Las tres vidas de Mary Donovan - 5

Con tres frentes abiertos el pueblo se convierte en una ratonera para el grupo. Viejos y nuevos enemigos al acecho. Mary se enfrenta a varios hombres en solitario.

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Las tres vidas de Mary Donovan -5: Masacre

(Disclaimer: esta historia tiene lugar en el siglo XIX y sus personajes tienen ideas, prejuicios y puntos de vista propios de la época. Todos ellos hablan en inglés, salvo en aquellas palabras o frases que aparecen en cursiva.)

Si hay algo que me fascina en esta vida son esos libros tan gordos que parecen llevar los picapleitos a todas partes. Los puede encontrar usted en el ayuntamiento cuando vaya a firmar cualquier documento, alineados en hileras interminables de volúmenes encuadernados en piel, amenazando con echar abajo los estantes. Supongo que es a eso a lo que se refieren con "todo peso de la ley". Toneladas y toneladas de hojas amarillentas y carcomidas, cada una más ininteligible que la anterior, incluso ahora que ya puedo decir sin muchos problemas palabras de cuatro sílabas.

Ese montón de papel ha sepultado a más hombres que ningún corrimiento de tierra. Nunca he entendido muy bien para qué están, si todas esas normas podrían resumirse en dos líneas nada más, como los Mandamientos: "cualquier cosa que una persona pueda hacer para sobrevivir y medrar acabará conduciéndola a la horca". ¿Roba una vaca o un caballo? Cuelga. ¿Se defiende de quiénes le hostigan? Cuelga. ¿Se venga? Cuelga también. Y así exactamente con todo lo demás, mil maneras diferentes de acabar en el mismo sitio, con el cuello partido y los pies a un palmo del suelo. Ya son ganas de malgastar tinta y dejarse los ojos en leerlos... Aunque supongo que tal vez merezca la pena el esfuerzo para saber una triquiñuela o dos por las que escapar, porque al final y como dice el refrán, el Diablo está en los detalles.

En esta historia hay de hecho un par de ellos que nuestro juez conocía y que resultaron cruciales a la postre. Como el auténtico motivo por el que se había puesto en marcha, por ejemplo. Archibald Burke nunca hubiese dejado la casa de diez habitaciones de la que yo le había hablado a los Donovan para juzgar a ninguno de ellos.

En el gran esquema de las cosas un grupo de salteadores o ladrones de ganado no era un asunto urgente, especialmente porque el dinero de las tasas se había recobrado y el jefe estaba ya detenido. Ni siquiera en los mejores momentos, cuando nadábamos en brandy y calzábamos unas botas nuevas cada semana, habíamos pasado de ser una minúscula espina en el costado del señor Burke y todos los peces gordos que le mandaban. No, unos muertos de hambre como nosotros no suscitábamos mayor interés y hasta es posible que resultáramos un mal necesario, algo folclórico que llenase espacio en los periódicos y justificase un montón de puestos de trabajo. ¿Cómo iban a gastar en proteger a nadie si no había una amenaza? A la gente le costaba menos ceder poder a la autoridad y aflojar la cartera con los impuestos si sus vidas o pertenencias estaban en peligro; por no hablar de que la Unión necesitaba un enemigo tras la guerra, para que los buenos ciudadanos no volvieran a matarse entre sí por viejas rencillas en un territorio en el que las enemistades se heredan. Había pasado antes con los indios y sucedía ahora con nosotros. Entraba, como le digo, dentro de lo previsto. Éramos algo normal.

Temporada de sequía. Temporada de bandidos. Pequeños desastres naturales.

Por Frank, el viejo magistrado se hubiese limitado a leer el caso y retorcerse un par de minutos un extremo del bigote, antes de mencionar media docena de artículos de esos y dejar instrucciones por escrito, —pena de muerte como sentencia orientativa, imagino— enviando a un subordinado de tantos en su lugar. Algún joven alguacil voluntarioso y ávido de hacerse un nombre. Después habría seguido meciéndose tranquilamente en su porche y bebiendo café junto a sus nietos, con la satisfacción que deben dar un expediente archivado y el deber cumplido.

Ernst Clayton, sin embargo, era otra cuestión. Tal y como estaban de revueltas las cosas por todo el Estado uno podía ahorcar a un cuatrero - temible o no- todos los días de año, pero un magnate del algodón era un bocado rarísimo, digno de un rey... ¿Entiende lo que intento decir? El broche de oro, la cima de su carrera.

Era además una vieja ambición suya. Tanto tiempo, tanta gente tras él y al final se había metido solito en su morral, aunque hubiese tenido que cambiar de jurisdicción para ello. Le había brindado la ocasión perfecta... Pero déjeme que se lo explique.

Verá, aunque ninguno de los nuestros lo intuía siquiera todavía, Séamus no había sido el primero de los hermanos en morir. Ese es el otro dato crucial al que me refería al principio: para cuando encontramos el cuerpo agujereado de Sea, Francis llevaba cerca de media semana apestando y cubierto de moscas en una fosa de Rusk. Todo ese tiempo viajando por los pedregales tan directamente como podíamos y evitando los asentamientos nos había mantenido absolutamente aislados. Imposible recibir cualquier noticia. Habría sido más fácil que hasta su madre se enterase por la prensa antes que nosotros, si hubiese encontrado quien se la leyera.

En cuanto a Clayton... creo que ya le había hablado de él con anterioridad, al explicarle las circunstancias en las que conocí a mi nueva familia. Hasta que llegaron a mi hogar, habían estado cabalgando sin descansar desde Louisiana -el antiguo feudo de Burke -con Ernst y sus hombres pisándoles los talones, matando a todo el que se quedara atrás. Eso es lo que le había ocurrido a aquel tipo, el tal Jacob: una bala por la espalda en un momento en que se habían confiado demasiado, que lo atravesó de lado a lado y fue su perdición. No entraré en si el suegro de Frank tenía derecho o no a sentirse agraviado, pero si en una década no se le había pasado el enfado por la fuga de su única hija através de la ventana de su propia casa en la plantación, que le hubiesen informado de su fallecimiento y privado de cualquier esperanza de reconciliación no ayudó a mejorar sus relaciones. Era fácil imaginar que dos años más tampoco supondrían una gran diferencia.

Estaba además el pequeño asunto de la traición y el abuso de confianza, porque los Donovan no eran unos desconocidos. Habían sido contratados tiempo atrás por él para asustar a los pequeños terratenientes de los alrededores y que vendieran baratas sus parcelas (una acusación que muy a pesar del buen juez nunca se pudo demostrar)...y no solo acabaron marchándose a mitad del trabajo, sino llevándose también a su querida Eva consigo como quien se mete una gallina bajo el brazo y sale corriendo.

Frank de veras creía merecer a esa chica de crianza impecable, nacida y crecida entre algodones; y nunca mejor dicho. Así como Jack era muy consciente de ser escoria y sus aspiraciones no pasaban apenas del próximo revolcón o la siguiente botella, su hermano mayor contaba con grandes ambiciones y había querido una mujer acorde a ellas: una damisela fina y dulce que se supiera comportar, para cuando él mismo consiguiese suficiente dinero y se convirtiese a su vez en un hombre respetable. Entre usted y yo, era un tipo demasiado complicado, nacido para frustrarse.

Nunca supo cuál era su lugar.

Había apostado fuerte por aquella familia y confiaba ciegamente en que preñar a la muchacha bastase para que el viejo diera su brazo a torcer y lo admitiera en su casa, si no con los brazos abiertos, al menos por puro temor a la vergüenza... pero Mr Clayton no era así, no señor, sino un seco y coriáceo hijo de perra incapaz de permitirse perder un pulso. Se negó a solucionarle tan fácilmente la vida a aquel tramposo. No lo había admirado por su audacia, no había respetado los deseos de su hija ni había reaccionado bien a ninguna de las cartas; ni siquiera se conmovió ante el nacimiento de sus nietas.

"Cuando un chucho sarnoso cubre a una hembra de buena raza, -había escrito- sus crías terminan en un saco, ahogadas en el fondo del pozo."

La única ocasión en que cambiaría de opinión y mostraría cierto interés por hacerse cargo de las chiquillas sería precisamente tras el anuncio de la muerte de Eva, pero el trato, por supuesto, seguiría sin incluir a su marido. Las quería solo para él, un último intento de criar a una dama y hacer las cosas bien... y una nueva decepción para Francis. Una y otra vez, por las buenas o por las malas, había pasado lustros tratando hacerse con esa fortuna sin éxito, hasta que pasado ese último tren se resignó del todo y se centró en nuestro negocio, para alivio de todos: un pariente rico con frecuencia te convierte en su lacayo. No hubiera tardado mucho en correr la sangre.

