Laura y su historia personal de amor, pasión y luj
Una historia basada en hechos reales y oculta por años de amor, pasión y lujuria maternofilial.
Hoy por primera vez me atrevo a revelar un secreto que he mantenido en estricta reserva por mucho tiempo y que atañe a una parte de mi vida caracterizada por la confusión, la turbación, la culpa, el remordimiento y la oscuridad, por una parte, y por el goce y el disfrute sin fronteras morales ni sociales de los deleites carnales, por otra parte.
Fui madre muy tempranamente en mi vida de un bello varón. El padre del bebé en gestación se hizo humo, se desentendió de su paternidad. Mi familia, por otra parte, me repudió y me envió a un convento de monjas de claustro a trabajar de empleada doméstica. Yo era muy joven, estaba muerta de miedo, colmada de incertidumbres y, encima, estaba encinta, gestaba una vida. Lo veía todo negro, sin perspectivas, sin futuro, sin salida. Sin embargo, ese monasterio no parecía tan malo dentro de todo. En aquel lugar me ganaba el sustento y el cobijo propio y el de mi niño trabajando de sol a sol para las monjas. Hacía labores de limpieza, de mandados, de ayuda en la cocina, de criada en definitiva.
A medida que mi hijo fue creciendo fue necesitando de instrucción, de escolarización, de educación. Yo no quería quedar al margen y delegar completamente la educación de mi hijo en terceras personas. Por eso decidí prepararme para estar a la altura en el proceso de enseñanza de mi retoño. Naturalmente debía empezar por formarme yo primero. Terminé mi educación secundaria por medio de cursos por correspondencia (no existían los cursos por Internet o e-learning ) y exámenes libres validados por el Ministerio de Educación. Tres años más tarde proseguí estudios superiores a través de un sistema, pionero en aquel entonces, de educación a distancia vía Internet. En eso las monjas me apoyaron mucho, me proporcionaron un ordenador para mi uso exclusivo y el servicio de Internet ilimitado estaba en todo el convento. Tras las extenuantes jornadas de trabajo me ponía a estudiar, robándole horas al sueño. Muchas veces me quedaba dormida con un libro en las manos. Pero perseveré, me obligué a no claudicar, a luchar y a esmerarme todo lo que hiciera falta para conseguir mi propósito: un título universitario válido en cualquier sitio.
Con mucho esfuerzo me gradué con honores en Administración y dirección de empresas, con énfasis en finanzas, en una universidad pública. Fue un logro que elevó mucho mi amor propio, mi autoestima.
Con mis nuevos conocimientos las monjas me ofrecieron un puesto de trabajo en el área de administración del monasterio. Me empezaron a pagar una remuneración justa y habilitaron para mí y mi hijo un pequeño apartamento en un sector aislado e independiente de la abadía. Esta vivienda, que reemplazó al cuarto que nos había servido de albergue por años, constaba de dos habitaciones, un pequeño salón-comedor, cocina y un baño completo. Era muy mono, amén de estar amueblado y sobriamente decorado.
Con el tiempo me nombraron Administradora General del convento y, más adelante, también asesora financiera de la Orden a la que pertenecían las monjas. Tenía un sueldo bastante bueno, incluso mejor que el promedio del mercado para cargos de trabajo análogos, considerando que teníamos vivienda, servicios básicos y alimentación sin coste extra. Paralelamente la Orden me financió un máster en gestión financiera e inversión inmobiliaria. De ese posgrado también egresé con honores y me llovieron ofertas de trabajo, algunas muy ventajosas de empresas multinacionales. Las rechacé todas porque me sentía en deuda con las religiosas. No era una cuestión de devolver el dinero invertido en mi formación. Eso lo podría haber hecho sin problemas. Más de una de las ofertas de empleo que recibí incluía una compensación económica a la Orden de las monjas. Yo sentía que era un asunto de bien nacida, de devolver una parte de todo el apoyo que me habían entregado a mí y a mi niño. Quería asegurar, por lo menos, una buena vejez financiera a esas monjitas que me habían dado la mano cuando mi familia me dejó sola, a la deriva, cuando más lo necesitaba.
