Laura Garmendi: Femdom (continuación)
Laura Garmendi narra el proceso que la llevó a descubrir el mundo de la dominación femenina o femdom. Tras las dudas iniciales, va descubriendo un nuevo mundo de sensaciones y experiencias muy excitantes. Paralelamente, reflexiona sobre esa forma alternativa de vivir la sexualidad y las razones que
Capítulo 4
Los días siguientes fueron más o menos parecidos: yo, hecha un lío, y Daniel, inquieto, revoloteando a mi alrededor. Se le notaba impaciente. Más de una vez le sorprendí mirándome de soslayo, pero como mínimo respetaba el acuerdo de silencio en torno al maldito tema. Yo aprovechaba cualquier momento libre que tuviera para consultar un montón de páginas web sobre la cuestión de la dominación femenina o femdom, como me enteré que se llamaba en inglés. En casi todas ellas se hablaba de la superioridad femenina, de la inversión de papeles en el sexo tradicional, de tomar la iniciativa, etcétera. Muchas cosas que leí me parecieron exageraciones totales, sobre todo aquellas en las que se proclamaba la superioridad natural de la mujer sobre el hombre. No es que considerara que los hombres eran superiores a las mujeres, pero tampoco lo contrario. Es verdad que estaba completamente en contra del machismo. Ya había probado sobradamente esa medicina en casa de pequeña y no tan pequeña con mi padre. Pero la solución al problema no podía consistir en una inversión de los papeles, sino en igualar los derechos de unos y de otros. Por aquí no iba a pasar. Yo no era superior a nadie por el hecho de ser mujer. Simplemente era un ser humano igual que cualquier otro y tenía exactamente los mismos derechos. No estaba nada de acuerdo con muchas cosas que decía una tal Elise Sutton en su blog femdom. En cambio, otras páginas me parecieron más moderadas y asimilables. Presentaban el tema como un juego erótico en que, de forma totalmente autónoma y libre, un miembro de la pareja decidía someterse al otro por el simple deseo de hacerlo, y el otro aceptaba ser la parte dominante. Incluso se hablaba de contratos que podían ser rotos en cualquier momento por parte de cualquiera de los firmantes, ama o sumiso, y también de límites acordados. Esto ya entraba mejor en mis esquemas mentales y la verdad es que, poco a poco, de alguna manera, me empezó a seducir la idea de probar convertirme en un ama dominante, dado que eso era lo que deseaba mi marido. Ventajas, para mí tendría muchas. Yo tendría todos los derechos sobre él. En un momento dado, me sorprendí a mí misma diciéndome cosas como las siguientes: “Podré exigirle masajes, todo el sexo oral que quiera, colaboración estrecha en las tareas de la casa de las que nunca se acuerda o, mejor dicho, ni ve, o siempre tiene algo más prioritario que hacer y yo, como una tonta, me adelanto casi siempre. Todo esto puede cambiar en un plis plas”.
Tras esa manifestación de mis deseos inconscientes, volví a tomar el control racional y continué reflexionando sobre todo lo leído y visionado.
Me acordé de que en todas las páginas web dedicadas al tema se daba mucha importancia al control de la castidad. Todas las dominantes consideraban esencial hacer practicar a sus parejas la semicastidad para mantener su atención sobre ellas. Solo cuando el ama lo autorizaba podía el sumiso eyacular y el ama debía mantener al sumiso excitado durante todo el tiempo mediante la estimulación genital, pero sin dejarle llegar al punto de no retorno. Y, por otro lado, según la confesión de muchos sumisos, esta situación, en lugar de ser desagradable, resultaba de lo más motivadora. Ser autorizados a descargarse después de un largo período de abstinencia les llevaba al cielo y lo consideraban como un premio libremente otorgado por sus amas. Algunos sumisos se autocontrolaban y otros eran enjaulados por sus amas con aparatos de castidad, pero todos, sin excepción, aceptaban la situación con agrado. Los días de denegación del orgasmo, había leído, podían ser incrementados como castigo por faltas diversas o hasta que fueran enmendadas determinadas conductas no deseadas por sus amas, tales como fumar, beber, no ser suficientemente atentos o, por el contrario, descuidados, etcétera. Un artículo me llamó especialmente la atención. Se titulaba “Las reglas del juego”. Las reglas eran para ambos: la parte dominante y la parte sumisa, porque la finalidad de este tipo de relación era la satisfacción plena de ambos. No solo de la parte dominante. El sumiso debía obedecer en todo a su ama y aceptar todas sus imposiciones y castigos en los términos previamente acordados. Pero el ama también tenía sus obligaciones: estar pendiente de su sumiso mandándolo a esto o lo otro para que se realizara como tal, castigarle regularmente con el mismo fin y, sobre todo, haciendo que la sirviera sexualmente con la frecuencia que se le antojara. De lo contrario, la relación acabaría por enfriarse con el tiempo y perdería todo su sentido. Si un ama acepta a alguien como sumiso, este debe comportarse como tal, leí en otro blog de una tal Mistress Terry. Pero si un sumiso decide entregarse a su ama, también espera de ella que lo sea realmente. Si no es así, el juego se acaba y llega el momento de romper el contrato y a otra cosa: o a una relación vainilla de toda la vida —otro término que ignoraba—, o cada uno por su lado en busca de mejores sumisos o amas.