Siendo justos y a juzgar por lo que su madre me contó, ambicioso o no, mi cuñado nunca trató a su esposa como mi hombre lo hacía conmigo. Había sido tierno, considerado. Destinaba casi todo su dinero a darle algunos de los lujos a los que ella había renunciado por seguirle. Le pagaba bien su devoción, demasiado como para lograr ahorrar e invertir en algo como pretendía. Pese a todo eso no impidió que ella se consumiera abrumada por la melancolía, aplastada por una vida y un matrimonio mucho menos emocionantes de lo que habría soñado. Estoy segura de que ninguna de las promesas de su marido incluía barrer tres veces al día el polvo que se colaba desde el secarral por debajo de la puerta o semanas de calceta frente a la ventana, sola con dos niñas. Tampoco las mujeres de los miembros de la banda tenían demasiada conversación. La esposa india de Colin no decía por entonces ni media palabra, Lucy solo era una mesonera sencilla y la propia Jill no resultaba muy distinta de una planta: una pobre compañía para una joven rebelde y cultivada. Si Eva se parecía en algo a lo que contaban, un espíritu más que un cuerpo delicado, me atrevería a decir que fue la realidad y no un resfriado lo que la mató.

¿ Madame Bova -qué, dice?¿Quién es ésa?

Sea como fuere, parece que tan pronto como Ernst tuvo noticias de la captura de su yerno dejó plantados todos sus asuntos y viajó corriendo hacia la penitenciaría donde se encontraba a la espera de un juicio. Allí lo encontraría sudando la gota gorda y cargando sacos como el resto, imagino. Ni siquiera habían aguardado a una sentencia para empezar a someterlo a trabajos forzados: necesitaban manos en la fundición. Con esos antecedentes de poco respeto hacia las propias leyes que imponían y habían jurado proteger, es fácil entender que el dinero del algodonero fuera muy bien recibido. Los guardas debían ser hombres prácticos y no vieron nada de malo en percibirlo por dejar que un padre angustiado le apretara el gaznate a un pobre bastardo que iba a ser condenado a muerte de todas maneras. Las cárceles están llenas de accidentes, suicidios y reyertas ¿No es verdad?

Nunca supe mucho sobre él más allá de algunos chistes e historias, pero por lo que vi de lejos las dos veces que nos emboscaron en mi primer día con el Chacal, antes de que lo perdiéramos de forma definitiva, puedo decirle algo de primera mano: bajo su impoluto y almidonado traje blanco de caballero del sur el señor Clayton era un oso, una masa de músculos inmensa que habría podido tumbar un caballo a puñetazos. Podía ser casi un anciano, pero el mismo Jack no podría haber hecho demasiado contra él a manos descubiertas. Incluso Séamus se habría visto en serias dificultades. Así pues... ¿qué posibilidades había tenido Frank, agotado, desarmado y desnutrido cuando lo metieron en su celda?

Con todo, me inclino a pensar que no se limitó a ahogarlo. Las marcas de unos dedos alrededor del cuello se pueden disimular poniéndole un cinturón y colgándolo del techo, ¿no? Bueno, Brad, puede que para usted no, porque ha estudiado, pero el común de los mortales se habría dado por satisfecho con esa explicación, especialmente cuando no se tienen muchas ganas de investigar. Nadie perdería dos minutos de su tiempo comparando distintos tipos de morado en la piel de un suicida. De uno que era un indeseable, por añadido. A donde pretendo llegar es a que tuvo que hacer algo más, hasta el punto en que había acabado llamando la atención de alguno de los funcionarios que no habían creído necesario comprar y terminado con su detención, a pesar de lo poco que le gusta trabajar a esa gente .

Además estaba la cuestión de que no había podido volver a untarlos para salir airoso por más que lo intentase, y eso ya es mucho decir. Una pista importante. Solo por eso, yo diría que formó todo un espectáculo con el cuerpo y que el tranquilo Frank murió sufriendo sin la menor compostura, chillando como un desgraciado. El tipo de basura que logró despertar en los guardias su lado humano, o que por lo menos resultaba lo bastante difícil de encubrir con los periodistas de la región aguardando desde hacía días en el exterior, esperando verlo bailar en el aire y fotografiar los restos de nuestro antiguo cabecilla como un trofeo de caza. El sistema no funcionaba. No se respetaba, se vendía.

Mala publicidad para el Gobernador en año de elecciones.

Que Clayton fuera un bastardo con tácticas comerciales de lo más cuestionables era un hecho ampliamente conocido y tolerado —aunque nunca demostrable por la providencial falta de testigos— porque la sociedad siempre ha sido comprensiva con los tipos adinerados. Que además fuera un asesino brutal sí que había causado una tremenda conmoción. Por mucho que alegara que se trataba de un crimen de honor, la gente decente no entendía por qué ese hombre tan rico había cometido el error de hacer por sí mismo una labor que podía haber subcontratado perfectamente. Otro preso o un guardia un poco más corrupto de lo normal le habrían proporcionado un resultado mucho más discreto y seguro. Hasta el lugar lo había elegido mal: de haber sucedido un par de pasos fuera de la prisión, mientras lo trasladaban, nadie habría movido un dedo para impedirle destrozar al malnacido que supuestamente había violado y asesinado a su hija. De hecho y casi con toda seguridad más de uno y más de dos le habrían pasado el brazo por sus anchísimos hombros e invitado a un par de rondas en el primer bar que encontrasen, más por el numerito y la diversión proporcionados que por un auténtico sentido de la justicia...

Y sin embargo había decidido darse el gusto, ponerle su estúpido toque personal, y ahora se encontraba allí, en la celda que había sido de su víctima, esperando la llegada del Insobornable Burke. Mientras tanto, los dos hombres que le habían acompañado en su viaje se pusieron en contacto con los mejores abogados y mercenarios de los alrededores. Creo que nunca sabremos cuál era su plan principal y cuál el secundario, solo que fuera por lo criminal o por lo civil ese empresario obstinado estaba decidido a salir. No perdía las esperanzas.

Calculándolo mucho después, pienso que esos trámites se tuvieron que realizar al poco de que abandonáramos nuestra casa. Sus nuevos empleados habían llegado a Gregsonville casi al mismo tiempo que nosotros, seguramente por la misma razón (esperar a Burke y convertirlo en rehén para una negociación) y les había faltado ocasión de darle al asunto un enfoque más profesional. O tal vez sí lo tenían, permaneciendo camuflados entre la población local, pero encontrarnos inesperadamente allí estaba tan lejos de sus previsiones que no supieron reaccionar y adaptarlo. Simplemente nos dejaron hacer el trabajo sucio hasta que fue imprescindible intentar eliminarnos. No tengo la certeza, porque no llegamos a cruzar una palabra, pero todo parece indicar que esos individuos estaban acostumbrados a funcionar solos y no les había dado tiempo a compenetrarse como equipo. Trabajaban sobre blancos y objetivos concretos, no batallas campales. Eso jugó en nuestro favor.

Desde luego fue lo único.

Así pues y retomándolo donde lo dejamos, parece que la bala que Jack le metió en la garganta al magistrado no había cambiado en nada el destino de Frank, que ya era pasado, solo los nuestros. Los borbotones de sangre que se le escapaban por la boca y entre las manos mientras se agarraba el cuello tan fuerte como si pretendiese hacerse un torniquete en el gaznate nos habían privado de conocer la situación real. Al juez parecían salírsele los ojos de las órbitas ante la sorpresa y el horror de su propia muerte, la incomprensión de por qué había sucedido. Cuanto más intentaba hablar, más se ahogaba en sus propios jugos, escupiendo coágulo tras coágulo. Por el modo tan fijo en que miraba a Jack, él sí que lo habría reconocido de sus retratos en los carteles... y eso solo habría aumentado su confusión, porque ¿qué pintaban los Donovan matando al hombre que venía a castigar al asesino de su hermano? Más aún, ¿cómo podían haberse enterado tan rápidamente?

Yo misma le he dado vueltas a aquel disparo muchas veces en los últimos meses, Brad, y ya no estoy tan segura de que se tratase de un error. Tampoco un acto de furia irracional. Es algo tan simple en realidad que me cuesta entender que no lo descubriera en su momento: aun cuando Burke yaciese desplomado sobre el suelo, seguíamos en minoría. Acabábamos de perder a Séamus, con lo que la diferencia numérica no había hecho más que aumentar. Con dos frentes abiertos el tiempo no nos favorecía, pues a nosotros nunca nos llegarían refuerzos. No teníamos a nadie más. Cada minuto en ese terreno disminuía nuestra probabilidad ya no de ganar, sino de salir con vida. Ahora, sin ninguna persona a la que proteger, había al menos una posibilidad de que los escoltas se retirasen. Tampoco los hermanos perseverarían, puesto que en el mejor de los casos no les quedaba nada que intercambiar. Se acabarían las razones para quedarse y resistir. Habríamos de abandonar a Frank pero podríamos volvernos todos a casa. ¿Recuerda quién quería eso en primer lugar...?

A la caída de Burke le siguieron unos segundos de tregua en los que apenas silbaron un par de proyectiles, mientras uno de los desconocidos se acercaba al cuerpo y se arrodillaba junto a él, dispuesto a tomarle el pulso.

Entretanto Jack nos buscó con la mirada a todos. Por simple necesidad habíamos quedado dispersos entre los distintos edificios tras el tiroteo. Tan pronto nos tuvo localizados señaló en silencio el lugar donde habíamos amarrado a los caballos. Unos y otros estarían apuntando o cubriendo al otro tipo, mientras esperaban a conocer el destino del juez. Era nuestra mejor ocasión de salir del pueblo antes de que los rangers o alguna otra patrulla ciudadana lo bastante numerosa apareciesen. Desde detrás de la escalera del colmado vi cómo Col descendía de las alturas por el cartel de madera que anunciaba una sastrería, descolgándose hasta tierra. Desobedeciendo al nuevo jefe de la familia, que negaba violentamente con la cabeza, mi cuñado se acercó paso a paso por detrás del ayudante del juez. Estaba visto que tras la muerte de Séamus el último resquicio de sensatez se había esfumado por completo del clan.