La relación con mi hijo siempre fue muy estrecha, granítica. A medida que él se hacía hombre, guapo, varonil, amable, seductor innato, deportista, estudioso, etc., yo lo iba dejando de ver como al niño indefenso que requería de protección y lo comenzaba a mirar como al varón de la casa, la figura masculina de nuestra familia. Ahora él me proporcionaba la protección, la seguridad y el refugio que precisaba para mantenerme firme y estable emocionalmente.
Poco a poco lo empecé a admirar tanto por sus logros en el plano educativo como por sus cualidades personales. El chico estudiaba y trabajaba media jornada, era querido por sus amigos, respetado por sus profesores y muy bien considerado en su trabajo, amén de un hijo ejemplar, siempre cariñoso y desviviéndose por mí. Me tenía como a una reina en nuestra casita. Él se ocupaba de los deberes domésticos, él se ocupaba de satisfacer todos mis gustos, él me atendía cuando llegaba del trabajo. En resunidas cuentas, él se desvivía por mí y yo lo adoraba —y lo adoro hasta hoy— y daba gracias por tener un hijo así.
Después me atrajo de él también su virilidad, su vigor, su cuerpo fornido y bien tonificado, su porte, su estampa de galán. Sí, me fui sintiendo cautivada con el paso del tiempo, deslumbrada, embelesada por mi hijo. Sin embargo, al mismo tiempo, experimentaba culpa por aquello que había germinado en mí. Era algo que los cánones de la sociedad decían que no debía ser, que no era correcto. Tampoco sabía si mi sentimiento era correspondido por mi hijo. Muchas veces una vocecilla interna, un grillo, voceaba insistentemente en mi mente: “ábate, quítate del camino sentimental y sexual de tu hijo y cíñete estrictamente a tu rol de madre!”.
Pero no quería, o más bien dicho, no podía, era superior a mí, no tenía las fuerzas suficientes para hacerlo. Sentía que me encontraba más allá del punto de retorno, no podía detenerme. Tenía remordimientos, sí, pero la potencia del deseo era superior, avasalladora a ratos. Aunque aún no se manifestaba en hechos visibles, tangibles, estaba allí latente, cual explosivo de relojería.
Traté de subyugar aquellos pensamientos impuros, impropios de una madre para con su hijo, según los preceptos de la sociedad en la que vivía. Pero solo logré disimularlos, encubrirlos ante él y la demás gente. Pero durante mis solitarias noches resurgían con ímpetu y brío, con impudicia asombrosa. Cada noche me masturbaba, estimulaba mis genitales y mis zonas erógenas manualmente, y experimentaba uno o varios desfogues, lujuriosos y colosalmente placenteros, pensando en que mi hijo me follaba, en que yo rodeaba el glande de su rabo con mis labios bucales y luego le chupaba la polla, en que su semen caliente bañaba mis tetas o llenaba mi vagina hasta dejarla goteando leche de vida, en que mis fluidos íntimos eran sorbidos y paladeados por él con ansia, con fruición. Imaginaba a mis labios vaginales abrirse gustosos para permitir la penetración del pene del hombre de la casa, mi hijo; una verga henchida de sangre joven, adorablemente gruesa y dura como un diamante copando mi intimidad y llenando mi ser de regocijo, saciando mi sed de verga filial, saturando mis sentidos de amor y mi cuerpo de sexo pleno. En mis ensoñaciones mi hijo me follaba a todas horas, por todas partes y en todos los rincones de nuestro hogar.
En mis sesiones masturbatorias, la larga y fornida masculinidad de mi hijo entraba y salía a placer de mis orificios dadores y receptores de placer. Tan pronto se sumergía hasta el fondo en mi acuosa intimidad delantera, como llenaba mi conducto anal, volviéndome loca de gusto, de infinito goce que culminaba en uno o varios orgasmos brutalmente placenteros y genuinos.
