Laura

Una historia real en un pub existente en Madrid

El pub en cuestión, llamado “La Selva”, parecía siempre la cantina de un cuartel por la cantidad de hombres, unida a la escasez de mujeres, que siempre había en él. Pero como estaba muy cerca de mi casa y no había ningún otro con mejores perspectivas cerca, lo visitaba casi a diario.

Lo normal era que me dejase caer por allí a eso de las siete o siete y media de la tarde, que me tomase un par de copas mientras intercambiaba algunas opiniones de fútbol con los camareros, y una hora u hora y media más tarde me volviese para casa.

Es cierto que, en ocasiones excepcionales, había por allí alguna mujer, pero siempre solían ir de dos en dos y, además, la media de edad de las mismas sobrepasaba la cincuentena. Lo que no es óbice para que, en alguna ocasión, hubiese intercambiado alguna mirada significativa con alguna de ellas que podía augurar alguna posibilidad futura... Si tal posibilidad fuese deseable.

Lo que nunca habría esperado que sucediese en aquel sitio, fue lo que sucedió.

Hasta el día de la semana era anodino: un martes. La hora, inusual al menos para mí: Las 16:30. Simplemente me había quedado sin tabaco y me acerqué al pub para comprar un paquete y, de paso, tomarme un café fuera de casa, lo que me desahoga un tanto de la presión de lo cotidiano.

A aquella hora y en semejante día, esperaba encontrar el bar completamente vacío, y en realidad casi acierto en mi pronóstico. Sólo había dos de los habituales; personas que parecen vivir allí, pues siempre las encuentro cuando voy; en la esquina del extremo de la barra. Alguien más debía haber, pues vi, en el otro extremo, el más próximo a la entrada donde la barra hace una esquina, un baso inacabado con algo que parecía Coca Cola y un paquete de tabaco con un mechero encima, lo que indicaba que el propietario de tales objetos estaría, en aquellos momentos, en los lavabos.

Pedí el tabaco y el café y me senté en una banqueta próxima a los mencionados objetos, pero dejando una banqueta por medio.

No llevaba allí ni dos minutos cuando se abrió la puerta dando entrada a una mujer de unos 24 o 26 años. Su aspecto y su indumentaria la hacían resultar, al menos para mí, muy sexy, aunque no se ajustaba para nada a los cánones de perfección corporal al uso.

Sin ser baja tampoco era alta, calculo que andaría por el 1,70 escaso. Una cara preciosa enmarcada por una larga melena negra. Una chaqueta de cuero negro abierta dejaba ver unos pechos no muy grandes pero erguidos y resaltados, a propósito, por una especie de jersey de canalé muy ajustado. Hasta aquí todo perfecto, bastante convencional y agradable. Pero no era esa parte de su anatomía la que la hacía excitante sino, precisamente, la que se apartaba de los estándares: Una cortísima minifalda dejaba al descubierto unos muslos demasiados gruesos para armonizar con la parte superior y la estrecha cintura, enfundados en unas medias de lycra de color claro. Acentuaban el efecto de grosor de los muslos unas botas altas de fino tacón.

Por ser una figura atípica en aquel sitio, pensé que habría entrado a comprar tabaco, como lo hacen otras jóvenes en ocasiones. Sin embargo se dirigió directamente hacia los servicios sin detenerse en la barra.

por el simple placer que me había proporcionado su contemplación, me giré en la banqueta para volver a verla cuando regresase del baño.

Lo hizo a los pocos momentos. Volví a sentir que me excitaba con sólo verla caminar. Indudablemente no podía haber entrado sólo para ir a los servicios, por lo que la seguí con la mirada para ver hacia que lado de la barra se dirigía, por lo que me quedé un tanto extrañado cuando la vi que venía directamente hacia mí.

— ¿Me puedes decir la hora? —Preguntó al llegar a mi lado.

— Claro —Miré el reloj—. Son las cinco menos veinte.

— ¿Seguro? —Pareció extrañarse—. Déjame ver.

Como si no se fiase de mis palabras, me cogió la muñeca para mirar ella misma el reloj y, al hacer aquel gesto, apretó con fuerza su zona pélvica contra una de mis rodillas. Pero no la dejó quieta, sino que hizo una especie de pequeño, pero perceptible, movimiento circular restregándose contra ella.

— Es cierto —Dijo—. ¡Pues estoy yo buena a esta hora!