Y en cuanto a los castigos, había para todos los gustos: desde la ya citada abstinencia sexual prolongada en el tiempo hasta latigazos, pinzas, tortura genital, etcétera. En algunos vídeos que visioné incluidos en las citadas páginas se contemplaban auténticas torturas extremas que me parecía imposible que alguien pudiera disfrutar sin estar completamente enfermo de la cabeza. En otros, en cambio, las cosas eran mucho más normales. Se empleaban fustas, gatos de siete colas, cañas de bambú, pero eran utilizados con una fuerza moderada, y aunque producían enrojecimiento en la piel, no la laceraban ni dejaban marcas perpetuas, cicatrices ni cosas por el estilo, aunque seguro que dolían lo suyo. Un eslogan que se repetía en muchos lugares y que me pareció especialmente acertado era: “Consentido, sano y seguro”.
En fin, creo que ya tenía toda la información que necesitaba y lo cierto es que cada vez me sentía más tentada de aceptar la propuesta de Daniel. Confieso que, una tarde, recostada en el sofá, esperando a que Daniel volviera del trabajo, hasta me masturbé imaginando una escena de dominación con él calcada de un vídeo porno de entre los muchos que vi. Pero aunque ya no estaba enfadada con Daniel y empezaba a entenderlo al compararle con la forma de pensar y sentir de los sumisos que me habían hablado desde los blogs de Internet, aún tenía dudas sobre si no sería una locura dar el paso.
Dejé pasar un par de días más hasta que por fin se me ocurrió consultar a una psicóloga sobre el tema. Si me decía que esto era una parafilia peligrosa o que podía llevar a un desarreglo mental, pararía en seco y le explicaría a Daniel la razón. Ya se verían las consecuencias. Si, por el contrario, me decía que eran fantasías normales de personas con vida sexual alternativa, pero no una enfermedad mental, pues, entonces… creo que casi estaba ya decidida a decir que sí: que lo probáramos durante un período de dos o tres meses a ver qué pasaba, y si funcionaba, pues, adelante.
Pero ¿a quién consultar?… De repente me acordé de Cristina, una amiga de la facultad que compartía piso con una estudiante de psicología con la que apenas coincidí en un par de fiestas. Susan se llamaba y era un terremoto de persona, pero muy abierta y simpática. Los chicos iban de cráneo tras ella. En cambio, ella solo se enrollaba con quien realmente le apetecía. Parecía muy segura de sí misma. Reconozco que a mí me intimidaba un poco tanto desparpajo y tanta desenvoltura. Yo era un poco el otro extremo: tímida, insegura y con complejo de no gustar a nadie. En realidad, no sé muy bien por qué, ya que físicamente no estaba nada mal y en la actualidad, con cuarenta años recién cumplidos, me mantenía dignamente. Decidí buscar en mi agenda el número de Cristina y, con la excusa de una consulta para otra amiga, conseguir el teléfono de Susan. Sabía que había montado un despacho de psicoterapia, porque en una fiesta de posgrado no paró de contárselo a todo el mundo y hasta me había dado una tarjeta que ya no conservaba. La tarjeta me había llamado la atención por el título, algo así como “Centro de Psicología y Sexología. Terapia sexual. Terapia de pareja”.
“Caramba con la Susan”, recuerdo que pensé en aquel momento. “Experiencia personal no le va a faltar. Se ha acostado con media universidad”.