Al principio, después de hacerlo, de autosatisfacerme sexualmente pensando en que mi hijo me hacía suya, me follaba con pasión, me sentía culposa, sucia, despreciable, indigna. Con el paso del tiempo ya no experimentaba tanto dicha sensación de remordimiento y culpa, cada día menos, pues por una indescifrable razón fui racionalizando poco a poco el tema, le fui sustrayendo la carga moral impuesta exógenamente, le fui quitando paulatinamente el peso de las reglas sociales y religiosas y me liberé, me emancipé de las ligaduras que no me dejabar gozar a plenitud. Me autoconvencí de que no era algo para estar verecunda, pues solo era una de las muchas formas que tiene la sexualidad de manifestarse. Entonces me abrí al goce masturbatorio incestuoso en toda su integridad. Pero hasta entonces no pasaba de ahí. Lo hacía en secreto, en silencio, a oscuras, con sigilo. Convertí a mi cama en un testigo ignoto y afásico de mi accionar nocturno, de mis anhelos impúdicos, lascivos, concupiscentes, del apetito carnal desbordado para con mi hijo, mi amado hijo.
Una noche, en medio de una tanda de onanismo, me levanté a buscar agua helada a la cocina. Estaba excitada, caliente, y pensé, ilusamente, que un poco de agua helada aplacaría mi fuego interno, aminoraría la llama del apetito sexual incestuoso.
Por lo avanzado de la noche creí que mi hijo dormiría profundamente y por eso me levanté tal y como me metí en la cama esa noche y todas las demás: sin ropa interior alguna y con un camisón corto, de tela delgada. Esta vez, además, el tejido del que estaba confeccionada mi camisa de dormir era semitransparente, dejaba ver con claridad mi figura delgada, mis tetas voluptuosas con sus aréolas oscuras y pezones erectos, mi cintura de bailarina de ballet , parte de mi vagina y vello púbico cuidadosamente rasurado a la brasileña. Por detrás mi culo compacto, redondeado y respingón también quedaba expuesto. Completaban el cuadro una melena rubia, un rostro grácil de finas facciones, un par de ojos color azul celeste, una boca enmarcada en unos labios carnosos y sugestivos, amén de unas piernas esbeltas, blancas, tersas y bien torneadas, fortalecidas y vigorosas.
Estando en la cocina escuché unos pasos aproximarse y la voz de mi hijo decir:
—¡Mamá!
Me giré hacia la puerta de la cocina sin tomar conciencia de mi semidesnudez ni de los signos físicos de mi estado de excitación sexual. Vi a mi hijo con el torso y piernas desnudas, cubriendo sus partes pudendas con un diminuto slip que hacía resaltar nítidamente su pene gordo y largo.
—Parece que…, a ti…, también…, te dio…, sed —me dijo con voz entrecortada al observar, como nunca antes, mi cuerpo prácticamente desnudo expuesto a su mirada penetrante—.
En aquella ocasión noté por primera vez que mi hijo me miró con ojos libidinosos, lujuriosos. Incluso alcancé a atisbar, antes que parapetara su entrepierna contra un mueble de la cocina, que su rabo comenzaba a levantarse deprisa. Eso me dio a entender a las claras que mi hijo podía sentirse atraído sexualmente por mí, que me podía ver como lo que era, una mujer con apariencia juvenil, atractiva, sensual, capaz de sentir y dar dicha carnal, y no solamente como a una madre.
Aquella noche, aquella situación, marcó un punto de inflexión, un antes y un después en la relación de mi hijo conmigo y viceversa. Yo comencé a comportarme diferente frente a él. Me propuse seducirlo, tentarlo con cierto disimulo. Me empecé a duchar con la puerta del baño entreabierta, me cambiaba ropa sin cerrar la puerta de mi cuarto, en casa andaba con ropa sexy , vestidos cortos, braguitas minúsculas, pechos sin sujetador y, quizás lo más relevante, una actitud liberal y de seducción continua, una conducta que daba a entender, más allá de lo aparente, que esta mujer quería conquistar a ese hombre, a esa encarnación viva del deseo y la lascivia en que se había transformado mi retoño para mí.
