Laurel y Hardy 5
Vergüenza
VERGÜENZA
-. Aghhhh...siii
Una vez más, Bea me había transportado fuera de ese espacio amurallado con su prodigiosa lengua. Parecía increíble que esa bruta y rústica mujer fuera tan dulce a la hora de dar placer.
Lo nuestro era un amor de soledades compartidas, ella salvó mi vida protegiéndome y exponiendo la suya, y yo le di el calor que a su vida le faltaba. Éramos dos almas desesperadas, en búsqueda de no perder lo poco que nos quedaba de humanidad.
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¿Cuántas veces en momentos angustiantes o desesperados nos sentimos capaces de matar? O pavoneamos livianamente que lo haríamos para cobrarnos una ofensa o si nos tocan lo más sagrado... ¿Pero sabemos realmente lo que es matar? ¿Llegamos a intuir, que parte de nuestra vida se va con el difunto?
Conocí a José de muy jovencita y siempre fue grande y bruto, ser su novia fue consecuencia de mi debilidad, me sentía protegida a su lado. Mis padres eran muy mayores y yo solo había tenido inquietud por estudiar arte, a su edad, me estaba convirtiendo en una carga.
José tenía un buen trabajo en una gran fábrica metalúrgica y casarme con él, era mi posibilidad de aliviar a mis familia y poder seguir estudiando. Además me enternecía como se aturullaba cada vez que le hacía una caricia, o le daba un beso.
Me casé con él a los veinte años y al año siguiente nació Joaquín. Cuando me repuse del parto y recuperé mi figura, le planteé a José mi inquietud de seguir estudiando mientras mi madre cuidaba al niño.
Le pareció una buena idea y se interesó por mis estudios. Cuando le mostré mis trabajos de años anteriores, para que supiera de qué se trataba la cosa y observó para su sorpresa que trabajábamos con modelos desnudos, me preguntó si estaba loca. Que su mujer jamás pisaría un lugar de degenerados y prostitutas.
Me enojé tanto, que no le hablé por un largo tiempo, ni intimé con él. A los tres meses de la discusión, nuestra convivencia estaba muy dañada y nos empezamos a alejar uno del otro, yo con mi niño y encaprichada con mis estudios y él con sus compañeros y su rabia a cuestas.
La noche que mi mundo de fantasía adolescente se derrumbó, llegó bebido de una reunión con amigos, se acercó a la cama y me empezó a acariciar con sus grandes manos. Me hice la dormida y no respondí a sus caricias hasta que sus dedos llegaron a la entrepierna.
Enfurecida por lo que sentí como una violación, me senté en la cama y le pegué un cachetazo. José retrocedió atontado tomándose la cara y me di cuenta que me había pasado, pero cuando lo quise arreglar, ya no había tiempo.
Mi marido cambió su expresión de asombro montando en cólera, me arrancó el camisón, me sacó de la cama y poniéndome boca abajo sobre su regazo, me empezó a dar tantos cachetazos en las nalgas que no me pude sentar por un par de días. No conforme con eso, sin apiadarse de mi llanto y mis pedidos de clemencia, me tiró sobre el colchón boca abajo y sacando su gran polla me folló salvajemente.
Cuando se sintió satisfecho, se levantó de la cama y me espetó furioso.
-. No sabes bien lo que has hecho levantándome la mano, espero por tu bien que hayas comprendido cuál es tu lugar.
Desde ese día mi vida cambió, José me follaba todas las noches, pero nunca más tuve un orgasmo. Mi única razón para seguir adelante pasó a ser mi hijo, pero la violencia y el destrato de mi esposo, me empezaron a envenenar el alma.
Levantarme cada mañana y encontrar fuerzas para seguir se volvió una tarea ardua, solo el despertar a mi niño y verle su carita adormecida mientras lo preparaba para ir a la escuela me daba ánimo para soportar mi calvario. Una tarde viendo juntos mis bocetos de arte, me pidió que le enseñe a dibujar, lo que me dio una alegría inmensa, pero cuando le pregunté el motivo me dejó helada.
-. Porque quiero aprender a dibujarte como yo te siento, no como sales en las fotos, no me gusta verte triste.
