Laura, compañera de viaje

Un matrimonio treintañero comparte sus vacaciones con una jovencita muy activa.

Laura había provocado una buena bronca entre mi marido y yo. Eran nuestras primeras vacaciones en dos años y, cuando supe que Laura, amiga de mi familia desde hace muchos años, se iba a quedar sin vacaciones porque no tenía con quién ir después de aprobar la selectividad, me comprometí inmediatamente sin consultarlo con Paul, sabiendo que el carácter de Laura era muy compatible con el nuestro. Paul, en cambio, que no la conocía tan bien, se había molestado muchísmo con mi decisión. Que si por una vez que podemos hacer algo en pareja… que si era una adolescente de dieciocho años recién cumplidos que nos iba a hacer el viaje imposible… que para ella nosotros éramos unos "viejos" de treinta años y que se aburriría con nosotros, y más teniendo en cuenta el lugar a donde íbamos… En fin, Paul estaba hecho una furia y le costó ser simpático cuando fuimos a recoger a Laura a casa de sus padres.

Sin embargo, como yo había previsto, todo cambió cuando Laura fue desplegando todo su encanto y su madurez durante el viaje en coche. Laura es una chica muy atractiva, con una carita muy simpática y pecas en las mejillas, aunque no tantas como las que tengo yo, y un cuerpo recién florecido muy sensual. Se interesaba por todo, tenía una opinión para todo, y le gustaba discutirlas. Paul no tardó en desplegar su plumero de pavo real (y por ello tuvo que aguantar mi sonrisa sarcástica) y a utilizar todo su repertorio multidisciplinar para hacerse el interesante.

Habíamos alquilado una pequeña casa en uno de esos lugares de la costa cada vez más raros que no se había contagiado de la fiebre turístico inmobiliaria, quizás por su excesivo aislamiento y por estar cerca de una zona protegida. Paul y Laura estrecharon lazos desde el primer día a la vez que yo experimentaba un sentimiento extraño. En absoluto se trataba de celos, sino de todo lo contrario, me sentía atraída por Laura. Al principio creí que sentía envidia de aquel cuerpo fresco, recién salido del cascarón, a pesar de que con treinta y un años yo tampoco estaba nada mal, con treinta y seis lo sigo estando, modestia aparte y, como Laura, me gusta demostrarlo en verano con alegres vestiditos más bien escuetos y la ropa interior imprescindible, es decir, unas bragas. Aunque ya había tenido experiencias lésbicas altamente satisfactorias, era la primera vez que sentía tanta atracción por otra mujer, cercana al enamoramiento, y uno de los primeros días me sorprendí durante una excursión por el campo quedándome atrás durante el ascenso por una cuesta escarpada para echar un vistazo a la parte alta de sus muslos, como si fuera un vulgar mirón.

Si Paul experimentaba lo mismo, sólo lo demostraba con un considerable aumento de sus atenciones sexuales hacia mí, cosa que aceptaba encantada. Aprovechábamos cualquier ocasión para echar un polvo: la ducha después de la playa, la siesta, un paseo en pareja por el campo, un baño nocturno en la vieja bañera de la casa… Laura tenía la virtud, una más, de saber desaparecer con discreción.

Una noche salimos Paul y yo a dar un paseo por la playa, nos sentamos en las rocas y empezamos a besarnos lascivamente, Paul me quitó las bragas y empezó a comerme el coño. Casi sin darme cuenta, empece a pensar que era Laura la que me lo comía. Me corrí soñando con su lengua.

Justo el día siguiente, pasamos toda la mañana en la playa y Paul, como buen hijo de alicantino, nos propuso hacer una paella. Así que se duchó el primero para ponerse manos a la obra. Luego pasó Laura. A mí me hubiera gustado encontrar una excusa para entrar en el cuarto de baño y verla desnuda, pero no se me ocurrió nada y soy demasiado tímida para haber entrado con la naturalidad que existe entre mujeres. Estaba esperando en bikini en el pasillo cuando oí la voz de Laura:

—¡Miranda! ¿Puedes venir a ayudarme un momento?

Entré en el cuatro de baño y vi a Laura de pie dentro de la enorme bañera completamente desnuda y con una mano en su muslo izquierdo.

—¿Me puedes ayudar a quitarme esta porquería?

Miré hacia donde señalaba y vi, sobre la ingle, una negra mancha. Era brea.

—¡Uy! Va a ver que frotar muy bien para quitarte eso.

—Frota lo que quieras, yo ya estoy agotada.