Él también hizo cambios notorios e inesperados para mí: se paseaba a menudo en calzoncillos o bañador por la casa, me miraba repetidamente y sin pudor mi escote, mis tetas desnudas, desprovistas de sostén; clavaba su mirada en mi culo, en mi entrepierna casi siemore húmeda, anhelante; me fisgoneaba cada vez que me duchaba y cambiaba de ropa, y lo hacía sin disimulo y sin cortarse un pelo.
Unas cuantas veces lo vi masturbarse al interior de su dormitorio al tiempo que pronunciaba entre dientes cosas como:
—Así mamá, chúpemela entera, lame mis huevos, bébete mi leche, mami.
—Mamá dame tu culito para follártelo, para rompértelo. Abre tus piernas para que mi polla entre en tu coño y te haga gozar, te haga correrte a lo bestia.
—Mamá, déjame chuparte las tetas, acariciarte con mi lengua tu clítoris, succionar y beber con mi boca tus jugos íntimos, devorar a besos y caricias tu ojete anal…
—Así mamá, pajéame hasta que me corra y mi leche bañe tu cara y empape tus tetas.
La primera vez que presencié uno de estos actos y oi una de estas frases quedé atónita, pasmada, incrédula en un primer momento. Al minuto siguiente me venía una sensación de dicha por sentirme ansiada, apetecida por quien yo tanto deseaba carnalmente. Yo me moría de ganas porque él me hiciese todas esas cosas que mascullaba y yo hacerle a él todo lo que quisiese y mucho más. Yo únicamente deseaba follar con él hasta quedar sin aliento, día tras día, noche tras noche.
Varias veces en mi trabajo, luego de aquella visión sublime, a solas en mi despacho, venían a mi mente imágenes de mi hijo cascándose el pene y retumbaban en mi cabeza aquellas frases guarras, obscenas, golfas que aludían a mí. Me excitaba de sobremanera al punto que debía concurrir al baño de mi despacho para alivianar la calentura con mis dedos, con gemidos sordos, enmudecidos por temor a ser sorprendida por una de las monjas.
Un viernes después del trabajo llegué a mi hogar y al creer que mi hijo no estaba en casa, me desnudé en mi cuarto y me fui así al baño para tomar un baño de hidromasaje y sales minerales reparador. De vuelta a mi habitación vislumbré por el rabillo de un ojo a mi hijo, oculto en un rincón de su cuarto, pajeándose y murmurando sus frases guarras ya habituales. Impulsivamente me detuve, desnuda como estaba, y me asomé a mirar y a oír.
—Así mamá, córrete, córrete y déjame sorber el elixir de tu coño con mi boca.
Sentí un escalofrío de fogosidad, de vivo deseo sexual, que me estremeció y recorrió mi cuerpo de la cabeza a los pies. Apenas pude romper la inmovilidad en la que quedé, corrí a mi cuarto y me encerré por más de una hora, aunque mi real anhelo era abordar a mi hijo y follar con él hasta quedar agotados, con mi cuerpo regado de semen y el suyo empapado con mis fluidos íntimos.
Luego de tranquilizarme salí de mi dormitorio y fui a la cocina a calentar la cena que la monja a cargo de la cocina me había pasado al salir de mi trabajo.
Cenamos con abundante vino y conversamos de temas cotidianos y triviales, No obstante, mis achispados sentidos captaban algo extraño en el ambiente, algo que estaba a punto de bullir, de explosionar, de estallar. De pronto, en medio de la sobremesa y de mis cavilaciones, mi hijo me espeta:
—Mamá, ¿me harías un favor?
