Las tribulaciones de Leonor. 2 .Mujeres enamoradas
Leonor encuentra el consuelo de Rosita y se entrega al placer desenfrenadamente. No sospecha ninguna de las dos los terribles castigos que les esperan.
Con el marido impedido en la cama y el patrimonio embargado o perdido, la pobre Leonor tuvo que asumir muchas tareas de la casa, la única casa que conservaban, después de ver esfumarse granjas y alquerías.
Sólo pudieron mantener con su corto peculio los servicios de una doncella, una jovencita hija de una viuda del lugar y un forzudo y ardiente negro venido de las Américas con sus amos. La niña salió pues entreverada de piel, con unos firmes rizos en el cabello, como su padre, y unas tonalidades cobrizas en el mismo, lo que la hizo pronto centro de atención en la ciudad. Se desarrolló fuerte y sana y su madre la puso a servir, ya que ella apenas podía mantenerse después de ser abandonada por Clodomiro, su amante afroamericano, que hizo carrera como bandido en la serranía, hasta que fue detenido y ahorcado por la autoridad competente.
Rosita, que era la gracia de la muchacha, era alta y delgada, con largas y fibrosas piernas, talle breve y dos hermosos y firmes pechos. Todo hacía pensar que tendría docenas de admiradores rondándola, más la chica había sacado el genio paterno y espantaba a zurriagazos a todos los aspirantes a sus favores.
Desde que entró a servir en casa de Leonor, Rosita manifestó gran inclinación por su ama, con la que tenía todas las atenciones. Seguía sus órdenes sin rechistar y se esmeraba por cumplir en sus trabajos con gran interés.
La otra ayuda de la que Leonor disponía era la de Damián, un joven fuerte como un toro y bruto, más aún, que hacía de aprendiz del carpintero del pueblo, pero había aceptado venir cada tarde dos o tres horas a la casa para ocuparse de algunas tareas pesadas, la más de ellas, cargar con el señor Cosme escaleras arriba y abajo, ayudarlo a lavarse y hacer sus necesidades, mudarle la ropa cuando correspondía y hacerle alguna compañía, jugando al cinquillo o a la brisca, eso sí, sin apostar otra cosa que lentejas y aún no muchas dellas pues no andaban sobrados de vituallas.
Damián frisaba la edad de Rosita, quizás uno o dos años menos, y vivía esos momentos de efusión en que un varón sano podría echar cuatro sin sacarla, viéndose sin embargo en el trance de no meterla sino entre sus propias manos. La visión de su voluptuosa ama, paseando por la casa en camisa y sin refajos, le traía encabritado como potro en celo y cuando Rosita se incorporó al servicio con su meneo de caderas y sus pezones tiesos como escarpias bajo la fina telilla del jubón, el pobre Damián tuvo un acceso de deseos que le llevaron a desfogarse como poseso, venga a darle a la zambomba, oculto en el establo.
Armándose de valor, intentó dos veces acorralar a la moza cuando iba a hacer sus necesidades al corral, mas descubrió que ésta no era fácil de sorprender y tuvo que aprenderlo a costa de recibir dos buenas pedradas en la cocorota y un arañazo en el brazo, que parecía trazado por jaguar o pantera, más que por hembra humana.
Damián era un bruto, pero tenía cierta inclinación por su amo, Don Cosme y éste le daba su confianza. Al chico le daba lástima el hombre, paralizado de medio cuerpo e incapaz ni de echar una meada sin ensuciarse y con sus vergüenzas depauperadas y alicaídas, ya vacías de energía, a diferencia de las suyas propias que apenas podían contenerse bajo el calzón.
Un día después de la partida de naipes, Cosme cayó en profundo sueño y Damián se puso a curiosear por la alcoba, quizás buscando algún premio a su fidelidad. Accidentalmente abrió el cajón de la alacena prohibida y vio caer uno de los ejemplares de literatura psicalíptica que escondía allí su amo. Tras él apareció un dildo de marfil, objeto que no reconoció, pues jamas había contemplado otro de esa especie, pero que provocó en él cierta inquietud, como intuyendo su uso.
Ojeó el libro con la indiferencia del analfabeto. ¡Con qué buen criterio privaban clérigos y señores al pueblo llano del conocimiento de las letras! Nada entendió de lo que vio escrito, más el libro tembló entre sus manos cuando abrió la página veinte, donde una detallada ilustración hizo tambalearse los cimientos de su virtud.