El otro hombre seguía inclinado sobre su jefe, desatándole el corbatín ensangrentado. Al ver la localización de la herida hizo una seña en dirección a sus compañeros y se sacudió la mano para limpiársela. No pudo erguirse de nuevo. El Winchester de Colin le reventó la nuca en un millón de pedazos, arrojando su cadáver desfigurado varios pies más allá por el impacto. Ahora habría uno menos. Tampoco él pudo cantar victoria, porque estando expuesto otro balazo le alcanzó en la cadera e hizo caer a su vez. Apenas tuvo ocasión de rodar tras unos barriles antes de que la herida se enfriase y le hiciera insoportable hasta menearse.

El fuego se reanudó de inmediato, un denso enjambre de moscas zumbonas con un mordisco letal. Otros dos de los secuaces de Clayton se desplomaron rodando tejado abajo y quedaron tendidos sobre el polvo en el intercambio. Col se retorcía y gritaba de dolor con cada golpe del retroceso de su rifle, que le empujaba todo el cuerpo, pero no dejaba de recargar cartucho tras cartucho, más preocupado de devolver el daño que por su propia seguridad. Estaba loco de rabia, rodeado de casquillos saltarines y desparramados como un crío goloso de envoltorios brillantes de caramelo. Si seguía disparando a ese ritmo pronto se le agotaría la munición.

Cubrirlo tampoco resultaba fácil bajo el aguacero de plomo. Como habíamos comprobado ya que los edificios no se comunicaban entre sí por dentro era necesario seguir en el exterior. Por cada dos pasos en su dirección, nos veíamos obligados a retroceder uno y volver a parapetarnos tras cualquier cosa para guarecernos. Era muy parecido a un juego infantil: si te veían y no te parabas, estabas muerto; y ahí estaba también la diferencia, en la imposibilidad real de una revancha. El mundo de los adultos siempre tiene consecuencias permanentes. Es mejor apostar sobre mínimos.

Aunque los alguaciles y los sicarios siguiesen peleándose entre sí, buena parte del metal seguía lloviéndonos a nosotros de tanto en tanto. Dado que ni unos ni otros nos reconocían como propios, cada cual consideraba que éramos parte de los demás y actuaba en consecuencia. Toda aquella situación derivó en acoso y consiguió que no pudiéramos cubrir más de unos pocos pies de terreno en veinte minutos; una danza que hubiera resultado aburrida y ridícula de puro repetitiva de no ser tan agobiante. El desgaste de estar tanto tiempo alerta, poniendo los cinco sentidos en el terreno, cansaba más que la propia acción en sí.

Es por eso que decidimos romper el poncho y los abrigos y hacer antorchas con jirones de ellos, arrojándolas contra los carromatos, los barriles vacíos y los edificios de madera que no podíamos atravesar, con la esperanza de que prendieran. Necesitábamos la protección de una buena cortina de humo que ofuscara a los tiradores si pretendíamos llegar hasta donde estaba Colin.

A falta de viento ni combustible alguno que acelerara el efecto, las gruesas tablas tardaron más de lo previsto en arder. Se propagaban de casa en casa de un modo seguro, pero demasiado lento para nuestras necesidades.

Bala a bala y casi sin sentirlo pasó una hora más. Ya ve, nada de los duelos rápidos al sol de las historietas para niños. Nunca es tan fácil ni bonito en la realidad, al menos, no si uno aprecia su pellejo. A esto se reduce al final todo el heroismo: tres puñados de valientes tratando de batirse con seguridad en retirada .

Fue entonces, cuando por fin parecía que la suerte había cambiado y conseguíamos ganar terreno, que comenzó a vibrar el suelo bajo nuestros pies. No era lo bastante potente para tratarse de un terremoto, —Dios no castiga de un modo tan directo— sino más bien del temblor familiar de una manada numerosa de caballos acercándose. Casi peor. Pesimista como siempre he sido, ni por asomo se me ocurrió hacerme ilusiones de que se tratase de la que había dejado más que dispersa en las afueras, pero por si acaso me quedaba alguna duda, al sonido de los cascos le siguieron las voces de algunos hombres gritando instrucciones.

El mensaje de aquel maldito telegrafista debía de haber llegado a algún puesto de avanzadilla cercano con el que no habíamos contado; posiblemente una guarnición nueva que hubiesen dejado para pacificar la zona a raíz de los ataques anteriores. Parecía que las autoridades no se habían olvidado de Gregsonville ni su futuro tren después de todo. Lo importante era que fuera por esa o por otra razón, los rurales habían acudido a su llamada y aparecieron allí, mucho, muchísimo antes de lo esperado. Una venganza póstuma. No pude evitar fustigarme internamente. ¡Era algo tan elemental... ! Tendríamos que haber dedicado más tiempo a examinar y traducir la respuesta que salió del aparato, pero como la mayoría de cosas de esta historia y de la vida en general, eso solo resultaba evidente una vez pasado...

Varias ráfagas de disparos barrieron la plaza incluso antes de que los jinetes asomaran, a modo de bienvenida. Los mercenarios no tardaron en responder. Desde su rincón Col le dedicó al Chacal una mirada de animal acorralado. Él mejor que nadie sabía que nuestro tiempo prestado acababa de agotarse.

Para su sorpresa y la mía, Jack dejó de cubrirlo y echó una rápida carrera hacia las monturas, las balas horadando la tierra tras sus talones. Extraño o no, le había parecido el mejor momento para hacerlo y no tardé en enterarme de por qué: protegidos por el mismo carromato en donde la transportaban, varios rangers se esmeraban en fijar los anclajes de un aparato mecánico, fundamentales para que no se volcara al disparar. Era evidente que él sí los había visto. Su experiencia en la guerra le advertía lo que buscar.

El frontal del transporte cayó de golpe mientras se acercaba, mostrando el enorme cañón giratorio de una ametralladora. Incluso a través de la humareda resultaba una visión estremecedora, con el metal brillante reflejando las llamas que se propagaban de edificio en edificio: un Infierno portátil. Si la mitad de lo que contaban de esas máquinas era cierto, en cuanto lo cargaran no tendríamos otra oportunidad de huir.

La cobertura se intensificó y pronto le fue imposible seguir avanzando. Probó a disparar desde detrás de las carretas de los feligreses, el punto más próximo a los caballos al que logró llegar. Alterados por la humareda y la contienda, coceaban los postes y se pateaban entre sí, dificultando notablemente el poder acertarle a sus riendas. El primer tiro hirió de hecho a una de las bestias, enloqueciéndola de dolor y volviéndola contra las demás a puros mordiscos. Jack se apresuró a tirar de nuevo, logrando desenganchar por fin a otra de las monturas... solo para ver cómo huía en dirección contraria, lejos del incendio. Un motivo más de frustración.

Desafiando al peligro, Jimmy salió de su escondite para unirse a él. Lo vi pasar por mi lado sin poder detenerlo, demasiado lejos del alcance de mi brazo, hasta internarse del todo en las nubes de humo y polvo. A pesar de que solo podía ver vagamente sus siluetas, intuía que Jack no lo había recibido bien. Lo último que necesitaba era la presión añadida de tener que hacerse cargo de él. Me santigüé: tendría suerte si no acababa usándolo como escudo.

Consciente de que la hora se nos echaba encima, me deshice del sombrero y envolví con él todos los cartuchos me quedaban para lanzárselos a Colin, que no solo los necesitaba más, sino que podía darles un mejor uso. En adelante me limitaría a las armas cortas, más rápidas aunque fueran menos precisas. Con los ojos tan irritados por el humo con los tenía a esas alturas tampoco iba a suponer una gran diferencia.

Entretanto la veintena de rangers que procuraban mantenerse fuera de la confusión y el fuego apenas habían sufrido bajas. Los pocos que cayeron heridos por los sicarios fueron sustituidos enseguida, mientras eran atendidos y sacados del centro de la contienda en volandas, justo a tiempo para que Colin disparara también a sus ayudantes a los pies.

Esa era la dinámica: mientras los otros intentaban conseguir un medio de escape, él atacaba a los que intentaban cargar la ametralladora y yo a quienes los auxiliaban. No hicieron falta indicaciones ni palabras, solo descargas sincronizadas una y otra, y otra vez... hasta que la munición de mi cuñado se agotó nuevamente. De nada sirvió que yo intentase disparar con mayor velocidad para compensarlo: la presión no le hacía ningún bien a mi puntería. Aguanté lo que pude comprando tiempo para los chicos, pero en cuanto tuve que pararme a recargar el tambor, lo consiguieron.

