Laura y su síndrome

Me llamo Laura y tengo el síndrome de Obsesión por las Pollas Grandes (OPG para abreviar), o eso dice mi psicólogo.

Me llamo Laura y tengo el síndrome de Obsesión por las Pollas Grandes (OPG para abreviar), o eso dice mi psicólogo. Empecé a visitarle cuando me di cuenta de que mi comportamiento era un poco descontrolado en ocasiones, y él me diagnosticó enseguida el síndrome OPG tras enseñarme varias figuras de Rorschach. Se supone que son manchas aleatorias de tinta que no representa nada, y cuando el paciente las ve las interpreta según sus impulsos:

  • ¿Qué ves en esta lámina, Laura?
  • Un chico saludando con un miembro enorme -contesté.
  • Ya veo -dijo arqueando las cejas-. ¿Y esta otra, qué te sugiere?
  • Pues… parece una chica arrodillada practicando una felación a un chico muy bien dotado.
  • Ejem -carraspeó el psicólogo-. Una vez más, por favor…
  • Ehh… ahora veo un… un… extintor…

Como veis, mi obsesión me traicionaba enseguida. Yo no sé a qué se debe este problema, pero desde que me ocurre hago cosas raras. Por ejemplo, a la primera consulta del psicólogo, un señor apuesto de mediana edad, llevé una blusa negra de seda un poco desabotonada y una falda blanca por debajo de las rodillas con un larguísimo corte lateral hasta un poco por encima de la cadera izquierda. Cuando me senté en el diván el corte se abrió lo justo para que se vieran mis piernas muy bien depiladas, bronceadas e hidratadas. El psicólogo, muy profesional, sólo me miraba cuando creía que no me daba cuenta, y no hizo ningún comentario. Cuando una pregunta me incomodaba, yo movía un poco el culo en el sofá de cuero, y la falda se subía un poquito. Nerviosa, a veces me desabrochaba como sin querer un botón más de la camisa, que, arrugada, dejaba ver un escote cada vez más amplio. En cuanto el corte de la falda alcanzó mi cintura quedó muy claro para el psicólogo que yo no me había puesto bragas ese día… la camisa, por su parte, reveló al mismo tiempo que también había olvidado ponerme sostén.

Un momento, ¿no estaréis pensando que estaba provocando sin motivo a un hombre casado? ¡De ninguna manera! Tenía una motivación muy concreta, a saber, averiguar el tamaño del miembro viril del psicólogo. Y yo, cuando quiero averiguar eso de un hombre, sólo puedo hacerlo de dos maneras: Una es preguntándole a una mujer que lo sepa, porque los hombres, no sé por qué, suelen mentir bastante en esta cuestión. La otra es provocar una fuerte erección en el hombre, para poder apreciar por mí misma el calibre de su miembro. Esto me obliga, sí, habéis leído bien, me obliga a vestirme y a actuar de forma provocativa. El problema viene cuando el tamaño del miembro no me resulta satisfactorio y el chico pretende que alivie su excitación. Por lo general suele bastar con una disculpa, pero para chicos particularmente insistentes o que incurren en algún tipo de actitud violenta he tenido, no pocas veces, que recurrir al jiu-jitsu. Llamadme provocadora, o calientapollas, si lo preferís, pero espero que estéis apreciando lo realmente esclava que me siento de mi síndrome OPG.

Naturalmente, de cuando en cuando mi estrategia me permite detectar un chico espectacularmente dotado. Entonces es cuando me transformo. Por ejemplo, si cuando mueva mi culo en el sofá y el psicólogo pueda ver claramente mi chochito depilado y bronceado consigo ver un buen bulto en su pantalón, podría fingir un desmayo. Así, cuando el psicólogo intentase socorrerme, yo podría palpar su miembro sin tener que tomar demasiadas precauciones. Si el tacto me confirmase mis sospechas sobre su tamaño, yo apretaría el miembro suavemente, y, con su cuerpo encima del mío, posaría mis labios en los suyos y mis grandes pechos en su…