Ignorando su apellido, no sabía cómo localizarla. Ni siquiera sabía si mantenía el consultorio. Pero con probar no perdía nada, así que llamé a mi amiga Cristina.
—¡Hola, Cristina! ¿Me conoces? ¿Te acuerdas de mí? Soy Laura Garmendi, compañera tuya de facultad.
—¿Laura? Clar que sí. ¡Qué sorpresa tan agradable! ¿Qué es de tu vida?
—Pues bien. Sigo trabajando donde siempre, en el despacho de abogados que abrí. Y muy a gusto.
—Sigues con Daniel, supongo.
—Sí, claro. Todavía lo aguanto.
—¿Aguantar? Si erais la envidia de todo el mundo. La pareja ideal. En cambio, yo voy por el segundo matrimonio. Con David todo se fue al garete a los cinco años de convivencia y desde hace nueve años estoy casada con un funcionario de hacienda, muy requetebién. Luis, se llama. Y tenemos dos hijos fantásticos, que son una delicia.
—Te felicito. Nosotros no hemos tenido descendencia. Siempre decíamos que más tarde y al final, pues ya se nos han pasado las ganas, pero estamos muy a gusto los dos solitos.
—Pero dime cómo se te ha ocurrido llamarme después de tanto tiempo. Casi no sé de ti desde los años de facultad. La última vez que nos vivos fue en tu boda. Por lo menos, antes nos llamábamos por teléfono para charlar un rato y ponernos al día, pero poco a poco lo fuimos dejando y ya hace un montón de años que no oigo tu voz. Lo último que me contaste era que estabas montando tu propio despacho, pero desde entonces, nada.
—Es que el tiempo pasa sin que te des cuenta y vas perdiendo el contacto con todo el mundo. Te llamo para que me hagas un favor. Bueno, el favor en realidad no es para mí. Tengo una compañera de trabajo que busca un psicólogo de estos que se dedican a asesorar parejas en crisis y me he acordado de aquella compañera de piso tuya, Susan. Pero no sé cómo localizarla ni si todavía se dedica a estos temas. ¿Sabes algo de ella?
Por supuesto que sí. Comemos juntas una vez al mes. El primer jueves de cada mes, para ser más precisa. Y sí, sigue con su despacho de sexóloga. Le va genial y todo el mundo queda encantado, o por lo menos esto es lo que ella me cuenta. Ya sabes que es el optimismo en persona. Pero creo que es verdad, que para esto vale. Se la puedes recomendar tranquilamente. Hacemos una cosa. En cuanto cuelgue te envió un mensaje, o un WhatsApp mejor, y te doy el teléfono, la dirección y hasta su blog de consultas online. Pero antes de eso me gustaría quedar quedar un día para recordar viejos tiempos. ¿Qué te parece si quedamos para comer la semana que viene? El día que quieras. Yo ahora estoy sin trabajo. Con la crisis, despidieron a media plantilla de la editorial y yo fui una de las afortunadas. Me puedo ajustar a tus horarios sin problema.
—¡Vaya! Lo siento. Por lo del despido, quiero decir. Pero perfecto, quedamos. Me hace mucha ilusión. Mira, la semana que viene no me va muy bien, pero la otra… Espera que mire mi agenda… Sí, mira, no tengo ninguna cita ni el martes, ni el viernes. ¿Cuándo te va mejor?
—Me da igual. Bueno, mejor el martes, porque Luis suele salir pronto los viernes y a lo mejor quedamos para hacer algo . ¿Te va bien? Podemos quedar en el bar-restaurante de la universidad como hacíamos tantas veces durante nuestros años universitarios. Así volveremos al campus después de tanto tiempo. ¿Qué te parece?
—Allí estaré. Nos pondremos al día. Será divertido.
—Perfecto. Ahora mismo te mando lo dicho. Un beso, Laura.
—Otro para ti. Y hasta el martes de aquí a dos semanas. ¡Adiós!
—¡Adiós, guapa! Ha sido un placer reencontrarte. Hasta el martes.
“Bueno, ahora ya estoy atada de pies y manos”, me dije. “Tanto si quiero como si no, tendré que llamar a Susan, porque de lo contrario Cristina le contará nuestra conversación y será ella la que me llame a mí. Mejor no darle más vueltas y tirar pa’ lante. Y cuanto antes, mejor. Ya estoy harta de comerme el coco”.