Lo abracé y me puse a llorar, desde ese día me propuse dejar de sufrir y salir adelante. Como dejar a mi esposo no era viable, ya que no tenía oficio para mantenerme y mis padres eran muy mayores como para echarles encima esa carga, cuando llegaba la hora de ir a la cama, me lubricaba en el baño, aguantaba la arremetida y me dormía pensando en mi niño para entibiar el hielo de mi corazón.
El primer choque fuerte con José, tras mi nueva determinación, ocurrió una tarde en que al volver de su trabajo encontró a Joaquín dibujando en el atril. Furioso por descubrir que le estaba enseñando una tarea de maricas y degenerados, me agarró de un brazo y me llevó a la pieza a la rastra.
-. Lo vuelvo a ver dibujando y les doy tal paliza a los dos, que les saco esas ideas de la cabeza.
-. Tú tocas al niño con esas sucias manos y yo te mato, no sé cómo, pero te mato. A partir del día que lo hagas, vas a dudar hasta de ponerte un trozo de pan en la boca.
Le espeté furiosa en voz baja, con una enjundia tal que lo hizo recular asombrado. Salió de la habitación cabreado y no volvió hasta muy tarde en la noche bastante bebido. Me buscó para follarme, pero me había encerrado en la habitación con el niño y por suerte no se atrevió a golpear la puerta. Desde ese día no me volvió a tocar.
Pasaron los años y la gran crisis que dejó a José y tanta otra gente sin empleo, fue mi liberación y su perdición. El niño estaba crecido y gracias a su gran amigo el gordo consiguió trabajo y empezaron a estudiar de noche. Ese par me enternecía, Joaquín, tan tierno y delicado por fuera pero con un fuego sagrado en su interior que lo empujaba hacia adelante y Seba, un brutazo gigantón que era más bueno que el pan. Ambos con vidas duras y dispuestos a salir adelante de la forma que fuera.
El gordo y el flaco como los llamaban sus amigos, tan tiernos y simpáticos como los que veía en las películas de mi juventud, pero para nada torpes, como me aseguró don Luis un día que le llevé el almuerzo. Formaban una dupla insuperable trabajando juntos.
Pegué pequeños carteles en el barrio, ofreciéndome como maestra de dibujo en algunos y como asistente del hogar en otros y conseguí ambas cosas. Salía muy temprano de casa, aunque no tanto como el niño y volvía casa a la misma hora que él, cansada pero feliz de estar lejos de la que fue mi primera prisión.
José mientras tanto, deambulaba realizando pequeñas chapuzas, pero sin conseguir trabajo fijo debido a su obsesión de no ceder en rebajarse a empleos de menor categoría, que el que tenía antes de ser despedido. Pronto empezó a juntarse en el bar con otros desempleados como él, y de ahí a beber en demasía fue solo un paso.
Y a partir de ese momento llegó el infierno a nuestras vidas y mi marido descargaba su frustración en escenas de celos injustificadas, sin importarle que Joaquín estuviera presente. Llegar a casa después de estar bebiendo en el bar y no encontrarme, era motivo de pelea seguro. La olla iba levantando presión y no supe sacarla del fuego, era tanta la indignación por sus injustificadas rabietas, que superaba mi entendimiento.
Uno de esos días, cuando la situación era ya insostenible, me contactó el antiguo pediatra de mi hijo. Carlos era un hombre atractivo, unos años mayor que yo, que lo empezó a atender recién recibido y su joven esposa había fallecido en un accidente de tránsito, unos años después de dejar de ir nosotros.
José le tenía tanta ojeriza, que jamás pude llevar al niño si él no estaba presente, aunque volara de fiebre. Jamás se lo comenté al médico porque me daba mucha vergüenza, pero él no era tonto.
-. Hola María, como van las cosas.
-. Hola Carlos, que sorpresa.
-. Vi tu cartel en la panadería y dudé en llamarte sabiendo cómo las gasta tu esposo.
-. Ja, ja, ja eso es historia antigua, no está en condiciones de ser muy exigente.
-. Pues entonces tengo una oferta para hacerte, ¿Cuándo te puedes pasar por el consultorio?
-. Mañana mismo, ¿a qué hora dejas de atender?
Al otro día, al finalizar sus consultas, me recibió con dos besos y su eterna sonrisa, estaba igual de guapo y mucho más musculado. Se veía a las claras que ocupaba bien su poco tiempo libre.