…pero me estoy precipitando. El doctor parece tener una erección a juzgar por el bulto que puedo apreciar mirándole de reojo. Así que le pido por favor un vaso de agua fresca; cuando me lo alcanza con una sonrisa yo le miro a los ojos con los labios entreabiertos, consciente de que él, de pie frente a mí que sigo sentada en su sofá de cuero, puede ver a través de mi escote hasta mi ombligo. Mientras bebo el agua veo su bulto frente a mí y casi me atraganto: el agua salpica por todas partes, moja mi camisa de seda, entra por mi canalillo, moja el pantalón del doctor… Yo trato de arreglar el desastre palpando con las manos sobre su pantalón, haciéndome la avergonzada… voilà, el buen doctor calza una talla 17cm!

Insufiente para mí: "lo lamento doctor, discúlpeme", le digo, muy correcta. Ante su mirada estupefacta me seco el escote con un pañuelo que tomo prestado del bolsillo de su chaqueta, me abrocho los tres botones del escote que había desabrochado estratégicamente durante la conversación, me arreglo la falda tapando mi chochito y le doy la mano muy educadamente:

  • Tengo que dejarle, doctor. Mañana a la misma hora, supongo?
  • Ehhh… si, sí, claro, señorita…

Antes de que el doctor pueda reaccionar he abandonado su gabinete. Mañana vendré con un vestido hasta los tobillos y una chaqueta de lana, a ver si este psicólogo consigue curar mi síndrome.

Supongo que os parecerá extraño que haya rechazado una polla de 17cm, y haya dejado en ese estado al buen doctor. En mi defensa tengo que decir que después de haber palpado su bulto yo ya no estaba para terapias, y además, mi último novio ya tenía un aparato de ese tamaño, que dejó de satisfacerme cuando tuve mi primer brote del síndrome OPG. Así que, notando cierta humedad no del todo incómoda en mi entrepierna, salí de la consulta del psicólogo, prometiéndome a mí misma que comenzaría en serio mi terapia al día siguiente. Pero esa hermosa tarde de verano necesitaba aliviar la excitación que me había producido calibrar al buen doctor, así que me fui a dar un paseo. Lo que pasó después es un buen ejemplo de lo que solía ocurrirme cuando mi actitud desequilibrada me hacía dar con un sujeto acorde con mis expectativas.

Fui caminando tranquilamente sin hacer mucho ruido con mis sandalias blancas de tacón alto, a juego con mi bolso y mi falda, que se ajustaba a mi culo redondeado y firme. Mi blusa de seda negra, como ya he descrito, dejaba ver mis brazos tonificados pero no musculosos y un profundo escote. A mis veitisiete años mis pechos desafiaban admirablemente a la gravedad a pesar de su espléndido volumen, que sometía a una tensión formidable a los pocos botones que aún estaban abrochados. Llevaba un peinado corto que descubría mi cuello largo con mechones asimétricos y cuidadosamente despeinados, que enmarcaban una cara, porqué no decirlo, realmente preciosa.

Me senté en una terraza a la sombra a tomar algo fresco. El pobre camarero, un chico joven y guapo, no podía evitar mirarme alternativamente los pechos y las piernas, que sobresalían relucientes por la raja de mi falda. No se perdió detalle cuando, al beber el primer trago de mi refresco, una gota que empañaba el vaso resbaló y cayó en mi pecho derecho, deslizándose hasta mi canalillo. La brusca sensación de frescor me puso duros los pezones, y el camarero quedó un buen rato sin poder parpadear siquiera. Ése, queridos lectores, es el efecto que yo solía causar en los hombres. Me acordé del psicólogo y me dió pena, el hombre.

