Laurel y Hardy
Encontrando el camino
ENCONTRANDO EL CAMINO
Lo sabía, claro que lo sabía. Mi cerebro me lo decía continuamente, pero mi corazón se negaba a aceptarlo. O quizás fuera al revés, mi corazón lo presentía hace tiempo pero mi cerebro se negaba a racionalizarlo.
Pero de saberlo a comprobarlo hay un paso muy grande, y atreverse a darlo es un dolor insoportable.
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Nos conocemos desde pequeños, fuimos a las mismas escuelas y compartimos muchas horas, nos criamos en barrios cercanos, pero muy lejanos. Como si la avenida sumergida que los separa, encasillara a sus habitantes en mundos diferentes.
De un lado, la gran ciudad, donde mis padres alquilaban una casa modesta en un barrio obrero de clase media baja y rodeado de casitas iguales, habitadas por familias de trabajadores que cada mañana partían como abejas a sus tareas en las fábricas de la zona. Calles limpias y perfectamente asfaltadas con todos los servicios al alcance de la mano
Barrio habitado por gente cordial y cooperativa siempre lista para ayudar al vecino. Con códigos de convivencia y respeto mutuo, inalterables a través de generaciones, la mayoría descendientes de inmigrantes europeos escapados de la miserias de posguerra
Del otro lado, el conurbano, calles maltrechas donde mejor no andar de noche y servicios deficientes. Allí, en un barrio construido por los militares, se apiñaba un conjunto de edificios pintarrajeados donde habían alojado a la gente desplazada por la erradicación de barrios miserables. En una de esas torres, él y su madre habitaban un departamento de dos dormitorios.
Barrio habitado por gente muy humilde que en su mayoría vive de pequeñas chapuzas por no tener trabajo, pero dominado por narcos y delincuentes que se mimetizan con la gente decente, trapicheando en los interminables pasillos que conducen a departamentos apiñados, como si se tratara de una colmena.
Mi padre, obrero metalúrgico, era un hombre fornido de carácter hosco, de disciplina estricta e ira fácil y mi madre, una bella mujer, dulce y dedicada, abocada a cuidar de su hogar.
Criado en un ambiente sano, mis dos mayores pasiones eran la electrónica y el dibujo. Esta última la descubrí por el amor a mi madre y mi afán por retratarla, algo que me obsesionaba desde que manejé un lápiz, y que fui logrando con la guía de su santa paciencia y su amor al arte. Algo que disgustaba sobremanera al rústico de mi padre, que lo veía de amanerados y degenerados.
Tan grande era su rechazo, que obligó a mi madre a dejar su carrera de licenciatura en arte cuando se enteró que trabajaban con modelos desnudos.
El padre de Seba, en cambio, era desconocido y su madre trabajaba en uno de los dormitorios de su departamento, vendiendo su cuerpo.
El gordo despuntó su vicio por la mecánica, desarmando autos robados para ayudar económicamente a su madre. Tarea peligrosa de la que lo rescató su tío ofreciéndole trabajo los fines de semana en su taller de reparación de autos y donde demostró haber nacido para eso.
Para todos éramos el gordo y el flaco o Laurel y Hardy según les viniera bien y nuestra amistad empezó en cuarto año de formación industrial en una prueba de matemáticas.
Mi compañero Sebastián,- el gordo Hardy- era un portento de la mecánica pero un nulo con los libros y yo, el flaco Laurel, un buen estudiante, pero un negado con las máquinas.
Estudiábamos en una escuela técnica ubicada cerca de la frontera entre ambos barrios y para finales del primer trimestre debíamos entregar una pieza metálica, fabricada en un centro de mecanizado, cuya programación me conocía al dedillo, pero que me era totalmente imposible de operar por no saber afilar las herramientas.
Como el problema de Hardy era exactamente el inverso a la mío, Quid pro Quo. Programé los dos trabajos y el gordo los mecanizó.
Por la tarde, tomando una coca para festejar la excelente nota del trabajo realizado en sociedad, me comentó que estaba aterrado por la prueba de Análisis Matemático del próximo Lunes. Viéndolo tan buena persona, se me ocurrió que podía ayudarlo, como estábamos finalizando el martes, le pedí que pase por casa el viernes a la tarde que tendría algo para él.
El gordo me miró extrañado por la invitación.