-. Vaya, vaya María, sigues tan guapa como te recuerdo.
-. Ja, ja, ja no necesitas mentir, no son buenas épocas, mira lo que tengo que hacer para sobrevivir.
-. Pues que quieres que te diga, el estar ocupada te sienta bien.
En resumidas cuentas, me quería contratar a tiempo completo para atender su casa y tres veces por semana asear el consultorio al terminar las visitas. En el tiempo entremedio me ofreció entretener a los niños enseñándoles a dibujar.
Me encantó la propuesta y me ofreció un salario que no podía rechazar.
Su casa era un apartamento coqueto de dos dormitorios, ubicado sobre el consultorio, un lugar limpio con el lógico desorden de un hombre que vive solo.
Desde el primer día me dio la llave y yo llegaba justo después que él se levantaba, desayunábamos juntos, lo esperaba con el almuerzo servido a la vuelta del hospital y le dejaba la cena preparada.
Los días de consultorio me encantaba jugar con los niños y enseñarles a dibujar ante sus madres entusiasmadas, habíamos preparado en la sala, media docena de pequeños atriles y un sin número de lápices de colores. Cuando el último pequeño paciente se retiraba, yo limpiaba la sala de espera mientras él esterilizaba el consultorio.
Un mes después de empezar a trabajar con el pediatra, al llegar a casa, me encontré con un cuadro que no podía imaginar ni en mis peores pesadillas. José estaba zamarreando a nuestro hijo preguntando donde me encontraba.
Enfurecida, tomé un cuchillo de la cocina y le volví a advertir sobre las consecuencias de su brutalidad. Se retiró asombrado, mascullando vaya a saber qué cosas.
La mañana siguiente, llegué muy alterada a casa de Carlos, a pesar de su insistencia, me negué a comentarle el motivo de mi enojo sin levantar mi mirada la taza. Con paciencia de médico de niños y acostumbrado a las rabietas, se levantó de su silla, se colocó a mis espaldas y comenzó a masajear mi cuello, mientras me decía palabras dulces.
El efecto fue instantáneo, mis lágrimas se desbordaron sin contención posible. Carlos tomó el teléfono, avisó al hospital que no podía concurrir y se sentó a mi lado. Pacientemente, hora tras hora escuchó las penurias que estaba viviendo sin emitir opinión.
A media mañana quedé tan liberada por haber podido compartir mis problemas, que sin darme cuenta, me quedé dormida sobre su regazo. Me despertó un rico aroma a filete y me di cuenta que estaba en su cama tapada por una cobija, vestida solamente con ropa interior. A mi lado, perfectamente doblado, estaba el delantal que utilizaba para trabajar. Me vestí con él y bajé al comedor completamente avergonzada.
-. Holaaa... miren quién apareció, la bella durmiente. ¿Estás mejor? Espero que no te haya molestado que te haya desvestido para que descanses mejor.
-. Molestado, no. Pero un poco de vergüenza me da
-. María, ¿Te olvidas que soy médico? Vamos siéntate.
Fue un almuerzo maravilloso entre dos amigos que se conocen desde siempre. Por un momento mis problemas desaparecieron y me sentí joven otra vez. Sus anécdotas de estudiante eran para descojonarse y sus historias de infidelidades y pilladas en el hospital para ruborizarse.
Al terminar lavé su vajilla mientras el preparaba el café y después de compartirlo, me levanté para ir a cambiarme, ya que no era día de consultorio. Me acerqué a darle un beso por la comida y se quedó mirando a mis ojos antes que lo hiciera. De forma natural, como lo harías con el hombre más querido de tu vida, me abandoné en sus labios.
Un beso largo, carnoso, delicado que poco a poco se convirtió en un morreo en toda la regla. Sin dejar de besarme, Carlos me levantó de las nalgas mientras yo enredaba mis piernas en su cintura y me llevó a su dormitorio.
Me depositó suavemente en la cama y empezó a bajar por mi cuello mientras desabotonada el delantal. Al llegar a mis pechos, levantó el sujetador y se apoderó con su boca de mis enardecidas tetas.