Enseguida llamó mi atención una chica de unos veinte años que miraba hacia la calle desde un balcón situado sobre la terraza. Iba vestida con sandalias planas, un pantalón azul muy corto y una camiseta de tirantes de color naranja. Era muy guapa, rubia y de tez rosácea, no había tenido tiempo como yo de broncearse, supuse que por culpa de los exámenes. Sus pechos, tan grandes como los míos, descansaban sobre sus brazos apoyados en la barandilla, mientras observaba atentamente la calle. Me fijé rápidamente que no llevaba sujetador, y seguí su mirada hasta un chico muy alto al que saludaba mientras se acercaba por la calle. La muchacha se puso muy contenta y bajó corriendo a la calle a encontrarse con el chico. Yo también me puse muy contenta, porque el buen mozo, de piel color chocolate y pelo rizado recogido con una cinta, estaba excepcionalmente desarrollado. Tal vez sería de ascendencia caribeña, pensé, con esos ojos verdes y esos labios carnosos. Tenía una sonrisa preciosa cuando abrazó y besó a la chica.

Seguramente estaréis pensando lo mismo que yo pensé en ese momento: Ese mozo de aire tan tropical debe disfrutar de una polla de competición. Yo no lo sabía todavía, pero mi trastorno obsesivo-compulsivo, el síndrome OPG, ya había decidido, sin consultarme, comprobar este extremo por el método que ya he descrito. No obstante, la presencia de la muchacha hacía la tarea más complicada, así que decidí ser paciente.

Ya sabéis lo que pasa: chico y chica jóvenes, atractivos, enamorados… él le acarició la espalda, el culito… ella se levantó la camiseta y le enseñó un pequeño tatuaje que llevaba en su vientre plano… él le acarició alrededor del ombligo metiendo la mano bajo su camiseta… y durante un largo beso apasionado, ella posó la palma de su mano sobre el pantalón de él, ancho y caído, y recorrió suave pero firmemente lo que me pareció un enorme objeto alargado pegado a la pierna del chaval, hasta la mitad de su muslo.

Donde las dan las toman: ahora era yo la que no podía parpadear. Mi sorpresa llegó cuando yo estaba chupando un hielo con mis labios calientes, y fue tal el impacto que me produjo, que varias gotas resbalaron por mi barbilla y mi cuello, llegando a mis pechos y mojándome la camisa. Cuando me dí cuenta y me fijé en la reacción del camarero, el pobre tragó saliva. Ni siquiera se había fijado en la parejita haciendo manitas en plena calle.

Mientras me secaba las tetas pensaba en aquella canción de Rubén Blades que decía "si has nacido para martillo, del cielo te caen los clavos". Aquél chaval, que apartaba entre risas la mano de su novia de su enorme polla, era un precioso clavo que yo debía martillear a toda costa. La chica le tomó de la mano y lo hizo subir a su casa. Tardaron aproximadamente media hora en volver a salir.

Cuando salieron, yo les seguí discretamente. Observé que la chica se había cambiado la camiseta naranja por otra muy parecida de color amarillo (esta vez sí llevaba sujetador), y que se les veía muy relajados y mirando a lo lejos, caminando despacio. Parecía evidente que habían echado un polvo explosivo, y la chica se habría tenido que cambiar de camiseta al manchársela con la bestial corrida de su novio… como véis, me montaba solita unas películas que reflejaban mi propio estado de excitación.

Caminaron hasta un centro comercial, donde entraron a una tienda de ropa. La chica estuvo eligiendo diversas prendas para probarse, y su chico se las iba recogiendo. Cuando tuvo un buen montón fueron hacia los probadores. Yo cogí un bikini y fui tras ellos.

En el pasillo de los probadores, él intentó meterse tras ella, pero ella le dijo que esperase fuera por si tenía que enviarle a cambiar alguna talla. Así que cuando yo llegué el mozo observaba a su novia por el borde de la cortina del probador, que no estaba corrida del todo. Yo pasé por detrás de él tocándole suavemente el culo y me metí en el probador contiguo. Igual que su novia, yo dejé la cortina un poco abierta, de tal manera que, en la posición en la que estaba él, podría mirar al interior de los dos probadores indistintamente.