Tan solo hubo un par de chirridos mecánicos de aviso antes de que el artefacto barriera con todo y con todos, una destrucción tan minuciosa como no había visto jamás. Quise gritar algo para dar la alerta, pero su belleza, la impresión que me causó su funcionamiento me dejaron sin palabras. Apenas sí pude forzarme a volver a agacharme y cubrirme yo misma. Al  contrario que sus predecesoras, menos destructivas, el arma deshacía ventanas, paredes y vigas, se comía la madera con tanta facilidad como un explosivo, echando abajo los tejados y a quienes aún seguían en ellos. La misma ráfaga que descolgó los cuerpos del sacerdote y los niños del frontal de la iglesia tuvo suficiente fuerza incluso para echar abajo la campana de la torre al desviarse un instante por la inercia de su tornado de balas. El propio peso del bronce al caer desmoronó el campanario de madera y acabó rebotando por el interior de la construcción hasta destrozar la puerta, emitiendo un tañido potentísimo y aterrador a su paso. También nuestros dos caballos restantes, cegados el humo y sueltos de sus ataduras en el último momento quedaron convertidos en picadillo antes de poder cruzar siquiera la plaza, sacudiéndose con el baile de  San Vito mientras perdían literalmente la carne a pedazos cuando el cañón, controlado de nuevo, volvió a bajar. Los animales se retorcían como si estuvieran recibiendo un millón de puñetazos, empapando a mis compañeros por entero pese a estar a varios pies de distancia.

Solo su relativa proximidad consiguió salvar a Jimmy y Jack. Echarse a tierra y mantenerse tras los remolques no les hubiera valido de nada en otras circunstancias. Los cadáveres de los animales eran sostenidos menos por sus propias patas inertes que por los continuos impactos, y les sirvieron de protección durante los largos segundos que duró aquella primera tanda de proyectiles absorviéndolos en sus entrañas, perdiendo la cola, las patas, las orejas en el proceso.

Las tablas de mi escondite aún me golpearon varias veces en la cara al recibir el embate en el final del recorrido, bofetón tras bofetón, castigando mi hombro y oreja con mayor crueldad de lo que padre o Jack jamás habían osado, y acabaron abriéndome el pómulo por la fricción, antes de que la guía del cargador se atascara y el ritmo declinase y parara.

En la calma tensa que siguió durante la limpieza y hasta la siguiente carga se hizo evidente que la mayor parte de nosotros habíamos quedado aturdidos. El pitido en mis oídos me decía que también temporalmente sordos. Más allá de mi rincón los hermanos se arrastraban por la tierra con una torpeza de borrachos, vivos aún, sí, pero demasiado cubiertos de sangre para dejarme saber si parte correspondía a alguna herida. Se les veía mover las cabezas como si hablaran entre sí y pese a todo no se levantaban, supongo que por temor a ser presa fácil de esos guardias que formaban ahora perfectamente parapetados tras la máquina mientras la reparaban, poco dispuestos a repetir errores.

Aproximadamente la mitad de ellos empezó a desplegarse por las calles aledañas, esperando rodearnos por detrás. No recuerdo que se molestasen siquiera en pedir que nos entregáramos, lo que en el idioma de estas cosas equivale a dejar claro que nos iban a matar.

Había un nuevo peligro, además: de entre las maderas desvencijadas del portón de la Iglesia empezaron a salir los habitantes de Gregsonville, tosiendo y tambaleándose. El fuego de los alrededores finalmente había alcanzado el tejado y un lateral de su refugio y se habían visto obligados a elegir entre el tiroteo o una muerte segura. Los primeros en asomar fueron hombres bien adultos, en lugar de las mujeres y los niños, y dudo mucho que fuese para protegerlos con sus cuerpos. No obstante, a medida que el aire les daba en la cara y evaluaban la situación parecían perder el mareo y la cobardía. La presencia numerosa de los rangers y sus armas les daba el coraje que les había faltado durante horas. Un grupo de tipos cuchicheaba y miraba ya hacia la plaza, animándose unos a otros a cruzarla y venir a por todos nosotros. El sentido común les diría que estábamos casi sin munición tras una refriega continua.

Usted debería saber ya que no soy de las que tiran la toalla fácilmente, pero llega un punto en que suficiente es eso, simplemente suficiente. No había manera de poder ayudar a ninguno y un par de heridos menos o un par de muertos más no iban a cambiar gran cosa lo que se avecinaba: el buen y viejo linchamiento. Quizás también las plumas y la brea. Eso sí que era terrorífico: una cosa negra derramándose por tu cabeza y ahogándote poco a poco, cocinándote dentro de tu propia piel, arrancándotela junto con el pelo a cada movimiento... Y aunque no las hubiera, morir de un disparo en la cabeza -en las tripas incluso- era una perspectiva bien distinta a hacerlo recibiendo los golpes de un centenar de personas. Si mi hombre me hacía temblar cada vez que me levantaba la mano sin siquiera emplearse a fondo, esos energúmenos envalentonados y vengativos me iban a destrozar. Séamus y Francis tenían un puñado de razones condenadamente buenas para no querer encarnizamientos: ponen furiosa a la gente y eso siempre es problemático. Sus hermanos habían tenido que elegir además a niños para su demostración. ¡A saber lo que me harían cuando me abriesen el chaleco y se diesen cuenta de que era una mujer!

Solo tenía clara una cosa: no quería quedarme a averiguarlo.

Con los mercenarios entretenidos ahora en hacer frente común con el resto de nosotros contra la ley, escapar resultaría más fácil. Tenía que serlo. Subí a gatas las escaleras de uno de los locales que aún seguían en pie, una barbería, tan rápido como me fue posible. El revólver que llevaba en la mano no ayudaba demasiado a ese propósito, aplastando mis nudillos y obligándome a tener mucho cuidado de no dispararlo accidentalmente. Una vez arriba golpeé la puerta con un puño, pero no cedió. Ni siquiera funcionó darme la vuelta y patearla con ambas piernas: estaba cerrada por dentro. Eso significaba forzosamente que aún había alguien en el interior.

Alguien no había ido a agradecerle al Señor el don de la vida y más le valía mantenerse quietecito ahora si quería seguir conservandola. ¿Pero qué podía ser?¿Un cliente inoportuno? ¿Una señora convaleciente del parto? ¿Un abuelo con su escopeta en la mecedora? ¿Las tres cosas?¡Al Diablo con eso! Tocaba jugársela. No me daría tiempo a volver al subsuelo ni a buscar otro edificio. Tendría que ponerme en pie y entrar por la ventana.

Me pegué a la pared e intenté escuchar. No estaba segura de cuánto ruido había hecho con los tímpanos embotados como los tenía, pero si no me habían oído llegar mi mejor oportunidad era romper un cristal con la culata y descorrer el cerrojo lo más rápido posible, esperando no perder ningún dedo en el proceso.

En realidad los rangers tampoco me dejaron la opción de decidir. Tan pronto estuve sobre los dos pies una segunda ráfaga empezó a astillar la esquina del establecimiento y tuve que arrojarme contra los cristales pintados, protegiéndome la cabeza con los brazos. Aunque la primera vez reboté, las hojas de la ventana terminaron abriéndose hacia adentro cuando choqué de nuevo contra la abertura entre ambas, haciendo desclavarse el pestillo. Aún así, y como estaba demasiado alta como para poder pasar de un salto, el topetazo en la boca del estómago fue monumental. Mis piernas terminaron entrando solas, arrastradas por el peso de mi cuerpo en una voltereta. Temí que me rompería el cuello.

Tendida en el suelo, dolorida y sin respiración intenté no obstante mantener el arma en la mano. Honestamente, no creía que consiguiese sentarme antes de que me mataran. Levanté la pistola, escudriñando la penumbra. Pasó un segundo entero, luego dos... y no ocurrió nada. En la calle seguía la masacre, pero yo permanecía más o menos ilesa. Algunos pedazos de cristal habían atravesado mi camisa y se me habían clavado en la espalda y los antebrazos, no demasiado profundamente, pero todavía no los sentía. No me atreví a intentar arrancármelos para no desconcentrarme. Mi propia sangre siempre me ha puesto algo nerviosa.

Rodé sobre mí misma por el piso del local hasta tener recuperar la fuerza suficiente como para poder ponerme de rodillas. Ni por un momento creí que estuviese sola allí. A mi espalda la puerta estaba atascada con un madero, tal y como había supuesto en un principio. Si no estaba en esa planta, la gente -cuanta fuese- se encontraría escaleras arriba y yo no tenía el más mínimo interés en ir a su encuentro. No estaba en condiciones óptimas para un enfrentamiento y ya tenía suficientes enemigos.

Las volutas de humo que se filtraban por el techo indicaban que el tejado había empezado a arder. Si preferían morir de asfixia que bajar a enfrentarme, que así fuera. Tanto mejor para mí.

El habitual cartel de "no negros, no mexicanos, no irlandeses" de la puerta tampoco me predisponía a simpatizar con ellos.

Ahora que disponía de cierta libertad de movimiento rebusqué por toda la estancia, cajón por cajón en busca de armas y más munición, tirando los tónicos al suelo con descuido. Sobre el brazo de una silla médica, junto a un cuenco lleno de muelas y una navaja de afeitar había un cuarto de botella de bourbon, a la que arranqué el corcho con los dientes. Incliné la cabeza y engullí su contenido con tanta ansia como si se tratase de zarzaparrilla. Hubiera tragado hasta etanol, de haberlo habido. Entonces más que nunca necesitaba anestesiar mis temores con valor líquido.