Yo me retorcía presa de sensaciones desconocidas, hasta que bajó su mano y corriendo mis bragas, presionó haciendo círculos sobre mi pepita. Estallé en un orgasmo como nunca había tenido. Orgasmo que multiplicó en un sin fin de secuelas, enterrándome dos dedos en mi vagina y follándome con ellos.
Quedé desmadejada mientras mi amante me terminaba de desvestir. Antes de que pudiera reaccionar, ya lo tenía desnudo sobre mi cuerpo punteando mi vagina con su respetable polla. Abrí mis piernas como una puta y clavándole los talones en el culo, lo obligué a follarme como si no hubiera un mañana.
Llegué a casa relajada y para nada arrepentida, en un par de horas descubrí que nunca había disfrutado del sexo en todos mis años de matrimonio. Por una noche, las demandas e insultos de José me resbalaron.
Nunca más volví temprano a casa, los días de consultorio los terminábamos con un rapidito y los que no, con grandes sesiones de sexo en su departamento, donde aprendí todo lo que un hombre y una mujer se pueden dar. Dos meses intensos donde nada me importaba más que volver a repetir al día siguiente.
La vida es puta y no todo lo bueno dura, una tarde, encontré en el consultorio a la esposa de un amigo de José con sus dos niños y de ahí, a que llegara a los oídos de mi esposo, fue cuestión de horas.
La escena al llegar a casa fue dantesca, pero nada me despertó más de mi irrealidad que el salto de Joaquín recibiendo el correazo por mí. Ese hermoso y delicado muchacho, se había comportado como un hombre, mucho más valiente que el bruto de mi marido.
Cuando lo vi caído en el piso, reparé en que no dudó un segundo en exponer su integridad física, para defender a la puta adúltera de su madre que por dos meses ni pensó en él. Cuando el animal lo empezó a estrangular, no dudé, las cartas estaban echadas.
El proceso fue horrible y vergonzoso, mi abogado era un indolente y el juez un impresentable. Cuando me condenaron, me sentía tan culpable que me pareció justo y le hice prometer a mi hijo que no me visite en la cárcel, no podía exponerlo a esa vergüenza y lo mismo le dije a Carlos. Su prestigio profesional estaba en juego.
Me concienticé que siendo joven y bonita la iba a pasar mal y no me equivoqué. De arranque, el primer día me pelaron, me bañaron con una manguera de agua fría y me revisaron dos gordas babosas sin dejar ningún agujero sin escrutar.
Cuando me pasaron al pabellón, me miraban todas como para comerme cual cordero a la parrilla. Para mi sorpresa, Bea, una gigante musculada, líder del pabellón salió en mi defensa.
-. Esta mujer está aquí, por matar al hijo de puta de su marido golpeador que intentaba matar a su hijo, por haberla defendido de una golpiza. La que la toque, se la ve conmigo.
Palabras mágicas, mujer que mata por defender a un hijo, adquiere categoría de santa. Bea maniobró para convertirse en mi compañera de celda y en cuanto le comenté la vejación de la requisa, prometió hacerse cargo.
Nunca me volvieron a molestar y tanto intimar confidencias con ella, terminamos convertidas en amantes. Siempre ella satisfaciéndome a mí, nunca al revés.
Para eso ella tenía sus visitas vis a vis, con una infinidad de amantes mujeres.
Bea estaba presa por asesinar a su violador padrastro, que la sometía aún en presencia de su indiferente madre. Le tomó tanto asco a los hombres, que nunca más pudo estar con uno.
Poco a poco me fui integrando y mis retratos y mis clases de dibujo, se volvieron populares entre reclusas y guardia cárceles. El cariño de Bea, machacarme en el gimnasio y el reconocimiento de mis compañeras, atenuaba mis malos pensamientos y aliviaban las largas horas de encierro.
El día que mi hijo entró en su mayoría de edad y me vino a visitar, mis defensas se derrumbaron. Pero mi vergüenza fue mayor a mi necesidad de verlo, sabía por las cartas de Don Luis que estaba encaminado en la vida, que Seba lo cuidaba como a un hermano y mi presencia en su vida, solo lo dañaría.
Envié a Bea con una dura carta para alejarlo y me derrumbé a llorar en mi celda consolada por mis compañeras. Solo ellas, que conocían la historia completa, podían entenderme.
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