Las tribulaciones de Leonor (3)

Los juegos de ama y criada son presenciados por un testigo insospechado, que sacará un partido enorme de su descubrimiento, para dolor de las dos descarriadas.

Al día siguiente, Don Cosme hizo a Damián acercarse a su lecho y le habló quedamente, sujetando su brazo para que prestara atención.

  • Me sospecho, Damiancillo,  que mi mujer anda en algún amorío con un gañán de la villa. Anoche la oí berrear como sólo ella lo hace cuando le viene el gusto, más dudo mucho que se procurara a sí misma tan intenso placer. ¡Alguien la follaba, niño! Y quiero saber quién era y romperle todos los huesos. Tú me vas a ayudar.

  • ¿Yo, señor? No sé cómo...

  • Mañana por la tarde diré que me administren el láudano que me recetaron para los dolores. Ella sabe que este mejunje me hace dormir como un tronco. Tu te despedirás después como cada día, pero, con esta llave que te doy, volverás a entrar y con gran cuidado de no ser descubierto, te acercarás a su alcoba y mirarás y oirás cuanto pase, para luego contármelo. ¿Has entendido?

  • No sé, amo, cómo voy a poder acercarme a mirar sin que me sorprenda su esposa.

  • Hay en la buhardilla unos tablones sueltos. No enciendas lumbre alguna y no te podrá ver, mientras que tú observarás lo que pasa en toda la habitación.

Así lo hizo Damián, que se coló en la casa antes de la cena, muy excitado por la idea de ver a su exuberante ama follando, aunque no fuera con él.

Subió sigiloso las escaleras y aguardó en el desván, después de separar las maderas que le había indicado su amo.

A eso de las diez pudo ver por un ventanuco que todo era oscuridad en la villa. La casa estaba en silencio, después de la limpieza de la cocina. Pronto oyó pasos quedos en el piso de abajo y unas risas ahogadas de mujer.

Se encendió un candil en el cuarto y Leonor entró en su zona de visión. Se había quedado en camisa y llevaba suelto el pelo y los pies descalzos, como para ir a la cama. Pero alguien venía tras ella.

Casi deja Damián escapar un grito de sorpresa cuando Rosita entró en el cuarto, desnuda como una diosa caribeña  persiguiendo a su ama. La piel de un canela intenso, los rizos de la melena y los pechos como dos grandes pomelos de pezones oscuros y erizados por la excitación, pusieron al galope el corazón de Damián.

Y casi se le sale del pecho cuando Leonor se sacó de un tirón el camisón y se mostró a sus ojos tan desnuda como su sirvienta. Aquellas tetas no tenían nada que ver con las otras. Aún de jovencita, siempre tuvo su ama dos mamas considerables, pero los años y la buena comida habían desarrollado aquellos dos tesoros de la naturaleza hasta hacerlos desbordar el límite de las costillas, a pesar de lo cual mantenían una parte de su turgencia, apuntando hacia delante los pezones enormes y rosados, con unas areolas del tamaño de tazones de leche. Las babas fluían a la boca del pobre Damián, que hubiera querido lanzarse por el agujero a saciar su deseo en aquellas apetitosas montañas de carne.

Pero fue Rosita la que se acomodó en brazos de su amante e inició una cuidadosa salivación y chupeteo de sus grandes tetas. La morena pasaba con amor su lengua por toda la extensión de un seno, lo que le demoraba más de cinco minutos, para luego repetir en el otro y acabar juntando ambos con las manos para chupar alternativamente los hinchados pezones. Esto volvía loca a Leonor, que se dejaba hacer, ya tendida en el lecho, brazos y piernas bien abiertos.

Así Damián pudo contemplar a su antojo el velludo sexo de la dueña de la casa. Era un coño poco dilatado, no había sido madre, cubierto de un espeso vello que invadía las ingles y se extendía brevemente en dirección al ombligo.

Pronto dejó de verlo, pues la  mano de Rosita le tapó el panorama cuando empezó a masturbar a su amante sin dejar de lamer y mordisquear los pezones erectos y duros como dos cerezas.

A estas alturas él ya había extraído su pene de los pantalones para comprobar su estado de inminente explosión. Dejó de mirar un momento y se tumbo boca arriba dejando que su verga se relajara un poco. No quería correrse todavía, pues intuía que lo mejor estaba por llegar.

Oyó risas y volvió a mirar. Las dos mujeres estaban abrazadas, mirándose a lo ojos y hablando bajito. Dejó de respirar el chico para oír sus palabras.

  • Rosita, amor mío, mi dueña, he sido muy traviesa hoy.

  • ¿Qué me dices? Explícamelo mejor.

  • Me he tocado cuando has ido a comprar.

  • ¿Eso has hecho? Acaso no sabías que te castigaría por ello.

  • Estaba demasiado caliente. Pensaba en tu sexo, tus pechos tan firmes. Me he corrido dos veces, pensando en ti.

Damián oía ahora las palabras pero se le escapaba el significado de aquella especie de juego dramático. Parecían representar una obra teatral, ya que no le parecía sincero el enfado de la morena ni el arrepentimiento de Leonor.

  • Así pues, debes ser castigada, Leo.