-. ¿A tu casa?
-. Sí, ¿Donde si no?
¿Sabes donde vivo y a que se dedica mi madre?
-. Algo me han contado, ¿Y eso que tiene que ver?
-. Los demás chicos tienen prohibido por sus padres invitarme.
-. Pues yo no pregunto, vamos, te espero a las ocho de la noche.
La prueba consistía en resolver tres de cincuenta problemas propuestos y a mí se me daban bien, de hecho tenía promedio diez en la materia. Me puse esa misma noche y para el viernes los tenía todos resueltos.
Cuando llegó Seba, con una botella de vino para mi padre y unas flores para mi madre, demostrando que la buena educación y los modales correctos son transversales a las clases sociales, le valió una cálida recepción por parte de ellos. Lo invité a mi dormitorio y le di los ejercicios escritos de puño y letra en hojas A4, con todo lujo de detalles para que los estudie, al finalizar, cenamos y luego jugamos unas partidas a la play, que el gordo disfrutó como loco.
El problema se suscitó el lunes, Seba se había preparado unas fotocopias reducidas del trabajo que hice para él y las llevó escondidas para copiarse en caso de dudas, todo muy pícaro si no se le hubieran caído del banco cuando se levantó a entregar.
La profesora Núñez se percató y lo encaró
-. ¿Qué es esto Sebastián?
Antes que Seba pudiera contestar me adelanté
-. Son míos profesora, se me cayeron del pupitre. Puede ver que es mi letra
-. No intentes cubrirlo, tú no haces esas cosas
-. ¿Hacer que cosas señora?
-. Copiarte
-. No me estaba copiando, son apuntes de repaso.
-. ¿Y porque los tienes reducidos?
-. Para repasar en el micro señora.
-. Entrega tu prueba y quédate después de hora.
Entregué la prueba, hacía rato que había terminado y solo me había quedado por si Seba necesitaba ayuda. Aunque me aplazaran tenía promedio lo suficientemente alto como para que no corriera peligro de perder la materia. Cuando todos se retiraron, la profesora, con la que había logrado establecer un vínculo afectuoso, se acercó a mi banco.
-. ¿Por qué has hecho eso? Me decepcionas.
-. ¿Quién pregunta? ¿La profe o mi amiga?
-. Tu amiga.
-. Porque son apuntes míos que le di para estudiar, y no necesitó copiarse, lo hizo para sentirse seguro.
-. ¿Me das tu palabra de que no se copió?
-. Por supuesto.
-. Sabes que debo reprobarte, tu promedio se resentirá mucho.
-. Haga lo que corresponda señora.
Y sin una palabra más me retiré del aula. El gordo me estaba esperando afuera preocupado y cuando me vio, me dio un abrazo que casi me parte el espinazo.
Quizás deba aclarar que a los dieciséis años, aparte de gordo era un gigante de un metro noventa, mientras que yo era un flaquito de un metro ochenta con escasos setenta kilos. Para colmo tenía la fuerza de un titán de tanto trabajar en el taller de su tío desde pequeño.
Nos estábamos retirando del colegio entre risas, cuando apareció Rafa, mi acosador particular, un doble repetidor del otro cuarto que tenía la misma profesora de matemáticas que nosotros.
Desde primer año que me tenía amenazado y me obligaba a realizarle sus tareas. Para colmo venía acompañado de la diosa Alejandra. Una rubia de mi curso, de un metro setenta de altura, con más curvas que un circuito de carreras y que gustaba de los malitos y chulos.
Completando el estereotipo del chulo guaperas, el padre de Rafa estaba forrado en plata, lo que sumado a que ya era mayor de edad, le permitía poseer un auto deportivo de ensueño y ligar todo lo que quería.
Se acercó a mí pavoneándose ante la diva, miró con cara de asco al gordo y me encaró de mala manera
-. ¿Tienes mis problemas?
-. Lo siento Rafa, pero se los ha quedado la profe.
Mentí descaradamente, preocupado por ayudar a Seba, me olvidé por completo que Rafa me los había pedido, el matón alterado, me tomó de las solapas y me estrelló contra la pared. No sé qué me dolía más, el golpe en la espalda o la risita orgullosa de Ale viendo a su macho en acción.
-. Escucha insecto, vas a tu casa y los haces de nuevo, o no sobrevives al lunes.