Ese mismo día llamé a Susan. Ella dijo que no se acordaba de mí. Mejor. Hasta era posible que ni me reconociera al verme. Pensé que así todo sería más fácil. Quedamos en que iría a su despacho el jueves por la tarde, a las 6. Hasta entonces, decidí aparcar el tema por completo y no calentarme más los sesos, y la verdad es que, para mi propia sorpresa, lo conseguí bastante.
Y por fin llegó el día de resolver todas mis dudas y tener claro hacia dónde quería ir. A Daniel le puse la excusa de que me iba de compras. Que necesitaba ropa interior. Sabía que no soportaba ir de tienda en tienda y así me aseguraba que no se ofreciera a acompañarme. Total, que me marché hecha un flan a soltar mis neuras a la psicóloga.
Efectivamente, Susan parecía que no se acordaba casi nada de mí y esto me alivió. La verdad es que habíamos tenido muy poco contacto en el pasado. Me recordaba como una amiga de Cristina, pero poca cosa más. Bueno, en realidad, se me ocurrió la idea de que quizá fingía un poco a modo de estrategia para poder realizar su trabajo conmigo mejor desde una postura más distante.
—Siéntate, por favor, y cuéntame qué te trae por aquí —me dijo, mientras me hacía pasar a su despacho—. Y, por supuesto, no empieces con la consabida historia de que vienes para ayudar a una amiga tuya como me vienen todas. Lo digo para ahorrar tiempo. Los nervios te delatan. Siento ser tan directa, pero te aseguro que es mejor empezar abiertamente desde el principio.
“¡Toda mi estrategia tirada por los suelos desde el primer momento!”, pensé. “¡Y qué autoritaria, demonios! En una décima de segundo, estaba a su entera disposición y con ganas de salir corriendo de allí, pero después de unos momentos de vacilación y titubear unas cuantas palabras inconexas, me rehíce y respondí:
—De acuerdo. El problema es mío. Supongo que es una tontería fingir otra cosa. Pero antes tengo que estar segura de que todo lo que te cuente es absolutamente confidencial y que no contarás nada de nada a nuestra amiga en común. Como ya te dije por teléfono, conseguí tu dirección a través de ella con el pretexto de la falsa amiga. Ni siquiera sé si se lo tragó.
—Eso por descontado. Podrías denunciarme al colegio de psicólogos si hiciera lo contrario y, evidentemente, no estoy interesada por razones obvias. No debes albergar la más mínima duda. Soy muy profesional y nunca sale una palabra de mí de lo que oigo en este despacho.
—¡Vale! Te creo, pero no sé cómo empezar. Bien, la verdad es que el problema me lo ha originado mi marido, y si he venido hasta aquí es por tu especialidad en relaciones de pareja y… En fin, que desde que me contó una cosa estoy hecha un lío.
—Te ha engañado con otra.
—No exactamente, pero sí me ha estado ocultando algo muy importante para él durante todo el tiempo que llevamos juntos.
—Que también le gustan los hombres.
—No, nada de eso. Dice que le gustaría que yo me comportara con él de una forma totalmente diferente. Que me convirtiera en su ama, en su dueña. Una especie de ama del sado o algo así. Fantasea con esas cosas y dice que sufre por no poder llevar a cabo sus fantasías conmigo.
—¡Interesante! Te refieres a Daniel, supongo.
—¡Pero bueno! Hace dos minutos me has dicho que no te acordabas de mí y ahora resulta que te acuerdas hasta del nombre de mi marido. ¿De qué va eso?
—No te enfades. Es pura técnica psicológica para facilitar la sinceridad inicial del paciente. Pero en este caso no tiene sentido seguir fingiendo. Pues claro que me acuerdo de ti. Cristina y tú erais inseparables. Y tú y Daniel me dabais auténtica envidia. Erais una monada de pareja. Si no podíais acabar de otra manera. Casados, me refiero. A ver, cuéntame más. ¿Por qué dices que estás hecha un lío?
—En primer lugar, porque me fastidia la poca confianza que ha tenido durante todos estos años para contarme esto y, en segundo lugar, porque ya no sé qué soy para él ni cómo acabará nuestra relación. Él, según me confesó, hasta se ha planteado dejarme para buscar en otra ese tipo de relación.
—Bueno, bueno. Vamos a verlo con distancia. Tú quieres a tu marido y él te quiere a ti como demuestra el hecho de que no ha roto contigo a pesar de esta fuerte pulsión que siente desde hace tanto tiempo.