Un par de balas perdidas entraron por el cristal y atravesaron el comercio de lado a lado, obligándome a volver a prestar atención.

Sin dejar de apuntar a los escalones fui moviéndome hacia la ventana opuesta de la barbería para ver cuál era el panorama en la calle contigua. Por lo pronto había más hombres tendidos sobre la tierra de los que recordaba, y solo un par con insignias reconocibles. Además de los muertos, otras cuatro personas a caballo daban vueltas con desgana. Quien quiera que los dirigiese daba por hecho que la mayor parte de nosotros se encontraba en la plaza. Pronto cerrarían la pinza y ya no podría salir de allí.

Por segunda vez en el día la tierra se sacudió. Más allá de las cortinas otro de los edificios se estaba viniendo abajo. El último soporte, requemado y mordido por las balas no pudo aguantar más el peso de la estructura y cayó como un castillo de naipes. Varios de los maderos sueltos golpearon violentamente nuestras paredes hasta escorarlas, amenazando con tirarlas también.

Me amparé en el estruendo para intentar desclavar un par de tablas del suelo con el abrecartas. Introduje el filo por una de las rendijas y golpeé con el talón de la bota el mango, pisándolo repetidamente. La punta se dobló enseguida, lo que al menos sirvió para ayudar a hacer palanca y levantar una de las maderas.

No quise esperar más. Por difícil y estrecho que fuera, mi cuerpo tendría que contentarse con entrar por ese hueco. Metí primero las piernas y me deshice del cinturón y la pistolera para evitar cualquier atasco en las caderas. Después de un poco de angustia con el trasero todo fue deslizarse. Creo que esa fue la primera ocasión en toda mi vida en que agradecí no tener un busto más grande.

No me molesté siquiera en recolocar las tablas sobre mí.

Desde abajo seguían viéndose corretear un buen número de tobillos, demasiados para contarlos. Ahora que ya había hecho lo que me pedían las tripas, ponerme a cubierto, no sabía cómo continuar. No podía socorrer a nadie ni esquivar a tanta gente y desde luego tampoco podía contar con que alguien viniera a rescatarme. En teoría se mantenía el acuerdo de tantas otras veces, según el cuál tras un golpe o dificultades debíamos dispersarnos durante un par de días y reagruparnos en cierta cabaña con víveres y dinero. Que hubiéramos perdido a Séamus y no tuviésemos a Frank no tendría por qué cambiar eso.

La cuestión era cómo llegar.

Tal y como suele pasar en estas situaciones, tenía un buen número de cosas entre manos como para poder sentir pena alguna. Lo primero que me vino a la cabeza al recordar la muerte de Sea fue que él no volvería a necesitar su caballo. Era bastante probable que nadie le hubiera echado cuentas a un animal atado bastante lejos de la zona más caliente de la acción. Si ninguno de los chicos o los mercenarios se me había adelantado en este rato -y había motivos para pensar que lo tenían aún más crudo que yo- seguiría allí, ensilladito y esperando. Descansado y con su munición casi intacta, como la respuesta a una oración.

¿Cree que fue mezquino por mi parte el desearlo, querer que ningún otro se hubiera salvado todavía? El miedo es un jinete oscuro y en esos instantes me montaba con brío, espoleándome el alma.

El incesante tiroteo tampoco ayudaba a acometer hazañas. No pude hacer otra cosa que darles la espalda y seguir mi camino. Intenté identificar por el sonido de cuántas pistolas se trataba, pero el ruido de la metralla se imponía a todos los demás. Que siguieran disparando era no obstante una buena señal: significaba que quedaban algunos vivos. Mi Jack estaría bien. Sabía arreglárselas solo.

Ahora tocaba demostrar que yo también.

Puede que solo fuese efecto del miedo, pero me sentía pesada y torpe. La bebida que había tragado a las bravas me ardía en el estómago vacío y en breve empezaría a calentarme las venas. No había comido, y aunque lo hubiera hecho, el bourbon siempre me ha subido muy rápido. Pronto dejaría de aportarme simple entereza y se volvería cada vez más difícil controlar los impulsos. El más fuerte de todos los que empezaban a crecer en mí era intentar averiguar cuál de todos los edificios del otro lado de la calle era el que se había caído, a qué casa pertenecía toda aquella leña desparramada. Cómo afectaba estratégicamente a la situación. No comportaba demasiado peligro ni tenía que hacer mucho en realidad, solo aproximarme un poco al borde del subsuelo y alzar la vista...

En mala hora acabé cediendo, porque encontré mucho más de lo que había ido buscando.

De entre los escombros humeantes que podía alcanzar a ver, se advertía el destello del sol sobre la puntera metálica de unos botines bordados de charro como los que Colin le había robado a mi hermano años atrás. Un capricho caro e inusual en un pueblo tan mayoritariamente gringo como aquel. Uno de ellos colgaba medio salido de un pie inmóvil y truncado, la rodilla doblada en un ángulo contrario al natural. Poco más allá, el otro pie, una mano crispada. Lo que faltaban eran los gritos de dolor que cabría esperar ante unas fracturas semejantes. No quise ni acercarme a mirar más. Bastaba sumar dos y dos. Algo dentro de mí sabía que cicatrices y color de pelo aparte, verlo muerto sería espantosamente similar a ver a mi amante: si lo hacía, perdería del todo los nervios. El halo de pesadilla que cubría todo aquel día se convertiría de pronto en una realidad y yo no sería más capaz de salir de ese entuerto que la granjera estúpida y temblorosa que había sido en el pasado. Ya tendría momentos mejores para encajar ese impacto en toda su magnitud cuando estuviera fuera de peligro.

Mientras tanto, me dije, intentando mantener la poca calma que me quedaba, aquello solo importaría en tanto la casa demolida había cortado esa calle, dejándola separada de la plaza y manteniendo divididos a los rurales en dos. Había servido para reducir en mucho el número de personas de las que tenía que preocuparme.

Como los rangers estaban inquietos y alerta dudé bastante antes de decidirme a cruzar. Varias veces hice el amago y acabé reculando ante el movimiento más nimio, pero cuando finalmente  lo hice resultó relativamente sencillo... al menos hasta que la ventana de la planta superior de la barbería se abrió de golpe, y surgió un anciano desdentado. El viejo comenzó a hacer aspavientos, gritando y señalando en mi dirección.

-¡Se esc...!

No tuve ni que molestarme en matarlo. Un ranger joven y barbudo tan poco experimentado como nuestro Jimmy se sobresaltó por los berridos y del puro susto lo hizo por mí. Para cuando se percató de su error y se volvió hacia donde estaba, yo ya había subido sobre la montura de Séamus y me preparaba para salir de allí. Intentó frenarme a la desesperada, cerrando la única vía de escape con su propio cuerpo.

Se le veía debatirse entre el impulso de esconderse y el de lanzarse a por mí, aunque cuando echó un pie hacia delante y lo encañoné de lado con mi arma semivacía, toda la valentía de la que había hecho acopio en esos segundos pareció esfumarse de golpe. Le temblaban las rodillas, el revólver en la mano. Casi sentí lástima por él: era un crío que pretendía ser un héroe, pero no le salía ni la voz para avisar a nadie más. Ciertamente un pobre tipo en un mal momento y en el peor lugar. Podía leer en sus ojos que aún estaba perturbado por el asesinato y tal vez por haber reconocido lo que había bajo mi impedimenta o el miedo de volver a equivocarse, titubeó antes de disparar. Su indecisión resultó fatal.

Las dos últimas balas de mi recámara acabaron en su cara y atrajeron la atención de los demás, hasta entonces centrados en intentar acribillar a mis compañeros .

Como con la urgencia y la interrupción del chico no había podido desatar las riendas, corté en cambio las tiras de cuero que unían esas y el bocado a la cabeza del equino. Agarrándolo por las crines a la manera apache, hundí las espuelas en sus costados y salí huyendo de allí, con los compañeros del finado disparando y subiendo a sus caballos a mis espaldas.

Ya no importaba, creí. Tenía suficiente distancia de ventaja y pensaba explotarla cuanto me fuera posible. ¡Ingenua de mí! Estaba a punto de averiguar cuánto había de verdad en eso de que el Gobierno siempre ha dado a sus empleados una basura de sueldos pero muy buenos medios de trabajo...

Hacia media noche y tras una persecución de varias horas el caballo de Séamus acabó reventando. Llevaba resoplando hacía un rato durante las últimas tres o cuatro millas; un resuello asmático como de fuelle que se acompasaba con mi respiración agitada, y al que no hubiese dado mayor importancia de no ser porque iba acompañado de una cojera. Esa espuma rojiza rezumando de las comisuras de los belfos no presagiaba nada bueno. No hacían falta muchos conocimientos para imaginar que seguramente tuviese el pulmón tan dañado, como... ¡Ejem! Perdóneme. No tardé en darme cuenta de que pese a no presentar heridas visibles iba sobre un animal muerto. Sabía que era cuestión de tiempo, eso y que me alcanzasen. Con la falta de  consideración que causa el pánico lo había hecho desgastarse en las zonas desérticas, sin ser capaz de llegar a algún lugar menos expuesto que aquella pradera donde la hierba pajiza no me llegaba más allá de la cintura, altas como la mies. No veía a mis perseguidores, pero cuando ya me había resignado a ir al paso, montada a mujeriegas para poder apuntar con la escopeta de mi cuñado hacia atrás, las patas del jamelgo parecieron quebrársele de pronto, hechas ramitas secas. Con el dedo sobre el gatillo como lo tenía, el susto me hizo jurar y dar un tiro al aire. Aunque la vegetación amortiguó en parte mi caída y en unos segundos de lucidez me dio tiempo a girar y retirar las piernas para que no se me viniera encima, —me habría aplastado bajo su peso— sabía que había cometido un error imperdonable. Mi disparo fue como lanzar una bengala al cielo, delatando mi posición. Si me habían perdido, ahora ya sabían dónde encontrarme. No podría correr muy lejos antes de que aparecieran.