-. Hey tú...
Bramó Seba furioso, y cuando Rafa se dio vuelta, le metió un mamporro de revés que lo tiró de culo al piso en medio de las risas de medio colegio.
-. Lo vuelves a tocar y eres hombre muerto.
Rafa tragó saliva y asintió con la cabeza antes de retirarse corriendo en medio de las carcajadas de sus compañeros.
Así nació una amistad inquebrantable, el músculo y el cerebro, la bestia y el artista, el gordo y el flaco, Laurel y Hardy.
Durante el resto del año, estudiábamos juntos y nos repartíamos las tareas del taller de acuerdo a nuestras capacidades, y la sociedad empezó a funcionar tan bien, que después del papelón que pasó Rafa, Ale lo despachó y se plegó a nuestro dueto.
Claro que semejante bombón no se despintaba una uña, sus proyectos los desarrollaba yo y los ejecutaba el gordo. Como premio nos daba un besito en la mejilla a cada uno y nos dejaba idiotas por una semana.
Pero no todo es oro lo que reluce, y la alegría es una estrella fugaz, para finales de ese año después de tres cambios de presidente, el gobierno nuevo se quedó con los ahorros de la gente y meses después, devaluaron la moneda y abrieron la importación en forma indiscriminada, provocando el cierre de muchas empresas, entre ellas la de mi progenitor a principios del año siguiente.
Como el cierre fue masivo y repentino y en medio de una inflación galopante, el poco dinero de la indemnización, percibido por mi padre, se le evaporó como agua entre los dedos.
Para colaborar con la economía familiar, mi madre tuvo que salir a limpiar casas y yo tuve que pasar al turno noche en la escuela para poder trabajar de día. Por supuesto, el gordo se pasó de turno conmigo y me ofreció trabajo en el taller de su tío.
Nos encontrábamos a las seis de la mañana en mi casa y desayunábamos juntos, a las siete entrábamos al taller, almorzábamos un par de sándwiches que traía el gordo y trabajábamos hasta las cuatro, merendábamos en casa y a las seis ingresábamos a la escuela hasta las diez de la noche.
Al estar trabajando en tareas técnicas nos eximían de cursar en el taller.
Cuando transcurría la mitad de ese fatídico año, mi padre en su impotencia por no encontrar un trabajo digno y tener su falso orgullo herido, por tener que depender de su mujer e hijo, empezó a beber y a celar a mi madre. Cada vez que venía del bar y no la encontraba, se ponía furioso.
Una de esas tardes, estaba en casa completando unas tareas para mi curso, cuando llegó mi padre alcoholizado y no la encontró, se dirigió furioso hacia mí y me empezó a zamarrear preguntándome donde estaba. En ese preciso instante entró mi madre a la casa y al contemplar la escena, se dirigió presta a la cocina y tomando el cuchillo más grande que tenía se lo puso de punta en medio del estómago.
-. ¡Vuelves a pegarle al niño, borracho de mierda y te destripo como un pescado!
Mi padre reculó atónito pidiendo disculpas con la boca chica, pero con una mirada turbia que no presagiaba nada bueno.
Uno de los principales clientes de mi madre era el pediatra que nos atendió desde pequeños, un viudo muy bien parecido del cual siempre la celó mi padre, a tal punto que jamás permitió que mi madre nos lleve al consultorio sin su compañía, mucho menos que nos visitara si él no estaba, aunque yo estuviera enfermo
Este hombre, no muy mayor que mi madre, conociendo las dificultades económicas de mi casa, le ofreció la limpieza de la suya y la del consultorio, la cual no podía realizarse hasta que el último niño no fuera atendido. Estando en invierno y en plena temporada de catarros, atendía tantos niños por día, que eso solía ser muy tarde.
El día que mi vida cambió para siempre, eran las diez de la noche y recién había vuelto a casa de la escuela nocturna. Estaba dejando mis útiles sobre un mueble, cuando llegó mi madre cansadísima y mi padre la estaba esperando furioso.
-. Ya no tienes decencia puta, cuanto te paga el doctorcito para follarte.
-. Que dices ¿Estás loco, no ves que está el niño escuchando?
-. Mejor, así se entera lo puta que es su madre.