—Sí, supongo que sí.
—Pero tú no estás en absoluto dispuesta a acceder a sus deseos, ¿o me equivoco?
—Tampoco es eso. Llevo días planteándomelo y hasta me he estado informando mucho sobre eso que llaman femdom, y la verdad es que me siento tentada de acceder a su propuesta, pero me da miedo pensar en volverme neurótica y caer en una parafilia sexual que hasta el día de hoy no he necesitado para nada.
—Bueno, esto de las parafilias como término equivalente a perversiones ya está pasado un poco de moda. Todo depende de cómo se enfoquen las cosas. Hasta hace poco, la homosexualidad era considerada una desviación, y no hablemos del cambio de género, y en cambio hoy todo se ve de otra manera. Hay que ir por partes.
—¿Quieres decir que el sadomasoquismo no es una desviación sexual?
—¿Según qué escuela? Todo es muy relativo, como todo. Si se convierte en una adicción exclusiva y uno no es capaz de disfrutar del sexo de ninguna otra manera que no sea recibiendo latigazos, seguramente. Pero también puede pasar lo mismo con los videojuegos, con el juego, con los chats online y, por supuesto, con las drogas y el alcohol. Si se convierten en adicciones obsesivas, son un problema.
—¿Entonces qué me aconsejas?
—Yo no puedo decidir por ti. Si tienes ganas de probar ese tipo de relación y crees que puedes disfrutar de ella, adelante. Si solo lo haces para complacerle a él, no. Ni se te ocurra. Le dices que a ti esto no te viene de gusto y punto. Y si con el tiempo esto acabara en una separación, pues ¿qué remedio? Habréis descubierto algo que os hace incompatibles.
—No sé qué decir. ¿Cuál sería el riesgo de obsesionarse con el tema?
—En principio, poco. Se trataría de acceder a realizar determinados juegos de dominación sin excederse. Huir de las exageraciones que se ven en los vídeos de este tipo. Una cosa es atar a tu pareja, vendarle los ojos, darle unos azotes, hacerle vestir de determinada manera en un momento dado e incluso sodomizarle con un vibrador o un arnés, y otra muy distinta, coserle a latigazos, despreciarlo de forma absolutamente humillante durante todo el tiempo, incluso frente a terceros, etcétera. Los juegos de dominación pueden ser un fantástico estímulo en las relaciones de pareja, pero las llamadas relaciones 24/7 son pura fantasía, y si se llevan a cabo, son un tipo de relación que poco tiene que ver con la convivencia normal entre dos personas, basada en el amor mutuo. Podéis jugar y al mismo tiempo mantener una relación de pareja convencional el resto del tiempo, porque supongo que no estás interesada en que tu marido se convierta en una especie de felpudo que no puede tener ninguna iniciativa sin tu permiso, incluso ni para ir al baño, que tiene que estar callado todo el rato, con la mirada baja, etcétera, etcétera.
—No, claro que no. Yo no deseo en absoluto perder a mi marido tal como lo conozco. Quiero seguir riéndome con sus ocurrencias, que son muchas, que me cuente cosas del trabajo, que hablemos de política, de lo que sea, que me escuche cuando estoy deprimida. Alguien con quien compartir la vida. Poder contarle mis problemas.
—¿Entonces?
—Pues que me tienta su propuesta un montón, pero no tengo ni idea de cómo empezar a llevarla a cabo.
—Aquí es donde puedo ofrecerte una solución. Le propones un contrato de sumisión con todas las normas que él debe seguir de forma habitual: orden, aseo, tareas domésticas que le corresponden, obligación de hacerte masajes, manera de satisfacerte sexualmente y todo lo que tú le harás en caso de incumplimiento como castigo: azotes, denegación de orgasmo, bondage, reclusión, etcétera. Le dices que seguiréis estas normas por un tiempo determinado para ver qué tal os va. Por ejemplo, durante dos o tres meses, y si al final del período ambos estáis contentos con la nueva situación, se prorroga o se revisa el contrato. ¿Qué te parece?
—Suena bien. Creo que esto es lo que haré.
—Así me gusta, decisión y ganas de probar cosas nuevas. Mira, te voy a hacer una confidencia. No lo hago con ningún paciente, pero tu caso es diferente, ya que, aunque no se puede decir que seamos amigas, nos conocemos desde hace mucho tiempo y hemos compartido momentos muy divertidos.