Pude ver por el espejo su cara de asombro por mi descaro. Por supuesto, su novia no se había enterado y le hacía preguntas:

  • ¿Cómo me queda esta camiseta? ¿Se me notan los pezones?
  • Se notan un poco, prueba con la negra -contestaba el muchacho sin dejar de mirar mi espalda bronceada mientras me quitaba la blusa.
  • ¿Y con estas mallas se transparentan las bragas? -le preguntó ella.
  • Se… (dejaba de mirarme a mí y la miraba a ella) … se te notan los labios vaginales, tendrías que llevarla con falda… -se quedó en blanco cuando me bajé la falda poniendo el culo en pompa. Os recuerdo que aquella tarde no me había puesto bragas, así que el chico pudo ver con todo detalle, a apenas un metro de distancia, mi coñito depilado y bronceado y mi culo firme, redondo y reluciente.
  • Pásame la faldita, anda morenazo -dijo ella. Él, nervioso, buscó la prenda entre el montón de ropa que tenía en los brazos y se la pasó mientras ella le devolvía unas mallas. Al mismo tiempo que ella se probaba la falda yo me ponía la parte de arriba del bikini, dándole la espalda al muchacho. Abrí las piernas para que el mocetón pudiera verme el coño en el espejo, y cuando me hube abrochado el bikini, de dos tallas menores que la mía, me di la vuelta mirando al mozo directamente a los ojos. Ella preguntó:
  • ¿Qué te parece?
  • Puesss… -el muchacho no podía apartar sus ojos de los míos. Me apiadé de él y miré al suelo sonriendo, para que pudiera admirar a su novia, y finalmente respondió: - Te queda muy bien, sí…

Mientras decía eso, el muchacho no se había percatado de que yo me había acercado mucho a la cortina, y alargué la mano para tocarle la pierna donde sabía que estaba su herramienta. Supuse, acertadamente, que su chica, bien follada y relajada, sólo tendría ojos para su espejo en ese momento, y no se dió cuenta de que yo empecé a palpar firmemente el enorme rabo de su novio, que estaba duro como un rodillo. El muchacho dejó de hablar bruscamente y dió un respingo por la sorpresa. Yo estaba agarrada a la cortina con una mano, tapando con ella todo mi cuerpo excepto el brazo que tenía fuera y que acariciaba aquél pollón, y le sonreí con mi cara a unos veinte centímetros de la suya. En ese momento yo ya no era dueña de mis actos: estaba segura de que todo iría bien, de alguna manera, pero tampoco me importaban mucho las consecuencias, para ser sincera. También hay que mencionar que algunas prendas de ropa que el chaval sostenía caían delante de él, escondiendo mi osada maniobra.

  • Pásame la camisa roja, que quiero ver cómo queda con esta faldita -dijo la chica. Su novio buscó la prenda cada vez más nervioso, y se la acercó con un gesto brusco. - ¿Te ocurre algo? ¿Te aburres? -le preguntó la chica, al notar a su novio de repente mudo y tenso. Yo susurré casi en su oído: "Dile lo mucho que te gusta esa falda con el tatuaje".
  • Es que la falda te queda de maravilla con el tatuaje -dijo él, sonriendo.
  • Vaya, muchas gracias, amor -ella se acercó a la cortina de su probador y le dió un beso a su chico. Yo ví el beso a un palmo de distancia, y si ella hubiera mirado de reojo, me hubiese visto a mí. Cuando se retiró a probarse la camisa susurré: "Cuidado que no le asome el vello púbico".
  • Pero si no tienes cuidado te asomará el vello púbico por encima de la falda -dijo el muchacho, preso del pánico.
  • Huy, tienes razón, tendré que depilármelo muy bien -contestó ella. -Eres muy atento, hombretón -le dijo, complacida.

Mientras ella se probaba la camisa, yo bajé despacio la bragueta del muchacho. El pantalón era muy largo, y la bragueta también, algo que resultaba muy útil para la tarea que me ocupaba. Con toda la delicadeza de que fui capaz, considerando lo complicado que era manejar semejante instrumento, conseguí extraerlo a la luz; no hubiera sido posible si el muchacho hubiera llevado ropa interior, pero constaté con no poca sorpresa que no era el caso.