Tiré con fuerza de la silla hacia arriba, esperando lo imposible: un último servicio. Mi montura relinchaba y movía con fuerza la cabeza, era obvio que quería, pero a veces no basta con la simple voluntad. Tras intentar incorporarse un par de veces, apoyando los cascos en tierra, rebotó un par de veces  más, hasta que a la tercera el animal se tumbó para no volver a levantarse. Di una patada al suelo y maldije mi suerte, al Cielo y a Séamus Donovan, pero sobre todo mi mala cabeza: tantas bestias como había tenido a mi disposición a lo largo de ese día, y había sido tan estúpida como para acabar agarrando un vejestorio de casi dos décadas, en lugar de reservarme otro ejemplar cuando pude. El resto era cosa de su anterior dueño y su estúpido apego por animales bien entrenados, fiables pero de poco temperamento.

Sabiendo que a no tardar aparecerían tras alguna colina me mordí el puño de impotencia, conteniendo un grito de pura rabia para no delatarme. Sin salida, la ira me quemó la garganta entera; puede que no tuviera idea de cómo proceder, pero tampoco podía darme el lujo de perder el tiempo entre lamentaciones. Rebusqué en las alforjas en busca de la cantimplora y me bebí a borbotones el agua que quedaba, tan bruscamente que mucha acabó mojándome el pecho y la cara. Estaba demasiado caliente como para que pudiera refrescarme de veras, pero me froté los ojos con ella. Esperaba que me ayudase a mantenerme lúcida y despierta. El escozor de la piel levantada desde luego lo conseguía. Después recogí el arma del suelo y me palpé el cuerpo, para asegurarme de que el resto siguieran encima. No tomé nada más. Ni dinero, ni provisiones, ninguna otra cosa que pudiese frenarme en mi camino. Solo yo, mis nuevas balas y mis cartuchos. Mi único objetivo era llegar cuanto antes a una zona elevada desde donde pudiera apostarme con mi escopeta y disparar con algo de ventaja. No podía permitirme acarrear ninguna otra cosa.

El animal seguía aún vivo cuando me marché; la respiración estertórea agitando su costado y una súplica en sus grandes ojos negros. Pataleó un par de veces, sin rendirse. En otras circunstancias lo hubiese matado para que no sufriera, pero preferí que siguiera haciendo ruido y atrayendo la atención sobre sí mismo. Eso distraería a los hombres y me daría unos minutos más antes de que vinieran a por mí.

Por lo menos confiaba en que así fuera.

Nunca he corrido gran cosa y aquella vez no iba a ser una excepción. Aún con mi vida en juego, estaba demasiado acostumbrada a desplazarme sobre un caballo como para poder hacerlo a pie con la agilidad necesaria. Mis piernas cortas hacían que los hierbajos se me enredaran en las botas, provocándome tropezones cada pocos pasos. Tampoco podía mantener un ritmo constante. Para cuando empecé a escuchar el sonido de las voces y los cascos, ya me faltaba el aliento y no llevaba recorrida ni la tercera parte del camino hacia una pequeña colina. Como había hecho con mi montura, intenté forzarme a seguir hasta que los pulmones se me secaron y el estómago dijo basta. En una última concesión a la civilización, me levanté el embozo para poder vomitar; poco, apenas bilis, porque no había podido comer nada. Doblada sobre mí misma, usé esa pausa para apoyarme en mis rodillas y mirar a mi alrededor. Podía verlos ya en la distancia. Se acercaban. Con desesperación entendí que no había forma humana de que fuera a llegar de esa manera sin que me abatieran en el proceso: me estaba agotando, no era lo suficientemente veloz y mi cuerpo sobresalía demasiado de entre el follaje, exponiéndome como un blanco fácil.

Fue entonces cuando en un instante de claridad decidí echar el cuerpo a tierra y seguir avanzando a cuatro patas, confiando en que mi ropa sucia de polvo y la noche misma me sirvieran como un mínimo camuflaje. No estaba segura siquiera de que fuese una buena idea, porque a aquel sistema de por sí mucho más lento se le sumaba la necesidad de esquivar los tallos en lo posible para que no pudieran ver agitarse la hierba y deducir mi posición. Tampoco yo podía verlos, solo intuirlos en la distancia por los ruidos que hacían y rezar por lo mejor. Eran buenos rastreadores con monturas de primera puesto que habían logrado seguirme pero al menos no habían traido consigo perros. Esa era la única circunstancia que podía explotar.

Como no podía levantarme para orientarme apropiadamente, me limité a seguir lo que creía una línea recta, en lugar de hacer quiebros de liebre o dar rodeos que solo lograrían alargar el trayecto. Los rangers estaban cada vez más cerca y eso me obligaba a priorizar la velocidad. El lema era "avanzar- avanzar-parar", una letanía que resonaba en mi cabeza.

En el fondo era una situación familiar pero vivida a la inversa: hasta entonces había visto el asunto desde la perspectiva del cazador, ahora era una presa. Tenía que pensar como tal. Ya luego, cuando alcanzara el promontorio y ganara la superioridad de la altura, Dios y Oliver Winchester decidirían.

Cada vez más cansada, me obligué a continuar. Las zarzas me arañaban los dos dedos que sobresalían del guante derecho para poder disparar, desgarraban mi ropa. Al menos un par de hojas me habían cortado en la frente con su roce. Podía haber sido peor de no haber tenido el pañuelo cubriéndome el resto. La tela húmeda por mi sudor y espumarajos se me metía en la boca con cada respiración de una manera asquerosa, llenándomela de sabor a vómito y tierra.

Los relinchos agónicos a mis espaldas aumentaron drásticamente y en algún momento oí un disparo que resonó por todo el valle.

—¡Venga!—Escuché— ¡Si su montura está aquí, ese puto indio tiene que encontrarse cerca!

"Ese puto indio" para mi desgracia era yo, sumando la ofensa al agravio. Habían hallado mi caballo y gastado una bala en él. Tanto mejor, esa ya no me tocaría. El sonido de los cascos había dejado de ser uniforme, por lo que advertí con inquietud que se dispersaban. Apreté los dientes: mis posibilidades acababan de disminuir. Con todo, era terrorífico pero no sorprendente: al fin y al cabo había mucho terreno que cubrir. Es lo que nosotros habríamos hecho en su lugar.

Unas cuántas veces pasaron por mi lado, siempre demasiado deprisa, los cascos aplastando la maleza y amenazando con hacer por propio con mi cabeza o mis manos; las sacudidas de su galope retumbando en mis tripas. Sus jinetes miraban bastante más a lo lejos, tentándome a jugármela y derribarlos a tiros. Solo con mi patética fuerza física no conseguiría desmontarlos. Me acuclillé con cuidado y extraje uno de los revólveres, esperando la oportunidad. Tenía que elegir a quién observar, decidir cuál creía que era el más vulnerable.

Esta vez no me podía precipitar...

Me encontraba centrada en uno en particular cuando de entre los zarzales, muy cerca de mi cara, surgió de pronto una escamosa cabeza triangular. Tuve que contenerme para no saltar de la sorpresa ni retroceder y hacer chasquear las ramas. El ranger estaba parado a pocos pies de distancia y podría haberme oído. Impotente, vi cómo la serpiente se deslizaba y acercaba más y más, hasta que un par de ojos amarillos se prendieron de los míos, brillantes a la luz de la luna. El cuerpo largo como un lazo se giró varias veces sobre sí mismo agitando con fuerza los huesecillos de su cola, un sonido como de dientes castañeando. Nunca había estado tan cerca de un reptil - exceptuando las botas de Jack- pero un miedo primario, superior incluso al que le tenía al de los hombres que me rondaban, me paralizó. Fue lo mejor. Un movimiento brusco podría haber logrado que me mordiese o que me levantara y disparasen.

Después solo esperé, esperé y esperé unos minutos interminables a que la sierpe se decidiera, la mano acercándose lentamente al cuchillo de mi bota; conteniendo la respiración...

El jinete reanudó su ronda y el animal, ocupado como estaba en huir de las herraduras que habían invadido su territorio, terminó discurriendo que aquello constituía una amenaza mayor que yo. Tal y como había venido, volvió a desenroscarse para seguir su camino hacia unas rocas, bajo las que desapareció.

Eliminado el peligro más inmediato volví a acechar, dispuesta a aprovechar la primera ocasión. No podía permitirme aguardar a que amaneciera.