—Te escucho.
—Justo este tipo de relación es la que yo tengo con mi pareja actual, y nos va de maravilla. Pero no pongas esa cara. Aparte de psicóloga, soy una persona muy vital y necesitada de vivencias intensas y, además, aquí, en mi trabajo, he tenido la oportunidad de conocer todo tipo de relaciones y finalmente me he inclinado por esa alternativa. En mi caso, fui yo quien se lo propuso a mi pareja actual, aunque ya conocía sus gustos por una razón que ahora no viene al caso, y nos va divinamente. Si quieres, puedo contarte muchas cosas y aconsejarte en los detalles, y mira…, incluso estoy dispuesta a que participes conmigo en alguna sesión de dominación con mi sumiso para que lo tengas más claro.
—Bueno, eso sería fantástico. Vaya coincidencia. Pero no. Gracias. Sería engañar a mi marido dominar a otro hombre antes que a él, que es quien me lo ha propuesto.
—Evidentemente, tendría que ser con su consentimiento. Nada de engaños. ¿Por qué no se lo propones como una manera de iniciarte? Al fin y al cabo, el beneficiario final será él.
—Bueno, no sé. Primero tendría que hablar con él. Si acaso, te llamo y te doy una respuesta definitiva.
—¡Estupendo! Sigues siendo la persona responsable y honesta que conocí. Yo era mucho más loca. Menos mal que con el tiempo me he ido aquietando, aunque sigo siendo algo alternativa, como ves. Quedamos así entonces. ¡Ah! Algo más en lo que te puedo ayudar. En mi ordenador de casa tengo el contrato que hemos firmado yo y mi sumiso, Hugo. Si me das tu correo, te lo mando con un password para que lo leas solo tú; Femdom, por ejemplo, y así seguro que te acuerdas. Te lo miras por si te sirve de inspiración para elaborar el vuestro. ¿Te parece?
—¡Fantástico! Si me dejas un papel y un bolígrafo, te anoto mi dirección y no te enredo más. Me has aclarado mucho las ideas. Te lo agradezco. Y si tú misma practicas esas cosas siendo experta en estos temas, me quedo mucho más tranquila. Me siento realmente aliviada. Dime qué te debo.
—Nada, querida. Un placer haber podido ayudar a la mejor amiga de mi compañera Cristina. Todavía conservo la amistad con ella. ¿Lo sabías?
—Sí, lo sé. Me contó que vais a comer una vez al mes para estar en contacto. Y, de verdad, muchas gracias por la consulta gratuita. Te debo una.
—Nada, nada. Un gustazo. Que os vaya muy bien. Y no te olvides de llamarme. Estaré encantada de hacer de maestra de ceremonias, si te decides. Ja, ja, ja.
—Sí, no te preocupes, que te llamo tanto si es que sí como si es que no. Te lo debo. Hasta luego.
—¡Adiós! ¡Adiós!
Salí de la consulta exultante de alegría. Por fin había aclarado mis dudas y ya había tomado una decisión. Mis neuras de las últimas semanas se estaban diluyendo. Decidí volver andando para sosegarme un poco antes de llegar a casa y acabar de pensar qué le iba a decir exactamente a Daniel. Absorta en mis pensamientos, pasé sin prestar atención por delante de un sex-shop, pero se ve que mi inconsciente lo había captado perfectamente y decidí volver sobre mis pasos y entrar. Era la primera vez que visitaba una tienda así y la verdad es que me quedé boquiabierta al ver la cantidad de artículos que se exhibían en sus vitrinas. Nada más cruzar la puerta se me acercó la dependienta, una mujer más o menos de mi edad, bastante alta y muy bien vestida. Parecía extranjera, cosa que me confirmó su acento. Alemana, pensé. Llevaba una blusa muy ajustada con un amplio escote, pero elegante, y una minifalda bastante mini por la que asomaban unas piernas bien torneadas con unas medias de encaje de fantasía. Su altura se veía incrementada por los altos tacones que calzaba. Muy amablemente, me preguntó en qué me podía ser de ayuda.
—Buenas tardes, señora. ¿En qué puedo ayudarla? Acaba de entrar en el mejor sex-shop de la ciudad, como puede ver. Tenemos todo tipo de artículos para satisfacer cualquier fantasía y hacer del sexo algo realmente agradable. ¡Mire todo lo que quiera! Y cuando encuentre algo de su gusto, aquí estoy para asesorarla.