"Tú tienes que estar buena a cualquier hora", estuve a punto de responder, pero no me dio oportunidad. Se apartó de mí y se dirigió justo hacia los objetos, al parecer sin propietario, que he descrito antes.

¡De forma que eran suyos! Debía haber salido para algo dejándolos allí y, al volver, había tenido necesidad de pasar antes por el lavabo.

Su actitud al preguntarme la hora me había extrañado, y excitado, sobremanera, pero no supe como reaccionar. Pese a todo podía haber sido algo totalmente casual.

Aumentó mi extrañeza verla coger, del banco que tenía a sus espaldas, una rosa de esas que venden los chinos por las noches en los bares, y ponerla sobre la barra al lado del paquete de tabaco. ¿Qué demonios hacía con una flor a esas horas?

De cualquier forma, decidí «prolongar» el café más tiempo de lo habitual. Mientras la miraba con toda la atención, e intención, que me permitía la discreción —En el bar me conocen de sobra y saben que tengo una pareja estable—. Ella me devolvía, eventualmente, las miradas e incluso esbozaba una especie de sonrisa.

Al cabo de un rato consideré que, o pedía alguna otra cosa para justificar mi permanencia, o tendría que marcharme y dejar el incidente en una mera anécdota.

Ella misma me excusó de la decisión: cogió un cigarrillo del paquete y, pese a que tenía encima el encendedor, se dirigió a mí y me dijo:

— ¿Puedes darme fuego?

En aquel preciso momento andaba por allí uno de los camareros que, con su mejor voluntad, le puso un mechero encendido delante de la cara a la chica.

— Gracias —Le dijo ésta—. Pero quiero que me de fuego él —.E hizo un gesto hacia mí con los ojos.

El empleado se retiró enseguida hacia el otro extremo de la barra, no sin dirigirme al pasar una especie de sonrisa cómplice.

Admirando el desparpajo de la chica, me levanté de donde estaba y me acerqué a su lado. Queriendo remarcar que sabía que su intención no era que le diese fuego, cogí su propio mechero y le ofrecí lumbre con él. Me cogió la mano como para dirigírmela, encendió el pitillo y dijo mientras me ofrecía el paquete:

— Gracias. ¿Quieres uno?

Normalmente no me gusta el tabaco rubio, pero en esta ocasión acepté su ofrecimiento.

— Yo misma te lo enciendo.

Al ponérselo en la boca para encenderlo me di cuenta de que ensalivaba la boquilla mucho más de lo necesario. Cuando me lo tendió, en vez de aspirar el humo, yo también chupé con un gesto de delectación. Pareció ser todo lo que necesitaba.

— ¿Sabes una cosa? Estoy completamente cachonda. Compruébalo.

Me cogió la mano y la puso entre sus muslos por debajo de la corta falda. En efecto, el tejido de sus pantys estaba totalmente húmedo.

— Ya lo noto —Traté de apartar la mano, pero ella la retuvo allí con la suya, amparada de miradas indiscretas por la barra—. Tengo dos preguntas: ¿A qué se debe ese estado? y ¿Qué puedo hacer yo para remediarlo?

— A la primera pregunta puedo responderte que hace unos cuantos días que estoy saliendo con un tío. Por alguna especie de caballerosidad sólo me ha propuesto una vez acostarme con él. Y yo, por aquello de que hay que hacerse un poco la estrecha con el hombre al que quieres «pescar», le dije que no. No ha vuelto a proponérmelo, pero la verdad es que yo me pongo como una moto cada noche con sus magreos. Así que, como no quiero ser yo quien se lo pida, pero por otro lado necesito un tío más que comer, cada mañana me encuentro en la misma situación: Más cachonda que una perra. En cuanto a qué puedes hacer tú... ¿Quieres follarme?

— En principio sí —Dije con la misma desvergüenza—, pero me gustaría hacerte antes algunas preguntas.

— Tranquilo. Es cierto que eres uno de los pocos tíos que hay aquí, pero comprenderás que podría haber buscado un polvo en cualquier otra parte. Me gustas, y me gustaría que fueses precisamente tú quien me «aliviase». Podemos subir a mi casa. No hay nadie.

— Ya has respondido a mis preguntas. Sólo que deberemos salir por separado. Aquí nos conocen a mí y a mi pareja y no quiero líos.

— Vale. Yo me voy ahora. Tú sal cuando quieras, te estaré esperando.

Para evitar cualquier «comentario», ella pagó su cuenta y se marchó de inmediato. Yo pedí un segundo café y me demoré como diez minutos para levantar las menos sospechas posibles.