Apenas uno de ellos estuvo lo bastante cerca disparé a su pecho, apostando por un blanco seguro. Sabía que en cuanto lo oyeran tendría que ser muy rápida para subir. Me levanté dispuesta a esprintar y cuando el terreno se aplanó, me pudo la inercia. Intentar seguir el ritmo del animal era imposible, incluso cuando solté la escopeta como lastre. Sentí que perdía el control de mis piernas, moviéndose como si fueran bielas de locomotora imparables, una insensibilidad mecánica que mantenía mis rodillas bajando y subiendo cada vez más deprisa, los tendones a punto de partirse. Tras un par de manoteos al aire, me agarré de las riendas en volandas y concentré toda mi energía en dar el salto más alto del que era capaz.

Mi suela resbaló sobre la bota del finado. El estribo ya estaba ocupado. No contaba conque el tipo siguiera echado sobre el cuello del animal después de muerto, demasiado bien aposentado en la silla como para caerse. El jamelgo me arrastró por el suelo y tras un breve forcejeo se terminó liberando de mí lanzándome hacia el fondo de un terraplén, dejándome desprotegida y bien a la vista de mis perseguidores.

Uno de ellos se adelantó a los demás, descendiendo a una velocidad que me hizo pensar que se proponía embestirme. Disparé a la desesperada contra él pero desenfundar rápido -se lo digo desde ya- no garantiza en absoluto un acierto. Los nervios no guían precisamente una mano. Solo logré acertar una pata de su montura, rompiéndosela a la altura del brazuelo. El caballo cayó y su propia velocidad le hizo dar una voltereta, partiendo la espalda de su carga y arrastrándolo consigo un buen trecho hasta acabar parando muy cerca de mis pies.

El ranger aún movía algunos dedos cuando le pateé la mano para quitarle su arma, por si acaso. Me dispuse a degollarlo con el cuchillo de caza, pero el sonido metálico de otro revólver al ser amartillado me hizo reconsiderarlo. Mientras me centraba solo en aquel, el resto había tenido ocasión de sobra para rodearme.

—¡Alto!—Dijo una voz a mis espaldas.—Las manos bien arriba, donde pueda verlas.

Resoplé por la nariz, una risa amarga. ¿Se podía ser más típico? Yo misma había soltado la dichosa frase en un par de ocasiones durante algún asalto y siempre les había disparado por la espalda después, aun cuando ya no supusieran una amenaza, para estar seguros. Conocía el asunto al dedillo; era un clásico. Supongo que donde las dan las toman, pero aquel no era solo un círculo vicioso, sino el final de la partida. Primero Séamus, después Col y ahora también a mí me había tocado. Me habían cazado, había que asumirlo. Es algo que siempre se sabe que puede pasar. Es posible intentar olvidarlo, aplazarlo un tiempo pero al final, amigo, la suerte termina agotándose: todos los bandidos mueren jóvenes y el botín si acaso lo disfrutan sus hijos.

Yo ni siquiera tendría ese consuelo. Pese a los muchos intentos, la sangre de Jack se había negado concienzudamente a mezclarse con la mía. No dejaría huérfanos en casa.

Solo me quedaba la mera curiosidad por saber lo que pasaría a continuación. Si el Infierno existía en realidad o el sermón de los domingos al que había asistido durante décadas serviría para algo.

Entre el esfuerzo realizado y la tensión general, el corazón amenazaba con salírseme del pecho. En mi cabeza sin embargo se había instalado una extraña serenidad. No había nada que temer, porque lo peor que podía pasar ya había ocurrido. Me dolía todo y aún así me esforzaba en ser consciente de cada latido, cada calambre y cada tos: iba a tener eternidad de sobra para acostumbrarme a no tenerlos.

Dejé resbalar por su peso mi arma, colgando inútil de dos dedos y levanté las manos colocándolas estratégicamente muy cerca del cuerpo, sin decidir aún si me atrevería a lanzar el puñal o desenfundar la otra pistola. Un último placer antes de bajar el telón, poder decir adiós en un estallido de gloria, creando otro par de viudas. ¿Qué era lo peor que podían hacerme?¿Matarme de nuevo?

La sangre del dedo del gatillo bombeaba frenética, produciéndome palpitaciones, conminándome a la acción.

—Dáte la vuelta. — Exigió el tipo. — Sin truquitos, pedazo de mierda.

Pasaron unos segundos, en los que escuché atentamente cómo deslizaba los pies por el terraplén, aguardando una oportunidad. Si intuía que se desequilibraba, que se caía, sería hombre muerto antes de tocar el suelo. Enderezaría el hierro y lo llenaría de tantos agujeros como un queso francés. Me llevaría al menos a ese por delante.

—¡Vamos, no me hagas repetirlo!

No hubo fortuna. La grava fluyó suavemente bajo sus pies y pronto pude escuchar sus pisadas firmes a mis espaldas.

Tratando de tranquilizarlo, abrí el tambor del revólver, y permitiendo que rotara y fueran cayendo una a una las balas sobre las piedras, dejé que la última resbalara por mi palma hasta quejar alojada en la abertura del pulgar de mi mitón. Después lo tiré al suelo.

Ahora el cuchillo.

Vacilé y di un vistazo a mi alrededor. A medida que empezaron a aparecer más jinetes se fue confirmando lo peor: tanta gente buscándome solo podía significar que no había nadie más a quien perseguir. A esas alturas todos debían estar capturados o muertos.

Como si me leyera el pensamiento, el alguacil me rodeó para plantarse frente a mí y presionó el cañón de su pistola contra mi entrecejo.

¿Sabes qué es esto, eh? —No me permitió contestar, apretando con más fuerza el cilindro de metal contra mí.— Esta, mono salvaje, es la pistola que ha matado a tus amigos. Da igual cuánto busques, no van a venir a por ti.

Me di cuenta de que más allá de esa funesta intuición realmente no sabía si decía la verdad o si solo pretendía desmoralizarme antes de darme el golpe de gracia. Mirar hacia los lados no servía de nada: su arma ocupaba casi todo mi campo visual. Él también me miraba fijamente, esperando ver aparecer el terror en mis ojos. Con el resto de ellos ocupado en sacar al caído de debajo del caballo, fui empujando poco a poco el cuchillo hacia el interior de la manga de mi camisa; la punta retenida por el dobladillo del puño.

Eso es, obsérvala bien.

Estaba orgulloso de ella, sin duda: tal vez más que de su polla. Le había puesto apliques dorados a su arma y era llamativa como las de duelo de un terrateniente, pero desde tan de cerca podía apreciarse que solo era pintura sobre los relieves. Eso me hizo reír. Las herramientas hablan mucho de un hombre y ese en concreto era snob, vanidoso y pobre, el muy cabrón. Una mierda semejante no merecía darme muerte.

Giró la muñeca y me pegó con la culata en la boca. Mi quejido sonó excesivamente agudo, casi infantil. Pareció mirarme entonces con mucho más detenimiento. Sin dejar de apuntarme, me bajó la tela de la boca de un tirón, doblándome las orejas y arrancándome algo de cabello en el proceso.

—¡Pero si es una golfa! -El empujón que me dio me tiró al suelo- Hay que joderse, tantas molestias para esto... ¡Cinco horas cabalgando por un estúpido coño! ¿quién lo iba a decir?

—Yo mismo, si me hubieras preguntado, Rufus. —Contestó alguien-— Solo hay que ver las caderotas y el culo gordo de frijolera que tiene. Buenas para follar, malas para correr, ¿verdad, perra?

El tipo dio una patada al suelo, lanzando un montón de tierra contra mi cara. Ni siquiera me cubrí, temiendo que cualquier movimiento hiciera que me dispararan.

—¿Sabías todo el rato que estábamos persiguiendo a una fulana y no nos...?

—Todo el tiempo no, solo desde que desmontó.

—Lo raro es que no hayamos hecho blanco en eso. —Apuntó un tercero, señalándome el trasero.—Espacio hay, desde luego...

—¿Quién de ellos era tu novio, chica ?¿Todos...?

—Puedes dar por hecho que sí. Seguro que se la metían a la vez, hasta abrirle bien los agujeros. Apuesto a que te entra entera la pistola, putita. ¿Me equivoco, eh? -Me pateó-¡¿EH?!

—Son católicos, Ross, peores que negros. Lo mismo les da montar a las ovejas en su puto país que venir al de los demás a tirarse a... a esto.

—¡Jodidos papistas, entre ellos se entienden!.

—No me puedo creer que hayamos perdido toda la noche con un saco de sífilis...

No era momento para el orgullo. Mejor que me consideraran fea, una criatura oscura y bajita para que no sintieran la necesidad de prolongarme la vida a empellones. Total, como a una dama estaba claro que no me iban a tratar. Mientras acampaban para pasar el resto de la noche, demasiado agotados como para cabalgar de vuelta conmigo, los dejé hablar y hablar, humillarme tirándome del pelo, abofetearme, insultarme. Cuando alguien, pese a su asco fingido, amagaba atreverse a algo más, le lanzaba un mordisco. Después de todo, ¿no decían que era una mujerzuela salvaje, la zorra de unos asesinos? Pues me comportaba como tal. No tenían mucha prisa en elegir qué hacer con mi persona, ahora que habían decidido que no constituía una amenaza. Solo tenía que aguardar a que se descuidaran lo suficiente.