—¡Gracias! En realidad, no sé si quiero nada, pero si me permite echar una ojeada se lo agradezco.
—Claro que sí. Faltaría más. Supongo que no está muy acostumbrada a entrar en ese tipo de tiendas. Pero, por favor, con toda tranquilidad. Estoy por aquí.
Deambulé un buen rato por toda la estancia observándolo todo como una colegiala llena de curiosidad. Seguro que desde la distancia la dependienta pensaba que era una novata total. Creo que mi rostro reflejaba fascinación y sorpresa en partes iguales, y hasta creo que me estaba excitando. Me paré delante de una vitrina con todo tipo de vestimenta erótica, desde lencería de lo más sugerente a vestidos completos de cuero o vinilo, y también disfraces de todas clases: de enfermera, criada francesa, dominatriz, etcétera. Decidí preguntar por el precio de un conjunto integrado por medias de encaje con liguero adosadas a un body adornado con figuras de encaje casi transparente muy llamativo. Lo tenían en rojo y en negro.
—Esta combinación sale por 49 euros —dijo, mientras se acercaba parsimoniosamente—. La calidad es insuperable. Las traigo de Holanda y ahora la tengo con un 30 por ciento de descuento.
—Vale, pues si tiene mi talla, me la quedo. Normalmente visto una 42 o 44.
—Sin problema, tengo todas las tallas desde la S hasta la XL. Creo que una L será perfecta, pero mejor si se la prueba antes. Si la parte de arriba le viene bien, las medias son talla única, muy adaptables. Voy a sacársela, que estas del mostrador creo que son para chicas muy delgadas. Ahora mismo vuelvo.
Tardó unos minutos y, mientras volvía, aproveché para dar un vistazo, fuera de su mirada inquisitiva, a la sección de artículos de sado: fustas, látigos, correas, brazaletes, cinturones de castidad, pinzas para los pezones, cadenas, cuerdas de bondage, bozales, máscaras, un sinfín de vibradores, plugs anales, arneses con dildos de distintos tamaños, etcétera. Todo lo que había visionado en Internet sobre este mundo estaba allí reunido ante mi vista. Absorta como estaba, no la oí llegar por detrás de mí.
—Fascinante, ¿verdad? Si me permite decirlo, creo que está interesada en ese tipo de artículos. Por favor, no tenga ningún tipo de reparo. Estoy acostumbradísima y puedo asesorarla en cualquier cosa al respecto. De hecho, a mí me entusiasma todo este mundo y creo que a usted también le está picando la curiosidad. Este último año hemos vendido un montón de artículos de sado. Las 50 sombras de Grey han despertado la imaginación de mucha gente. ¿Sobre qué quiere que le informe?
—Bueno, en realidad no tengo ninguna experiencia, pero el caso es que mi marido me ha sugerido jugar a ese tipo de cosas y yo he accedido, pero no sé por dónde empezar.
—Pues fácil. Lo primero que necesita es una buena fusta y un látigo de tiras de cuero, y quizá también un arnés con dildo incorporado. Unas pinzas, unos brazaletes para sujetar las muñecas y los tobillos, y poca cosa más. Un cinturón de castidad no estaría de más.
—Es demasiado por ahora. Creo que me conformaré con una fusta y un látigo. A lo mejor otro día envíe a mi marido a comprar algo más, pero primero tengo que hablar con él. No sé exactamente qué le gusta.
—Perfecto. Fíjese en estas fustas. Son de cuero. Las mismas que utilizan los jinetes. Antes las tenía de plástico, pero dejan marcada la piel horriblemente y el dolor que producen es todo menos agradable. Supongo que no pretende lastimar a su marido de buenas a primera.
—No, claro que no. No soy una sádica.
—Pues ¿cuál le parece que saque?
—Esa misma de la izquierda con el mango plateado me gusta.
—Buena elección. Le regalé una igual a mi compañero. Yo soy más bien sumisa y me encanta la sensación que me produce cuando la utiliza. Me pica, pero solo brevemente, a no ser que se pase, pero cuando ocurre pronuncio la palabra de seguridad y vuelve al tipo de azotaina que me produce placer. Una mezcla de placer y dolor que a mí me lleva al éxtasis. Alguna que otra vez he llegado al orgasmo solo con sus fustazos. Lo siento si soy demasiado sincera. Espero no haberla incomodado.