El chico estaba encarado con el probador de su novia, de modo que tuve que atraer su polla hacia el mío, lo que le obligó a moverse un poco en mi dirección. Recorrí todo el tronco de aquella suave maravilla. Tenía el vello cortito y muy rizado, y un enorme glande de un profundo color granate, brillante como el mármol pulido, como pude ver con una gran excitación cuando retiré despacio su prepucio.

Mientras le masturbaba, mi otra mano comenzó a acariciar su glande con parsimonia. El chico aceleró su respiración, mirándome a mí y a su novia. Tragó saliva y dijo:

  • Más… más…
  • ¿Más qué? -preguntó la chica.
  • "Más escote" -susurré yo, batiendo aquél enorme falo.
  • Que se te vea más el escote, que es de infarto… -repuso el chico. Pero lo dijo mirándome a mí, así que, sin dejar de masturbarle, me quité el bikini. Sus ojos se abrieron mucho mirando mis pezones erectos, y pudimos escuchar:
  • ¿Así que te gustan mis tetas, eh, degenerado? Pero si abro mucho el escote, así, entonces se ve el sujetador y no queda bien…
  • "Fuera sujetador" -susurré yo. EL muchacho pareció salir de un trance y se volvió a mirar a su novia, diciendo:
  • Pues… ¡Quítate el sujetador, para ver cómo te queda el escote bien abierto!
  • Eres un salido, ¿lo sabías? -le contestó ella, medio riendo. -Acabamos de echar un polvo salvaje ¿y aún quieres guerra? Pues si no fuera porque pondrías toda esta ropa perdida de leche te echaba un polvo aquí mismo, ¡acuérdate de cómo me has dejado esta tarde la camiseta!

Los dos chicos se rieron. Yo pude ver cómo la chica arrojaba su sujetador encima del montón de ropa que sujetaba su novio. Estaba tan embelesada con su mocetón y su ropa nueva que no se enteraba del pajote que yo le estaba haciendo… El chico la miraba a ella mientras, supuse, se arreglaba el escote para él. Yo me mordí los labios de pura emoción, admirando la polla enorme que tenía en las manos. No pude aguantar más: puse el top del bikini en el montón de ropa del chico, al lado del sujetador de su novia, y me puse en cuclillas. Mientras lamía algunas gotitas de líquido lechoso que resbalaban por el glande del chico oí cómo éste decía:

  • Así está muy bien…
  • ¿No se me ve demasiado? - preguntó ella. Supuse que se estaba mirando en el espejo y dándose la vuelta, mirándose desde arriba, para que él viera el escote.
  • No tía, para nada, estás para comerte, joder…
  • Como que se me van a salir las tetas como me mueva un poco… ¡A tí lo que te gusta es que se me notan todos los pezones! Un momento, ¿qué es esto? -dijo ella, cogiendo el top del bikini del montón de ropa. En ese momento me metí el glande entero en la boca, y lo chupé despacio, llenándolo de saliva. Olía a gel, como si se hubiera lavado escrupulosamente después de follarse a su novia.
  • Pues… he pensado que te lo podrías probar, ¿no te parece bonito? -respondió él, astuto como un lince incluso en aquella situación límite.
  • Eres un sol -dijo ella, y se giró dentro del probador. Mientras se ponía aquel bikini minúsculo, yo me levanté, me acerqué mucho a él manteniendo la cortina entre los dos y acerqué su glande a mi clítoris. Estaba tan lubrificado con mi saliva, y yo tan mojada con mi propia excitación, que me sentí en el cielo. Mientras me frotaba en aquella suavidad infinita, la chica dijo:
  • ¿Pero te has fijado en la talla? ¡Me queda pequeñísimo!