—Sí, por supuesto cariño; ¿de qué se trata? —respondí casi musitando, embargada por la sorpresa y por el temor —y la secreta esperanza— de que se tratara de algo vinculado con lo ocurrido hacía un rato y con la sensación ambiente por mí percibida.
—¿Me dejarías bailar contigo, bailar juntitos algo romántico y sensual?
—¿Sensual?
—Sí mamá, sensual, como un hombre y una mujer que se quieren, ¿o me vas a negar que me quieres, que nos queremos y deseamos más allá de como madre e hijo?
Un silencio sepulcral inundó el lugar. Tragué saliva porque sabía para dónde iba esa invitación, sus palabras lo trasuntaban nítidamente. Quise negarme, excusarme de cualquier manera, huir, pero no pude porque él dijo la pura y santa verdad. Yo lo deseaba, nos deseábamos como un hombre y una mujer. Además el alcohol me hacía estar más desinhibida y con menos control de mi misma, avivando la calentura que aún llevaba en el cuerpo.
—¿Qué dices mamá?, ¿bailamos? —insistió inquisitivo, pero con un tono de voz irresistiblemente sensual.
—Sí —susurré ruborizada, abochornada, pero también fogosa, excitada, ardiente, caliente.
En un dos por tres estaba entre sus brazos, tomada de la cintura, con nuestros cuerpos muy cercanos y danzando con música suave, sensual, sugerente, provocativa, insinuante y excitante a la vez.
Con el transcurrir del baile, mi hijo fue pegando su cuerpo al mío hasta el punto que mis tetas se hundían en su pecho y mi entrepierna húmeda abrazaba alegremente su pene semierecto. Recuerdo como si fuera hoy que en aquel instante me desaté, perdí el escaso control de mi ser que aún mantenía, dejé fluir todas mis ansias erótico-incestuosas acumuladas por tanto tiempo, todas las ganas canalizadas en aquellas interminables noches de onanismo se hicieron carne en ese momento. Mis labios se unieron a los de mi hijo en un beso monumentalmente pasional, húmedo, con lengua, inacabable, liberador. Segundos después mi vestido caía al suelo e igual suerte corría mi pequeño calzón por acción de las ágiles manos de él. En paralelo yo le quitaba su camisa y bajaba sus pantalones, calzoncillos incluidos. La larga y gruesa verga de mi retoño se erguía orgullosa entre mis manos pidiendo a gritos ser agasajada.
Breves momentos más tarde estaba arrodillada, completamente desnuda, chupando aquella grandiosa y gigantesca polla tiesa de mi hijo; un vástago que en ese momento veía como mi hombre, la viva materialización de mi apetito sexual no satisfecho. De fondo, como banda sonora, escuchaba las ya familiares guarradas de él para conmigo:
—Así mamá, chúpemela entera, mámamela, cómetela toda, lame mis huevos, mami...
»Chúpala más mamá que quiero correrme en tu boca, inundar de semen tus tetas, impregnar tu cara con mi leche caliente… Quiero verte gozar sin límites, olvídate de lo que puedan decir los demás acerca de qué es correcto y qué no lo es. Chúpamela como te salga de las entrañas, con fruición, como siempre lo has deseado.
Unos minutos más tarde una enorme columna de semen brotaba de su pene alcanzando de lleno en sus fetichistas blancos: mi ávida boca, mi rostro y mis pechos ansiosos. Sentí mi cuerpo sacudirse, remecerse de un hondo placer indescriptible, coronado con un exquisito y prolongado orgasmo como nunca antes había experimentado. Paramos un rato para saborear el momento y limpiarme la cara y los pechos con pañuelos de papel.
Superado aquello, nos cogimos de las manos y nos fuimos a mi cuarto. Él me recostó boca arriba en la cama y se sumergió de lleno en mi entrepierna anegada de lúbricos jugos, tomando por asalto mi vagina. Mi clítoris lo recibió gustoso, erecto, y fue lamido, succionado y mordisqueado con verdaderas ansias, con genuina pasión. Yo, con los ojos cerrados al comienzo y semiabiertos después, me dediqué a disfrutar y a gemir a placer, sin impedimentos ni miramientos morales. Nadie nos escucharía `prqie el apartamento tenía aislamiento térmico y acústico.