Furioso se sacó el cinto y le tiró el primer correazo, aterrado salté de mi asiento, me puse delante recibiéndolo por ella y caí al piso aturdido por el impacto.
Mi padre al verme defenderla, perdió por completo la razón, se agachó y tomándome del cuello me levantó ahorcándome y me empotró contra la pared. Mientras me asfixiaba y perdía el conocimiento alcancé a escuchar.
-. La defiendes, renacuajo puto, si hasta dudo que un marica como tú sea mi hij...ggghhh.
Un violento vomitón de sangre con espuma salió de su boca y me bañó la cara mientras me soltaba, finalmente se hincó de rodillas y luego se tumbó boca abajo con el gran cuchillo de la cocina enterrado en medio de la espalda. Mi madre se acercó con asco a verlo boquear y le habló con desprecio.
_. Te advertí que al niño no lo tocaras.
Luego se dio vuelta y calmadamente llamó a la policía.
A pesar de los atenuantes de mi testimonio y de las heridas en mi cuello, un juez machista, aprovechando la escasa defensa impuesta por un pedorro abogado de oficio, le dio diez años de cárcel. El día de la condena me hizo prometerle entre lágrimas que no iría a verla a la prisión. Con treinta y siete años, esa hermosa mujer era enterrada en vida por defender a su cachorro.
Hundido y agobiado, perdí todo de la noche a la mañana. Al no haber nadie que pudiera pagar el alquiler, los dueños de la casa me echaron a la calle con lo puesto y se quedaron con todas las cosas de mis padres para cobrarse deudas atrasadas, escasamente pude rescatar mi ropa, mis elementos de estudio y mis amados bocetos, recuerdos valiosos de mi madre y muestras de mis únicos vicios virtuosos, estudiar y dibujar.
¿Y quién iba a salir en mi rescate si no era el inefable gordo? Habló con su tío y me armaron una piecita en el cuarto de los repuestos del taller, con un catre, un pequeño armario y un escritorio para mis estudios.
Don Tito, el tío de Seba, era un gran hombre y sus hijas adorables. Carmen era una preciosa rubia de nuestra edad y un encanto de mujer, mientras Lina, una pelirroja un poco menor, se veía muy tímida.
En el poco tiempo que llevaba trabajando allí, había crecido entre nosotros una relación de respeto mutuo, sobre todo cuando descubrió que era capaz de reparar los cada vez más computarizados sistemas, de los nuevos autos importados.
Con el correr del año, aunque extrañaba horrores a mi madre con la que solo hablaba por teléfono cada tanto, mi vida se empezó a encaminar. La sociedad entre la fabulosa habilidad de Seba con la mecánica y mi dominio de la electrónica se fue haciendo conocer y para el verano, la cartera de autos de lujo de la clientela del taller empezó a hacerse notar.
Don Tito, viendo el éxito de nuestro trabajo, además del sueldo, nos daba un porcentaje de esas reparaciones de lujo, para el verano, ya tenía ingresos suficientes como para mudarme y empecé a buscar a donde hacerlo. Por supuesto que no antes de cumplir mis dieciocho años.
Finalmente, cuando llegó ese día tan esperado, donde ya podía valerme solo y no tenía que ocultarme para no ir a parar a un orfanato, decidí festejarlo yendo a visitar a mi madre. La extrañaba tanto que me dolía.
Llegué a la cárcel de mujeres temblando, pedí la visita, sufrí la humillante pesquisa donde fui bastardeado por dos corpulentas guardia cárceles uniformadas que no se privaron de manosearme a su antojo, entrepierna y culo incluidos y al llegar a la sala de reuniones, para mi congoja, mi madre se negó a verme. Una compañera tan grande como Sebastián, me entregó un sobre de parte de ella y me dejó un mensaje.
-. No la juzgues mal, esta mierda cambia a la gente y no siempre para bien.
Salí a la calle desesperanzado, el sobre me quemaba en el bolsillo. Al llegar a mi humilde cuarto, lo coloqué en la mesita de noche y me quedé mirándolo durante un tiempo infinito, con un temor reverencial hacia su contenido. Finalmente me decidí y lo abrí. Solo contenía una hoja con un par de frases.
-. A partir de hoy, eres un hombre. Respeta tus promesas.
No la volví a ver en mucho tiempo y cuando nos reencontramos. Nada quedaba de la persona que más había amado en el mundo.
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