Cuando salí a la calle no la vi, por lo que pensé que, al final, se había arrepentido y había salido corriendo. Pero al poco sentí que me chistaban. Estaba medio escondida entre dos setos de los jardincillos que flanquean las casas.

— Has tardado mucho —Dijo cuando llegué a su altura—. Creí que habías cambiado de opinión.

— De ninguna forma. Estás muy buena como para despreciar un polvo contigo.

— ¿Sólo me vas a echar uno?

— Bueno, no adelantemos acontecimientos.

— De acuerdo. Ven.

Me cogió del brazo y me llevó dos portales más arriba de la calle.

— Es aquí —Aclaró innecesariamente—. En el séptimo piso.

Mientras esperábamos el ascensor me puso la mano en la entrepierna buscando el bulto de mi sexo.

— ¿Todo esto me vas a meter?

Pregunta retórica pues, a través del pantalón, no podía haberse percatado si aquello era «todo esto» o «sólo esto».

— Eso me lo preguntas cuando lo veas —Respondí.

Había llegado el ascensor y entrábamos en ese momento. Apretó el botón del piso indicado y dijo:

— Lo voy a ver ahora mismo.

Uniendo la acción a la palabra me desabrochó la bragueta y me sacó el pene de los calzoncillos. Como es de suponer mi erección era ya bastante considerable.

— ¡Guau, que rica! Estoy deseando tenerla dentro.

Se inclinó, puso sus labios sobre el glande y lo rodeó con la lengua. En ese momento se detuvo el ascensor. Intenté ocultar mi miembro dentro del pantalón, pero ella, cogiéndomelo con la mano mientras abría las puertas, no me dejó hacerlo.

— Alguien puede vernos —Protesté.

— ¡Chisss! Me gusta sentirla en mi mano.

La puerta del piso no estaba lejos de la del ascensor y, por suerte, no nos encontramos a nadie en el rellano.

Abrió y me condujo directamente a un dormitorio mientras se iba desprendiendo de prendas por el camino. Se sentó en la cama para quitarse las botas, el panty y lo que le quedaba mientras decía:

— ¡Desnúdate, de prisa! Y túmbate en la cama.

Hice lo que me pedía. Vi que, una vez completamente desnuda —La aparente desproporción de su cuerpo era todavía más excitante sin ropa. Los gruesos muslos, que terminaban en unas pantorrillas más estilizadas, sostenían unas nalgas rotundas y firmes. Todo el conjunto parecía «colgado» de una cintura estrecha y un torso de modelo—, buscaba algo en su bolso y se lo metía en la boca. Se vino sobre mí como si pretendiese hacerme una felación. Efectivamente introdujo mi pene en su boca. Después de unos hábiles movimientos me encontré con un preservativo perfectamente encajado. Semejante facilidad denotaba una experiencia en estos lances fuera de lo común. No era yo el único que le servía para descargarse de los calentones del novio, eso era evidente. Cosa que, por otro lado, tampoco me importaba lo más mínimo.

En cuanto me hubo colocado el condón de aquella original manera, se puso a horcajadas sobre mí, se introdujo el miembro en la vagina y comenzó a moverse lentamente arriba y abajo.

— ¡Ahora sí! ¡Ahora sí! —Murmuraba—. ¡Qué ganas tenía de una polla!

Era tan experta follando como colocando el “gorrito”. Se movía sobre mí cambiando el ritmo según le apetecía. Sus gruesos muslos se apretaban para abrazar mi pene más estrechamente.

— ¡Yo me corro! ¡Yo me corro ya! ¡No puedo aguantarme! ¡Qué gusto! ¡Tú no te corras todavía, mi niño!

Pese a lo bien que lo hacía no resultaba muy difícil cumplir su deseo. Como yo no tenía que hacer absolutamente nada, y el placer que me proporcionaba era intenso, al marcar ella el ritmo era sencillo relajarse en los momentos cumbres y retrasar la eyaculación.

— ¡Uyyyy! ¡Yaaa! ¡Qué deseos de follar tenía! ¡Qué corrida más guapa! ¡Quiero más! ¡Quiero más!

Sus palabras eran como un susurro, intenso pero contenido. Se clavó las uñas en los pechos cuando alcanzó el orgasmo. Me descabalgó, se tumbó de espaldas sobre la cama, levantó las piernas al cielo con los muslos juntos y dijo:

— Ven, ven. Métemela así. ¡Me encanta esta postura!