Cuando reabrí por completo mis luceros celestes, vi que mis piernas estaban abiertas y apoyadas en los hombros de mi hijo. Su pene enhiesto empezaba a refregarse contra mi clítoris lo que hacía trastornar mis sentidos de puro gusto. Reanudé los gemidos que luego pasaron a ser resuellos, después resoplidos y, finalmente, fuertes jadeos. Ahora era yo quien profería guarradas:
—Así, hijo, así. ¡Cómete el coño de tu madre!, ¡cómetelo todo pues eso me hace enteramente dichosa, superlativamente feliz!, ¡chúpame mi cosita que a partir de ahora será tuya cada vez que la quieras!
»¡Fóllame, fóllame, fóllame! ¡Métemela toda, hasta el fondo, deprisa, dame duro!, ¡quiero sentirte dentro de mí todo el tiempo que sea posible!
Entonces observé con alborozo indisimulado cómo aquella gorda, espléndida y extensa polla entraba y salía rítmicamente, dichosamente, de mi matriz, mientras yo me estremecía a causa de un goce indescriptible e inconmensurable.
—¿Te gusta, mamá, te gusta cómo te follo? ¿Quieres que te dé más duro? ¿La quieres sentir por el culo también? —inquirió mi hijo, mi hombre, mi amante, mi amor.
—Sí, sí, sí, siiiií, ¡me encanta!, ¡dame más, más, maaaaás!, ¡métela más fuerte!, ¡encúlame hijo mío, por favor! —respondí excitada, caliente, en llamas.
El mete y saca se aceleró ostensiblemente hasta el punto de sacudir mi cuerpo por completo, todo él vibraba de gozo y me hacía gritar a voz en cuello de placer, de regocijo infinito. Era algo que hacía largo tiempo ansiaba con todo mi ser. Además, por años me había mantenido inactiva sexualmente. Parecía una monja más, una monja que ahora estaba erupcionando a todo dar. Seguiría vistiendo el hábito, guardando las apariencias, solo de puertas hacia afuera. En adelante, en mi casa, sería la mujer, la amante y la puta que mi hijo quisiera que fuera.
Súbitamente se detuvo aquel delicioso mete y saca veloz. Mi hijo me pidió colocarme a gatas encima de la cama. Abrió mis labios vaginales y empezó a chupar anhelantemente de nuevo mi clítoris, con fruición, con pasión desbordada. Después, con igual ahínco, se dedicó a ensalivar mi virgen, nunca penetrado, agujero anal. Aunque en mi fuero interno lo anhelaba porque quería entregarme en plenitud a él, la penetración anal me asustaba, me inquietaba porque yo jamás había practicado el sexo anal y porque la tranca de él era muy gruesa, muy gorda, además de larga. No sabía cuánto ni con qué rapidez se adaptaría mi recto y mi cuerpo en general.
—Mamá, ¿de verdad puedo encularte, follar tu culito? —preguntó mi hijo entre chupeteos.
A pesar de que minutos antes se lo había pedido a gritos, ahora dudé qué responder; quería complacerlo, estaba caliente, ardiendo, pero el temor al dolor me hacía tener recelo. No sabía cómo respondería mi culito. Si no respondía bien, ¿dejaría a mi amor a medias o apechugaría pasara lo que pasara? Ese era el único momento para decidir parar o seguir. Más tarde no habría vuelta atrás.
—Bueno, cariño mío, pero por favor ten cuidado que nunca me lo han hecho por ahí y tu cosa es muy grande, ¿bueno, vida mía? —rogué entre sollozos de calentura entremezclados con miedo—. No quiero negarte nada, pero al mismo tiempo no puedo ocultarte mi pánico. Daré todo de mí oara que resulte maravilloso, pero por lo que más quieras, hazlo con sumo cuidado. Estoy segura de que, poquito a poco, le cogeremos el tranquillo.