Me imaginé a la chica encarada con su novio, que tenía la polla atrapada entre mis piernas tapada por un montón de ropa, mostrándole sus pezones apenas cubiertos por dos triangulitos de colores, que dejaban ver por todas partes aquellas enormes tetas. Yo sabía exactamente cómo le quedaba el bikini, porque ella y yo teníamos la misma complexión: el tirante le estaría juntando los pechos y elevándolos un poco, haciendo un escote irresistible. Apenas pude reunir un poco de entereza para susurrar:

  • "Con la camisaaahhh" -en ese momento el glande penetró mi vagina, y yo me tuve que agarrar a la cortina del probador para no caerme.
  • Prueba… a ponerte la camisa encima… -dijo él, casi jadeando.
  • Me estás sorprendiendo mucho hoy -dijo ella, y empezó a ponerse la camisa.

Mi posición era bastante complicada, y así aquel pollón no podía penetrar en profundidad. Así que me lo saqué, me di la vuelta, me agaché y me la metí desde atrás, empujando mi culo contra la cortina. Me temo que sólo pude meter la mitad, me creáis o no, antes de que aquel enorme glande hiciera tope en mi cuello uterino. Di un respingo y una fuerte inspiración de sorpresa: ¡sólo la mitad de aquel pollón había bastado para llenarme por completo!

Cogí del suelo la braguita del bikini, la mordí para evitar los ruidos comprometedores y comencé a bombear con aquella polla, rozando mi clítoris con una mano y con la otra apoyada en el espejo. Me llegaron las palabras de la chica como muy lejanas:

  • Oye, ¡pues me queda de maravilla! Mira, ya no se me notan los pezones, las tetas se me levantan y se me juntan, y me hacen un canalillo de miedo… fíjate, si me desabrocho los botones de abajo y me anudo los picos de la camisa, también se ve mi tatuaje y mi ombligo… y con esta falda… estoy pensando, ¿tienes la parte de abajo del bikini por ahí?

Ufff… pensé yo, un segundo que voyyyy… y tuve un orgasmo explosivo, demencial, brutal, sudoroso y silencioso, por suerte. No escuché lo que el chico le dijo mientras yo me estaba corriendo: fuese lo que fuese tuvo que entretener a la chica el minuto necesario. Me maravilló la capacidad del chico para mantener la sangre fría en semejante situación; cuando abrí los ojos me desempalé, me di la vuelta, chupé la mitad de la polla que me había penetrado para quitarle mi flujo vaginal lo más posible, la limpié con mi blusa de seda y la introduje por el hueco de la cortina del probador de la chica, con la braguita del bikini colgando del glande.

Ella ya no pudo aguantar más, cogió al chico por la polla y lo arrastró al interior del probador. Yo me senté de espaldas al espejo, jadeando agotada. Me limpié el sudor de todo el cuerpo con la blusa de seda, que para ese entonces ya estaba hecha un trapo, y evalué mi situación bajo los gemidos ahogados de la chica, que estaba siendo penetrada otra vez por aquel monstruo. Yo me encontraba sin ropa interior y sin blusa, con un estado de relajación y paz comparable al de un lama tibetano, sentada con un espejo muy frío a mi espalda. Tras reflexionar unos momentos, di con una escapatoria.

Me puse la falda y me asomé un poco al exterior: la ropa que llevaba el chico en los brazos estaba diseminada por el suelo. Cogí la primera camiseta que pude, me la puse y salí del probador. Los jóvenes estaban follando como descosidos: ella se había colgado del cuello de él, que la sujetaba por el culo, y la penetraba con fuerza. No tenía mucho tiempo, así que salí a la tienda, compré una camisa roja, la pagué, entré al probador, me la puse y coloqué la camiseta en su sitio. Guardé mi blusa de seda negra en el bolso y salí del probador, justo a tiempo de ver discretamente cómo el muchacho eyaculaba como un toro sobre las tetas de su novia, que recibía la corrida de rodillas. Os podéis imaginar cómo quedó la camisa roja que llevaba ella…