Cuando me puse tras ella para metérsela, separó un poco las piernas y puso los tobillos sobre mis hombros. Me guió el miembro con la mano y masculló:

— ¡Clávala! ¡Clávala hasta el fondo en mi coño ansioso!

Se la volví a meter. En esa posición era yo quien dominaba la situación y daba a mis embestidas el ritmo que me apetecía. Al parecer ella no podía permanecer pasiva, pues retorcía las caderas y avanzaba el culo para que las penetraciones fuesen más profundas. Al mismo tiempo se acariciaba el clítoris con las dos manos.

Ayudado en parte por la presión que ejercía el preservativo y la consiguiente reducción de sensibilidad, pude seguir con aquel juego durante bastante rato. Ella volvió a correrse por dos veces en medio de gemidos placenteros. Cada vez que alcanzaba un orgasmo me golpeaba con los puños en el pecho y decía:

— ¡Así, así! ¡Fóllame mi vida! ¡Fóllame bien! ¡Fóllame hasta que me mates! ¡Cómo disfruto corriéndome!

Yo tampoco pude aguantarme por más tiempo.

— ¡Yo también me corro tía!

— ¡Sí, sí! ¡Córrete mi amor! ¡Goza de mi cuerpo! ¡Vacíate en mi coño!

Me corrí con un estertor y dejé de bombear. Ella no paró de moverse. Apretó más mi miembro con sus paredes vaginales y siguió moviendo las caderas, masajeándome el pene hasta el momento en que éste perdió consistencia y se escapó de su tenaza. En ese momento relajó su cuerpo y dijo:

— Ven, échate aquí.

Me tumbé de espaldas. Sentí que me quitaba el preservativo con sumo cuidado y lo dejaba en una especie de bandejita que tenía sobre la mesilla para, después, inclinarse sobre mí y empezar a lamer suavemente el ya flácido miembro.

— Me gusta el sabor del semen —Aclaró—. Además, tiene unas propiedades cosméticas que poca gente conoce.

Cuando terminó de dejar mi pene y alrededores bien «limpio», cogió el preservativo y le dio la vuelta dejando caer su contenido sobre una de sus manos para, a continuación, esparcírselo por la cara, el cuello y los senos como si fuese una crema de belleza.

— Cuando se seca te lo quitas con agua tibia y mantiene la piel tersa y suave.

— No me habrás traído aquí sólo para aprovecharte de mi semen, ¿verdad?

— Para aprovecharme de tu semen y de ti. Y eso que no sabía lo bueno que eres follando. Has hecho que me corra tres veces... Y espero correrme alguna más.

— No creas que soy un superhombre.

— Bueno, no sé. Pero un polvo más sí que podrá caer, ¿no?

— Supongo que sí. La verdad es que estos hermosos muslos tuyos me excitan una burrada —Se los acaricié, muy cerca del sexo, mientras lo decía.

— ¿Sólo los muslos? —Y se pasó la mano insinuantemente por el sexo y los pechos.

— Todo. Estás muy rica. Pero los muslos son algo especial.

— Espera un momento. Voy a aclararme la cara del semen y ahora mismo vengo.

Se levantó de la cama y de dirigió a una de las puertas, sin duda del cuarto de baño, que daban a la habitación.

El verla caminar desnuda, balanceando las rotundas nalgas y aquellos mareantes muslos, hizo que me excitase de nuevo, por lo que, casi sin darme cuenta, empecé a masturbarme lentamente.

Sentí correr el agua en el lavabo durante unos instantes. Enseguida salió de nuevo. Yo no paré en mis manipulaciones y ella, al verme, palmoteó alegremente mientras decía:

— ¡Que bien! ¡Me gusta ver como te la meneas! Iba a pedirte que lo hicieras, me pone cachondísima. ¡Sigue, sigue!

— Mastúrbate tú. A mí también me gusta ver hacerse una paja a una tía.

— ¡Claro que sí, mi niño! ¡Mira como me toco el coño, amor! Déjame ponerme entre tus piernas para ver mejor como te lo haces.

Me separó las piernas y se puso de rodillas entre ellas, los muslos algo separados, se abría los labios con una mano y con la otra se frotaba el clítoris. De vez en cuando se metía un par de dedos en la vagina.

— ¡Aaah! ¡Aaah! ¡Aaah! —No paraba de jadear mientras se tocaba y me miraba.