Me enfundé la manopla y me puse manos a la obra. Empecé a frotarle la ingle, primero suavemente y luego, al ver que no salía, con más decisión. Laura estaba agachada, con el culo en pompa, mostrándome el fascinante espectáculo de su chocho. A medida que frotaba, con su coño a un palmo de mi nariz, me iba calentando más y más ¡Qué ganas tenía de pegarle un lametón a aquella apetitosa almeja! La puta mancha de brea que no salía y yo cada vez más cachonda. Las tetas de Laura se balanceaban al compás de mi manopla. Me estaba poniendo enferma.

Afortunadamente fue Laura la que dio el primer paso. Yo nunca me hubiera atrevido. Empezó a acariciarme el brazo con el que la frotaba. Yo le respondí acariciándole la espalda. Se dio la vuelta y me metió la lengua en la boca. Me soltó los nudos del bikini y estrechó sus duras tetas contra las mías. La agarré del culo y froté mi coño contra el suyo. Me susurró al oído:

—Cómemelo anda, que me muero de ganas.

Se sentó en el fondo de la bañera y se abrió de piernas. Me quité lo que quedaba del bikini y le metí la lengua en la raja. Aquello sabía a gloria pura. Laura empezó a jadear. Yo le estuve trabajando el coño unos minutos:

—Oh sí, que bueno —susurraba— Ya, ya, ya me corro, me corro

Se corrió entre fuertes convulsiones. Pero Laura no era nada egoísta:

—Ahora me toca a mí.

Y empezó a comerme el chocho mejor que el más sensible de los hombres. Tardé mucho menos que ella en correrme. Nos besamos, terminamos de ducharnos y nos fuimos a comer.

Durante la comida, lejos de sentirnos cohibidas, estuvimos riéndonos todo el tiempo a costa de los mejillones de la paella, que Laura tomaba con sensualidad y vaciaba con la lengua. Paul compartía nuestro buen humor, pero no se enteraba de nada.

Después del café y la sobremesa se repitió el ritual de los últimos días. Era la hora de la siesta y Paul ya me había hecho un par de insinuaciones bajo la mesa, yo no iba a decepcionarle, pues lejos de calmar mi sed, el numerito de la bañera me había excitado aún más.

Así que me faltó tiempo para entrar en la habitación, bajarle los pantalones y meterme su polla en la boca. Se la chupé a conciencia hasta dejarla como a mí me gustaba: grande y dura como un buen calabacín.

—La chupas como una puta en celo, zorrón —elogió.

Terminado el trabajo me tendí en la cama, abrí las piernas cuanto pude (que es mucho, por los años de práctica y porque siempre he sido muy flexible) y las agarré por las pantorrillas para dejar todo el camino libre. A Paul siempre le ha gustado deleitarse unos segundos con la visión de mi almeja y de mi ojete, pero yo no estaba para contemplaciones.

—¡Vamos! ¡Rómpeme el coño, hijo de puta!—le espeté.

En un único y experto movimiento, sentí su familiar atributo llenarme el chocho. Empezó a moverlo con destreza. A los pocos minutos sentí que me subía el orgasmo:

—Sigue, sigue así. Ya me viene, me viene

Paul aumentó la velocidad del balanceo y estallé. Los músculos de mi coño se contrajeron tanto que casi le estrangulo el pajarito. Pero aguantó, y allí seguía, dentro de mí, grande y duro como mi consolador preferido. En estos casos existe entre nosotros el acuerdo tácito de terminar lo que se ha dejado a medias con un buen trabajo oral, pero ese día le ofrecí la solución de las grandes ocasiones.

—Me apetece que me des por el culo ¿te importa?

Aquella pregunta estaba hecha con ironía, porque no hay nada que le guste más a Paul que encularme. Así que, sin cambiar de postura, sacó de la mesilla de noche el tubo de lubricante, se untó bien la polla, me lubricó también el ojete con el dedo y, sin más preámbulos, me la clavó en el susodicho. Sentí que todo mi cuerpo se ponía de nuevo en tensión. Mis piernas apoyadas en los hombros de Paul, era la postura perfecta para acariciarme el clítoris. Empecé a masturbarme mientras Paul me trabajaba el culo. Cuando sintió que me corría de nuevo me llenó de semen las entrañas. Echamos una siesta divina, y nos levantamos casi a última hora de la tarde.

Nos encontramos a Laura leyendo en el jardín, sobre una tumbona, la falda de su vestido dejando sus piernas al aire y uno de los tirantes negligentemente caído sobre el brazo, dejando casi al descubierto una de sus tetas en forma de pera. No cabía duda, estaba completamente encoñada por esa chica; y aunque todavía sentía en el culo el agradable dolor que me había provocado la polla de Paul, aquella visión me volvió a provocar hormigueos en el higo. Tenía que ingeniármelas para llevarme a los dos al huerto a la vez, era la única forma de aliviar la sed que sentía.