  • Por favor, no seas severa conmigo. Si me haces gritar como ayer, mi marido sospechará.

  • He pensado en darte un castigo diferente. Y aunque grites, nadie va a oírte. ¡Vamos, perrita!¡Túmbate como te he enseñado!

El inocente muchacho no entendía bien lo que pasaba, pero su polla parecía intuir que sería algo magnífico, pues palpitaba ya goteando líquido.

Desnuda y muy tiesa, Rosita había adoptado un aire casi marcial. Abrió un cajón de la cómoda y empezó a sacar de él trozos de soga, un juego de varillas de mimbre atadas en un mango y un huevo de madera, de los que se utilizaban para zurcir calcetines.

  • ¡Ay! Se nos ha olvidado el aceite - dijo en un tono de voz diferente, como si la representación teatral se hubiera interrumpido.

  • Ya lo traigo yo - se ofreció Leonor.

  • No, señora. Quédese en la cama que enseguida vuelvo.

Aquel cambio de roles destrempó a Damián. Ya le parecía que fingían, pero no entendía qué sentido tenía aquella comedia.

Rosita entró apresurada con una tacita de aceite en la mano y recuperó su rol de dominadora.

  • ¿Qué esperas, zorra? Abre tus piernas y separa los brazos - Y se apresuró a sujetar las muñecas y los tobillos de su ama al cabezal y a las patas de la cama.

  • Rosita, te lo ruego, no me hagas daño - Gimió Leonor en un tono de voz angustiado, pero que no podía ocultar una excitación mucho más intensa y desbocada de la que, hasta el momento, había mostrado.

Rosita sonreía malévolamente y se paseaba jactanciosa alrededor de la dueña de la casa, ahora indefensa y a su merced, agitando las varillas de junco hasta hacerlas silbar amenazadoras.

  • ¡Esto, por todos tus insultos y amenazas! - y estrelló un primer azote en el muslo derecho y un segundo en el izquierdo

El gemido ahogado de Leonor se extendió por toda la casa, como un balido de oveja en celo.

  • Y esto, por buscar darte placer sin mi permiso - Esta vez fue el seno izquierdo quien recibió el castigo - Y por no confesarlo antes - Y un nuevo azote hizo vibrar el pecho derecho.

Después de un rato de castigo y admoniciones, la blanca y tersa piel de la mujer se fue cubriendo de finas líneas rojas, desde sus senos hasta las mismas plantas de los pies, que fueron las que arrancaron aullidos más lastimeros.

  • Basta, Rosita, finito, finito - articuló entre jadeos Leonor, pronunciando sin duda la palabra clave para detener el castigo.

  • No creas que tu castigo acaba aquí, zorrita. Ajora me vas a compensar por lo que has hecho...

  • Sí, sí, haré lo que desees...

  • Pero mientras tú me das placer con tu boca de viciosa, yo voy a enseñarte una lección que no vas a olvidar.

Y diciendo esto, Rosita se encaramó al lecho con el huevo de zurcir en una mano y el aceite en la otra. Se acomodó sobre su ama y descendió teatralmente sus nalgas sobre la cara de la indefensa Leonor.

  • Chupa y lame hasta el último rincón como sabes que me gusta - ordenó la criadita con desparpajo.

Durante unos minutos no se oyó otra cosa que el ruido de los labios acoplándose, la boca de Leonor en la vulva de Rosita, y un leve jadeo de la morena, que cerraba los ojos y se acariciaba los pechos con voluptuosidad.

Después de recibir una primera oleada de placer, Rosita procedió a embadurnar el huevo y a iniciar una penetración lenta pero continua en la vagina de su ama. Ésta se retorció en la cama tirando de sus ligaduras, cerró los puños, agitó los pies y sin duda debió morder el coño de su torturadora, ya que ésta lanzó un grito de sorpresa y le propinó un cachete en cada teta con su mano libre.

  • Perdona, perdona, Rosita. No me he podido contener...

  • ¡Ahora te lo voy a meter entero, puta! Lame donde me has mordido y trágate la sangre.

Aquello era realmente bizarro y extraño para Damián, pero su excitación era ya insostenible. Apenas pudo esperar hasta que todo el huevo se hundió en la gruta del placer, arrancando gritos de la prisionera, e hizo trabajar su mano, provocando una erupción de semen que llenó sus pantalones y la camisa y le hizo gemir de gusto, a pesar de que se mordió la mano libre para evitar ser descubierto.

Pero era difícil que esto ocurriera, ya que las dos amantes estaban abstraídas por su propio placer. El huevo entraba y salía impulsada por los oscuros dedos de Rosita, mientras su mano libre pellizcaba los inmensos pezones y sus nalgas se incrustaban contra la cara de Leonor, que se lamentaba como si se estuviera asfixiando.

Damián se apartó un momento, mirando de limpiarse un poco con un trapo que encontró. Estaba temblando por efecto del orgasmo. Cuando volvió a mirar, las dos mujeres se abrazaban y se besaban tiernamente, enlazando sus brazos y piernas sobre la revuelta colcha.

Damián esperó unos minutos y abandono su atalaya y la casa pensando intensamente cuál había de ser su siguiente paso.