Por cada estertor del tullido tuve que escuchar sugerencias muy coloridas sobre el modo en que podrían administrar justicia ellos mismos, "porque a las putas no las cuelgan": rajarme la cara, cortarme la nariz, matarme allí mismo... Daba gracias porque hubieran salido inmediatamente tras de mí sin comprobar lo que habíamos hecho nosotros de la maestra.

El tipo de la pistola dorada, eso sí, estaba empeñado en probar antes su teoría sobre mis orificios, empezando por mi garganta. Mentiría si le dijera que sentir sus manos sobre el cuerpo me resultó sensual. Me habría vuelto loca de ser Jack el que me hubiese abierto la mandíbula por la fuerza y colocado el cañón en la boca, es verdad, pero la idea de que un hombre distinto al mío -un hombre además peludo y panzón como un cerdo- me tocara me repugnaba en lo más profundo. Me obligué a respirar hondo y tener paciencia. El metal que entraba y salía de mi esófago me arañaba las paletas con un sonido de serrucho, obligándome a tragar; la arenilla de la pólvora se colaba entre las muelas y me producía dentera. Un colmillo se me movía, roto, sin duda. Me hacía babear.

—Mírenla, parece que empieza a gustarle...

La saliva ennegrecida me resbaló mentón abajo cuando apartó el arma. Escupí al suelo para terminar de librarme del mal gusto. El ranger se lo tomó como un desafío y me golpeó de nuevo con la culata, partiéndome la ceja y las venas bajo ella.

Volvió a enderezarme de un tirón de orejas. La herida no debía ser muy grande, pero la sangre que me caía sobre el ojo me dificultaba la visión. Tanto mejor, no quería presenciar cómo ese montón de basura me desataba el chaleco primero, luego la camisa. Sabía que estando sin corpiño, apenas vestida con una camiseta de trabajador sudada bajo ella, se vería todo. Confiaba en que así fuera, que actuasen de distracción; los pechos cubiertos de mordiscos y morados de una mujer aún lo bastante joven.

Me empujó los pezones con el arma. La tensión y el rocío nocturno los mantenían duros, contraídos, reclamando atención. Contenerme y dejarle hacer me estaba costando más que sujetar a un perro furioso.

La mira siguió descendiendo, saltando de costilla en costilla, el ombligo, la cadera... Pequeños movimientos, el mismo ritmo que mi cuchillo caía por su propio peso muñeca abajo.

En cuanto su pistola estuvo lo bastante al sur la aferré entre los muslos, juntándolos con fuerza y girando la cadera hasta hacerle crujir todos los dedos de la mano. De nada le sirvió disparar, porque el cañón estaba al otro lado y mis pantalones de montar tenían la cara interior forrada de cuero para evitar el desgaste, con lo que solo sentí calor.

Sus compañeros se rieron, y yo también lo hice... solo durante un momentito.

Agarrando el cartucho con la única mano en la que llevaba un guante completo, y le enseñé el puño al otro hombre más cercano como hacen los críos al simular mirar a distancia, orientándolo hacia él. Lo vi fruncir el ceño sin comprender e inclinarse para mirar, pero no le dio tiempo a ver qué había en el interior. Golpeé con la punta de la navaja el culo del casquillo tan fuerte como si estuviera dando un puñetazo. No se me ocurrió que si fallaba la hoja podría amputarme uno o dos dedos y eso fue bueno, porque es posible que me hubiera acobardado. Me diera por muerta o no, aún le temía al dolor.

El metal se deslizó por el hueco de mis falanges con tanta fluidez como lo hubiera hecho en una vaina, sin apenas cortar la tela. Los pocos rasguños que me hizo quedaron cauterizados por la deflagración que siguió.

El golpe seco y mi mano casi cerrada actuaron a modo de percutor y cañón y la bala que había activado apenas pudo desviarse a tan corta distancia. Fue derecha hacia él y le entró por la nariz, explotándosela en todas direcciones como una gota de agua. Lamentablemente no penetró mucho más.

Los hombres que me rodeaban tardaron en entender lo que había pasado lo suficiente como para permitirme apuñalar una y otra vez el brazo del hombre cuya pistola retenía hasta que la soltó. Entonces la agarré con la otra mano y le disparé con ella.

El desconcierto y la sorpresa permitieron que me abalanzara sobre el otro herido y pudiera colocarlo entre ellos y yo, protegida por su cuerpo. No fue fácil, porque el daño inmenso que le hacía su amputación le llevaba a doblarse y encabritarse como un búfalo furioso. No conseguí desarmarlo tampoco. Su índice se había agarrotado en la arandela y se negaba a soltar la pistola, disparando una y otra vez con la esperanza de darme en los pies, de modo que me conformé con empujarle la mano hacia arriba. Su primera víctima fue otro hombre que se estaba acercando para ayudarle, al que acertó en pleno pulmón. Después de eso parecieron pensarse mejor lo de intentar saltarme encima.

Usándolo como barrera, esperé a que se le agotasen las balas y desenfundé la pistola que le quedaba. Traté de caminar hacia atrás con él para aproximarme a los caballos, pero pesaba demasiado: continuar forcejeando con alguien dolorido pero más fuerte que yo no solo me privaba de fuerza sino que dificultaba mucho mi habilidad para apuntar. Acabaría dándose la vuelta y quitándome el arma. Cuando calculé que ya estaba lo bastante cerca de una de las monturas lo pateé hacia delante, haciendo que se comiera un par de balas dirigidas a mí, y subí al caballo.

Los dos hombres que quedaban en pie no tardaron en seguirme y por segunda vez en el día la persecución se reanudó. No sabía hacia dónde ir, solo que no me convenía buscar una población, porque aunque hubiera más lugares en los que esconderse la gente no solo percibía rápidamente la llegada de un forastero, sino que se sentiría inclinada a colaborar con la justicia. En honor a la verdad tampoco habría sabido cómo encontrarla.

En la planicie todo el paisaje se parece mucho y de noche el problema se acrecienta, por lo que un terreno concreto debe resultar realmente familiar para poder distinguirlo del resto. A medida que empezaba a reconocer la forma peculiar de un árbol aquí, un montículo allá, una formación rocosa mínimamente llamativa, se fue abriendo camino en mi cerebro la idea de que había llegado a un territorio conocido.

Ya no tenía tanta necesidad de vigilar a mis perseguidores, que habían empezado a dosificar las balas millas atrás, dándole prioridad a recortar la distancia. Ahora que teníamos animales muy similares, mi poco peso acabó marcando la diferencia y me permitió desmarcarme.

El ruido amortiguado de las herraduras al hundirse en el suelo arenoso me decía que corríamos por el lecho seco de un río que como mucho fluiría un par de meses al año. Si estaba en lo cierto, solo tendría que seguirlo para acabar encontrando el lugar al que de todas maneras tendría que dirigirme.

Cuando una forma rectangular surgió al fin desde detrás de las rocas supe que casi estaba en casa. Aquel era uno de los refugios de paso para ganaderos que solíamos utilizar entre golpe y golpe. No tenía humo saliendo de la chimenea ni luz en las ventanas, pero eso no significaba necesariamente nada. Aún podía haber gente en el interior. Con todo lo ocurrido lo más sensato era que tratasen de no llamar la atención. Me persigné sin soltar las riendas mientras me aproximaba al galope a la cabaña, espoleando al caballo con fuerza suficiente para desgarrarle los flancos. Notaba la sangre resbalosa en el estribo empeorando el agarre de mis botas sobre el metal.

Daba igual si mataba también a este caballo, porque mi trayecto terminaba justo ahí, para bien o para mal. Estaba dispuesta a estrellarme contra la pared de troncos si nadie me socorría. Mi mente anticipaba ya el modo en que se me rompería el cuerpo, la forma en que se doblaría la columna cuando la cabeza impactase contra la madera. Un sonido sordo de vértebra contra vértebra, montándose unas sobre otras, apelotonándose contra el cráneo hasta partir la médula...

Cerré los ojos. Había decidido, pero no tenía valor suficiente para ver cómo se aproximaba la pared.

Un par de fogonazos después los abrí de nuevo. Los dos hombres que me perseguían habían pasado a moverse sobre sus sillas como muñecas de trapo. Los cascos de sus monturas los pisotearon cuando cayeron, un sonido húmedo de frutas maduras. Órganos estallando.

Jimmy había salido de la casa y corría hacia mí, cubierto de sangre seca y con un pie descalzo, disparando una y otra vez sobre los cuerpos, haciéndolos saltar como chinches con cada detonación. Logré reconducir mi montura justo a tiempo para girar y no llevármelo por delante.

Recorrí todavía un buen trecho en el nuevo rumbo antes de poder frenar al caballo y desmontar. Cuando volví el chico seguía cargando y vaciando su escopeta en los rangers con tanta alegría como si los cartuchos fueran gratis. Se ve que sentía la necesidad de apretar el gatillo más veces de las que lo habría hecho durante la contienda, para asegurarse así de que al fin se había terminado.

Al acercarme para ayudarlo a desvalijar a los muertos vi que tenía los ojos hinchados por el llanto y supe de inmediato que no había nadie más allí.

CONTINUARÁ.

**Está previsto que

los nuevos capítulos salgan aproximadamente cada 3 o 4 días

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