—No, no, Todo lo contrario. Estoy encantada de poder hablar abiertamente con usted. Nunca antes había compartido con nadie ese tipo de cosas y hoy ya es la segunda vez que lo hago.
—Con una amiga, supongo.
—Sí, más o menos.
—Si me permite decírselo, con solo verla entrar me he dicho a mí misma: “Ahí va una dómina”. La experiencia que no falla. Llevo aquí muchos años y con el tiempo he aprendido a adivinar los gustos de los clientes antes de que abran la boca.
—No entiendo en qué me lo ha notado. Yo nunca he sido así.
—Pues a lo mejor lo ha sido siempre sin saberlo. Ocurre con frecuencia. Tiene la típica mirada de quien está acostumbrada a mandar y su andar denota decisión. Quizás hasta hoy solo haya puesto en práctica su carácter en su trabajo. Pero esos ojos negros tan penetrantes y ese mirar directamente a los ojos no revelan otra cosa, en mi opinión.
—Bueno, es verdad que tengo mucho carácter y estoy acostumbrada a llevar la voz cantante en muchas situaciones, pero esa mirada de la que me habla creo que es más una mirada de autoprotección para salvaguardar mis inseguridades que otra cosa.
—Puede ser, pero estoy segura de que con el tiempo irá descubriendo la dómina que hay en usted. Usted dé el primer paso y ya verá cómo detrás vienen muchos más. Y si tiene la suerte de compartir la vida con alguien que quiere ser dominado, el éxito está asegurado.
—¡Ojalá tenga razón! De lo contrario, el camino que estoy a punto de iniciar será un fracaso y la relación con mi marido puede acabar deteriorándose… En fin, no sé, ya se verá.
—Pues nada, le envuelvo esta. ¿Seguro que no quiere llevarse algo más? Todos los artículos están rebajados.
—No sé. Quizás un vibrador para mí no estaría de más.
—Exacto, era lo que estaba a punto de sugerirle. Mire, estos de aquí son unisex; en cambio, los del estante de arriba son más bien para mujer, ya que el terminal curvado que traen sirve para estimular el clítoris. Los que le indico tanto puede usarlos usted como utilizarlo para penetrar analmente a su marido. Debería llevarse también un lubricante anal que hace de dilatador. Supongo que al principio su marido tendrá el culo muy prieto. Más adelante ya vendrá a por uno más grande. Ya lo verá. Además, va sin hilos. La vibración se maneja a distancia con ese pequeño artilugio en forma ovalada que figura a su lado.
—Vale. Me voy a dejar un pastón, pero que todo sea por la causa.
—Muy bien. De regalo, le voy a poner una caja de preservativos. Conviene que lo use cuando lo sodomice. Siempre quedan restos desagradables y con un simple clínex se retira el preservativo y a la basura. Y también la voy a obsequiar con esos dos tangas para hombre. Conviene que su marido se vaya acostumbrando a vestir más a su gusto a partir de ahora. ¿No le parece?
—Pues sí, la verdad. Siempre somos las mujeres las que nos compramos lencería sugerente y ellos con los calzoncillos y los bóxeres de toda la vida. Eso también va a cambiar a partir de hoy mismo.
—No se olvide de probarse el conjunto que le he sacado a ver qué tal le sienta. Mire, allí atrás tiene el probador.
Fui al probador del fondo y la talla resultó irme a la perfección. “Vaya ojo el de la dependienta”, pensé.
Recogí todos los artículos en una gran bolsa que cubría hasta la fusta y todo lo demás, y, después de pagar, me encaminé hacia la puerta de salida.
—Espere un segundo, por favor —me dijo la dependienta cuando ya estaba a punto de salir—. Le daré una tarjeta. Mi nombre es Judith y estoy aquí todas las tardes de lunes a sábado.
—Gracias. El mío es Laura. Ha sido un placer.
—Que pase un buen día. No se olvide de volver.
—Seguro. Ha sido muy amable. ¡Adiós!
Cap.5
La editorial que ha publicado el libro, por el momento no me autoriza a reproducir más texto de mi libro “Femdom” , compuesto por 25 capítulos.
Un placer haber podido compartir con todos vosotros estos capítulos iniciales.
Un beso a todos de mi parte:
Laura Garmendi.
Pd.: Si finalmente consigo el beneplácito de la editorial, seguiré aportando más capítulos.