Normalmente en estos casos me toca llevar la iniciativa, y para vencer mi timidez tengo que tomarme dos copas de algo fuerte para dar el primer paso. Aquella noche dimos un paseo hasta el pueblo y cenamos en un restaurante de pescadores. No digo que no bebiéramos, porque tenían un vinillo blanco de la casa que entraba solo y ayudó mucho a distender los ánimos; pero Laura se comportó desde el principio con una naturalidad increíble, lo que produjo que los acontecimientos fluyeran como si fueran lo más normal del mundo. Durante la cena estuvo muy cariñosa conmigo, y al salir de restaurante me agarró de la mano y me colmó de caricias. Fue un paseo delicioso, con Laura estrechándose contra mí en un lado y en el otro abrazada por Paul, un poco perplejo por tan rara efusión.

Al llegar a casa nos sentamos en el sofá. Laura empezó a lamerme el cuello y yo le respondí acariciándole el pelo. Paul no salía de su asombro:

—¡Eh! ¿Me he perdido algo?

Fue Laura la que contestó.

—No has perdido nada, has ganado.

Y le besó en la boca.

—¿Te importa? —Me dijo pidiéndome permiso.

No solo no me importaba, sino que lo estaba deseando. Desnudamos a Paul, que aún no podía creerse lo que estaba pasando, en un abrir y cerrar de ojos. Nosotras tampoco tardamos mucho en quedarnos en pelotas. Trabajamos al unísono la polla y las pelotas de Paul, hasta que el miembro quedó tan duro como en las mejores ocasiones.

—Tú primero, que eres la invitada —le dije a Laura.

—Con mucho gusto, eres muy amable —contestó riendo, y se enfundó el falo en su delicioso chochito. Empezó a cabalgar y su sonrisa se convirtió en un gesto de placer. Otra de las virtudes de Laura es que le gusta expresar lo que siente:

—Oh, sí, qué pollón, estoy llena… cómo me gusta esto.

Y si hay algo que le gusta a Paul, son las chicas expresivas. Laura balanceaba el culo con maestría, pero Paul no se había olvidado de mí:

—Ven aquí, amor mío, que te coma la raja.

Me senté frente a Laura con el coño en la boca de Paul. Mientras a una la follaban y otra la lamían, nos acariciábamos las tetas y nos lamíamos la cara. Las tetas de Laura me volvían loca, el tacto de sus pezones me bajaba hasta el clítoris, que Paul me lamía con su habitual eficacia. En ese momento renové mi admiración por mi marido. Se estaba follando a Laura como un samurai, reteniendo el semen para satisfacernos a las dos. Era tanto mi amor por él, que era como si fuera yo la que la penetraba. Al rato, Laura nos hizo saber que llegaba al orgasmo:

—¡Dios, qué bueno! … Me corro… Me corroooo

Y se corrió con su lengua en mi boca.

Cuando se sacó la polla me abracé a ella, la estreché contra mi cuerpo. Tumbadas en el suelo, frotándonos la una contra la otra, como dos enamoradas, le pedí a Paul que me follara por detrás, porque no quería soltar el cuerpo de Laura.

Dicho y hecho, Paul me llenó el coño mientras yo seguía abrazada a Laura, lamiéndonos como perras en celo. Laura se dio la vuelta y empezó a lamer a la vez mi clítoris y la polla de Paul, que evolucionaba de maravilla dentro de mi chocho. Yo me concentré en el coño de Laura, que ya había probado pero del que no me había saciado. Al rato sentí que el placer ascendía, que cada poro de mi cuerpo se erizaba en uno de las mejores corridas de mi vida.

—Ya me viene chicos… Voy a estallar

Y mi cuerpo empezó a convulsionarse como si me hubiera dado un ataque. Paul salió de mí y anunció.

—Ya no aguanto más ¿quién quiere terminar el trabajo?

Laura hizo los honores. Se metió la polla en la boca, y comenzó un experto movimiento de vaivén. Cuando Paul le indicó que aquello iba a salir sin remedio, se preparó a recibirlo. El semen de Paul le salpicó toda la cara y, volviéndose a mí ser restregó contra la mía quedando completamente cubiertas por el delicioso jugo.

El resto de las vacaciones dormimos los tres juntos, yo en medio, abrazando el desnudo cuerpo de Laura y bajo el brazo de Paul, mi mejor hombre. Pero lo que ocurrió en aquellas maravillosas tres semanas es otra historia. O historias.