Yo no podía seguir mucho tiempo con aquello sin correrme, y no quería hacerlo, pues pretendía metérsela de nuevo. Hice los movimientos de mi mano mucho más lentos.

Ella no pudo, o no quiso, conternerse, porque a los poco momentos gimió:

— ¡Ay Dios mío! ¡Yo me corro otra vez! ¡Ya me viene el gusto! ¡Yaaaaaa!

Se puso a dar saltos sobre las rodillas como si estuviese presa de ataques epilépticos.

Yo quería metérsela de inmediato, pero como no tenía preservativo —Y, además, sabía que en esas condiciones me correría demasiado pronto—, opté por tomarme un «respiro», mientras seguía «machacándola» a ella y dije:

— Túmbate y abre los muslos. Quiero comerte el coño.

— ¡Síiiiii! ¡Oh síii! ¡Chúpame el coñito hasta que me muera corriéndome! ¡Síiii!

Se echó de espaldas y separó mucho las piernas, dobladas, apoyadas sobre las plantas de los pies. Me dediqué a lamerle el sexo glotonamente. Lo tenía tan encharcado que parecía un pantano.

Contra lo que esperaba, no fue presa de convulsiones al sentir mi lengua sobre sus partes más íntimas, sino de pequeños, aunque continuos, estremecimientos.

— ¡Qué guapo! ¡Qué rico! ¡Cómo me haces gozar! ¡Me corro, me corro y me corrooo! ¡Más, más! ¡Quiero correrme hasta el infinito!

No fui capaz de percibir las veces que llegaba al orgasmo, pero cuando levanté la cara, la suya estaba como desencajada, los ojos perdidos en no sé dónde y babeaba por las comisuras de los labios.

— Quiero follarte, nena. ¿Dónde tienes los condones?

— Ahí tienes —Señalaba su bolso que estaba sobre una silla—. Sí, date prisa y fóllame, por favor.

Busqué, encontré y me coloqué un preservativo.

— Vamos. Ponte como prefieras, que te la voy a meter.

Se colocó de costado, dándome la espalda, estiró la pierna de abajo y dobló la que quedaba encima.

— Así, ahora así. ¡Métemela así!

Busqué la posición adecuada y se la metí de un golpe.

— ¡Aaaah! ¡Una polla me vuelve loca! ¡Tú polla me vuelve loca! ¡Es que no puedo parar de correrme!

Todavía aguanté más de veinte minutos sin parar de follarla. Cuando por fin me corrí. noté que se había quedado completamente quieta, sin emitir ni un sonido, como si se hubiese desmayado. Todavía estuvo un rato así después de sacársela y tenderme a su lado. Fue cuando me quité el preservativo para dejarlo en la misma bandejita que lo había hecho ella antes, para lo que tuve que inclinarme sobre su cuerpo, cuando se volvió y dijo en una voz apenas audible:

— Estoy muerta. Nunca me había corrido tantas veces en una sola sesión. Ahora soy yo la que no aguantaría ni un gramo de placer más sin reventar. ¡Eres cojonudo, tío!

— Gracias. Pero supongo que eso es un lugar común, aunque siempre se agradece.

— Eso es una verdad como un templo. No tengo por qué halagarte porque, probablemente, no volveré a verte, mucho menos a acostarme contigo nunca más (aunque después de esta exhibición no sé si no querré repetir).

— Tú también eres muy buena. Aunque, claro, ya lo sabías. Ahora creo que tendría que marcharme.

Empecé a vestirme y ella hizo lo propio. Poco antes de despedirme en la puerta, con un beso en la boca, me dijo:

— Me llamo Laura, y no me importa cómo te llamas tú. Seguramente, contra lo que dije antes, nos veremos más veces, pues parece que los dos vivimos cerca. Te rogaría que, cuando eso suceda, hicieses como si no me conocieras. Llévate la convicción de que ha sido estupendo.

— Lo mismo digo. Y tú tampoco me conoces a mí.

— Salvo que...

— Nada de planes de futuro. No nos conocemos de nada; menos si estamos acompañados. Si vuelve a ocurrir algo entre nosotros será... La primera vez.

— ¡Ya sabía yo que eras encantador! Adiós y gracias por todo.

— Gracias a ti. Adiós.

Salí de allí con un excelente sabor de boca... Y el recuerdo de lo «confortable» que se estaba entre aquellos ampulosos muslos.

FIN

© José Luis Bermejo (El Seneka).