Mi hijo sacó de su mochila un bote de crema que untó en el exterior de mi ano y dentro de él. Luego se colocó detrás de mí con su falo en ristre y apuntó al objetivo, lo posó a la entrada de mi trasero y comenzó a empujar despacio, muy despacio. Mi cuerpo temblaba, tiritaba de pavor, pero no claudiqué, me propuse aguantar a pie firme todo lo que fuera capaz. Quería demostrarle que era capaz de ser su amante, su puta.
—Tranquila mamá, si te duele mucho no lo hacemos. —apuntó mi hijo con voz dulce, al tiempo que sus manos sobaban mis tetas y recorrían mi vagina de un extremo al otro.
La penetración continuó lenta, pero incesante hasta que su escroto, sus cojones, tocaron mis nalgas. Me sentí atravesada, invadida, llena por dentro y algo dolorida, pero era una molestia soportable. Mi hijo mantuvo quieto su pene al interior de mi culo mientras lo amansaba y magreaba por fuera. No sé cómo, pero paulatinamente la sensación de dolor fue cediendo y dio paso a una de placentero agrado. El tormento inicial se fue y en su lugar llegó el placer, la dicha. Empecé a sentirme la puta que él anhelaba y que yo deseaba ser.
El pene de mi hijo empezó a moverse hacia atrás y hacia adelante muy lentamente en un cadencioso vaivén que me provocaba goce, disfrute y que apaciguaba mi calentura inagotable.
—¿Te gusta mamá cómo te la meto por el culo? ¿Te duele todavía?
—Sí cariño, me gusta mucho y ya no siento dolor alguno. Solamente placer de sentirte dentro de mí y poder hacerte feliz —contesté, no podía mentir, me estaba gustando mucho, muchísimo, ser enculada por tan grande y hábil portento de polla filial.
Empecé a tocar mi clítoris y la sensación de placer creció notoriamente al extremo de que reaparecieron los gemidos y los jadeos. Las exhortaciones guarras también se hicieron presente:
—Dale hijo, dale más fuerte. ¡rómpeme el culo y llénalo de tu lechita candente!
Instantes después, la tranca de mi ‘ filio’ entraba y salía de mi culo sin cortapisas, con virilidad, con pasión, con lujuria, con lascivia. Yo, en tanto, transitaba entre los gemidos, los chillidos, los jadeos y los francos gritos de gozo inmensurable.
El entrar y salir anal de la gorda y larga polla de mi hijo seguía y seguía, incansable, imparable hasta que un chorro de semen espeso y caliente inundó mi culo y comenzó a escabullirse hacia fuera al saturar la capacidad de absorción de las paredes internas de mi culo. Mi hijo se desplomó extenuado sobre la cama. Su rostro denotaba cansancio, pero sobre todo, un enorme placer.
Nos acurrucamos desnudos en la cama, besándonos y haciéndonos arrumacos hasta quedarnos dormidos.
Tres o cuatro horas más tarde desperté por la presión del pene duro de mi hijo pugnando por reingresar a mi coño y volver a follarlo. Follamos varias veces más hasta que el cansancio pudo más que nuestra pasión y lascivia. Pero recomenzamos las sesiones coitales a la mañana siguiente.
Desde entonces y por largo tiempo dormíamos juntos y follábamos todos los días, en las mañanas, apenas regresábamos a casa después del trabajo o el estudio y en las noches. Fueron tiempos de dicha infinita, Lo digo sin pudor. Hoy mi hijo está felizmente casado. Yo también encontré una pareja maravilosa que me hace muy dichosa. La relación maternofilial fue lo que fue y nunca la hemos reanudado. Nuestro amor pervive, pero a través de sus cauces acostumbrados. No voy a negar que de tanto en tanto nos entran ganas de amarnos carnalmente de nuevo, pero hasta ahora nos hemos contenido y desfogado con nuestras respectivas parejas.