Dos matronas desnudas se inclinaban en opuestas direcciones, haciendo que sus voluminosos culos se comprimieran nalga conta nalga y, en medio de las cuatro esferas de carne, una larga y venosa polla emergía, lanzando chorros de líquido seminal. Bajo ella era bien patente la presencia de su dueño, un caballero vestido de petimetre, con botas de montar y recostado en un sofá, mientras sus dos compañeras de juegos le proporcionaban aquel placer asiático con sendas sonrisas en sus mofletudas caras.
Fue pasando páginas con fruición. Allí una dama exhibia unas nalgas que flagelaba otra con gran saña, mientras la primera lamía con deleite el manubrio de un mulato. Cuatro muchachas formaban un extraño corro, cada una con la cara hundida entre los muslos de su vecina hasta completar un círculo a todas luces, vicioso.
Con la polla en trance de explotar, Damián escondió el libro y el consolador en el fondo del cajón al oír la llamada de su amo, que se había despertado y le reclamaba para que le arrimara la bacina de los orines.
Leonor y Rosita pasaban muchas horas juntas y solas. La señora languidecía privada del jardinero que tanto y con tanta ansia había regado su huerto durante años. La sirvienta, no añoraba aquello que no conocía, pero que tampoco le apetecía investigar. Por contra, sentía un picorcillo entre sus rizadas ingles cuando ayudaba a lavarse a su ama, alargando más de lo necesario el secado y las friegas que le regalaba a cada ablución.
Leonor parecía no advertirlo, pero sus pezones la delataban cada vez que las manos de su criada recorrían sus nalgas y su espalda con la excusa de la higiene.
Así, una cosa llevó a la otra, y una tarde, una vez Damián hubo regresado a su casa y Cosme roncaba en la alcoba, Leonor le pidió a Rosita que le aplicara una crema para preservar la piel de las arrugas, que ya amenazaban con hacer su aparición.
Rosita se esmeró con deleite en la faena. Amaso los pies de su ama manteniendo tan cerca su rostro que pareció fuera a lamerle los deditos en cualquier momento. Siguió con las pantorrillas y los muslos y, oyendo los jadeos de Leonor, no se privó de aplicarle la crema entre las ingles, con pases tan lentos y cadenciosos que entró su ama en trance en un periquete, se lanzó a gemir y retorcerse y atrajo hacia sí a la morena, le arrancó la camisa de dormir y se esmeró en lamer sus hermosas tetas, morder sus pezones y devorar finalmente sus labios y su lengua entre suspiros.
Prevenidas por los clérigos de la amenaza constante de los machos, las dos mujeres no encontraron aquello particularmente pecaminoso. Tanto fue así que decidieron repetir la experiencia al día siguiente. Pronto fue poco aquello para sus ansias y empezaron a amarse a todas horas, mientras amasaban el pan, al lado de la lumbre en tanto se cocían las legumbres y en la tarde calurosa, en que podían yacer desnudas sobre la paja de la cuadra sin que nadie las estorbase.
Una noche de otoño, fresca como lo son por estas tierras, las dos amantes decidieron gozar de los placeres de Safo en la alcoba de Leonor, ya que la cuadra estaba fría para aquellos menesteres.
Fue un episodio particularmente ruidoso. Nunca se habían atrevido a practicar el cunnilingus, pero aquel día se habían lavado la una a la otra y el olor de sus coños era tan puro y fragante, que ganas daban de comérselos, como en efecto hicieron la una a la otra. Se turnaron en el menester, pues no habían caído en lo ameno que resultaría hacerlo simultáneamente.
Cuando Leonor sintió toda la lengua de Rosita en su raja, sus berridos se hicieron ensordecedores. Don Cosme se despertó sobresaltado y lanzó una exclamación de disgusto.
- ¡Leonor!¿Quién anda ahí? ¿Leonor? ¿Eres tú?
La susodicha se mordió una mano para no gritar, pero con la otra sujetó a viva fuerza los rizos de Rosita para que no parara.
Unos minutos después, ya satisfecha, se echo una camisa por encima i corrió a la alcoba de Cosme para dar explicaciones.
- Lo siento, estimado mío. Tuve una pesadilla tan terrible, que no pude evitar dar esas voces.
No quedó él muy convencido, pero prefirió callar y dormir, rumiando sin embargo cómo sería más recto conducirse en este trance. La sospecha anidaba en su alma y sus pequeñas garras arañaban cada pliegue de sus entrañas.