caliente y me lo hace con más ganas."

"Así que se lo has contado todo, ¿eh?", le dije acariciándola con más intensidad. Tenía el sexo cálido y vivo, preñado de deseo.

María empezaba a jadear.

"Él piensa… él piensa que es sólo una fantasía, y jugamos con la idea de llevarla a cabo un día de imprevisto", y un grito se le escapó de las entrañas. Yo relajé el ritmo y ella se separó. Me miró los pechos todavía atrapados por el sujetador blanco. "Me encanta este momento", dijo buscando con los dedos el mecanismo a mi espalda.

"Oh ..."

Mi sujetador cayó y mis pechos respiraron. Los pezones durísimos y sus dedos acariciando sus límites.

"Son preciossos, amor mío", dijo.

"A mí me gustan las tuyas, las tienes inmensas, me ponen como una fulana en celo", y casi antes de terminar la frase, las busqué con la boca y empecé a lamérselas con ganas. Ella me las ofrecía como quien ofrece agua al sediento. Me gustaba sentir su deseo, me hacía sentir hermosa, y me excitaba hasta el límite. Su piel, sus pezones frescos. Percibía cada cada detalle con la lengua. Entonces María me buscó el sexo, y comenzó a acariciárlo.

"Parece que las dos esperábamos mucho de esta noche, ¿eh?", dijo a modo de provocación.

En efecto, no había sido una rutina más. En la ducha, ayudada del espejito ovalado encima del cual las gotas se deslizaban, con el pubis cubierto de una espuma sedosa, había repasado cada pliegue de mi ingle decidida ya entonces a tenerlo preparado para recibir visita. Mientras hacía deslizar la cuchilla sobre mi piel había pensado vagamente en besos y lenguas, en caricias como las que ahora me estaba ofreciendo María. Había pensado en María, y Miguel, y después había vuelto a pensar en María, cuando aclarada y limpia, me contemplé a través del espejo y me gustaba lo que veía.

Las horas previas son prisioneras del deseo.

Me acosté de espaldas y me ofrecí.

María me contempló un instante, y luego se puso encima, sus pezones rozando los míos y su boca abierta. Nos besamos suave con los ojos cerrados, tres, cuatro veces. Entonces, cuando los abrí, encontré sus ojos vivos, y la expresión juguetona.

"Así que quieres robar-me el novio", dijo.

"Podría tirármelo si quisiera."

"Claro, estás buena, y Miguel es un guarro… como yo… como tú." Me acarició un pezón con el índice y volvimos a besarnos y buscarnos las lenguas. "Está a punto de llegar y nos pillará todavía aquí."

"Pues date prisa", me susurró. "Sabes que tengo el higo empapado por ti… desde hace meses."

"Oblígame, que eso te gusta", dijo sonriendo. Juguetona como estaba, había decidido aceptar mis reglas. Y yo lo disfrutaba. "Oblígame a hacerte cosas."

Tomé aire, acaricié su espalda con el dorso de las manos, estaba más guapa que nunca, había verdad en su mirada. Y de repente, pillándola por sorpresa a pesar de las advertencias, cerré los brazos y giramos. Ella dejó escapar un grito, pero yo la sujetaba fuerte de las muñecas, impidiendo que se moviera.

"¿Qué piensas hacer?", me dijo desafiante.

Me incorporé. Me volví hasta encararme a sus pies, y dejé caer mi sexo desnudo encima de su boca.

"Come", ordené. "Come y demuéstrame que eres una guarra."

Ella no contestó, no podía contestar. Lo que sí podía era obedecer, y lo hizo. Con tantas ganas como delicadeza, empezó primero a besarme los labios de sexo, y a continuación a repasarlos con la lengua. Yo, de rodillas, contemplaba su cuerpo extendido y limpio mientras me pellizcaba los pezones, mientras poco a poco sentía crecer dentro de mí un fuego incontrolable. Un pequeño bocado me sobresaltó.

"Cabrona", acerté a susurrar. Y a continuación me abalancé sobre su sexo, también húmedo, también abierto como fruta de agosto. Ayudándome con dos dedos, como desenmascarando un secreto, sus movimientos empezaron a confundirse con los míos. María resopló unas palabras que no entendí, y a las que respondí acelerando su ritmo. Ella entonces me mordió el interior del muslo. Apretando los dientes cada vez más fuerte mientras yo no dejaba de lamer y lamer. Hasta que entonces un terremoto surgió bajo mi cuerpo en forma de contracción y de grito alargado.

Saqué los dedos. Mi lengua se ralentizó. Di un par de ultimas caricias y besos a su sexo palpitante y recuperé el aliento respirando entre sus piernas.

Todo quedó en silencio. De nuevo. La lámpara apenas nos iluminaba. Sólo nuestras respiraciones alimentaban la habitación. De fondo aquel piano repetía notas que ahora sí, me eran familiares. Sonreí. Me incorporé para, a continuación, volver a acostarme encajando mi cuerpo al suyo, besándola suavemente detrás de la oreja. El aroma de lavanda me llegó a las entrañas.

"Tendré que volver a ducharme", dijo María aún con los ojos cerrados. "Y Miguel está a punto de llegar… Y te he hecho herida en el muslo."

Me abrí, y me miré. En efecto, a pocos centímetros de la ingle tenía la marca de su boca. Me dolía un poco.

"Me gusta", dije, y la besé de nuevo en la nuca.

Incluso los solitarios corredores de fondo tienen durante kilómetros compañeros de viaje.

"No he conseguido que acabaras…", dijo ella con un hilo de voz.

Mis dedos se deslizaron sobre su silueta.